14

El día que la tarjeta con ribetes dorados llegó a Lowndes Square, Daphne dejó la invitación entre una que solicitaba su presencia en las carreras de Ascot y otra que requería su asistencia a una fiesta en los jardines del Palacio de Buckingham. Sin embargo, pensó que esa invitación en concreto bien podría quedarse encima de la repisa de la chimenea para que todos la admirasen mucho después de que tanto Ascot como el palacio hubieran quedado relegados a la papelera.

Si bien Daphne se había pasado una semana en París, seleccionando tres atuendos para las tres ocasiones distintas, reservaba el más espectacular de todos para la ceremonia de graduación de Becky, la cual ahora le describía a Percy como «el gran acontecimiento».

Su prometido (aunque todavía no se acostumbraba a pensar en Percy en esos términos) hubo de reconocer que era la primera vez que lo invitaban a una ceremonia de esas características.

El brigadier Harcourt-Browne le sugirió a su hija que le pidiera a Hoskins que los llevara a la Casa del Senado en el Rolls, y confesó sentirse un poco celoso porque no lo hubieran invitado también a él.

Cuando llegó por fin la mañana señalada, Percy acompañó a Daphne a almorzar en el Ritz, y tras repasar por enésima vez la lista de invitados y los himnos que se iban a entonar durante el servicio, volcaron toda su atención en los detalles de la ocasión vespertina.

—Espero que no me hagan ninguna pregunta demasiado académica —dijo Daphne—. Porque no me voy a saber la respuesta, eso seguro.

—Bueno, me extrañaría que nos pusieran en semejante compromiso, tesoro —la tranquilizó Percy—. Por otra parte, no tengo ninguna experiencia con este tipo de encuentros. Los Wiltshire no destacamos precisamente por nuestra familiaridad con los rectorados —añadió con una risita, la cual a menudo terminaba sonando como una tos.

—Tienes que perder esa mala costumbre, Percy. Si te quieres reír, ríete. Y si vas a toser, tose.

—Lo que tú digas, tesoro.

—Y deja de llamarme «tesoro», como si fuese una niña. Ya tengo veintitrés años, y mis padres me bautizaron con un nombre perfectamente aceptable.

—Lo que tú digas, tesoro —repitió Percy.

—No has escuchado ni una sola palabra de lo que te he dicho. —Daphne miró el reloj—. Y ahora creo que ha llegado el momento de que nos pongamos en marcha. Será mejor que no lleguemos tarde esta vez.

—Por supuesto —replicó él, y llamó al camarero para que les trajera la cuenta.

—¿Seguro que sabes adónde vamos, Hoskins? —preguntó Daphne mientras el chófer le abría la puerta trasera del Rolls.

—Sí, milady. Me tomé la libertad de recorrer esta ruta el mes pasado, cuando su señoría y usted estaban en Escocia.

—Bien pensado, Hoskins —dijo Percy—. De lo contrario, nos podríamos pasar toda la tarde dando vueltas, nunca se sabe.

Mientras Hoskins se sentaba al volante, Daphne miró al hombre al que amaba y no pudo por menos de pensar en lo afortunada que era por haberlo elegido. Elección, de hecho, que había tomado a los dieciséis años, sin que en ningún momento flaqueara su convicción de que era el compañero perfecto para ella…, aunque él no lo supiera. Percy siempre le había parecido maravilloso, amable, considerado y gentil, y si bien no era exactamente apuesto, al menos poseía un aire ciertamente distinguido. Todas las noches daba gracias a Dios por haberle permitido escapar intacto de aquella guerra espantosa. Cuando Percy le contó que se iba a Francia para servir con la guardia escocesa, Daphne había vivido los tres años más infelices de su vida. A partir de aquel momento daba por sentado que cualquier carta, cualquier mensaje, cualquier llamada de teléfono solo podía tener como objetivo informarla de su fallecimiento. Otros hombres habían intentado cortejarla en su ausencia, pero todos fracasaron mientras Daphne aguardaba, como Penélope, el regreso de su elegido. Solo aceptó que aún seguía con vida cuando lo vio desembarcar en los muelles de Dover. Atesoraría siempre las primeras palabras que le dirigió al verla:

—Qué ilusión verte por aquí, tesoro. Menuda casualidad, ¿no?

Percy no hablaba nunca del ejemplo sentado por su padre, aunque el Times le había dedicado media página a la esquela del difunto marqués. En ella se describía su misión en el Marne, en el transcurso de la cual había desarticulado sin ayuda de nadie toda una batería alemana, acción por la cual había sido distinguido con la Cruz Victoria, la condecoración militar más alta al valor frente al enemigo. Un mes más tarde, cuando el hermano mayor de Percy perdió la vida en Ypres, Daphne pensó en todas las familias que estaban compartiendo la misma y horrible experiencia. Percy heredó el título que ahora ostentaba: XII marqués de Wiltshire. De décimo a decimosegundo en cuestión de semanas.

—¿Seguro que vamos en la dirección correcta? —preguntó Daphne mientras el Rolls se adentraba en Shaftesbury Avenue.

—Sí, milady —replicó Hoskins, que evidentemente había decidido referirse a Daphne por ese título a pesar de que Percy y ella aún no se habían casado.

Daphne se había alegrado mucho cuando Percy le contó que había decidido renunciar a su puesto en la guardia escocesa para hacerse cargo de las propiedades de la familia. Por mucho que le gustara verlo con su uniforme azul marino, con los cuatro botones de bronce simétricamente espaciados, las botas altas y esa gorrita tan graciosa de cuadros rojos, blancos y azules, ella no quería casarse con un soldado, sino con alguien que trabajase la tierra. Nunca le había atraído la idea de pasarse toda la vida saltando de la India a África y de allí a las colonias.

Al entrar en Malet Street vieron una multitud de personas que subía por las escaleras de piedra para entrar en un edificio monumental.

—¡Esa debe de ser la Casa del Senado! —exclamó, como si acabara de descubrir las pirámides.

—Sí, milady —replicó Hoskins.

—Recuerda, Percy… —empezó Daphne.

—¿Sí, tesoro?

—… no abras la boca a menos que alguien hable primero contigo. En esta ocasión pisamos terreno desconocido y me niego a que ninguno de los dos haga el ridículo. Bueno, ¿te has acordado de traer la invitación y las entradas especiales con la ubicación de nuestros asientos?

—Sé que las he puesto en alguna parte. —Percy comenzó a rebuscar en los bolsillos.

—Están en el bolsillo interior superior izquierdo de su chaqueta, señoría —dijo Hoskins mientras detenía el vehículo.

—Sí, por supuesto, ahí están —dijo Percy—. Gracias, Hoskins.

—Un placer, milord —entonó Hoskins.

—Tú sigue el tumulto —lo instruyó Daphne—. Y compórtate como si hicieras esto todas las semanas.

Se cruzaron con varios porteros y botones uniformados antes de que un recepcionista examinara sus entradas y los condujera a la fila M.

—Es la primera vez que me siento tan lejos del escenario —dijo Daphne.

—Solo una vez he intentado estar tan lejos de la acción —admitió Percy—. Cuando los actores eran alemanes. —De nuevo esa tos.

Los dos guardaron silencio con la mirada fija ante ellos, esperando a que sucediera algo. El escenario estaba vacío salvo por catorce sillas, dos de las cuales, colocadas en el centro, se podrían haber calificado de tronos.

A las tres menos cinco, diez hombres y dos mujeres, todos ellos vestidos con lo que a Daphne le parecieron largos camisones negros con bufandas moradas colgadas del cuello, cruzaron el escenario en serpenteante procesión antes de ocupar sus respectivos asientos. Solo los dos tronos permanecían vacíos. Cuando dieron las tres, Daphne dirigió su atención a la galería de los músicos, donde una fanfarria de trompetas anunció la llegada de los visitantes. Todos los presentes se pusieron en pie mientras el rey y la reina entraban para ocupar sus lugares en el centro del senado. Todos se quedaron levantados hasta que la orquesta hubo terminado de tocar el himno nacional.

—El rey tiene buen aspecto, dentro de lo que cabe —dijo Percy mientras ocupaba su asiento.

—Silencio —dijo Daphne—. Nadie más lo conoce.

Un hombre mayor de larga toga negra, la única persona que todavía estaba de pie, espero a que todos se hubieran sentado antes de dar un paso al frente, saludar a la pareja real con una reverencia y proceder a dirigirse a los asistentes.

Cuando el vicecanciller, sir Russell Russell-Wells, ya llevaba hablando un buen rato, Percy le preguntó a su prometida:

—¿Cómo esperan que siga uno toda esta cháchara después de haber abandonado la opción de latín antes de acabar secundaria?

—Yo solo soporté esa asignatura el primer año.

—Entonces tú tampoco podrás serme de ayuda, tesoro —susurró Percy.

Alguien que estaba sentado en la fila que tenían delante se giró para fulminarlos con la mirada.

Daphne y Percy se esforzaron por permanecer callados durante el resto de la ceremonia, aunque más de una vez Daphne tuvo que apoyar una mano con firmeza en la rodilla de Percy para conseguir que este dejara de rebullirse en la incómoda silla de madera.

—Para el rey es muy fácil —murmuraba él—. Mira el pedazo de cojín que le han puesto.

Por fin llegó el momento para el que los habían invitado.

El vicecanciller, que estaba leyendo una lista de nombres del cuadro de honor y por fin había llegado a la T, declaró:

—La señora de Charles Trumper, licenciada en Humanidades por la Escuela de Bedford.

Se redoblaron los aplausos, como llevaba ocurriendo cada vez que subía al escenario una mujer para recoger su título de manos del visitante. Becky hizo una reverencia ante el rey mientras este colocaba lo que el programa describía como una «banda morada» sobre su toga y le entregaba un pergamino enrollado. Becky hizo otra reverencia y retrocedió dos pasos caminando de espaldas antes de regresar a su asiento.

—Yo no lo habría hecho mejor —dijo Percy mientras se sumaba al aplauso—. Y no hace falta que me digas quién ha ensayado esos movimientos con ella —añadió, con lo que consiguió que Daphne se ruborizara.

Esperaron en sus asientos hasta que todos los licenciados cuyos apellidos empezaban por U, V, W e Y hubieron recibido sus títulos, después de lo cual se les permitió escapar a los jardines para tomar el té.

—No los veo por ninguna parte —dijo Percy mientras giraba lentamente sobre los talones en medio del césped.

—Ni yo —dijo Daphne—. Pero sigue buscando. Tienen que andar por aquí.

—Buenas tardes, señorita Harcourt-Browne.

Daphne se dio la vuelta de golpe.

—Ah, hola, señora Salmon, cuánto me alegro de verla. Y qué sombrero tan encantador, señorita Roach, me encanta. Percy, esta es la madre de Becky, la señora Salmon; y su tía, la señorita Roach. Mi prometido…

—Encantada de conocerlo, señoría —dijo la señora Salmon, preguntándose quién se iba a creer aquello cuando se lo contara a sus compañeras del club de Romford.

—Debe de sentirse usted muy orgullosa de su hija —dijo Percy.

—Así es, señoría.

La señorita Roach, tan inmóvil como una estatua, no hizo ninguna declaración.

—¿Y dónde se ha metido nuestra pequeña erudita? —quiso saber Daphne.

—Aquí estoy —dijo Becky—. Pero ¿dónde estabas tú? —preguntó mientras se apartaba de un grupo de recién licenciados.

—Buscándote.

Las dos muchachas se abrazaron.

—¿Has visto a mi madre?

—Estaba con nosotros hace un momento —dijo Daphne, mirando a su alrededor.

—Ha ido a buscar unos sándwiches, creo —explicó la señorita Roach.

—Típico de mamá —se rio Becky.

—Hola, Percy —dijo Charlie—. ¿Cómo van las cosas?

—Las cosas van viento en popa —replicó Percy con una tos—. Y bien hecho, Becky, debo añadir.

La señora Salmon regresó en ese momento portando una generosa bandeja de emparedados.

—Si Becky ha heredado el sentido común de su madre, señora Salmon —dijo Daphne mientras seleccionaba un sándwich de pepino para Percy—, seguro que le va bien en la vida. Presiento que, dentro de quince minutos, no quedará ni uno de estos. —Eligió uno de salmón ahumado para ella—. ¿Estabas muy nerviosa cuando subiste al escenario? —preguntó, dirigiéndose a Becky de nuevo.

—¡Y tanto! Me temblaban las rodillas cuando el rey me pasó la banda por la cabeza. Además, para colmo de males, cuando volví a mi asiento descubrí que Charlie estaba llorando.

—Eso no es cierto —protestó su marido.

Becky se enganchó de su brazo sin decir nada más.

—Pues a mí me gusta esa banda morada —observó Percy—. Creo que causaría sensación si me pusiera algo así para ir al próximo baile del club de caza. ¿Tú qué opinas, tesoro?

—Tengo entendido que hay que esforzarse mucho para que te dejen engalanarte con una de esas, Percy —replicó una voz que no era la de Daphne.

Todos se giraron al mismo tiempo para ver quién se había metido en la conversación.

Percy inclinó la cabeza.

—Su majestad tiene toda la razón, como de costumbre. Debo añadir, señor, que me temo que, dados mis antecedentes, es poco probable que se me considere apto para recibir tal distinción.

—Lo cierto, Percy —añadió el monarca con una sonrisa—, es que esta velada te has alejado mucho de tu hábitat natural.

—Una amiga de Daphne —explicó Percy.

—Daphne, querida, me alegro mucho de verte —dijo el rey—. Aún no había tenido ocasión de felicitarte por tu compromiso.

—Justo ayer recibí una nota muy amable de la reina, majestad. Es un honor para nosotros que los dos puedan asistir a la boda.

—Sí, nos sentimos afortunados —dijo Percy—. Le presento a la señora Trumper, que hoy ha recibido su título. —Becky volvió a estrecharle la mano al monarca—. Su marido, el señor Trumper, y la madre de la señora Trumper, la señora Salmon…, y su tía, la señorita Roach.

El rey les dio la mano a los cuatro.

—Bien hecho, señora Trumper —felicitó a Becky—. Espero que le resulte útil su título.

—De momento, majestad, me ha servido para conseguir un empleo dentro de la plantilla de Sotheby’s como aprendiz en su departamento de obras de arte.

—Excelente. En tal caso, señora Trumper, solo puedo desearle que continúe cosechando éxitos en el futuro. Espero verte en la boda, Percy, como muy tarde.

El monarca inclinó la cabeza y se fue a hablar con otro corrillo de gente.

—Buen tipo —dijo Percy—. Ha sido un detalle por su parte acercarse a saludar.

—No tenía ni idea de que conocieras al… —empezó Becky.

—Bueno —explicó Percy—, la verdad es que mi tátara-tátara-tatarabuelo intentó asesinar a su tátara-tátara-tatarabuelo. De haber tenido éxito, es muy probable que nuestros respectivos papeles se hubieran invertido. En cualquier caso, siempre se ha mostrado de lo más comprensivo con todo ese asunto.

—¿Y qué le pasó a tu tátara-tátara-tatarabuelo? —preguntó Charlie.

—Exiliado. Y justificadamente, debo añadir. De lo contrario, el muy desaprensivo lo habría intentado de nuevo.

—Santo cielo —dijo Becky, riéndose.

—¿Qué ocurre? —preguntó Charlie.

—Acabo de caer en la cuenta de quién es el tátara-tátara-tatarabuelo de Percy.

 

Daphne no tuvo ocasión de ver a Becky otra vez antes de la ceremonia nupcial, pues que las últimas semanas de preparativos parecían mantenerla totalmente ocupada. Sin embargo, consiguió ponerse al corriente sobre los últimos acontecimientos de Chelsea Terrace tras tropezarse con el coronel y su esposa en Onslow Square, donde lady Denham estaba celebrando una recepción. El coronel la informó, sotto voce, de que Charlie estaba empezando a adelantar los pagos de su crédito al banco y ya había saldado sus deudas con los demás acreedores. Daphne sonrió al recordar cómo Charlie, fiel a su tradición, le había ingresado el último pago varios meses antes de que vencieran los plazos.

—Y me acabo de enterar de que el hombre ya le ha echado el ojo a otra tienda —añadió el coronel.

—¿Cuál toca ahora?

—La panadería…, el número 145.

—El antiguo negocio del padre de Becky —dijo Daphne—. ¿Creen que podrán hacerse con ella?

—Sí, presiento que sí. Aunque me temo que Charlie va a tener que pagar un poco más de la cuenta esta vez.

—¿Y eso?

—El obrador está pegado a la tienda de frutas y hortalizas, y el señor Reynolds sabe perfectamente las ganas que tiene Charlie de comprar su negocio. Sin embargo, Charlie ha tentado al señor Reynolds con la oferta de dejar que siga dirigiendo su panadería, además de compartir con él un porcentaje de los beneficios.

—Hmm… ¿Cuánto cree usted que durará ese acuerdo?

—El tiempo que tarde Charlie en dominar el negocio del pan.

—¿Y Becky?

—Ya está trabajando en Sotheby’s. Como oficinista.

—¿Oficinista? —dijo Daphne, indignada—. ¿Para qué tomarse la molestia de obtener un título si luego iba a acabar haciendo de secretaria?

—Al parecer todo el mundo empieza así en Sotheby’s, da igual cuáles sean sus cualificaciones. Becky me lo ha explicado todo —replicó el coronel—. Por lo visto puedes ser el hijo del presidente, haber trabajado durante años en cualquiera de las galerías más importantes del West End, poseer una titulación o incluso ninguna en absoluto, que a pesar de todo empezarás atendiendo al público detrás de un mostrador. Después, si demuestras tu valía, te ascenderán a algún departamento especializado. Se parece un poco al ejército, de hecho.

—Bueno, ¿y Becky le ha echado el ojo a algún departamento en concreto?

—Parece ser que le gustaría trabajar con un tal señor Pemberton, un hombre bastante mayor con fama de ser todo un experto en cuadros del Renacimiento.

—Me apuesto lo que sea —dijo Daphne—, a que habrá salido de detrás de ese mostrador dentro de un par de semanas.

—Charlie no la tiene en tan baja estima —bromeó el coronel.

—Oh, ¿cuánto tiempo le da él?

El coronel esbozó una sonrisa.

—A lo sumo, diez días.