9

Becky empezó a notar algunos cambios en Charlie; sutiles, al principio, aunque se fueron volviendo más evidentes.

Daphne, por su parte, aprovechaba la menor ocasión para alardear de lo que, según sus propias palabras, era:

—El hallazgo social de la década, mi Charlie Doolittle particular. Imagínate —declaró—, este fin de semana lo llevé al Palacio de Harcourt y causó sensación. Incluso mi madre dijo que le parecía fantástico.

—¿A tu madre le cae bien Charlie Trumper? —preguntó Becky, incrédula.

—Huy, sí. Aunque también es cierto que sabe que no tengo la menor intención de casarme con él.

—Cuidado, tampoco yo pensaba casarme con Guy.

—Cariño, no olvides que tu origen está en las clases románticas, mientras que yo provengo de un entorno más práctico. Esa es la clave de que la aristocracia haya sobrevivido durante tantísimo tiempo. No, yo me acabaré casando con un tal Percy Wiltshire y no será porque esté escrito en las estrellas, sino por puro sentido común.

—Pero ¿está el señor Wiltshire al corriente de tus planes de futuro?

—El marqués de Wiltshire —la corrigió Daphne—. Y no, por supuesto que no. Su madre todavía no le ha dicho nada.

—Pero ¿y si Charlie se enamorase de ti?

—Imposible. Verás, hay otra mujer en su vida.

—Santo cielo —murmuró Becky—. Y pensar que ni siquiera me la ha presentado.

 

Las cifras semestrales de la tienda mostraban una considerable mejoría con respecto a las del primer trimestre, como descubrió Daphne a su pesar cuando recibió los dividendos que le correspondían. A ese paso, le contó a Becky, podía irse olvidando de que su préstamo le rindiera intereses a largo plazo. Por lo que a la propia Becky respectaba, cuanto más cerca estaba el momento de que Guy se marchase a la India, menos tiempo dedicaba a pensar en Daphne, Charlie o la tienda.

La India… Becky no había pegado ojo la noche que se enteró de que Guy iba a pasar tres años destinado en ese país. Le habría gustado enterarse por él de algo que afectaba tanto a su futuro, en vez de haber tenido que hacerlo por boca de Daphne. Becky siempre había aceptado sin rechistar que, dadas las obligaciones de Guy para con el regimiento, no iban a poder verse con regularidad. Conforme se aproximaba la fecha de su partida, sin embargo, le sentaban cada vez peor las labores de guardia, las maniobras nocturnas y, sobre todo, las operaciones de fin de semana en las que se esperaba que participaran los fusileros.

Se había temido que las atenciones de Guy se enfriaran tras su desolador paso por el Palacio de Ashurst, pero lo cierto era que el muchacho se había vuelto aún más fogoso, si cabe, y no paraba de repetirle cuánto cambiarían las cosas cuando se hubieran casado.

De todos modos, casi sin avisar, los meses se convirtieron en semanas, las semanas en días, y el temido círculo que había trazado Becky alrededor del 3 de febrero de 1920 en el calendario que había junto a su cama se les echó encima de pronto.

—Vayamos a cenar al Café Royal, donde pasamos juntos nuestra primera velada —sugirió Guy el lunes anterior a su viaje.

—No —dijo Becky—. No quiero compartirte con cien desconocidos en nuestra última noche. —Vaciló antes de añadir—. Si no te repele la idea de que cocine yo, preferiría invitarte a cenar a mi apartamento. Por lo menos así estaremos a solas.

Guy sonrió.

 

Aunque la tienda iba viento en popa y Becky ya no se dejaba caer por allí con la misma frecuencia de antes, siempre sucumbía a la tentación de asomarse al escaparate cada vez que pasaba por delante del número 147. Se sorprendió al ver que, aquella mañana de lunes en particular, detrás del mostrador no había ni rastro de Charlie.

—¡Por aquí! —oyó que exclamaba una voz. Al girarse, descubrió a Charlie sentado en el banco que había enfrente del establecimiento. El mismo en el que se lo había encontrado cuando regresó a Londres. Cruzó la carretera para reunirse con él.

—¿Qué es esto, disfrutando de la jubilación anticipada cuando todavía no hemos terminado de devolver el préstamo?

—Ni por asomo. Estoy trabajando.

—¿Trabajando? Explíquese, señor Trumper. Me gustaría saber qué tiene que ver trabajar con pasarse un lunes por la mañana holgazaneando en el parque.

—Fue Henry Ford el que nos enseñó que «por cada minuto de acción debería haber una hora de reflexión» —dijo Charlie, cuyo acento cockney ya era una sombra de lo que siempre había sido. A Becky tampoco se le escapó la forma en la que había pronunciado el nombre de «Henry».

—¿Y qué rumbo están tomando esos pensamientos fordianos tuyos en este momento en particular?

—El de esa fila de tiendas de enfrente.

—¿Todas? —Becky inspeccionó la fachada—. ¿Y a qué conclusión llegaría el señor Ford si estuviera sentado en el mismo banco que tú? Ilústrame, por favor.

—A la de que representan treinta y seis formas distintas de ganar dinero.

—No las he contado nunca, pero me fío de tu palabra.

—¿Qué más ves al otro lado de la carretera?

Becky dejó vagar la mirada por Chelsea Terrace.

—Mucha gente paseando, principalmente señoritas con parasoles, niñeras con carritos de bebé y alguna que otra chiquilla jugando a la comba o al aro. —Becky hizo una pausa—. Espera, ¿qué estás viendo tú?

—Dos carteles de «se vende».

—Reconozco que no me había fijado. —La muchacha volvió a mirar al otro lado de la carretera.

—Eso es porque no lo enfocamos desde el mismo punto de vista —le explicó Charlie—. El primero está en la carnicería de Kendrick. Bueno, todos sabemos lo que le pasó, ¿no? Después de que le diera el infarto, el médico le recomendó que se jubilara antes de tiempo si quería vivir mucho más.

—Y luego está el del señor Rutherford —dijo Becky al divisar el segundo cartel de «se vende».

—El comerciante de antigüedades. Pues sí, el bueno de Julian quiere vender y mudarse con su amigo a Nueva York, donde la sociedad es un poquito más permisiva con sus aficiones particulares, por llamarlo de alguna manera.

—¿Cómo te has enterado…?

—Información —dijo Charlie, tocándose la nariz—. La clave de todo negocio.

—¿Otro principio fordiano?

—No, la referencia es más próxima —admitió Charlie—. Daphne Harcourt-Browne.

Becky sonrió.

—Bueno, ¿y qué piensas hacer al respecto?

—Quedarme con los dos, claro.

—¿Cómo?

—Con diligencia e ingenio.

—Charlie Trumper, ¿lo dices en serio?

—Totalmente en serio. —Charlie se giró para mirarla de nuevo—. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia podría haber entre Chelsea Terrace y Whitechapel?

—Supongo que apenas un decimal —replicó Becky.

—Pues corramos ese decimal, señorita Salmon. Porque ha llegado el momento de que dejes de ser una socia en la sombra y empieces a cumplir con tu parte del trato.

—Pero ¿qué pasa con mis exámenes?

—Usa el tiempo extra que tendrás ahora que tu novio se ha ido a la India.

—Se marcha mañana, de hecho.

—Te concederé otro día de asuntos propios, en tal caso. Así se llaman los días libres en la jerga oficial, ¿no? Porque mañana quiero que vuelvas a hablar con John D. Wood y conciertes una cita con ese pimpollo imberbe…, ¿cómo se llamaba?

—Palmer —dijo Becky.

—Eso, Palmer. Pídele que negocie un precio en nuestro nombre por esas dos tiendas, y avísale de que también nos interesa cualquier otra posibilidad de compra que surja en Chelsea Terrace.

—¿Todo lo que surja en Chelsea Terrace? —repitió Becky, que había empezado a tomar apuntes en el dorso de su libro de texto.

—Sí, y también habrá que reunir con antelación todo el dinero que nos va a costar la adquisición de esos inmuebles, así que date una vuelta por los bancos e intenta conseguir las mejores condiciones posibles. No aceptes nada por encima del cuatro por ciento.

—Nada por encima del cuatro por ciento… —Becky levantó la cabeza—. Pero ¿treinta y seis tiendas, Charlie?

—Nos tendremos que armar de paciencia, lo sé.

 

En la biblioteca de la escuela de Bedford, Becky se esforzó por dejar aparcados los sueños de Charlie, que parecía empeñado en convertirse en el nuevo Mr. Selfridge, mientras intentaba completar un ensayo sobre la influencia de Bernini en la escultura del siglo XVII. Sin embargo, sus pensamientos no paraban de saltar de Bernini a Charlie y de Charlie a Guy. Si ya le costaba asimilar los últimos acontecimientos, con los antiguos estaba teniendo menos éxito todavía, por lo que llegó a la conclusión de que el ensayo debería esperar hasta que encontrara algo de tiempo y pudiera dedicarle la concentración necesaria al pasado.

Se pasó el descanso para almorzar sentada en el muro de ladrillo rojo que había enfrente de la biblioteca, mordisqueando una manzana de Cox mientras continuaba pensando. Le pegó un último bocado a la fruta antes de tirar el corazón a una papelera cercana y volvió a guardar sus cosas en la mochila antes de emprender su viaje al oeste, hacia Chelsea.

Una vez en el Terrace, su primera parada fue la carnicería, donde compró una pierna de cordero y le dijo a la señora Kendrick cuánto lamentaba lo de su marido. Al pagar la cuenta se fijó en que los empleados, aunque parecían competentes, hacían gala de escasa iniciativa propia. Los clientes se iban únicamente con lo que habían ido a buscar, algo que Charlie no consentiría jamás. Después se puso a la cola en Trumper’s y llamó por señas a Charlie para que fuese él quien la atendiera.

—¿Algo especial, señorita?

—Un kilo de patatas, medio de champiñones, una col y un melón.

—Hoy es su día de suerte, señorita. El melón habría que comérselo esta misma tarde —le dijo mientras presionaba la punta con delicadeza—. ¿No le apetece algo más? ¿Naranjas, un racimo de uvas quizá?

—No, gracias, buen hombre.

—En tal caso, serán tres chelines con cuatro peniques, señorita.

—Pero ¿no va a echarme una manzana de Cox como a las demás?

—Lo siento, pero no, señorita. Ese privilegio está reservado para nuestros clientes habituales. Aunque podría dejarme persuadir si me pidiera compartir ese melón con usted esta tarde. Lo que me brindaría la oportunidad de explicarle con todo lujo de detalles mi plan maestro para Chelsea Terrace, Londres, el mundo…

—Hoy no puedo, Charlie. Guy se va a la India por la mañana.

—Tonto de mí, se me había olvidado. Disculpa. —Charlie parecía inusitadamente azorado—. ¿A lo mejor mañana?

—Sí, ¿por qué no?

—En tal caso, por tratarse de una ocasión especial, te invitaré yo a cenar. ¿Te recojo a las ocho?

—Trato hecho, socio —dijo Becky, esperando sonar como si fuera Mae West.

Charlie se distrajo de repente con la corpulenta señora que era la siguiente en la cola.

—Ah, lady Nourse —la saludó, recuperando su acento cockney habitual—. ¿Los colinabos y las berzas de costumbre o nos sentimos hoy un poquito más aventureros, señora?

Becky observó de reojo a la tal lady Nourse, que ya debía de haber dejado atrás los sesenta, y vio que su generoso busto se henchía de satisfacción.

Ya de regreso en su apartamento, le echó un rápido vistazo a la sala de estar para cerciorarse de que todo estuviera limpio y ordenado. La doncella había hecho un trabajo concienzudo y, puesto que Daphne aún no había vuelto de otro de sus largos fines de semana en el Palacio de Harcourt, Becky tenía poco que hacer aparte de ahuecar algún que otro cojín y correr las cortinas.

Decidió dejar la cena lo más preparada posible antes de meterse en la bañera. Empezaba a arrepentirse de haber declinado la oferta de Daphne cuando esta le dijo que podía avisar a un chef y un par de sirvientas de Lowndes Square para que le echaran una mano, pero estaba decidida a tener a Guy para ella sola, para variar, aunque sabía que a su madre no le parecería bien que cenara con un chico sin la presencia de Daphne u otra carabina que los vigilara.

Melón, seguido del cordero con patatas, col y champiñones: seguro que el menú gozaría de la aprobación de su madre. Aunque sospechaba que esa aprobación no se habría extendido al exorbitante precio de la botella de Nuits-St-Georges de 1912 que había comprado en la tienda del señor Cuthbert, en el número 101. Becky peló las patatas, rehogó el cordero y se aseguró de que quedaba algo de menta en la cocina antes de quitarle el tallo a la col.

Mientras se llenaba la bañera decidió que, en el futuro, debería hacer la compra en las tiendas de la zona si quería que sus conocimientos sobre todo lo que acontecía en el Terrace estuvieran tan al día como los de Charlie. Antes de desvestirse comprobó que quedara un poco de brandy en la botella que le habían regalado por navidades.

Se quedó un buen rato sumergida en el agua caliente mientras repasaba mentalmente la lista de bancos a los que iba a acudir y, sobre todo, cómo iba a exponerles su caso. Las cifras detalladas de los ingresos de Trumper’s, los plazos requeridos para devolver cualquier posible préstamo… Sus pensamientos se desviaron hacia el hecho de que Charlie y Guy parecieran incapaces de cruzar ni media palabra.

Salió de la bañera de un salto cuando oyó que el reloj del dormitorio anunciaba que ya eran las tres y media, consciente de súbito del tiempo que la habían tenido ocupada sus divagaciones y de que Guy llamaría puntual a la puerta en cuanto dieran las ocho. Lo único de lo que se podía estar segura con un soldado, le había advertido Daphne, era que siempre llegaban a tiempo.

El suelo de los dos dormitorios acabó cubierto de ropa cuando Becky vació la mitad del armario de Daphne y la mayor parte del suyo en un intento desesperado por encontrar algo que ponerse. Al final eligió un vestido que Daphne había llevado al baile de los fusileros y no había vuelto a tocar desde entonces. Cuando consiguió abrocharse el último botón, se miró en el espejo y, satisfecha, se dijo que el resultado era más que aceptable. El reloj de la repisa y el timbre de la puerta sonaron a la vez a las ocho.

Guy, vestido con la chaqueta cruzada del regimiento y los pantalones de sarga propios de la caballería, entró con una botella de vino en una mano y un ramo de rosas en otra. Dejó las dos ofrendas encima de la mesa y tomó a Becky en sus brazos.

—Qué vestido tan bonito —dijo—. Creo que es la primera vez que lo veo.

—Bueno, es la primera vez que me lo pongo —replicó Becky, sintiéndose culpable por no haberle pedido permiso a Daphne para tomarlo prestado.

—¿No está ayudándote nadie? —preguntó Guy mientras miraba a su alrededor.

—Si te soy sincera, Daphne se ofreció voluntaria para hacer de carabina, pero le dije que no porque es la última noche que vamos a pasar juntos y no me apetecía compartirte con nadie.

Guy sonrió.

—¿Puedo hacer algo?

—Descorchar el vino mientras yo preparo las patatas.

—¿Patatas de Trumper’s?

—Por supuesto —replicó Becky antes de volver a la cocina y echar la col en una olla con agua hirviendo. Titubeó un momento antes de decir—: No te cae bien Charlie, ¿verdad?

Guy les sirvió sendas copas de vino, pero, o bien no había oído la pregunta, o bien no se dignó responder.

—¿Qué tal tu día? —inquirió Becky al volver a la sala de estar. Aceptó la copa que le tendió Guy.

—Me lo he pasado haciendo un montón de maletas para el viaje de mañana. En ese dichoso país esperan que tengas cuatro cosas de cada.

—¿Cuatro de cada? —Becky probó el vino—. Hm, qué rico.

—Cuatro de cada. Y tú, ¿qué has hecho hoy?

—He hablado con Charlie de sus planes para conquistar Londres sin declararle la guerra a nadie, he descartado a Caravaggio como artista de segunda fila y he seleccionado unos cuantos champiñones, por no hablar de la oferta del día de Trumper’s.

Mientras terminaba de hablar, Becky colocó medio melón en el plato de su invitado y la otra mitad en el suyo. Guy llenó las copas de nuevo.

Conforme transcurría la cena, Becky era cada vez más consciente de que probablemente esa serían la última velada que iban a pasar juntos en al menos tres años. Hablaron de teatro, del regimiento, de los problemas que había en Irlanda, de Daphne e incluso del precio de los melones, pero ni una sola vez de la India.

—Siempre podrías ir a visitarme —dijo por fin, sacando a colación el tema tabú mientras le servía otra copa de vino. La botella ya estaba prácticamente vacía.

—¿Ir y volver en el día? —sugirió Becky mientras recogía los platos vacíos de la mesa y se los llevaba a la cocina.

—Sospecho que incluso eso será posible no dentro de mucho.

Guy se llenó la copa y abrió la botella que había traído.

—¿A qué te refieres?

—En avión. A fin de cuentas, Alcock y Brown han cruzado el Atlántico sin hacer escalas, así que la India debería ser el próximo objetivo de cualquier pionero ambicioso.

—A lo mejor me podría sentar en un ala —dijo Becky cuando volvió de la cocina.

Guy se rio.

—No te preocupes. Seguro que estos tres años se pasan volando. Podemos casarnos en cuanto regrese.

Levantó la copa y la vio beber otro trago. Dejaron transcurrir un momento en silencio.

Becky se levantó de la mesa. Se sentía un poco mareada.

—Tengo que poner la tetera al fuego —explicó.

Al volver, la muchacha no se percató de que su copa estaba llena otra vez.

—Gracias por esta velada tan maravillosa —dijo Guy, y por un instante a Becky la preocupó que estuviera pensando en marcharse—. Ahora me temo que ha llegado el momento de fregar los platos, visto que no hay ningún sirviente en los alrededores y mi ordenanza se ha quedado en el barracón.

—No, vamos a olvidarnos de eso —hipó ella—. Después de todo, puedo dedicar el primer año a fregar los platos, el segundo a escurrirlos y el tercero a guardarlos en su sitio.

El apremiante pitido de la tetera interrumpió la carcajada de Guy.

—No tardo nada. ¿Por qué no te sirves una copita de brandy? —añadió Becky antes de volver a la cocina, donde dedicó unos instantes a buscar dos tazas que no estuvieran desportilladas. Regresó con ellas cargadas de café caliente, y por un momento le pareció que la luz de gas brillaba con menos intensidad que antes. Dejó las dos tazas encima de la mesita que había junto al diván—. Deberíamos esperar un par de minutos antes de probarlo, está ardiendo.

Guy le pasó una copa de balón llena de brandy hasta la mitad. Levantó la suya y se quedó esperando. Becky titubeó, probó un sorbito y se sentó junto a él. Ninguno de los dos dijo nada durante unos instantes. Guy soltó la copa de improviso, la abrazó y comenzó a besarla apasionadamente primero en los labios, después en el cuello y por último en los hombros desnudos. Becky solo empezó a resistirse cuando notó que la mano que el muchacho tenía apoyada en su espalda se deslizaba hacia uno de sus pechos.

Guy se apartó de repente y dijo:

—Tengo una sorpresa especial para ti, querida. Estaba reservándola para esta noche.

—¿De qué se trata?

—El Times anunciará nuestro compromiso mañana.

Por un momento Becky se quedó tan sorprendida que solo acertó a quedarse mirándolo.

—Ay, cariño, es maravilloso. —Se abrazó a él y no hizo ningún intento por resistirse cuando la mano de Guy volvió a posarse en su seno—. Pero ¿cómo va a reaccionar su madre?

—Su reacción me importa un bledo —replicó Guy mientras la besaba de nuevo en el cuello. Le acarició el otro pecho mientras Becky separaba los labios y sus lenguas se tocaban.

Empezó a notar cómo se desabrochaban los botones en la espalda de su vestido, despacio al principio, después con más confianza antes de que Guy la soltara otra vez. Se ruborizó mientras él se quitaba la chaqueta del regimiento y la dejaba encima del respaldo del diván. Se preguntó si debería dejarle claro que ya habían ido demasiado lejos.

Experimentó un instante de pánico cuando Guy comenzó a desabrocharse la pechera de la camisa. La situación se le estaba yendo de las manos.

Guy se inclinó hacia delante y le quitó la parte superior del vestido levantándolo sobre sus hombros. Cuando se reanudaron sus besos, Becky notó que sus dedos forcejaban con los enganches del corpiño.

Pensó que se iba a salvar gracias al hecho de que ninguno de los dos sabía exactamente dónde estaban las trabillas, pero enseguida se hizo evidente que no era la primera vez que Guy se enfrentaba a semejante problema, puesto que soltó con destreza los enganches de la discordia y solo vaciló un momento antes de dirigir la atención a sus piernas. Se detuvo de súbito al llegar a la liga de las medias de la muchacha.

—Hasta ahora solo podía imaginarme este momento —murmuró mirándola a los ojos—. No tenía ni idea de lo hermosa que eres.

—Gracias. —Becky se sentó más erguida. Guy le acercó su copa y ella bebió otro trago de brandy mientras se preguntaba si lo más prudente no sería inventarse cualquier excusa, quizá que el café estaba quedándose frío, y refugiarse en la cocina para preparar otra tetera de agua hirviendo.

—Sin embargo —añadió Guy, con una mano apoyada todavía en su muslo—, debo decir que me he llevado una desilusión esta noche.

—¿Una desilusión? —Becky soltó su copa de brandy. Empezaba a sentirse incuestionablemente mareada.

—Sí. Tu anillo de compromiso.

—¿Mi anillo de compromiso?

—Hace más de un mes que lo encargué en Garrard’s. Me prometieron que estaría listo para que pudiera recogerlo esta tarde. Pero hoy mismo me han informado de que no podrían dármelo hasta mañana a primera hora.

—No tiene importancia —dijo Becky.

—Sí que la tiene. Quería ponértelo en el dedo esta noche, así que espero que puedas acudir a la estación un poco antes de lo previsto. Pretendo apoyar la rodilla en el suelo y dártelo entonces.

Becky se incorporó y sonrió mientras Guy se levantaba rápidamente y la estrechaba entre sus brazos.

—Siempre te he querido, lo sabes, ¿verdad?

El resto del vestido de Daphne resbaló y se cayó al suelo. Guy la tomó de la mano. Becky lo llevó al dormitorio.

Él apartó la colcha de inmediato, se encaramó a la cama de un salto y le tendió los brazos. Cuando Becky se hubo reunido con él, Guy se apresuró a quitarle el resto de la ropa y empezó a besarla por todo el cuerpo antes de hacerle el amor con una pericia que Becky sospechó que solo podía ser fruto de una práctica considerable.

Aunque el acto en sí fue indoloro, a Becky le sorprendió lo pronto que se acabó la sensación prometida. Se quedó aferrada a Guy durante lo que le pareció una eternidad. Él no dejaba de repetirle cuánto la quería, lo que hizo que Becky se sintiera menos culpable. Al fin y al cabo, estaban prometidos.

Estaba medio dormida cuando le pareció oír un portazo. Se giró, asumiendo que el sonido debía de provenir del apartamento de arriba. Guy apenas si se inmutó. La puerta del dormitorio se abrió sin previo aviso, y Daphne apareció frente a ellos.

—Lo siento mucho, no sabía nada —susurró antes de cerrar la puerta sin hacer ruido a su espalda. Becky observó con aprensión a su amado.

Guy sonrió y la rodeó con los brazos.

—No te preocupes por Daphne. Seguro que no se lo cuenta a nadie.

Estiró un brazo, la atrajo hacia él e hicieron el amor otra vez.

 

La estación de Waterloo ya estaba atestada de hombres uniformados cuando Becky llegó al andén número uno. Pasaban un par de minutos de la hora acordada, por lo que le sorprendió un poco que Guy no estuviera esperándola. Después se acordó de que habría tenido que ir a Albemarle Street para recoger el anillo.

Consultó la pizarra, donde se podían leer las palabras: «Tren con destino a Southampton, P&O a la India, hora de salida 11:30». Becky siguió mirando nerviosamente por todo el andén hasta que le llamó la atención un corrillo de muchachas escandalosas. Se arracimaban bajo el reloj de la estación, conversando con voz aguda y chillona sobre batidas de caza, partidos de polo y puestas de largo. Todas ellas eran perfectamente conscientes de que las despedidas estaban reservadas para la estación, puesto que no sería apropiado que una damisela acompañara a su galán en el tren con rumbo a Southampton…, a menos que estuvieran casados o prometidos de forma oficial. Sin embargo, la edición del Times de esa mañana demostraría que Guy y ella estaban prometidos, pensó Becky, por lo que quizá la invitaran a viajar al menos hasta la costa.

Miró de nuevo el reloj: pasaban veintiún minutos de las once. Empezó a notar los primeros síntomas de intranquilidad. De repente lo vio, cruzando el andén a largas zancadas en su dirección, seguido por un hombre que acarreaba dos maletas y un porteador que empujaba un carrito con más equipaje todavía.

Guy se disculpó, pero no le ofreció ninguna explicación sobre su tardanza. Se limitó a ordenarle a su sirviente que subiera las maletas al tren y lo esperara. Dedicaron varios minutos a hablar de nada en particular, y hasta Becky se dio cuenta de lo distante que estaba. Era consciente, no obstante, de que en el andén había otros oficiales compañeros suyos que también estaban despidiéndose de sus parejas; algunos de sus esposas, incluso.

Sonó un silbato y Becky vio que el jefe de estación consultaba su reloj. Guy se agachó, le rozó la mejilla con los labios y le dio la espalda de súbito. Se montó a toda prisa en el tren, sin mirar atrás ni una sola vez. Ella, mientras tanto, solo podía pensar en sus cuerpos desnudos entrelazados en aquella cama tan diminuta mientras Guy murmuraba: «Te querré siempre. Lo sabes, ¿verdad?».

Un banderín verde ondeó mientras sonaba otro pitido. Becky se había quedado sola. Se estremeció con el golpe de viento que se levantó cuando la locomotora empezó a alejarse de la estación para seguir la sinuosa ruta a Southampton. También las alborotadoras jovencitas se habían marchado, pero en otra dirección, hacia sus cabriolés y sus vehículos a motor conducidos por chóferes.

Becky se acercó al quiosco que había en una esquina del andén número siete, pagó los tres peniques que costaba una copia del Times y leyó la lista de próximos enlaces, primero por encima y después con más detenimiento.

Entre Arbuthnot y Yelland no se veía el nombre de Trentham por ninguna parte. Y tampoco el de Salmon.