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El entierro del abuelo Charlie se celebró una mañana despejada de principios de febrero, en la iglesia de St. Mary y St. John, en Jubilee Street. Cuando el coro hubo ocupado su puesto solo quedaba sitio para estar de pie, e incluso el señor Salmon, que se había puesto un largo abrigo negro y un sombrero de ala ancha del mismo color, estaba entre los que se tenían que conformar con apiñarse hacia el fondo.

A la mañana siguiente, cuando Charlie llevó el carro nuevo a la parada habitual de su abuelo, el señor Dunkley salió de la tienda de pescado con patatas para admirar su nueva adquisición.

—Cabe casi el doble que en el viejo carretón del abuelo —le explicó Charlie—. Y lo mejor de todo es que solo me faltan diecinueve chelines con seis peniques para pagarlo.

Al terminar la semana, sin embargo, el muchacho había descubierto que la carreta seguía estando medio llena de mercancía estropeada que nadie quería. Hasta Sal y Kitty arrugaron la nariz cuando les ofreció manjares tales como plátanos negros y manzanas pasadas. El nuevo comerciante tardó varias semanas en calcular aproximadamente las cantidades que necesitaba cada mañana para satisfacer las necesidades de sus clientes, y más todavía en descubrir que esas necesidades podían variar de un día para otro.

Era sábado por la mañana, después de que Charlie hubiera recogido la mercancía del mercado y se dispusiera a volver a Whitechapel, cuando oyó el alboroto.

—¡Masacre de tropas británicas en el Somme! —voceaba un chico desde la esquina de Covent Garden mientras agitaba un periódico sobre la cabeza.

Charlie se desprendió de medio penique a cambio de una copia del Daily Chronicle y se sentó en la acera a leer, concentrándose en las palabras que más le sonaban. Así se enteró de la muerte de miles de soldados británicos que se habían enfrentado al ejército del káiser Bill en un asalto combinado con los franceses. La malograda incursión se había saldado con un baño de sangre. Aunque el general Haig había previsto un avance de cuatro mil yardas diarias, al final se había tenido que batir en retirada. El grito de «todos habremos vuelto a casa por Navidad» parecía ahora una fanfarronada barata.

Charlie tiró el periódico a la cuneta. Ningún alemán iba a matar a su padre, de eso estaba seguro, aunque últimamente, desde que Grace hubiera pasado una temporada como voluntaria en los hospitales de campaña a media milla escasa del frente, el muchacho había empezado a sentirse culpable por no estar participando de forma más activa en la guerra.

Aunque Grace le escribía todos los meses, seguía sin ser capaz de proporcionarle ninguna novedad sobre el paradero de su padre. «Aquí hay medio millón de soldados —le explicaba— y todos parecen iguales: ateridos, empapados de agua y muertos de hambre». Sal seguía trabajando de camarera en Commercial Road y dedicaba todo su tiempo libre a buscar marido, mientras que a Kitty no le costaba nada encontrar cantidades ingentes de hombres dispuestos a complacer todos sus caprichos. Kitty, de hecho, era la única de las tres que disponía del tiempo libre suficiente durante el día para ayudar en el carro, pero como nunca se levantaba hasta que ya había salido el sol y siempre se escabullía mucho antes de que se pusiera, seguía sin ser lo que el abuelo habría calificado de un buen recurso para la empresa.

Habrían de transcurrir varias semanas antes de que el joven Charlie perdiera la costumbre de girar la cabeza para preguntar: «¿cuántas, abuelo?», o «¿cuánto es, abuelo?», o «¿puedo fiarle a la señora Ruggles, abuelo?». Y solo después de haber pagado hasta el último penique de la deuda de la carreta nueva y haberse quedado prácticamente sin efectivo empezó a darse cuenta de lo buen vendedor ambulante que debía de haber sido el anciano.

En los primeros meses solo ganaban unos pocos peniques a la semana para repartir entre todos, y Sal, que estaba convencida de que acabarían en el asilo para desfavorecidos como se siguieran retrasando con los pagos del alquiler, no paraba de suplicarle a su hermano que vendiera el viejo carretón del abuelo para sacarse otra libra. Pero la respuesta de Charlie siempre era la misma: «jamás», a lo que después añadía que antes preferiría morirse de hambre y dejar aquella reliquia pudriéndose en el patio que confiarla al cuidado de unas manos extrañas.

El negocio empezó a despegar de forma paulatina, no obstante, y el carro más grande del mundo empezó a dar beneficios suficientes incluso para permitir que Sal se comprara un vestido de ocasión, Kitty un par de zapatos y Charlie un traje de tercera mano.

Aunque seguía estando delgado (ya peso mosca) y no era muy alto, tras cumplir los diecisiete se empezó a fijar en que las señoritas de la esquina de Whitechapel Road, que todavía se dedicaban a repartir plumas blancas entre todo el que fuera vestido de paisano y tuviera aspecto de contarse entre los dieciocho y los cuarenta años de edad, lo observaban con el afán de rapaces hambrientas.

Aunque a Charlie no le daban miedo los alemanes, seguía esperando que la guerra terminara lo antes posible y que su padre volviera a Whitechapel para restaurar su rutina de trabajar en los muelles durante el día y emborracharse en el Black Bull por las noches. Pero sin correspondencia y únicamente con las noticias restringidas de los periódicos, ni siquiera el señor Salmon era capaz de decirle lo que estaba ocurriendo de verdad en el frente.

Conforme pasaban los meses, Charlie se fue volviendo cada vez más consciente de lo que necesitaban sus clientes, quienes a su vez estaban descubriendo que la carreta del muchacho ya les ofrecía una relación calidad-precio superior a la de muchos de sus competidores. Hasta Charlie empezó a pensar que el viento soplaba a su favor el día que una sonriente señora Smelley apareció para comprar más patatas para la casa de huéspedes de las que él podría haber soñado con venderle a un cliente normal en un mes.

—Podría entregárselas a domicilio, ¿sabe usted? —dijo levantándose la visera—. Directas a su puerta todos los lunes por la mañana.

—Te lo agradezco, Charlie, pero no —replicó ella—. Siempre me ha gustado ver lo que compro.

—Deme una oportunidad, señora Smelley, y cuando vea que está alquilando más habitaciones que nunca se ahorrará el tener que salir a la calle si hace mal tiempo.

La mujer lo miró a la cara.

—Bueno, hagamos la prueba durante un par de semanas. Pero como me dejes en la estacada, Charlie Trumper…

—Trato hecho —dijo Charlie con una sonrisa radiante, y a partir de aquel día, la señora Smelley no volvió a comprar ni frutas ni hortalizas en el mercado.

Charlie decidió que, en vista del éxito inicial, debería ampliar su servicio de entrega a domicilio a otros clientes del East End. Quizá de ese modo, pensó, quizá conseguiría incluso doblar sus ingresos. A la mañana siguiente sacó del patio el viejo carretón del abuelo, le quitó las telarañas, le dio una mano de pintura y dejó a Kitty encargada de atender los pedidos a domicilio mientras él se ocupaba de la parada de Whitechapel.

En cuestión de días, Charlie había perdido todos los beneficios que había obtenido en el último año y se encontraba en la casilla de salida de nuevo. Kitty demostró no tener cabeza para las cuentas, y lo peor de todo, se creía todas las excusas sensibleras que le ofrecían, por lo que a menudo terminaba regalando la comida. Al finalizar aquel mes, Charlie, que se había quedado prácticamente en la ruina, ya no podía seguir pagando el alquiler.

—Bueno, ¿y qué has aprendido de tu osada aventura? —inquirió Dan Salmon un día desde el portal de la tienda, con el gorro de lana echado hacia atrás y los pulgares enganchados en los bolsillos de su chaleco negro, donde lucía orgullosamente un reloj con la tapa de cristal.

—Que hay que pensárselo dos veces antes de contratar a un pariente y que no hay que dar nunca por sentado que la gente esté dispuesta a saldar sus deudas.

—Bien —dijo el señor Salmon—. Aprendes deprisa. Bueno, ¿y cuánto necesitas para pagar el alquiler y llegar al próximo mes?

—¿Qué me está sugiriendo? —preguntó Charlie.

—Cuánto —repitió el señor Salmon.

—Cinco libras —dijo Charlie, bajando la cabeza.

El viernes por la noche, cuando hubo cerrado la tienda, Dan Salmon le dio a Charlie cinco soberanos además de varias tortas de matzo.

—Devuélvemelo cuando puedas, muchacho, y no les digas nada a las chicas o nos habremos metido los dos en un lío.

Charlie empezó a pagar el préstamo a razón de cinco chelines a la semana, y cinco meses después ya había devuelto todo lo que debía. Recordaría siempre el día que hizo el último pago, puesto que coincidió con el primer bombardeo serio de Londres. Se pasó casi toda la noche escondido debajo de la cama de su padre, con Sal y Kitty abrazadas a él como si les fuera la vida en ello.

A la mañana siguiente, leyó un artículo sobre el ataque aéreo en el Daily Chronicle y se enteró de que un centenar de londinenses habían fallecido y otros cuatrocientos estaban heridos.

Le pegó un bocado a su manzana matutina antes de entregar el pedido semanal de la señora Smelley y regresar a su puesto en Whitechapel Road. Los lunes siempre eran ajetreados, puesto que todo el mundo quería reabastecerse después del fin de semana, y cuando volvió al número 112 para tomar el té de la tarde estaba agotado. Charlie estaba clavando el tenedor en su tercer hojaldre de cerdo cuando oyó que llamaban a la puerta.

—¿Quién será? —se extrañó Kitty mientras Sal le servía otra patata a Charlie.

—Solo hay una forma de averiguarlo, amiga —dijo Charlie, que no tenía la menor intención de levantarse.

Kitty dejó la mesa a regañadientes para regresar instantes después con la nariz apuntando hacia el techo.

—Es esa tal Becky Salmon. Que «le gustaría tener unas palabras contigo», dice.

—Conque sí, ¿eh? Deberías haber llevado a la señorita Salmon al salón —replicó Charlie con una sonrisita traviesa.

Kitty volvió a alejarse arrastrando los pies en tanto que Charlie se levantaba de la mesa de la cocina sujetando el último trozo de pastel entre los dedos. Se dirigió a la única habitación de la casa que no hacía las veces de dormitorio, se instaló en una vieja silla de cuero y siguió masticando mientras esperaba. La Ricachona se plantó en el centro del cuarto un momento después, directamente delante de él. En silencio. Al muchacho le impresionaron sus dimensiones. Aunque medía dos o tres pulgadas menos que Charlie, debía de pesar por lo menos catorce libras más que él; un verdadero peso pesado. Era evidente que no había dejado de atiborrarse con los bollos de crema de Salmon. Charlie observó fijamente su blusa blanca, resplandeciente, y su falda plisada de color azul marino. Su elegante chaqueta azul lucía un águila dorada rodeada de palabras que al muchacho no le sonaban de nada. Una cinta roja se esforzaba por recoger sus cortos cabellos morenos, y Charlie se fijó en que sus zapatitos negros y sus calcetines blancos estaban más inmaculados que nunca.

Le habría pedido que se sentara, pero como él ya había ocupado la única silla que había, se abstuvo de hacerlo. En vez de eso, le ordenó a Kitty que los dejara a solas. Su hermana se lo quedó mirando, desafiante, pero terminó marchándose sin rechistar.

—Bueno —dijo Charlie cuando la puerta se hubo cerrado—. ¿Qué quieres?

Rebecca Salmon empezó a temblar mientras se esforzaba por articular su discurso.

—Vengo a verte por lo que les ha pasado a mis padres. —Pronunciaba cada palabra con esmero, muy despacio y, para el enfado de Charlie, sin rastro de acento del East End.

—¿Y qué les ha pasado a tus padres? —refunfuñó el muchacho, esperando que no se diera cuenta de que hacía poco que había comenzado a cambiarle la voz. Becky se echó a llorar. La única reacción de Charlie fue desviar la mirada hacia la ventana, porque no se le ocurría qué más podía hacer.

Becky seguía temblando cuando empezó a hablar otra vez.

—Tata murió anoche, en el bombardeo, y a mi madre se la han llevado al hospital de Londres. —Enmudeció de repente, sin añadir más explicaciones.

Charlie se levantó de la silla de un salto.

—No sabía nada —dijo mientras empezaba a pasearse por toda la sala.

—No podías saberlo. Ni siquiera se lo he contado a los empleados de la tienda todavía. Se creen que se ha tomado un día de baja.

—¿Quieres que se lo diga yo? ¿Por eso has venido?

—No. —La muchacha levantó la cabeza despacio y se quedó callada un momento—. Lo que quiero es que te hagas cargo tú de la tienda.

La sugerencia dejó a Charlie tan desconcertado que, aunque había dejado de deambular sin rumbo de un lado a otro, ni siquiera intentó responder.

—Mi padre siempre decía que no tardarías mucho tiempo en tener tu propio negocio, por eso he pensado que…

—Pero si yo no tengo ni idea de panes —tartamudeó Charlie mientras se dejaba caer de nuevo en la silla.

—Los dos empleados de mi padre saben todo lo que hay que saber del oficio, y sospecho que en cuestión de pocos meses tú ya sabrás más que ellos. Lo que la tienda necesita en estos momentos es un buen vendedor. Mi padre siempre te tuvo a la altura del viejo abuelo Charlie, y todo el mundo sabe que él era el mejor.

—Pero ¿qué pasa con mi carreta?

—Solo hay unas pocas yardas entre ella y la tienda, así que no te costaría nada echarles un ojo a las dos. —Rebecca titubeó antes de añadir—: A diferencia de tu servicio de reparto a domicilio.

—¿Estabas enterada de eso?

—Sé incluso que intentaste devolver los últimos cinco chelines del préstamo un sábado, escasos minutos antes de que mi padre fuera a la sinagoga. No teníamos secretos.

—Bueno, ¿y cómo funcionaría? —preguntó Charlie, que empezaba a sentirse como si la muchacha siempre fuera un par de pasos por delante de él.

—Tú diriges el carro y la tienda, y seremos socios al cincuenta por ciento.

—¿Y tú cómo vas a ganarte tu parte?

—Haré el balance de cuentas todos los meses y me aseguraré de que paguemos los impuestos a tiempo y no nos saltemos las normas municipales.

—Sería la primera vez que pago impuestos —murmuró Charlie—. Además, ¿a quién le importan las estúpidas normas municipales?

Los ojos oscuros de Becky se clavaron en él por primera vez.

—A la gente que espera dirigir un negocio serio algún día, Charlie.

—No me parece justo eso de ir al cincuenta por ciento —replicó él, empeñado en no dar su brazo a torcer.

—Mi tienda es considerablemente más valiosa que tu carreta y también genera muchos más beneficios.

—Los generaba, más bien, antes de que se muriera tu padre. —En cuanto salieron de su boca, Charlie se arrepintió de haber pronunciado esas palabras.

Becky agachó la cabeza de nuevo.

—¿Somos socios o no? —murmuró.

—Al sesenta-cuarenta —dijo Charlie.

Tras pensárselo un buen rato, la muchacha estiró el brazo de súbito. Charlie se levantó de la silla y le estrechó vigorosamente la mano para confirmar que acababa de cerrar su primer acuerdo.

 

Después del entierro de Dan Salmon, Charlie procuraba leer el Daily Chronicle todas las mañanas con la esperanza de averiguar en qué estaba ocupado el segundo batallón de los fusileros reales y dónde podría encontrarse su padre. Sabía que el regimiento estaba combatiendo en alguna parte de Francia, pero el periódico no precisaba la localización exacta, por lo que él nunca conseguía despejar esa incógnita.

El diario comenzó a ejercer una doble fascinación en el muchacho cuando a este le dio por fijarse en los anuncios que aparecían en casi todas las páginas. Le costaba creer que esos estirados del West End estuvieran dispuestos a pagar tanto dinero por cosas que a él no le parecían más que lujos innecesarios. Sin embargo, eso no evitaba que a Charlie le dieran ganas de probar la Coca-Cola, la última bebida procedente de América, al precio de un penique por botella; o la nueva cuchilla con protección de Gillette, a pesar de que ni siquiera había empezado a afeitarse aún, a seis peniques el mango y otros dos el juego de seis hojas: estaba seguro de que a su padre, que nunca había usado otra cosa que una navaja plegable, todo ese asunto le parecería una trampa para afeminados. Y las dos libras que vio que costaba una faja de mujer se le antojaron exageradas. Ni Sal ni Kitty necesitarían jamás algo así…, aunque quizá la Ricachona se tuviera que poner una no dentro de mucho, al ritmo que iba.

Tanto intrigaban a Charlie aquellas oportunidades para vender, en apariencia interminables, que un domingo por la mañana tomó el tranvía al West End para verlo con sus propios ojos. Tras el trayecto en aquel vehículo tirado por caballos que lo llevó hasta Chelsea, se dedicó a regresar caminando despacio en dirección a Mayfair mientras inspeccionaba todos los productos de los escaparates que le salían al paso. También se fijó en la vestimenta de la gente y admiró los vehículos a motor que, pese a escupir tanto humo, por lo menos no lo dejaban todo sembrado de excrementos en su discurrir por el centro de la calzada. Incluso empezó a preguntarse cuánto costaría el alquiler de los locales en Chelsea.

El primer domingo de octubre de 1917, Charlie regresó al West con Sal, según él para enseñarle las vistas.

El muchacho y su hermana deambularon sin prisa de un escaparate a otro, con él incapaz de disimular la emoción ante cada nuevo descubrimiento que hacía. Atuendos para hombre, sombreros, zapatos, vestidos de mujer, perfumes, ropa íntima…, incluso las tartas y los pasteles acaparaban toda su atención durante innumerables minutos.

—Por el amor de Dios —dijo Sal—, volvamos de una vez a Whitechapel. Porque una cosa está clara: aquí no me podría sentir jamás como en casa.

—Pero ¿no te das cuenta? —replicó Charlie—. Algún día abriré mi propia tienda aquí, en Chelsea.

—No digas tonterías. Ni siquiera Dan Salmon podía costearse algo así.

Charlie no se molestó en llevarle la contraria.

 

En cuanto al tiempo que Charlie habría de tardar en dominar el negocio de la panadería, la predicción de Becky resultó ser exacta. En el plazo de un mes ya sabía tanto como cualquiera de los dos empleados sobre temperaturas de horno, reguladores, levados y cuál era la mezcla correcta de agua y harina, y como atendían a los mismos clientes de la carreta de Charlie, las ventas de ambos negocios solo se resintieron ligeramente en el primer trimestre del año.

Becky, que resultó ser fiel a su palabra, llevaba las cuentas en lo que ella describía como «totalmente al día» e incluso abrió un juego de libros de cuentas para el puesto de Trumper. Transcurridos sus primeros tres meses como socios, los beneficios declarados ascendían a cuatro libras con once chelines pese a haber tenido que arreglar el horno de Salmon, lo que le permitió a Charlie comprarse su primer traje de segunda mano.

Sal seguía trabajando de camarera en una cafetería de Commercial Road, pero Charlie sabía que su hermana se moría de ganas de encontrar a alguien que estuviera dispuesto a casarse con ella; daba igual el estado físico en el que estuviera, le explicaba ella, con tal de poder dormir en una habitación que pudiera considerar suya.

Grace no dejaba de enviarle sus cartas a principios de mes, y de alguna manera se las arreglaba para mostrarse animada pese a estar rodeada de muerte. Es exactamente igual que su madre, les contaba el padre O’Malley a sus feligreses. Kitty, por su parte, iba y venía a su antojo, les pedía dinero prestado tanto a sus hermanas como a Charlie y no se tomaba nunca la molestia de devolvérselo. Exactamente igual que su padre, les contaba el mismo sacerdote a sus feligreses.

 

—Me gusta tu traje nuevo —dijo la señora Smelley un lunes por la tarde cuando Charlie fue a llevarle su pedido semanal. El muchacho se ruborizó, se levantó la visera y fingió no haber oído el cumplido mientras se apresuraba a refugiarse en la panadería.

El segundo trimestre prometía arrojar aún más beneficios para los dos negocios de Charlie, así que advirtió a Becky de que le había echado el ojo a la carnicería, cuyo dueño había perdido a su único hijo en la batalla de Passchendaele. La muchacha le recomendó que no se precipitara y esperase hasta haber averiguado cuáles eran los márgenes de beneficios de ese local y si los dos empleados, ya mayores, sabían lo que se hacían.

—Porque una cosa está clara, Charlie Thumper —le dijo cuando se hubieron sentado en la pequeña trastienda de Salmon para revisar las cuentas del mes—, de carnicerías no tienes ni idea. «Charlie Trumper, el mercader respetable, casa fundada en 1823» todavía me suena atractivo —añadió—. Pero «Trumper, el insensato que se tuvo que declarar en quiebra en 1917», ya no.

También ella alabó su traje nuevo, aunque no antes de haber terminado de cuadrar una interminable columna de cifras. Charlie se disponía a devolverle el cumplido apuntando que daba la impresión de haber bajado un poco de peso, pero en ese momento la muchacha se estiró sobre la mesa para echar mano de otra tartaleta de mermelada.

Deslizó un dedo pringoso por la hoja de balance mensual y comparó las cifras con el extracto bancario redactado a mano. Los beneficios ascendían a ocho libras con catorce chelines, anotó pulcramente con tinta en la última línea.

—A este paso nos habremos hecho millonarios antes de cumplir los cuarenta —dijo Charlie con una sonrisa.

—¿Cuarenta, Charlie Thumper? —replicó Becky, desdeñosa—. Mira que te gusta tomarte las cosas con calma.

—¿A qué te refieres?

—A que yo espero haberlo conseguido muchísimo antes.

Charlie se rio con una carcajada estentórea para disimular el hecho de que no sabía muy bien si la muchacha estaba hablando en serio o en broma. Cuando estuvo segura de que la tinta se había secado, Becky cerró los libros y los guardó en su mochila mientras Charlie se preparaba para cerrar la panadería. Una vez en la calle, le dio las buenas noches a su socia con una reverencia exagerada y giró la llave en la cerradura antes de emprender el camino a casa. Empezó a silbar It’s a Long Way to Tipperary, desafinando, mientras empujaba la mercancía sobrante de la jornada en dirección al ocaso. ¿De verdad podría ganar un millón antes de haber cumplido los cuarenta o estaría Becky tomándole el pelo?

Se detuvo de golpe al llegar a la altura del establecimiento de Bert Shorrocks. Frente a la puerta del 112, vestido con un largo gabán y un sombrero de color negro, biblia en mano, estaba el padre O’Malley.