8

A la mañana siguiente, Becky se desveló antes de que sonara el despertador. Se levantó, se vistió y salió del apartamento mucho antes de que Daphne hubiera abierto los ojos. Se moría de ganas por ver cómo estaba apañándoselas Charlie en su primer día. Camino del 147 vio que la tienda ya estaba abierta y que una clienta solitaria estaba recibiendo la atención exclusiva del muchacho.

—Buenos días, socia —exclamó Charlie desde detrás del mostrador mientras Becky entraba en la tienda.

—Buenos días. Veo que estás decidido a pasarte el primer día sentado en una esquina para familiarizarte con cómo funcionan las cosas.

Charlie, como Becky descubriría más tarde, había empezado a atender a la clientela antes de que llegaran Gladys y Patsy, mientras que el pobre Bob Makins se veía tan cansado como si estuviera terminando ya la jornada.

—Ahora mismo no tengo tiempo para charlar con las clases desocupadas —dijo Charlie, cuyo acento cockney sonaba más marcado que nunca—. ¿Te importa que quedemos esta tarde para ponernos al día?

—Me parece estupendo.

Becky miró su reloj y, tras despedirse, se dispuso a asistir a la primera clase de la mañana. Le costó concentrarse en la historia del Renacimiento; ni siquiera las diapositivas de la obra de Rafael, proyectadas por una lámpara mágica sobre una sábana blanca, consiguieron suscitar su interés. Ocupaban sus pensamientos la ansiedad que le producía pasar el fin de semana con los padres de Guy y los problemas que debería superar Charlie si querían obtener los beneficios necesarios para saldar su deuda con Daphne. Becky reconoció para sus adentros que esto último le inspiraba más confianza. Exhaló un suspiro de alivio cuando la manilla negra del reloj rebasó la línea de las cuatro y media. Acudió a la esquina de Portland Place para tomar de nuevo el tranvía, se apeó del bamboleante vehículo en Chelsea Terrace y reanudó la carrera.

Se había formado una pequeña cola en la entrada de Trumper’s. Los antiguos y familiares reclamos de Charlie llegaron a sus oídos antes que ella a la puerta.

—Doscientos gramos de King Edwards, un jugoso pomelo de Sudáfrica, ¿y por qué no te echo también una bonita manzana de Cox de regalo, encanto?

Damas, damiselas y amas de llaves, mujeres todas ellas que habrían arrugado la nariz si cualquier otra persona se hubiera atrevido a llamarlas «encanto», parecían derretirse cuando era Charlie el que pronunciaba esa palabra. Becky no pudo fijarse con atención en los cambios que su socio había hecho en el establecimiento hasta que la última de las señoras se hubo marchado.

—Me he pasado toda la noche en vela —le explicó él—. Quitando de en medio las cajas que estaban medio vacías y la mercancía que se veía más fea. Acabé colocando las hortalizas más coloridas, las verduras, todo lo blando, en el fondo, mientras que las variedades más resistentes pero menos atractivas se vienen al frente. Patatas, nabos, boniatos… Es la regla de oro.

—El abuelo Charlie… —empezó a decir Becky con una sonrisa, pero se interrumpió justo a tiempo.

Inspeccionó la reorganización de las baldas y tuvo que reconocer que el método de Charlie resultaba mucho más práctico. Además, la sonrisa de las clientas no admitía discusión posible.

En cuestión de un mes era habitual que la cola de Charlie se extendiese hasta la acera a diario, y en cuestión de dos ya estaba hablándole a Becky de ampliar el negocio.

—¿Y cómo piensas ampliarlo? ¿Llegando hasta el dormitorio?

—Ahí arriba no habría sitio para tanta verdura —replicó él con una sonrisa—. Y menos desde que en la puerta de Trumper’s se forma más cola que para ver Pigmalión. Además, nosotros nunca vamos a bajar el telón.

Tras revisar una y otra vez los números correspondientes al primer trimestre del año, a Becky le costaba creer cuánto dinero habían ganado. Decidió que tal vez hubiera llegado el momento de regalarse una pequeña celebración.

—¿Por qué no vamos todos a cenar a ese restaurante italiano? —sugirió Daphne tras recibir un cheque más generoso de lo acostumbrado por los tres últimos meses.

A Becky le pareció que la idea era perfecta, pero le sorprendió la reticencia de Guy para adaptarse a sus planes. Tanto como los extremos a los que parecía estar dispuesta a llegar Daphne para festejar la ocasión.

—No estamos dispuestos a gastarnos todos los beneficios en una velada —le aseguró Becky.

—Lástima —replicó Daphne—. Porque empieza a darme la impresión de que no tendré más oportunidades de ejecutar la cláusula de penalización. Tampoco me quejo. Al fin y al cabo, Charlie supondrá un cambio agradable comparado con los mojigatos sin garbo y los palurdos sin gracia que debo soportar la mayoría de los fines de semana.

—Ten cuidado, no vayas a convertirte en su postre.

Becky había informado a Charlie de que la mesa estaba reservada para las ocho en punto y le había obligado a prometer que se pondría su traje más elegante.

—Mi único traje —le recordó él.

Guy recogió a las dos muchachas en el número 97 justo a las ocho, pero se mostró inusitadamente callado mientras las acompañaba hasta el restaurante, donde llegaron unos minutos después de la hora acordada. Encontraron a Charlie sentado en la esquina, solo, nervioso y con cara de ser la primera vez que pisaba un local de ese tipo.

Becky le presentó primero a Daphne y después a Guy. Los dos hombres se quedaron en pie frente a frente, sopesándose con la mirada como luchadores profesionales.

—Es verdad —dijo Daphne—, estuvisteis en el mismo regimiento. Aunque supongo que no llegaríais a cruzaros —añadió sin quitarle ojo a Charlie. Ninguno de los dos reaccionó al comentario.

Si la cita había empezado con mal pie, no tardó en empeorar; los cuatro parecían incapaces de encontrar un tema de conversación sobre el que tuvieran algo en común. Charlie, lejos de mostrarse tan dicharachero e ingenioso como cuando trataba con la clientela de la tienda, adoptó una actitud hosca y poco comunicativa. Becky le habría pegado una patada si hubiera tenido las piernas más largas, y no solo porque estuviera usando el cuchillo para llevarse los guisantes a la boca.

El silencio malhumorado de Guy tampoco contribuía a aligerar el ambiente, a pesar de que Daphne se reía tan jovial como siempre cada vez que a alguien se le ocurría decir cualquier cosa. Para cuando les llevaron la minuta por fin, Becky respiró aliviada ante la inminencia del fin de la velada. Incluso tuvo que ser ella la que se encargara discretamente de dejar una propina para el camarero, puesto que Charlie estaba tan distraído que ni siquiera pareció caer en la cuenta de que era lo que se esperaba de él.

Salió del restaurante del brazo de Guy y perdieron el contacto con Daphne y Charlie mientras regresaban al 97 dando un paseo. Dedujo que sus acompañantes debían de seguirlos a escasa distancia, pero dejó de pensar en su paradero cuando Guy la abrazó, la besó con ternura y dijo:

—Buenas noches, cariño. Recuerda que vamos a pasar el fin de semana en Ashurst.

¿Cómo podría olvidarlo? Becky vio que Guy miraba atrás con gesto furtivo, en la dirección que Daphne y Charlie habían estado siguiendo; a continuación, sin otra palabra, paró un cabriolé e instruyó al chófer que lo llevara al barracón de los fusileros en Hounslow.

Becky entró en casa y se sentó en el diván mientras se debatía entre regresar o no al 147 para decirle a Charlie exactamente lo que pensaba de él. Daphne apareció en la estancia como una exhalación escasos minutos después.

—Lamento lo que ha pasado esta noche —se disculpó Becky antes de que su amiga pudiera expresar su opinión—. Charlie suele ser bastante más comunicativo. No entiendo qué mosca le ha picado.

—Sospecho que no le habrá resultado fácil cenar con un oficial de su antiguo regimiento —dijo Daphne.

—Me imagino que tienes razón. Pero acabarán siendo amigos, estoy segura de eso.

Daphne se la quedó mirando fijamente, pensativa.

 

El sábado por la mañana, Guy se personó en el 97 de Chelsea Terrace para recoger a Becky y llevarla a Ashurst en coche. Le dijo lo guapa que estaba nada más verla, engalanada con uno de los elegantes vestidos rojos de Daphne, y se mostró tan parlanchín y animado durante todo el trayecto hasta Berkshire que Becky incluso empezó a relajarse. Llegaron a la aldea de Ashurst poco antes de las tres. Guy le guiñó un ojo mientras enfilaba el kilométrico camino de acceso que comunicaba con la residencia.

Becky no se esperaba que la casa fuera tan grande.

Un mayordomo, un asistente del mayordomo y dos criados esperaban en lo alto de la escalinata para recibirlos. Guy detuvo el vehículo en el camino de grava y el mayordomo se acercó para sacar del maletero las dos pequeñas maletas de Becky antes de entregárselas a un sirviente que se las llevó. A continuación, el mayordomo condujo con paso ceremonioso al capitán Guy y a Becky por los escalones de piedra hasta el recibidor, primero, y después por una amplia escalera de madera hasta uno de los dormitorios de la primera planta.

—La Habitación Wellington, señorita —anunció mientras le abría la puerta.

—Se supone que Wellington pasó aquí alguna noche —le explicó Guy mientras remontaba los peldaños por detrás de ella—. No te sentirás sola, por cierto. Estoy justo en el cuarto de al lado, y tengo mucha mejor conversación que el difunto general.

Becky se internó en un espacioso dormitorio en el que encontró a una muchacha uniformada con un largo vestido negro, con el cuello y los puños de color blanco, que estaba deshaciendo sus maletas. La chica se giró, hizo una reverencia y entonó:

—Soy Nellie, su doncella. Le ruego que me avise si necesita usted cualquier cosa, señorita.

Becky le dio las gracias, se acercó al mirador y contempló los verdes pastos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Oyó que llamaban a la puerta y, mientras se daba la vuelta, vio a Guy entrando en la habitación antes de que a ella le hubiera dado tiempo a decir «adelante».

—¿Te gusta la habitación, cariño?

—Es perfecta —respondió Becky mientras la doncella ensayaba otra reverencia. Le pareció detectar un destello de aprensión en los ojos de la muchacha mientras Guy recorría la estancia.

—¿Lista para conocer a papá?

—Todo lo lista que puede estar una —confesó Becky antes de acompañar a Guy al soleado gabinete de la planta baja, donde un hombre de cincuenta y pocos los aguardaba frente a una chimenea encendida.

—Bienvenida al Palacio de Ashurst —dijo el mayor Trentham.

Becky sonrió a su anfitrión.

—Gracias.

Aunque el mayor era ligeramente más bajito que su hijo, poseía la misma constitución estilizada y el mismo cabello rubio, si bien en sus sienes comenzaban a despuntar ya algunas canas. Ahí terminaba el parecido, no obstante. Mientras que Guy tenía la piel pálida y lozana, la del mayor Trentham lucía el bronceado propio de quien había pasado la mayor parte de su vida al aire libre, y cuando Becky le dio la mano notó la aspereza característica de quien era evidente que había trabajado en el campo.

—Esos zapatitos londinenses tan finos no te servirán para lo que he preparado —declaró el mayor—. Tendrás que pedirle prestadas unas botas de montar a mi esposa, o quizá las botas de agua de Nigel.

—¿Nigel? —inquirió Becky.

—El benjamín de los Trentham. ¿Guy no te ha hablado de él? Está cursando el último curso en Harrow con la esperanza de ingresar en Sandhurst…, y eclipsar a su hermano, por lo que tengo entendido.

—No sabía que tuviera usted otro…

—Un mocoso indigno de mención —la interrumpió Guy con una sonrisita mientras su padre cruzaba el gabinete y los llevaba a un armario que había debajo de las escaleras. Becky contempló una hilera de botas de montar cuyo cuero se veía más lustroso incluso que sus zapatos.

—Elige un par, bonita —la invitó el mayor Trentham.

Tras un par de intentos, Becky encontró unas que le quedaban como un guante y salió al jardín con Guy y su padre. El mayor dedicó casi toda la tarde a enseñarle la hacienda de trescientas hectáreas a su joven invitada, y cuando por fin dio la visita por concluida, Becky estaba más que preparada para tomarse el ponche caliente de la enorme fuente de plata que los esperaba en el gabinete.

El mayordomo les informó de que la señora Trentham había llamado para avisar de que se había entretenido en la vicaría y le iba a resultar imposible tomar el té con ellos.

Anochecía cuando Becky regresó a su habitación para darse un baño y cambiarse para la cena, pero la señora Trentham seguía sin dar señales de vida.

Daphne le había prestado dos vestidos para la ocasión, e incluso un exquisito broche semicircular de diamante que Becky había aceptado con reticencia. Al mirarse en el espejo, sin embargo, todos sus temores se evaporaron.

Becky volvió al salón cuando oyó que los numerosos relojes repartidos por toda la casa anunciaban a coro que ya eran las ocho. El vestido y el broche surtieron un efecto perceptible e inmediato en los hombres. La madre de Guy seguía sin dar señales de vida.

—Qué vestido tan encantador, señorita Salmon —dijo el mayor.

—Gracias, mayor Trentham —replicó Becky, calentándose las manos junto a la chimenea mientras echaba un vistazo alrededor de la estancia.

—Mi esposa se reunirá con nosotros enseguida —le aseguró el mayor mientras el mayordomo le ofrecía una copita de jerez en una bandeja de plata.

—Ha sido estupendo visitar la mansión.

—Quizá le quede grande ese nombre —replicó con una sonrisa afectuosa el mayor—. Pero celebro que te haya gustado el paseo —añadió mientras dirigía su atención detrás de la muchacha.

Becky se giró para ver a una dama alta y elegante, vestida de negro de la cabeza a los pies, que entraba en la habitación en esos momentos. Se dirigió a ellos con paso lento y parsimonioso.

—Madre. —Guy acudió a su encuentro y la besó en la mejilla—. Me gustaría presentarte a la señorita Salmon.

—¿Cómo está usted? —dijo esta.

—¿Se puede saber quién se ha llevado mis mejores botas de montar del armario del pasillo —preguntó la señora Trentham, haciendo como si no viera la mano que le tendía Rebecca— y después las ha vuelto a dejar en su sitio cubiertas de barro?

—He sido yo —dijo el mayor—. De lo contrario, la señorita Salmon habría tenido que pasearse en tacones por toda la hacienda. Lo cual, dadas las circunstancias, habría sido poco recomendable.

—Preferiría que la señorita Salmon hubiera tenido la previsión de venir equipada con el calzado indicado.

—Lo siento muchísimo… —empezó a disculparse Becky.

—¿Dónde te has pasado el día entero escondida, madre? —la interrumpió Guy—. Esperábamos verte antes.

—Tenía que resolver algunos de los problemas que al nuevo vicario le vienen demasiado grandes, al parecer —replicó la señora Trentham—. No tiene ni pajolera idea de organizar una fiesta de la cosecha. Yo no sé qué les enseñan en Oxford hoy día.

—Teología, seguramente —sugirió el mayor Trentham.

El mayordomo carraspeó.

—La cena está servida, señora.

La señora Trentham se dio la vuelta sin mediar palabra y encabezó la comitiva al comedor a paso ligero. Colocó a Becky a la derecha del mayor y delante de ella. Tres cuchillos, cuatro tenedores y dos cucharas relucían frente a Becky encima de la inmensa mesa cuadrada. No le costó seleccionar el cubierto con el que debía empezar, puesto que había sopa de primero, pero a partir de ese punto sabía que tendría que limitarse a seguir el ejemplo de su anfitriona.

Esta no volvió a dirigirse a ella hasta que se hubo servido el plato principal. Mientras tanto, habló con su marido de los progresos de Nigel en Harrow (nada impresionante), del nuevo vicario (casi igual de malo) y de lady Lavinia Malim, la viuda de un juez que se había instalado recientemente en el pueblo y estaba provocando más alteraciones de lo que cabría esperar.

Becky tenía la boca llena de faisán cuando la señora Trentham preguntó de repente:

—¿Y a qué se dedica su padre, señorita Salmon?

—Está muerto —farfulló Becky.

—Vaya, lamento oír eso —replicó la mujer con indiferencia—. Supongo que perdería la vida al frente de su regimiento.

—Pues no.

—Ah. Entonces, ¿a qué se dedicaba durante la guerra?

—Regentaba una panadería. En Whitechapel —añadió Becky, recordando lo que le había advertido su padre: «Si intentas disimular tus orígenes, tarde o temprano te arrepentirás».

—¿Whitechapel? —repitió la señora Trentham—. Una aldeíta encantadora que hay en las afueras de Worcester, si no me equivoco.

—No, señora Trentham, está en el corazón del East End de Londres —dijo Becky. Esperaba que Guy acudiera a rescatarla. El muchacho, sin embargo, parecía absorto en su copa de vino rosado.

—Vaya. —Los labios de la señora Trentham formaban una raya inflexible—. Recuerdo haber visitado en cierta ocasión a la esposa del obispo de Worcester en un sitio que se llamaba Whitechapel, aunque confieso que nunca me ha parecido necesario desplazarme tan lejos como para llegar al East End. Me imagino que allí no tendrán obispo. —Soltó el tenedor y el cuchillo—. No obstante —continuó—, mi padre, sir Raymond Hardcastle…, quizás haya oído hablar de él, señorita Salmon…

—Pues no, la verdad —respondió con sinceridad Becky.

Las facciones de la señora Trentham se contrajeron en otra expresión de desdén, aunque eso no evitó que prosiguiera como si nada.

—Fue nombrado baronet por los servicios prestados al rey Jorge V…

—¿Y cuáles fueron esos servicios? —preguntó Becky en tono inocente, lo que hizo que la señora Trentham se quedase callada un momento antes de explicar:

—Representó un pequeño papel en los esfuerzos de su majestad por evitar que nos invadieran los alemanes.

—Es comerciante de armas —murmuró el mayor Trentham.

Si la señora Trentham oyó el comentario, decidió pasarlo por alto. Con voz glacial, preguntó:

—¿Se ha presentado en sociedad este año, señorita Salmon?

—No, me he matriculado en la universidad.

—Esas actividades no gozan de mi aprobación. Opino que ninguna damisela debería recibir otra educación aparte de los rudimentos básicos de lectura, escritura y aritmética, más una correcta comprensión del trato con los criados. Por no hablar de cómo sobrevivir a un partido de críquet como espectadora.

—Pero si no se tienen criados… —empezó a replicar Becky, y habría continuado si la señora Trentham no hubiera hecho sonar la campanita de plata que reposaba junto a su mano derecha.

—Gibson, tomaremos en el café en el gabinete —anunció cuando reapareció el mayordomo, cuyo rostro delató un atisbo de sorpresa toda vez que la señora Trentham se levantó y condujo a todos los comensales fuera del comedor, por un largo pasillo y de vuelta al gabinete, donde el fuego ya no ardía con el mismo vigor de antes.

—¿Brandy u oporto, señorita Salmon? —preguntó el mayor Trentham mientras Gibson servía el café.

—Nada, gracias —contestó Becky recatadamente.

—Con permiso —dijo la señora Trentham, levantándose de la silla en la que se acababa de sentar—. Amenaza con dolerme la cabeza y creo que haría bien en retirarme a mis aposentos, si no es molestia.

—Cómo no, querida, por favor —replicó sin emoción el mayor.

En cuanto su madre hubo salido de la habitación, Guy se acercó rápidamente a Becky, se sentó y la tomó de la mano.

—Estará de mejor humor por la mañana, cuando se le haya pasado la migraña, ya lo verás.

—Lo dudo —susurró Becky. Se giró hacia el mayor Trentham y dijo—: Creo que yo también debería retirarme. Ha sido un día muy largo. Además, estoy segura de que los dos tienen muchos asuntos que tratar.

Ambos hombres se incorporaron cuando Becky abandonó el gabinete y subió por la interminable escalera que conducía a su dormitorio. Se desvistió sin perder tiempo y, tras lavarse con una palangana de agua casi congelada, cruzó el cuarto sin calefacción arrastrando los pies y se refugió entre las frías sábanas de la cama.

Becky ya estaba medio dormida cuando oyó que alguien estaba girando el pomo de la puerta. Parpadeó varias veces seguidas e intentó enfocar el fondo de la habitación. La puerta se abrió con lentitud, pero solo pudo distinguir una silueta masculina que entraba y cerraba la puerta sigilosamente a su espalda.

—¿Quién está ahí? —susurró, atemorizada.

—Soy yo —murmuró Guy—. Solo quería pasarme para ver cómo estabas.

Becky tiró de la sábana de arriba hasta que esta le tocó la barbilla.

—Buenas noches, Guy —dijo con aspereza.

—Qué arisca. —Guy, que ya había cruzado la habitación, se sentó al pie de la cama—. Solo quería asegurarme de que todo esté en orden. Me pareció que no habías pasado un buen rato esta noche.

—Estoy bien, gracias —insistió Becky. Intentó esquivar al muchacho cuando este se inclinó sobre ella para besarla, por lo que los labios de Guy tuvieron que conformarse con rozarle la oreja izquierda.

—Quizá no sea el momento apropiado.

—Ni el lugar —añadió Becky, apartándose más todavía. Ya estaba a punto de caerse de la cama.

—Solo quería darte un beso de buenas noches.

A regañadientes, Becky dejó que la abrazara y la besara en los labios, pero Guy la retuvo durante mucho más tiempo de lo que esperaba y al final tuvo que darle un empujón para zafarse de él.

—Buenas noches, Guy —dijo con firmeza.

Aunque él no se movió de inmediato, acabó por incorporarse mientras mascullaba:

—A lo mejor en otra ocasión.

Becky oyó que la puerta se cerraba tras él instantes después.

Esperó un momento antes de levantarse de la cama. Se acercó a la puerta, giró la llave en la cerradura y la sacó antes de volver a acostarse. Tardó un buen rato en conciliar el sueño de nuevo.

 

A la mañana siguiente, cuando Becky bajó a desayunar, no tardó en enterarse gracias al mayor de que la mala noche que había pasado su mujer no había contribuido a aliviar la migraña que la aquejaba. La señora Trentham, por consiguiente, había decidido quedarse en la cama hasta que el dolor remitiera por completo.

Más tarde, cuando el mayor y Guy se fueron a misa, Becky se quedó leyendo los periódicos dominicales en el gabinete. La muchacha no pudo por menos de percatarse de que los criados cuchicheaban entre sí cada vez que cruzaba la mirada con ellos.

La señora Trentham hizo acto de presencia a la hora del almuerzo, pero no mostró el menor interés por sumarse a la conversación que estaba teniendo lugar en la otra punta de la mesa. Sin previo aviso, mientras el budín de verano recibía una capa de natillas, preguntó:

—¿Qué ha leído el vicario esta mañana?

—Trata a los demás como te gustaría que los demás te trataran a ti —replicó con retintín el mayor.

—¿Y qué le ha parecido el servicio en la iglesia de nuestra localidad, señorita Salmon? —Era la primera vez que la anfitriona le dirigía la palabra a Becky esa mañana.

—No he…

—Ah, sí, por supuesto, usted pertenece a la tribu elegida.

—No, soy católica romana, en cualquier caso.

—Vaya —dijo la señora Trentham con fingida sorpresa—. Daba por sentado que al llevar el nombre de Salmon…, fuera como fuese, no le habría gustado St. Michael. Es un lugar muy pragmático.

Becky se preguntó si la señora Trentham ensayaba por adelantado cada palabra que pronunciaba y cada cosa que hacía.

Una vez recogidas las sobras del almuerzo, la señora Trentham desapareció de nuevo y Guy sugirió que Becky y él deberían dar un tonificante paseo. Becky subió a su habitación y se puso los zapatos más viejos que tenía, demasiado aterrada como para insinuar siquiera la posibilidad de que la señora Trentham le prestara unas botas de agua.

—Lo que sea con tal de salir de esta casa —le dijo al muchacho cuando volvió a reunirse con él en el piso de abajo, y no abrió la boca de nuevo hasta estar segura de que la señora Trentham ya no podía escucharlos—. ¿Qué espera de mí? —preguntó transcurridos unos instantes.

—No es para tanto —insistió Guy, tomándola de la mano—. Exageras. Papá está convencido de que entrará en razón tarde o temprano. De todas formas, si tuviera que escoger entre ella y tú, tengo muy claro cuál de las dos es más importante para mí.

Becky le apretó la mano.

—Gracias, cariño, pero no estoy segura de ser capaz de aguantar otra velada como la de anoche.

—Siempre podríamos irnos y pasar el resto del día en tu casa —replicó Guy. Becky se giró para mirarlo, sin entender muy bien lo que quería decir. El muchacho se apresuró a añadir—: Será mejor que volvamos, de lo contrario se enfurruñará con nosotros por haberla dejado sola toda la tarde.

Los dos apretaron el paso.

Minutos después remontaban los escalones de piedra de la entrada. Becky se cambió de calzado, se miró el pelo en el espejo del tocador y se reunió con Guy en el gabinete. La sorprendió ver que ya había una enorme bandeja de té preparada. Consultó la hora: solo eran las tres y cuarto.

—Lo siento si te parece necesario dejar a todo el mundo esperando, Guy —fueron las primeras palabras que oyó Becky al entrar en la sala.

—Nunca habíamos tomado el té tan temprano —observó el mayor desde el otro lado de la chimenea.

—¿Bebe usted té, señorita Salmon? —preguntó la señora Trentham, consiguiendo que incluso su nombre pareciera un dardo envenenado.

—Sí, gracias —contestó Becky.

—Podrías llamar a Becky por su nombre de pila —sugirió Guy.

La señora Trentham miró fijamente a su hijo.

—No soporto esta costumbre moderna de tratar con tanta familiaridad a cualquiera, y menos entre dos personas que apenas se conocen de nada. ¿Darjeeling, Lapsang o Earl Grey, señorita Salmon? —añadió antes de que nadie tuviera ocasión de reaccionar. Levantó la cabeza, expectante, pero no obtuvo respuesta de inmediato porque Becky aún no se había recuperado por completo de su última pulla—. Es evidente que no existe tanta variedad en Whitechapel.

Becky contempló la posibilidad de agarrar la tetera y bañar a la mujer con su contenido, pero logró reprimir el impulso de alguna manera, aunque solo fuese porque verla perder los estribos era precisamente lo que esperaba conseguir su anfitriona.

Cuando el silencio se prolongaba ya demasiado, la señora Trentham preguntó:

—¿Tiene usted hermanos o hermanas, señorita Salmon?

—No, soy hija única.

—Me sorprende, la verdad.

—¿Y eso por qué? —preguntó inocentemente Becky.

—Siempre había pensado que la clase baja se reproducía como los conejos —dijo la señora Trentham mientras le echaba otro terrón de azúcar al té.

—Madre, por favor… —protestó Guy.

—Solo era una broma —lo interrumpió ella—. A veces Guy se toma mis palabras demasiado en serio, señorita Salmon. Sin embargo, recuerdo perfectamente que mi padre, sir Raymond, solía decir…

—Otra vez no —murmuró el mayor.

—… que las clases son como el vino y el agua. Bajo ninguna circunstancia deberían mezclarse.

—Pues yo creía que fue Jesucristo el que consiguió transformar el agua en vino —dijo Becky.

La señora Trentham hizo oídos sordos a su observación.

—Precisamente por ese motivo tenemos oficiales y todo tipo de rangos, porque así lo planeó Dios.

—¿Y cree usted que Dios planeó también que entráramos en guerra, para que esos mismos oficiales pudieran masacrarse indiscriminadamente entre ellos?

—Eso es algo que ignoro, señorita Salmon —replicó la señora Trentham—. Entiéndalo, carezco de la ventaja de ser una intelectual como usted. Solo soy una mujer franca y sencilla a la que le gusta decir lo que piensa. Aunque si algo sé es que todos tuvimos que hacer sacrificios durante la guerra.

—¿Qué sacrificios tuvo que hacer usted, señora Trentham?

—Un número considerable de ellos, jovencita —replicó la mujer mientras erguía la espalda—. Para empezar, me las tuve que apañar sin muchas cosas que son fundamentales para la existencia.

—¿Como un brazo o una pierna? —Becky se arrepintió de sus palabras en cuanto comprendió que acababa de caer en la trampa de la señora Trentham.

La madre de Guy se levantó de la silla y se dirigió con parsimonia a la chimenea, donde tiró con violencia del cordón de la campana de los criados.

—No tengo por qué soportar que me insulten en mi propia casa —dijo. En cuanto apareció Gibson, se giró hacia él y añadió—: Encárgate de que Alfred recoja las pertenencias de la señorita Salmon de su habitación. Se vuelve a Londres antes de lo planeado.

Becky se quedó muda junto a la chimenea, sin saber qué hacer a continuación. La señora Trentham se limitó a mirarla fríamente hasta que la muchacha se acercó al mayor, le estrechó la mano y dijo:

—Me despido, mayor Trentham. Tengo la impresión de que no volveremos a vernos.

—Peor para mí, señorita Salmon —dijo el hombre diplomáticamente antes de besarle la mano. Becky se dio la vuelta y abandonó el gabinete caminando despacio, sin mirar a la señora Trentham. Guy salió al pasillo detrás de ella.

En el camino de regreso a Londres, Guy formuló todas las excusas que se le ocurrieron para justificar la conducta de su madre, pero Becky sabía que en realidad no se creía sus propias palabras. Cuando el vehículo se detuvo delante del número 97, Guy desmontó de un salto y abrió la puerta del copiloto.

—¿Puedo subir? —preguntó el muchacho—. Me gustaría decirte una cosa.

—Esta noche, no. Necesito pensar y preferiría estar sola.

Guy suspiró.

—Solo quería decirte cuánto te quiero, y hablar tal vez de nuestros planes para el futuro.

—¿Incluyen a tu madre esos planes?

—Mi madre puede irse al diablo. ¿No ves que estoy loco por ti?

Becky titubeó.

—Anunciemos nuestro compromiso en el Times lo antes posible y al cuerno con lo que opine ella. ¿Qué te parece?

Becky se giró y lo rodeó con los brazos.

—Ay, Guy, yo también te quiero, pero será mejor que no subas esta noche. Daphne podría volver en cualquier momento. En otra ocasión, a lo mejor.

La desilusión de Guy se plasmó en sus facciones. La besó antes de decir:

—Buenas noches.

Becky abrió la puerta y subió las escaleras corriendo.

Una vez en el apartamento, comprobó que Daphne todavía no había vuelto de la campiña. Se sentó en el sofá, sola, sin molestarse en encender la lamparita de gas cuando el sol empezó a ponerse. Aún habrían de pasar dos horas antes de que Daphne irrumpiera en el piso como una exhalación.

—¿Cómo ha ido todo? —fueron las primeras palabras que pronunció su amiga mientras entraba en la salita de estar, ligeramente sorprendida por haber encontrado a Becky sentada en la oscuridad.

—Un desastre.

—Entonces, ¿se acabó todo?

—No, no exactamente. De hecho, me da la impresión de que Guy acaba de pedirme que me case con él.

—Pero ¿has aceptado?

—Sospecho que sí.

—¿Y qué vas a hacer en la India?

 

A la mañana siguiente, mientras deshacía la pequeña maleta, Becky descubrió horrorizada que faltaba el delicado broche que le había prestado Daphne para el fin de semana. Dio por sentado que debía de habérselo dejado en el Palacio de Ashurst.

Puesto que no le apetecía volver a ponerse en contacto con la señora Trentham, le dejó una nota a Guy en el barracón de su regimiento para informarle de su angustia. El muchacho respondió al día siguiente, asegurándole que echaría un vistazo el domingo, cuando tenía previsto comer con sus padres en Ashurst.

Becky se pasó los cinco días siguientes preocupada por si Guy sería capaz de encontrar el objeto perdido: afortunadamente, Daphne no parecía haber notado su ausencia. Becky solo esperaba que el broche reapareciera antes de que a su amiga se le ocurriera volver a ponérselo.

Guy escribió el lunes para decir que, pese a haber sometido el cuarto de invitados a un registro exhaustivo, no había conseguido localizar el broche perdido. Y, en cualquier caso, Nellie le había informado de que recordaba perfectamente haber guardado todas las joyas de Becky.

La noticia la dejó desconcertada, puesto que recordaba haber hecho la maleta ella misma tras su desalojo fulminante del Palacio de Ashurst. Se quedó levantada hasta tarde esa noche, muy preocupada, esperando a que Daphne volviera de su largo fin de semana en la campiña para explicarle a su amiga lo que había ocurrido. Se temía que ahorrar el dinero suficiente para reemplazar lo que seguramente era una herencia familiar podría llevarle meses, o incluso años.

Cuando su compañera de piso llegó a Chelsea Terrace, escasos minutos después de medianoche, Becky ya se había tomado varias tazas de café solo y a punto había estado incluso de encenderse uno de los cigarrillos de Daphne.

—Qué trasnochadora, bonita —fueron las primeras palabras de Daphne—. ¿Han empezado ya los exámenes?

—No —dijo Becky antes de relatarle atropelladamente toda la historia del broche de diamantes desaparecido. Concluyó preguntando cuánto calculaba que podría tardar en pagárselo.

—Supongo que más o menos una semana —replicó Daphne.

—¿Una semana? —dijo Becky, extrañada.

—Pues sí. No era más que bisutería de atrezo…, causa furor en estos momentos. Si no me falla la memoria, debió de costarme la fortuna de tres chelines.

Aliviada, Becky aprovechó su cena del martes con Guy para explicarle por qué buscar la alhaja extraviada carecía ya de importancia.

Al lunes siguiente, Guy se presentó en Chelsea Terrace con el broche de la discordia. La explicación que le ofreció a Becky fue que Nellie lo había encontrado en la Habitación Wellington.