Becky se arrepintió de haber aceptado la invitación de Charlie para cenar en el restaurante del señor Scallini, el único que conocía el muchacho, antes incluso de que les hubieran servido el primer plato. Charlie estaba esforzándose al máximo por ser lo más considerado posible, lo que únicamente contribuía a que ella se sintiera aún más culpable.
—Me gusta tu vestido —dijo él, admirando la prenda de color pastel que había tomado prestada del armario de Daphne.
—Gracias.
Se hizo un largo silencio.
—Lo siento. Debería habérmelo pensado mejor antes de invitarte a salir el mismo día que el capitán Trentham se iba a la India.
—El anuncio de nuestro compromiso saldrá publicado mañana en el Times —replicó ella, sin levantar la vista del plato de sopa que todavía no había probado.
—Enhorabuena —dijo Charlie sin emoción.
—Guy no te cae bien, ¿verdad?
—Nunca he hecho buenas migas con los oficiales.
—Pero vuestros caminos se cruzaron durante la guerra. De hecho, lo conociste antes que yo, ¿no es así? —preguntó Becky de sopetón. Al ver que Charlie no respondía, añadió—: Me di cuenta la primera vez que cenamos todos juntos.
—«Conocerlo» me parece exagerado. Servimos en el mismo regimiento, pero hasta esa noche nunca habíamos comido en la misma mesa.
—Sin embargo, luchasteis en la misma guerra.
—Junto con los otros cuatro mil hombres que formaban nuestro regimiento —replicó Charlie, negándose a dejarse embrollar.
—¿Y era un oficial respetado y valiente?
Un camarero se materializó junto a ellos sin que nadie lo hubiera llamado.
—¿Con qué bebida le gustaría acompañar el pescado, caballero?
—Champagne —respondió Charlie—. Al fin y al cabo, estamos de celebración.
—¿Seguro? —dijo Becky, ajena al hecho de que su socio había utilizado esa expresión con la sola intención de cambiar de tema.
—Los resultados de nuestro primer año. ¿O se te había olvidado que ya le hemos devuelto a Daphne más de la mitad del dinero que nos prestó?
Becky consiguió esbozar una sonrisa. Mientras ella estaba preocupada por el traslado de Guy a la India, Charlie se había concentrado en solucionar sus otros problemas. A pesar de la buena noticia, sin embargo, la velada se vio caracterizada por un silencio interrumpido por los ocasionales comentarios de Charlie; comentarios que no siempre obtenían respuesta. Becky apenas probó su champagne, mareó el pescado en el plato, no pidió postre, y a duras penas consiguió disimular su alivio cuando les llevaron la cuenta.
Charlie pagó al camarero y le dejó una generosa propina. Becky pensó que Daphne se habría sentido orgullosa de él.
Al levantarse de la silla notó como si la habitación empezara a dar vueltas a su alrededor.
—¿Estás bien? —preguntó Charlie mientras usaba un brazo para rodearle los hombros.
—Sí, no es nada. No estoy acostumbrada a tomar tanto vino dos noches seguidas.
—Y tampoco has cenado gran cosa. —Charlie la guio fuera del restaurante, donde soplaba una fría brisa nocturna.
Recorrieron Chelsea Terrace tomados del brazo, y Becky no pudo por menos de pensar que cualquiera que los viese podría haberlos tomado por dos tortolitos. Cuando llegaron al portal de Daphne, Charlie tuvo que hurgar en el fondo del bolso de Becky hasta dar con las llaves. Se las apañó como pudo para abrir la puerta y mantener a la muchacha apoyada contra la pared, pero a Becky le fallaron las piernas y tuvo que sujetarla para evitar que se desplomara. Una vez delante del apartamento, entrar en él sin que se le cayera la muchacha requirió un auténtico ejercicio de contorsión por su parte. Por fin llegó como pudo a la sala de estar y la dejó en el diván. Enderezó la espalda y miró a su alrededor, debatiéndose entre dejarla allí o investigar cuál era su dormitorio.
Charlie se disponía a marcharse cuando su socia se cayó al suelo murmurando incoherencias, de las cuales él solo consiguió entender la palabra «prometidos».
Volvió junto a Becky, y esta vez la sujetó con más firmeza para cargársela al hombro. La transportó hacia una puerta que, una vez abierta, resultó ser la de un dormitorio, y la depositó con delicadeza en la cama. Cuando se retiraba de puntillas en dirección a la puerta, la muchacha se dio la vuelta y Charlie tuvo que regresar corriendo para colocarla en el centro de la cama e impedir que se cayera. Tras un instante de vacilación, se agachó para levantarle los hombros y desabrochar los botones de la espalda de su vestido con la mano libre. Una vez suelto el último, la depositó de nuevo en la cama y le levantó las piernas con una mano antes de empezar a tirar con la otra, centímetro a centímetro, hasta quitarle el vestido. Se separó de ella tan solo un momento mientras dejaba la prenda pulcramente colocada encima del respaldo de una silla.
—Charlie Trumper —murmuró mientras la observaba—, estás ciego. Y desde hace mucho tiempo, además.
Retiró la manta y arropó a Becky entre las sábanas, repitiendo la operación que había visto hacer a las enfermeras del frente occidental con los soldados heridos.
La envolvió con firmeza para cerciorarse de que no se repitiera el mismo proceso. Lo último que hizo fue agacharse para darle un beso en la mejilla.
No solo estás ciego, Charlie Trumper, sino que eres un necio, se dijo mientras cerraba la puerta al salir.
—Enseguida estoy contigo —dijo Charlie, que estaba pesando unas patatas en la báscula. Becky se quedó esperando pacientemente en un rincón de la tienda—. ¿Alguna cosa más, señora? —preguntó a la primera clienta de la fila—. ¿Unas mandarinas, quizá? ¿Manzanas? También tengo unos pomelos espectaculares de Sudáfrica, recién llegados esta misma mañana.
—No, gracias, señor Trumper. Eso es todo por hoy.
—En tal caso, señora Symonds, serán dos chelines con cinco peniques. Bob, ¿te importa atender al próximo cliente mientras yo hablo con la señorita Salmon?
—Sargento Trumper.
—Señor —fue la respuesta automática de Charlie al oír aquella voz resonante. Al girarse se encontró con un hombre muy alto que se conducía con la espalda recta, vestido con una chaqueta de tweed de Harris, pantalones de sarga y un sombrero de fieltro marrón.
—Nunca se me olvida una cara —dijo el hombre, aunque Charlie habría seguido sin reconocerlo de no ser por el monóculo.
—Dios santo —dijo el muchacho, poniéndose firme.
—No, con coronel me conformo —se rio el hombre—. Y ya no hace falta que nos andemos con esas zarandajas. Es agua pasada. Hacía tiempo que no nos veíamos, Trumper.
—Casi dos años, señor.
—Creía que más —dijo el coronel, pensativo—. Al final tenías tú razón sobre Prescott, ¿verdad? Y te portaste como un buen amigo con él.
—Igual que él conmigo.
—Era un soldado de primera. Se merecía su medalla.
—No podría estar más de acuerdo con usted, señor.
—Tú también deberías haber recibido alguna, Trumper, pero después de lo de Prescott empezamos a racionarlas. Me temo que tuviste que conformarte con una mención honorífica.
—La medalla fue parar a la persona adecuada.
—Qué forma tan horrible de morir… Todavía me atormenta ese recuerdo, ¿sabes? A escasos metros de la línea.
—Usted no tuvo la culpa, señor. Si hay algún culpable, soy yo.
—Si hay algún culpable —replicó el coronel—, será cualquiera antes que tú. De todas formas, intuyo que es mejor olvidarlo —añadió sin explicar lo que quería decir.
—¿Cómo le van las cosas al regimiento? ¿Sobreviven sin mí?
—Y sin mí, me temo —dijo el coronel mientras metía unas cuantas manzanas en la bolsa para la compra que acarreaba—. Se han ido a la India, pero no antes de aparcar en el establo a este viejo caballo.
—Lamento oír eso, señor. El regimiento era su vida.
—Cierto, pero ni siquiera los fusileros podían librarse del hacha de Geddes. Si te soy sincero, llevo la infantería en la sangre, siempre ha sido así. Nunca conseguí acostumbrarme a esos tanques tan modernos.
—Si los hubiéramos tenido un par de años antes, señor, muchas vidas se habrían salvado.
—Cumplieron con su función, debo admitirlo. —El coronel asintió con la cabeza—. Me gustaría pensar que yo también lo hice. —Se ajustó el nudo de su corbata con rayas—. ¿Te veré en la cena del regimiento, Trumper?
—Ni siquiera sabía que fuera a celebrarse una cena, señor.
—Dos, todos los años. La primera en enero, solo para hombres. La segunda en mayo, ya con las respectivas, puesto que también hay baile. Así los camaradas tienen ocasión de reunirse y recordar los viejos tiempos. Estaría bien que te animaras, Trumper. Me han nombrado presidente del comité encargado del baile de este año y agradecería que la afluencia fuese cuantiosa.
—Cuente conmigo, señor.
—Excelente. Me encargaré de que la oficina se ponga en contacto contigo lo antes posible. La entrada son diez chelines e incluye todo lo que puedas beber. Seguro que no te tiembla el bolsillo —añadió el coronel mientras paseaba la mirada por el bullicioso establecimiento.
—¿Puedo ayudarle en algo ya que está aquí, señor? —preguntó Charlie, súbitamente consciente de la larga fila de clientes que se estaba formando detrás del coronel.
—No, no, tu capaz asistente ya me ha atendido de maravilla. Como verás, he completado con éxito las instrucciones que mi señora me había dejado por escrito.
El coronel le enseñó una hojita de papel en la que aparecía una lista de artículos marcados.
—En tal caso, me hará ilusión verlo la noche del baile, señor —dijo Charlie.
El coronel asintió con la cabeza y salió a la acera sin mediar otra palabra.
Becky se acercó a su socio, plenamente consciente de que este se había olvidado por completo de ella, que llevaba todo ese tiempo esperando para poder hablar un momento con él.
—Sigues poniéndote firme, Charlie —bromeó.
—Ese era mi comandante en jefe, el teniente coronel sir Danvers Hamilton —le explicó pomposamente Charlie—. Cuidó de nosotros en el frente. Todo un caballero, sí, señor. Y se acordaba de mi nombre.
—Charlie, si te pudieras escuchar a ti mismo… Quizá sea un caballero, pero también está sin empleo, mientras que tú diriges un negocio floreciente. Si me dieran a elegir entre ser uno u otro, lo tendría muy fácil.
—Pero él es el comandante en jefe, ¿no te das cuenta?
—Lo era —lo corrigió Becky—. Y poco ha tardado en señalar que el regimiento se ha ido a la India sin él.
—Eso no cambia nada.
—Acuérdate de lo que te digo, Charlie Trumper. Ese hombre terminará llamándote «señor» a ti.
Guy llevaba fuera casi una semana, y a veces Becky conseguía pasarse toda una hora sin pensar en él.
Aunque había dedicado la mayor parte de la noche anterior a escribirle una carta, cuando se fue a clase a la mañana siguiente pasó de largo sin echarla al buzón. Había logrado convencerse a sí misma de que la culpa de que esa misiva no fuese a llegar a su destinatario recaía exclusivamente sobre los hombros del señor Palmer.
Decepcionada tras comprobar que el Times tampoco había anunciado su compromiso al día siguiente, Becky empezó a sentirse desesperada al ver que la semana transcurría sin que el diario se hiciera eco de la noticia. Al lunes llamó por teléfono a Garrard’s, donde le aseguraron no saber nada de ningún anillo encargado por el capitán Trentham de los fusileros reales. Decidió esperar otra semana antes de notificárselo a Guy. Debía de haber una explicación muy sencilla.
Guy seguía estando muy presente en sus pensamientos cuando llegó a las oficinas de John D. Wood, en Mount Street. Tocó la campanilla que había encima del mostrador y le preguntó a un empleado si podía hablar con el señor Palmer.
—¿El señor Palmer? El señor Palmer ya no trabaja con nosotros —le informó el hombre—. Lo llamaron a filas hace cosa de un año, señorita. Si puedo ayudarla yo en algo…
Los dedos de Becky se crisparon sobre el mostrador.
—De acuerdo. En tal caso, me gustaría hablar con alguno de los socios —replicó con firmeza.
—¿Le importaría decirme cuál es el objetivo de su visita? —preguntó el muchacho.
—Por supuesto. He venido para interesarme por las condiciones de venta de los números 131 y 135 de Chelsea Terrace.
—Ah, sí. ¿Y a quién le gustaría saberlo?
—A la señorita Rebecca Salmon.
—Enseguida vuelvo —le prometió el empleado, aunque tardó varios minutos en reaparecer. Lo hizo acompañado de un hombre mucho mayor, vestido con un largo abrigo de color negro y gafas con montura de carey. Del bolsillo de su chaleco colgaba una cadenita de plata.
—Buenos días, señorita Salmon —la saludó el hombre—. Me llamo Crowther. Si tiene la bondad de acompañarme…
Levantó la puerta del mostrador para invitarla a pasar. Becky lo siguió dócilmente.
—Hace un tiempo estupendo para esta época del año, ¿no le parece a usted, señorita?
Becky miró por la ventana y vio los paraguas que se deslizaban dando saltitos por la acera, pero decidió abstenerse de corregir las observaciones meteorológicas del señor Crowther.
Cuando llegaron a su diminuta oficina, ubicada en la parte trasera del edificio, el hombre anunció con orgullo:
—Este es mi despacho. Siéntese usted, por favor, señorita Salmon. —Le indicó la incómoda sillita que había delante de la mesa antes de instalarse en su sillón de respaldo alto—. Soy socio de la firma —explicó—, aunque debo confesar que tengo poca antigüedad. —Se rio de su propio chiste—. Bueno, ¿en qué puedo ayudarla?
—A mi colega y a mí nos gustaría adquirir los números 131 y 135 de Chelsea Terrace.
—Muy bien. —El señor Crowther consultó su expediente—. ¿Y en esta ocasión, la señorita Daphne Harcourt-Browne…?
—La señorita Harcourt-Browne no tiene nada que ver con esta operación. Si eso le impide tratar con el señor Trumper o conmigo misma, abordaremos personalmente a los vendedores.
Becky contuvo el aliento.
—No, por favor. No me malinterprete usted, señorita. Estoy seguro de que no habrá ningún problema para que podamos colaborar con ustedes.
—Se lo agradezco.
—Veamos…, empecemos por el número 135. —El señor Crowther se empujó los anteojos sobre el puente de la nariz antes de hojear los documentos que tenía delante—. Ah, sí, nuestro querido señor Kendrick. Un carnicero de primera, ¿sabe usted? Está pensando en irse de jubilación anticipada, lamentablemente.
Becky exhaló, y el señor Crowther la miró por encima de la montura de sus lentes.
—El médico le ha dicho que no tiene elección si espera vivir más que unos meses.
—Correcto. —El señor Crowther volvió a concentrarse en los documentos—. Bueno, parece que pide un precio de ciento cincuenta libras por la propiedad, más cien libras por el fondo de comercio.
—¿Y cuánto está dispuesto a aceptar?
—No sé si la entiendo, señorita. —El socio minoritario de la firma arqueó las cejas.
—Señor Crowther, antes de hacernos perder mutuamente ni un minuto más de nuestro valioso tiempo me siento en la obligación de confiarle que tenemos la intención de adquirir, por un precio justo, todos los establecimientos que se pongan a la venta en Chelsea Terrace, con la intención a largo plazo de convertirnos en propietarios del barrio al completo, aunque tardemos toda la vida en conseguirlo. No tengo ningún interés en pasarme los próximos veinte años acudiendo a su despacho cada dos por tres para discutir por cualquier minucia. Para entonces me imagino que usted ya será socio principal, y los dos tendremos cosas mejores que hacer. ¿Me he explicado bien?
—Perfectamente —dijo el señor Crowther, observando de reojo la nota que Palmer había adjuntado a la venta del 147: el muchacho no exageraba al mencionar el carácter directo de su clienta. Volvió a recolocarse las lentes sobre la nariz—. Creo que el señor Kendrick podría estar dispuesto a aceptar ciento veinticinco libras si accediera usted a pasarle una pensión anual de otras veinticinco libras hasta el momento de su muerte.
—Pero podría vivir para siempre.
—Me siento en la obligación de recordarle que ha sido usted, señorita, no yo, la que aludía antes al presente estado de salud del señor Kendrick.
El socio minoritario de la firma se reclinó en su sillón.
—No deseo arrebatarle su pensión al señor Kendrick —replicó Becky—. Tenga la amabilidad de ofrecerle cien libras por la propiedad y veinte libras al año durante un periodo de ocho años como pensión. Podría mostrarme flexible con la segunda parte de la transacción, pero no con la primera. ¿Me ha entendido usted, señor Crowther?
—Alto y claro, señorita.
—Y ya que voy a pasarle una pensión al señor Kendrick, también espero de él que esté disponible para ofrecernos asesoramiento esporádicamente, cuando se lo solicitemos.
—Por supuesto —dijo Crowther mientras apuntaba la cláusula en el margen del documento.
—Bueno, ¿y qué me puede decir del 131?
—Ahí ya podríamos encontrarnos con algún que otro problema. —Crowther abrió el segundo expediente—. No sé si está usted al corriente de todas las circunstancias, señorita, pero el caso es que…
Becky decidió no ayudarle en esta ocasión y se limitó a sonreír con dulzura.
—Bueno, veamos —prosiguió el socio minoritario—. El señor Rutherford se ha trasladado a Nueva York para abrir una tienda de antigüedades con un amigo, en un sitio que llaman «el Village». —Titubeó.
—¿Y la naturaleza de su relación es poco habitual, por llamarla de alguna manera? —le asistió Becky al ver que el silencio amenazaba con eternizarse—. Quizá prefiera pasar el resto de sus días en un apartamento de Nueva York en vez de en una celda de Brixton.
—Correcto —murmuró el señor Crowther, cuya frente había empezado a perlarse de gotitas de sudor—. En el caso particular que nos ocupa, al caballero le gustaría dejar las instalaciones vacías. Según sus propias palabras, su mercancía podría alcanzar un precio de venta más favorable en Manhattan. Por consiguiente, lo único que tendría que valorar usted es la adquisición de la propiedad.
—En tal caso, me imagino que no nos correspondería pagar ninguna pensión.
—Creo que lo podemos dar por sentado, efectivamente.
—¿Y también cabría esperar que su precio sea un poquito más razonable, teniendo en cuenta las presiones a las que se ve sometido?
—Cabría esperar algo así, sí —replicó el señor Crowther—, habida cuenta que el establecimiento en cuestión es bastante más grande que la mayoría de los que se encuentran en Chelsea…
—Ciento treinta y dos metros cuadrados, para ser exactos —dijo Becky—. Si lo comparamos con los noventa y tres del número 147, que hemos adquirido por…
—Un precio más que razonable para los tiempos que corren, si me permite el atrevimiento, señorita Salmon.
—No obstante…
—Correcto. —En la frente del señor Crowther se condensó otra gota de sudor.
—¿Cuánto espera obtener a cambio de la propiedad, ahora que ya hemos establecido que no hará falta pasarle ninguna pensión?
—Su precio de salida —dijo el señor Crowther, cuya mirada había vuelto a posarse en el documento—, es de doscientas libras. Sin embargo, sospecho —añadió antes de que a Becky le diera tiempo a protestar—, que, si pudieran cerrar las negociaciones a la mayor brevedad, estaría dispuesto a desprenderse de la propiedad por la módica cantidad de ciento setenta y cinco. —Arqueó las cejas—. Tengo entendido que se quiere reunir con su amigo lo antes posible.
—Si tiene tanta prisa, intuyo que no le importará rebajar el precio hasta las ciento cincuenta por pronto pago. Y si la operación se alargara unos días, tal vez accediera a aceptar ciento sesenta.
—Correcto. —El señor Crowther sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la pechera y lo usó para secarse la frente. Becky miró por la ventana y vio que todavía estaba lloviendo—. ¿Alguna cosa más, señorita? —preguntó el hombre tras guardarse el pañuelo.
—Sí, señor Crowther. Me gustaría pedirle que no pierda de vista las propiedades de Chelsea Terrace y nos avise al señor Trumper o a mí en cuanto se entere de la salida al mercado de cualquiera de ellas.
—Podría elaborar un informe completo de todas las propiedades de esa calle y presentárselo para su valoración al señor Trumper y a usted.
—Eso sería de lo más práctico —replicó Becky, disimulando su sorpresa ante el inesperado arranque de iniciativa desplegado por aquel socio minoritario ya entrado en años.
Se levantó de la silla para que quedase claro que, por su parte, daba la reunión por concluida.
—Tengo entendido que el número 147 está volviéndose muy popular entre los habitantes de Chelsea —observó el señor Crowther camino del mostrador principal.
—¿Y cómo sabe usted eso? —preguntó Becky, sorprendida de nuevo.
—Mi señora —le explicó el hombre— se niega a comprar la fruta y las hortalizas en ninguna otra parte, y eso que vivimos en Fulham.
—Una mujer con buen gusto, su señora.
—Correcto.
Becky pensaba que los bancos reaccionarían a sus pesquisas con el mismo entusiasmo demostrado por el agente inmobiliario. Sin embargo, tras seleccionar ocho posibles candidatos, enseguida descubrió que postularse como compradora en potencia y tener que humillarse prácticamente para negociar un préstamo eran dos cosas distintas. Cada vez que presentaba sus planes (siempre a alguien con tan poco peso dentro de la entidad que le habría resultado imposible tomar cualquier decisión de todas maneras), lo único que recibía eran negativas y rechazos. Incluso en el banco que ya gestionaba la cuenta de Trumper’s.
—De hecho —le contó a Daphne esa noche—, uno de los empleados del Penny Bank tuvo incluso la desfachatez de sugerir que, si alguna vez me casaba, estarían encantados de hablar de negocios con mi marido.
—Es la primera vez que te enfrentas al mundo de los hombres, ¿verdad? —Daphne soltó en el suelo la revista que estaba leyendo—. Sus grupitos, sus clubes… El lugar de una mujer está en la cocina, y, si eres medianamente atractiva, quizás en el dormitorio de vez en cuando.
Becky asintió con gesto fúnebre mientras recogía la revista y la dejaba encima de una mesita auxiliar.
—Debo confesar que a mí no me ha preocupado nunca esa mentalidad —añadió Daphne mientras embutía los pies en un par de zapatos con la punta elegantemente estilizada—. Claro que, por otra parte, yo no he nacido con esa ambición tuya tan desmesurada, bonita. En cualquier caso, a lo mejor ha llegado el momento de echarte otro cable.
—¿Otro cable?
—Sí. Verás, lo que necesitas para resolver tu problema es una corbata elegante.
—¿No parecería un poco tonta con ella?
—En realidad te quedaría muy bien, pero esa no es la cuestión. El dilema al que te enfrentas estriba en tu género…, por no hablar del acento de Charlie, aunque ya casi he terminado de corregir esa manía que tiene el muchacho. Una cosa es segura, sin embargo: todavía no se ha descubierto la manera de que las personas cambien de sexo.
—¿Adónde va a parar todo esto? —preguntó inocentemente Becky.
—Qué impaciente eres, cariño. Como Charlie. Tenéis que aprender a concedernos a los humildes mortales un poquito de tiempo para explicar lo que queremos decir.
Becky se sentó en la esquina del diván y recogió las manos sobre el regazo.
—Para empezar, debes entender que todos los banqueros son unos snobs de primera —prosiguió Daphne—. De lo contrario, harían como tú y regentarían su propio negocio. De modo que lo que necesitas para tenerlos comiendo de la palma de tu mano es un portavoz respetable.
—¿Un portavoz?
—Sí. Alguien que te acompañe en tus visitas al banco cada vez que haga falta. —Daphne se levantó y se miró en el espejo antes de continuar—. Quizás esa persona carezca de tu cerebro privilegiado, pero, por otra parte, no se verá lastrado ni por tu género ni por el acento de Charlie. Llevará puesta, eso sí, una corbata respetable, y a ser posible algún título a juego. A los banqueros les gustan los baronets, pero lo más importante de todo es que se trate de alguien incuestionablemente necesitado de dinero. Dinero que obtendrá de ti por los servicios prestados, no sé si me entiendes.
—Pero ¿esas personas existen? —preguntó Becky, incrédula.
—Te aseguro que sí. Es más fácil encontrar a alguien así, de hecho, que a alguien dispuesto a pasarse el día entero trabajando. —Daphne esbozó una sonrisa tranquilizadora—. Dame un par de semanas y estoy segura de que podré presentarte una lista con al menos tres candidatos. Ya lo verás.
—Eres increíble.
—A cambio, te pediré un pequeño favor.
—Lo que sea.
—Nunca digas eso cuando estés negociando con una mantis religiosa como yo, cariño. En cualquier caso, se trata de algo muy simple en esta ocasión, y perfectamente dentro de tus posibilidades. Si Charlie te pide que lo acompañes al baile de su regimiento, tú dile que sí.
—¿Por qué?
—Porque Reggie Arbuthnot ha cometido el error de invitarme a tan infausta ocasión y no puedo negarme si quiero pasar una temporada en su hacienda de Escocia cuando llegue noviembre. —Becky se rio mientras Daphne añadía—: No me importa ir al baile con Reggie, pero me niego a tener que volver a casa con él. Así que, si hemos llegado a un acuerdo, yo te proporcionaré el baronet desesperado que necesitas y lo único que tendrás que hacer tú es decir que sí cuando Charlie te invite.
—Sí.
Charlie no se sorprendió cuando Becky aceptó sin pestañear ser su acompañante para el baile del regimiento. Al fin y al cabo, Daphne ya le había explicado los detalles del acuerdo al que ambas habían llegado. Lo que sí lo pilló por sorpresa, sin embargo, fue ver que, cuando Becky ocupó su asiento en la mesa, los demás sargentos parecían incapaces de apartar la mirada de ella.
El escenario de la cena era un gimnasio enorme, lo que dio pie a los compañeros de Charlie a contar una anécdota tras otra sobre sus primeros días de adiestramiento en Edimburgo. Allí terminaban las comparaciones, no obstante, puesto que la comida era de mucha mejor calidad que la que Charlie recordaba que les habían servido en Escocia.
—¿Dónde está Daphne? —preguntó Becky mientras depositaban ante ella una ración de tarta de manzana bañada con una generosa capa de mermelada.
—Allí delante, en la mesa de la nobleza —dijo Charlie, señalando con el pulgar por encima del hombro—. Sería un escándalo que la vieran con unos pobretones como nosotros, ¿eh? —añadió con una sonrisa.
Al finalizar la cena se pronunció una serie de brindis; a la salud de todo el mundo, pensó Becky, menos del rey. Charlie le explicó que Guillermo IV había dispensado al regimiento de tener que pronunciar el brindis de lealtad, puesto que su lealtad a la corona era incuestionable. Todos los batallones se turnaron para levantar sus copas por las fuerzas armadas, no obstante, y finalmente por el regimiento, junto con el nombre de su antiguo coronel. Cada brindis culminaba en vítores clamorosos. Becky, atenta a la reacción de los soldados que estaban sentados a su alrededor en la mesa, comprendió por primera vez cuántos hombres de esa generación se consideraban afortunados por el mero hecho de seguir aún con vida.
El antiguo comandante en jefe, sir Danvers Hamilton, condecorado con la Orden del Servicio Distinguido, con el monóculo siempre en su sitio, pronunció un sentido discurso sobre todos aquellos de sus camaradas que, por distintos motivos, no los podían acompañar esa noche. Becky vio que Charlie se crispaba al escuchar el nombre de Tommy Prescott. Por último, los asistentes se pusieron en pie y brindaron por los amigos ausentes. Becky se descubrió inesperadamente conmovida.
Cuando el coronel hubo vuelto a su asiento, las mesas se despejaron y colocaron a un lado para que pudiera comenzar el baile. Daphne apareció en la otra punta de la sala en cuanto la banda del regimiento entonó la primera nota.
—Vamos, Charlie. No tengo tiempo que perder esperando a que te animes a acercarte a la mesa de honor.
—Será un placer, señorita —dijo Charlie mientras se levantaba de la silla—. Pero ¿qué pasa con ese tal Reggie como se llame?
—Arbuthnot. He dejado al muy memo agarrado a una debutante de Chelmsford. Horrorosa, debo añadir.
—¿Qué tiene de «horrorosa» la pobre? —inquirió Charlie con retintín.
—Jamás pensé que llegaría el día que su majestad consintiera que alguien de Essex se presentara en sociedad en la corte. Aunque lo peor de todo es su edad.
—¿Por qué? ¿Cuántos años tiene? —preguntó Charlie mientras conducía a Daphne con confianza por toda la pista de baile.
—No estoy segura, pero tuvo la desfachatez de presentarme al viudo de su padre.
A Charlie se le escapó una carcajada.
—Deberías mostrarte solidario en vez de reírte de mí, Charles Trumper. Te queda mucho por aprender.
Becky se había quedado admirada con las dotes de bailarín de Charlie.
—Esa tal Daphne es una mujer de cuidado —dijo el soldado que tenía sentado junto a ella, el cual se presentó como el sargento Mike Parker y resultó ser un carnicero de Camberwell que había servido con Charlie en el Marne.
Becky no reaccionó a su comentario, y cuando el hombre ensayó una reverencia y le pidió que le hiciera el honor de concederle el próximo baile, la muchacha aceptó a regañadientes. El antiguo sargento procedió a transportarla por toda la pista como si fuera una pieza de cordero camino de la cámara frigorífica. Lo único que consiguió hacer mientras sonaba la música, antes de devolverla a la relativa seguridad de la mesa pringosa de manchas de cerveza, fue darle varios pisotones. Becky se quedó sentada en silencio mientras veía cómo se divertían los demás, esperando que nadie más la sacara a bailar. Sus pensamientos regresaron a Guy y al reencuentro que no podría evitar si dentro de dos semanas…
—¿Me concede este baile, señorita?
Todos los soldados sentados a la mesa se pusieron firmes mientras el comandante en jefe escoltaba a Becky a la pista de baile.
Descubrió que el coronel Hamilton era tanto un bailarín consumado como un conversador agradable, carente de esa tendencia a subestimarla que tantos empleados de banca habían exhibido recientemente con ella. Una vez terminado el baile, la invitó a la mesa de honor y le presentó a su esposa.
—Te advierto una cosa —le dijo Daphne a Charlie mientras miraba de reojo en dirección al coronel y lady Hamilton—. Mantener el ritmo de la ambiciosa señorita Salmon no te va a resultar nada fácil. Pero mientras no te separes de mí y prestes atención a mis palabras, conseguiremos que seas un digno rival para ella.
Un par de temas después, Daphne informó a Becky de que ya había cumplido de sobra con su deber y había llegado el momento de que todos se fueran. Becky, por su parte, se alegró de tener una excusa para rehuir la atención de todos los jóvenes oficiales que la habían visto bailando con el coronel.
—Tengo una buena noticia para vosotros —les dijo Daphne mientras la calesa recorría King’s Road en dirección a Chelsea Terrace, con Charlie aferrado todavía a su botella de champagne medio vacía.
—¿De qué se trata, bonita? —preguntó después de que se le escapara un eructo.
—A mí no me llames «bonita» —lo reconvino Daphne antes de añadir—: quizás esté dispuesta a invertir en la clase baja, Charlie Trumper, pero no olvides que provengo de noble cuna.
—Bueno, ¿y cuál es esa noticia? —preguntó Becky con una risa.
—Habéis cumplido con vuestra parte del trato, así que me corresponde hacer lo mismo.
—¿De qué estás hablando? —murmuró Charlie, medio dormido.
—He elaborado una lista con tres candidatos que podrían ser vuestros portavoces, lo que resolverá vuestro problema con los bancos.
Charlie se despejó de inmediato.
—El primero es hijo de un conde —enumeró Daphne—. Sin blanca, pero respetable. El segundo es un baronet que aceptaría el encargo a cambio de un porcentaje, pero la guinda del pastel es un vizconde al que se le ha agotado la suerte en las mesas de juego de Deauville y se ve obligado a aceptar encargos de manutención esporádicos.
—¿Cuándo podremos conocerlos? —preguntó Charlie, esforzándose para no arrastrar las palabras.
—Cuando queráis —le prometió Daphne—. Mañana…
—Eso no será necesario —la interrumpió Becky con delicadeza.
—¿Por qué no? —preguntó Daphne, sorprendida.
—Porque ya he encontrado a nuestro portavoz ideal.
—¿En quién estás pensando, cariño? ¿En el príncipe de Gales?
—No. En el teniente coronel sir Danvers Hamilton, baronet y condecorado con la Orden del Servicio Distinguido.
—Pero si es el puñetero coronel del regimiento —farfulló Charlie. La botella de champagne se le cayó y rodó por el piso del carruaje—. Imposible, jamás aceptaría algo así.
—Aceptará, te lo aseguro.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque ya he concertado una cita con él. Mañana por la mañana, a las once.