21

Tras la operación, Becky se pasó varios días confinada en la habitación del hospital.

Charlie se enteró más tarde por Grace de que, aunque el señor Armitage le había salvado la vida a su esposa, aún podrían pasar semanas antes de que se recuperase por completo, sobre todo porque, como ya le habían explicado a Becky, jamás podría tener otro hijo sin que su vida corriera peligro.

Charlie la visitaba todas las mañanas y todas las noches, pero tuvieron que pasar dos semanas antes de que Becky se sintiera capaz de contarle a su marido cómo Guy Trentham había entrado por la fuerza en su casa y había amenazado con matarla a menos que le dijera dónde estaba el cuadro.

—¿Por qué? No entiendo por qué —dijo Charlie.

—¿Ha aparecido el cuadro por alguna parte?

—Todavía no hay ni rastro de él.

En ese momento llegó Daphne, con una cesta enorme cargada de provisiones. Le dio un beso en la mejilla a Becky antes de confirmar que había comprado la fruta en Trumper’s esa misma mañana. Becky consiguió sonreír mientras mordisqueaba un melocotón. Daphne se sentó al pie de la cama y se lanzó de inmediato a contarle las últimas novedades.

Les informó de que, tras una de sus visitas periódicas a los Trentham, Guy se había ido a Australia. Su madre, sin embargo, juraba que en ningún momento había pisado Inglaterra, sino que había llegado a Sídney directamente desde la India.

—Pasando por Gilston Road —masculló Charlie.

—No es eso lo que piensa la policía —dijo Daphne—. Están convencidos de que salió de Inglaterra en 1920 y no encuentran pruebas de que haya regresado aquí desde entonces.

—Bueno, nosotros no vamos a sacarlos de su error, eso está claro —dijo Charlie, estrechando la mano de su esposa.

—¿Por qué no? —quiso saber Daphne.

—Porque hasta a mí me parece que Australia está lo bastante lejos como para dejar que Trentham se las apañe allí como pueda. En cualquier caso, perseguirlo ahora no serviría de nada. Si los australianos le dan la cuerda suficiente, estoy seguro de que acabará ahorcándose él solo.

—Pero ¿por qué Australia? —preguntó Becky.

—La señora Trentham va por ahí diciendo que a Guy le han ofrecido un puesto importante en una empresa que se dedica a la venta de ganado…, una oferta tan irresistible que su hijo no podía rechazarla, aunque eso le obligase a dejar el ejército. Que yo sepa, el vicario es el único que se traga esa historia.

Sin embargo, ni siquiera Daphne tenía ninguna teoría que explicara el interés de Trentham por echarle el guante a aquel óleo.

El coronel y Elizabeth también visitaron a Becky en varias ocasiones, y puesto que sir Danvers se refería constantemente al porvenir de la empresa y no había mencionado su carta de dimisión ni una sola vez, Charlie no le preguntó al respecto.

Sería Crowther el que arrojara algo de luz finalmente sobre la identidad del comprador del bloque de apartamentos.

 

Charlie llevó a su esposa de regreso a Gilston Road (a una velocidad mucho más moderada que en el viaje de ida) seis semanas más tarde, después de que el señor Armitage le propusiera a Becky que se tomara un mes de tranquilidad y reposo antes de reincorporarse al trabajo. Charlie le prometió al cirujano que no le permitiría a Becky hacer nada hasta estar seguro de que se hubiera recuperado por completo.

La mañana en que Becky volvió a casa, Charlie la dejó reclinada en la cama con un libro y regresó a Chelsea Terrace, donde entró directamente en la joyería que había comprado durante la ausencia de su mujer.

Charlie dedicó un buen rato a seleccionar un collar de perlas cultivadas, una pulsera de oro y un reloj victoriano de señora, con las instrucciones de que se los enviaran a Grace, a la jefa de enfermeras y a la enfermera que había cuidado de Becky durante su imprevista estancia en el Hospital de Guy. Su siguiente parada fue en la tienda de frutas y hortalizas, donde le pidió a Bob que preparase una cesta con los mejores productos, mientras él elegía personalmente una botella de vino del número 101 para acompañarlos.

—Envía estas dos cosas a la casa del señor Armitage en el 7 de Cadogan Square, Londres SW1, con mi agradecimiento —añadió.

—Enseguida —dijo Bob—. ¿Algo más, ya que estoy?

—Sí, quiero que repitas el mismo pedido todos los lunes mientras viva ese hombre.

 

Aproximadamente un mes más tarde, en noviembre de 1922, Charlie se enteró de los problemas que estaba teniendo Arnold para realizar la sencilla tarea de reemplazar a la dependienta de uno de sus establecimientos. Lo cierto era que la selección de personal estaba dándole muchos quebraderos de cabeza a Arnold de un tiempo a esa parte, puesto que, por cada vacante que se producía, se presentaban de cincuenta a cien candidatos para ocuparla. Arnold reducía el número a una lista más manejable y se la presentaba a Charlie, que insistía en entrevistarlos personalmente a todos antes de confirmar su valía y asignarles un puesto.

Aquel lunes en particular, Arnold ya había evaluado a varias muchachas para el puesto de vendedora en la floristería, tras la jubilación de una de las empleadas más antiguas de la empresa.

—Aunque ya me he quedado solamente con tres aspirantes —dijo Arnold—, creo que te interesaría saber algo más sobre una de las candidatas que no han pasado la criba. Me pareció que no reunía las condiciones necesarias para este puesto en concreto. Sin embargo…

Charlie le echó un vistazo por encima a la hoja que le pasó Arnold.

—Joan Moore. ¿Por qué debería…? —empezó Charlie mientras examinaba la carta de presentación—. Ah, ya veo. Muy observador, Tom. —Leyó unas cuantas líneas más—. Pero yo no necesito ninguna…, aunque, por otra parte, a lo mejor sí. —Levantó la cabeza—. Concierta una entrevista con la señorita Moore para la semana que viene.

El jueves siguiente Charlie habló con Joan Moore durante más de una hora en su casa de Gilston Road, y la impresión inicial que se llevó fue la de estar ante una muchacha risueña y bien educada, aunque quizás algo inmadura. Sin embargo, antes de ofrecerle el puesto de ama de llaves al servicio de la señora Trumper, necesitaba que le respondiera a un par de preguntas.

—¿Ha solicitado este empleo porque conocía la relación entre mi mujer y su antigua empleadora?

La joven lo miró directamente a los ojos.

—Sí, señor. En efecto.

—¿La ha despedido su antigua empleadora?

—No exactamente, señor, pero rehusó proporcionarme una carta de recomendación cuando me marché.

—¿Qué razón le dio para eso?

—Estaba saliendo con el ayuda de cámara y no se lo había dicho al mayordomo, que siempre debe estar al corriente de lo que ocurre con la servidumbre.

—¿Y sigue usted saliendo con el ayuda de cámara?

La muchacha titubeó.

—Sí, señor. Verá, esperamos casarnos en cuanto hayamos ahorrado lo suficiente.

—Bien —dijo Charlie—. En tal caso, puede empezar a trabajar el próximo lunes por la mañana. El señor Arnold preparará todos los documentos necesarios.

Cuando Becky se enteró de que Charlie había contratado un ama de llaves para ella, lo primero que hizo fue reírse.

—¿Y para qué quiero yo una de esas? —preguntó. Charlie le contó exactamente para qué quería «una de esas». Cuando hubo terminado, lo único que dijo Becky fue—: Eres maquiavélico, Charlie Trumper, eso está claro.

 

Durante la asamblea general de febrero de 1924, Crowther advirtió a sus colegas de que el número 1 de Chelsea Terrace podría salir a la venta antes de lo previsto.

—¿Y eso? —inquirió Charlie con expectación.

—Tu estimación de que Fothergill tendría que dar su brazo a torcer en cuestión de un par de años está empezando a resultar profética.

—Bueno, ¿y cuánto pide?

—No es tan sencillo.

—¿Por qué no?

—Porque ha decidido subastar la propiedad en persona.

—¿Subastarla? —preguntó Becky.

—Correcto —dijo Crowther—. De ese modo evitará pagar la tarifa de agentes externos.

—Ya veo. Bueno, ¿y qué precio es de esperar que alcance esa propiedad? —quiso saber el coronel.

—Tampoco esa pregunta tiene fácil respuesta —replicó Crowther—. Con sus cinco plantas, es cuatro veces más grande que cualquier otra tienda del Terrace…, más incluso que el pub de Syd Wrexall en la otra punta. También tiene la fachada más grande de Chelsea, y una entrada doble en la esquina que da a Fulham Road. Por todos esos motivos, estimar su valor no es tarea sencilla.

—Aun así, ¿nos podrías aventurar una cifra? —preguntó el presidente.

—Si no me quedara otro remedio, yo diría que alrededor de dos mil libras, aunque podría llegar a las tres mil si se mostrara interesado alguien más.

—¿Qué hay de las existencias? —preguntó Becky—. ¿Se sabe algo a ese respecto?

—Sí, todo el catálogo se vende con el edificio.

—¿Y cuánto vale? —preguntó Charlie—. Aproximadamente.

—Intuyo que esa es la especialidad de la señora Trumper más que la mía —replicó Crowther.

—Ya no es tan impresionante como antes —dijo Becky—. Las mejores obras de Fothergill se han subastado ya en Sotheby’s, y sospecho que Christie’s también ha vendido muchas en el transcurso del último año. Sin embargo, me imagino que las que quedan podrían alcanzar un precio de alrededor de mil libras.

—Por lo tanto —murmuró Hadlow—, el valor combinado de la propiedad y su contenido se aproxima a las tres mil libras.

—Pero el número 1 alcanzará un precio mucho más alto —dijo Charlie.

—¿Por qué? —preguntó Hadlow.

—Porque la señora Trentham va a estar entre los postores.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó el presidente.

—Porque el ama de llaves de la señora aquí presente está saliendo con su ayuda de cámara.

Los demás se rieron, pero lo único que dijo el presidente de la junta fue:

—Otra vez no. Primero los apartamentos y ahora esto. ¿Cuándo va a terminar?

—No antes de que esté muerta y enterrada, sospecho —dijo Charlie.

—Puede que ni siquiera entonces —añadió Becky.

—Si os referís a su hijo —dijo el coronel—, dudo que sea capaz de causar muchos problemas a veinte mil kilómetros de distancia. En cuanto a la madre, sin embargo, «no hay furia en el infierno…».

—Cita frecuentemente mal empleada —lo interrumpió Charlie.

—¿Disculpa?

—Congreve, coronel. La cita completa sería: «El cielo no conoce rabia como la del amor convertido en despecho, ni el infierno furia como la de una mujer despreciada». Sin embargo —continuó Charlie, mientras el coronel se quedaba boquiabierto y mudo de asombro—, volviendo al asunto que nos ocupa, necesito saber cuál es límite que me permitiría ofrecer la junta por el número 1.

—Sospecho que podría ser necesario llegar a las cinco mil, dadas las circunstancias —dijo Becky.

—Pero no más —dijo Hadlow, estudiando la hoja de balance que tenía delante.

—¿Quizás una por encima? —sugirió Becky.

—Perdón, no lo entiendo —dijo Hadlow—. ¿Qué significa «una por encima»?

—Las subastas nunca se cierran con la cifra exacta que uno anticipa, señor Hadlow. Las personas que asisten a una puja suelen tener en mente un precio fijo y redondo, por lo general, de modo que, si ofreces una libra por encima de esa cifra, lo más normal es que termines llevándote el lote.

Incluso Charlie asintió con la cabeza mientras Hadlow decía, admirado:

—En tal caso, mi voto a favor de la una por encima.

—Me gustaría sugerir —dijo el coronel— que la encargada de pujar sea la señora Trumper, porque con su experiencia…

—Es usted muy amable, coronel, pero de todos modos necesitaré la ayuda de mi marido —dijo Becky con una sonrisa—. Y de toda la junta, en realidad, ya puestos. Verán, ya he formulado un plan.

Procedió a explicarles a sus colegas lo que había pensado.

—Qué divertido —dijo el coronel cuando Becky hubo acabado—. Pero ¿podré asistir yo también al proceso?

—Oh, sí —dijo Becky—. Deberán estar presentes todos ustedes y, a excepción de Charlie y yo misma, unos minutos antes de que empiece la subasta, se sentarán discretamente justo detrás de la señora Trentham.

—Demonio de mujer —masculló el coronel, que se apresuró a añadir—: Con perdón.

—Cierto. Pero, lo más importante de todo, no debemos olvidar que también es una aficionada.

—¿Qué relevancia tiene eso? —preguntó Hadlow.

—A veces —les explicó Becky—, los aficionados se dejan llevar por la emoción del momento, y cuando eso ocurre los profesionales no tienen la menor oportunidad, porque el aficionado a menudo termina pujando de más. Debemos recordar que esta bien pudiera ser la primera subasta en la que participa la señora Trentham, quizás incluso la primera a la que asiste, y como tiene tantas ganas como nosotros de hacerse con el inmueble y nos saca ventaja en lo que a capital se refiere, si queremos llevarnos el pato al agua habrá que recurrir a la astucia.

Nadie se mostró en desacuerdo con esas palabras.

Una vez finalizada la reunión, Becky le explicó a Charlie en más detalle cuáles eran sus planes para la inminente subasta, e incluso le pidió que fuese a Sotheby’s una mañana con el cometido de pujar por tres piezas de plata holandesa. Charlie siguió las instrucciones de su esposa, pero acabó con un recipiente para la mostaza de factura georgiana que en realidad nunca había tenido la menor intención de comprar.

—Es la mejor forma de aprender —le aseguró Becky—. Da gracias porque no se estuviera subastando ningún Rembrandt.

Aquella noche, mientras cenaban, continuó explicándole a Charlie las sutilezas de las subastas, con mucho más detenimiento de lo que había hecho delante de la junta. Charlie se enteró así de que había distintas señales que uno le podía hacer al subastador para que la competencia no se enterase de que todavía estabas pujando, mientras al mismo tiempo podías descubrir quién pujaba en tu contra.

—Pero ¿no te verá la señora Trentham? —dijo Charlie tras cortarle una rebanada de pan a su esposa—. Al fin y al cabo, seréis las dos únicas en pujar por ese edificio.

—No si tú te encargas de distraerla antes de que yo me una a la batalla —dijo Becky.

—Pero la junta ha acordado que tú…

—Que yo podría ofrecer una por encima de cinco mil, si hace falta.

—Pero…

—Nada de peros, Charlie —dijo Becky mientras le servía a su marido otra ración de estofado irlandés—. La mañana de la subasta quiero que te pavonees por allí engalanado con tu mejor traje y que te sientes en la séptima fila del pasillo dándote aires de grandeza. Luego procederás a pujar ostentosamente hasta llegar a una por encima de las tres mil libras. Cuando la señora Trentham supere tu oferta, como hará sin lugar a dudas, tú te levantarás y abandonarás la sala con gesto abatido mientras yo continúo pujando en tu ausencia.

—No está mal —dijo Charlie, pinchando un par de guisantes con el tenedor—. Pero ¿no se dará cuenta la señora Trentham de cuáles son tus intenciones exactas?

—De ninguna manera —replicó Becky—. Porque yo habré acordado con el subastador un código que ella ni siquiera podrá detectar, menos aún descifrar.

—Pero ¿entenderé yo lo que te propones?

—Oh, sí —dijo Becky—, porque sabrás exactamente lo que estoy haciendo cuando utilice el ardid de las gafas.

—¿El ardid de las gafas? Pero si tú ni siquiera usas gafas.

—Las usaré el día de la subasta, y cuando me las ponga, sabrás que aún sigo pujando. Si me las quito, habré terminado. Así que, cuando abandones la sala, lo único que verá el subastador cuando mire en mi dirección es que todavía llevo puestas las gafas. La señora Trentham pensará que te has ido, y sospecho que se conformará con dejar que cualquier otra persona continúe pujando, siempre y cuando se convenza de que no lo hace en tu nombre.

—Es usted una joya, señora Trumper —dijo Charlie mientras se levantaba para llevarse los platos—. Pero ¿y si te ve hablando con el subastador? O peor aún, ¿y si descubre tu código antes de que el señor Fothergill dé por finalizada la subasta?

—Imposible —dijo Becky—. Acordaré el código con el señor Fothergill minutos antes de que empiece la subasta. De todas formas, será en ese momento cuando tú harás tu aparición estelar, instantes después de que los demás miembros de la junta se hayan sentado directamente detrás de la señora Trentham. Con un poquito de suerte, estará tan distraída por todo lo que ocurre a su alrededor que ni siquiera se fijará en mí.

—Me casé con una chica muy lista.

—Quién te lo iba a decir a ti cuando íbamos juntos a la escuela de primaria de Jubilee Street.

 

La mañana de la subasta, mientras desayunaban, Charlie confesó lo nervioso que estaba. Becky, por su parte, se mostraba asombrosamente tranquila, sobre todo después de que Joan hubiera informado a su señora de que el ayuda de cámara se había enterado por la cocinera de que la señora Trentham se había autoimpuesto un límite de cuatro mil libras para pujar.

—Me pregunto… —murmuró Charlie.

—¿Si habrá plantado esa suma intencionadamente en la cabeza de la cocinera? —dijo Becky—. Es posible. Después de todo, es tan retorcida como tú. Pero mientras nos ciñamos al plan que hemos acordado…, y recuerda que todo el mundo, incluso la señora Trentham, tiene un límite…, la derrotaremos.

Se había anunciado que la subasta comenzaría a las diez de la mañana. Veinte minutos antes de que se iniciara la puja, la señora Trentham entró en la sala y cruzó el pasillo con porte regio. Tras ocupar su asiento en el centro de la tercera fila, dejó el bolso encima de la silla que tenía a su izquierda y un catálogo en la de su derecha para que nadie se pusiera a su lado. El coronel y sus dos colegas entraron en la sala ya medio llena a las diez menos diez y, según lo acordado, se sentaron justo detrás de su adversaria. La señora Trentham no dio la impresión de percatarse de su presencia. Charlie apareció cinco minutos más tarde. Recorrió el pasillo central, se levantó el sombrero para saludar a una señora que lo reconoció, les estrechó la mano a sus clientes habituales y ocupó por fin su lugar en uno de los extremos de la séptima fila. Continuó hablando con su vecino de la competición australiana de críquet en la que estaba participando Inglaterra, explicando por enésima vez que no lo unía ningún parentesco con el formidable bateador australiano con el que compartía apellido. El minutero del reloj de péndulo que había detrás de la tarima del subastador se desplazaba lánguidamente hacia la hora señalada.

Aunque el local no era mucho más grande que el salón de Daphne en Eaton Square, la organización se las había apañado para distribuir más de cien sillas de todas las formas y tamaños. El desgastado tapete verde que cubría las paredes estaba tachonado de marchas de ganchos, recuerdo de los cuadros que debían de haberse exhibido allí alguna vez, y la moqueta estaba tan raída que Charlie pudo ver las tablas del suelo en algunos lugares. Tuvo el presentimiento de que dejar el número 1 a la altura del resto de las tiendas de Trumper iba a ser mucho más caro de lo que se imaginaba.

Miró de reojo a su alrededor y calculó que debía de haber unas setenta personas sentadas en la casa de subastas. Se preguntó cuántas de ellas habrían acudido con la intención de pujar y cuántas lo habrían hecho movidas por el simple interés de ser testigos del duelo entre los Trumper y la señora Trentham.

El generoso corpachón de Syd Wrexall ocupaba dos asientos en la primera fila, lugar que le correspondía como representante del Comité de Comercio que era. Con los brazos cruzados, se esforzaba por aparentar más serenidad de la que sin duda sentía. Charlie se imaginó que no iría mucho más allá de la segunda o la tercera oferta. Divisó enseguida a la señora Trentham, sentada en la tercera fila, con la mirada fija en el carillón.

En ese momento, cuando faltaban dos minutos para las diez, Becky entró en la sala. Charlie estaba sentado al filo de su asiento, listo para ejecutar sus instrucciones al pie de la letra. Se levantó y, con paso decidido, se dirigió a la salida. La señora Trentham se giró esta vez para ver qué se proponía. Con gesto inocente, Charlie tomó otro programa del fondo de la sala y regresó a su asiento con parsimonia, deteniéndose para hablar con otro comerciante que evidentemente se había tomado una hora libre para presenciar el espectáculo.

Cuando regresó a su sitio, Charlie no miró en dirección a su esposa, la cual sabía que ya debía de haberse escondido en alguna parte, hacia el fondo de la sala. Tampoco miró ni una sola vez a la señora Trentham, aunque podía notar sus ojos clavados en él.

En cuanto el reloj dio las diez, el señor Fothergill (un hombre alto y espigado que llevaba una flor en la solapa y ni un solo rizo plateado fuera de sitio) subió los cuatro escalones del estrado circular de madera. Cuando se irguió sobre la concurrencia, a Charlie le pareció que ofrecía un aspecto imponente. Una vez preparado, apoyó una mano en el borde de la tarima mientras empuñaba el martillo con la otra y, con una sonrisa radiante, entonó:

—Buenos días, damas y caballeros.

Se hizo el silencio en la sala.

—Esta venta concierne a la propiedad conocida como el número 1 de Chelsea Terrace, con sus enseres, muebles y contenidos, abiertos al público para su inspección durante las últimas dos semanas. El mejor postor deberá pagar por adelantado un diez por ciento del precio final al término de la subasta y formalizar la transacción final en un plazo de noventa días. Estas son las condiciones expuestas en el programa, y únicamente las repito para que no haya malentendidos.

El señor Fothergill carraspeó, y Charlie notó que su corazón latía cada vez más deprisa. Vio que el coronel apretaba un puño cuando Becky sacó unas gafas del bolso y las dejó en su regazo.

—El precio de salida es de mil libras —informó Fothergill en medio del silencio de los asistentes, muchos de los cuales observaban de pie a un lado de la sala o apoyados en la pared, puesto que ya quedaban pocas sillas vacías. Charlie no perdía de vista al subastador. El señor Fothergill sonrió en dirección al señor Wrexall, cuyos brazos permanecían cruzados en un gesto de resuelta determinación—. ¿Alguien da más?

—Mil quinientas —dijo Charlie, más alto de lo necesario. Quienes no estaban implicados en la intriga miraron a su alrededor para ver quién había ofrecido esa cantidad. Varios de los asistentes se giraron hacia sus vecinos y empezaron a cuchichear animadamente.

—Mil quinientas libras —repitió el subastador—. ¿Alguien ofrece dos mil?

El señor Wrexall descruzó los brazos y levantó la mano como un escolar decidido a demostrarle al profesor que se sabía la respuesta a su pregunta.

—Dos mil quinientas —dijo Charlie antes de que a Wrexall le hubiera dado tiempo a bajar la mano.

—Dos mil quinientas libras en el centro de la sala. ¿Alguien ofrece tres mil?

El señor Wrexall levantó la mano de forma casi imperceptible sobre su rodilla y volvió a bajarla de nuevo. Un surco profundo se había formado en su frente.

—¿Alguien ofrece tres mil libras? —preguntó por segunda vez el señor Fothergill.

Charlie no daba crédito a su suerte. Iba a conseguir el número 1 a cambio de dos mil quinientas libras. Cada segundo que pasaba le parecía un minuto mientras esperaba a que sonara el martillo.

—¿Alguien en la sala ofrece tres mil? —insistió Fothergill, desilusionado—. En tal caso, ofrezco el número 1 de Chelsea Terrace por dos mil quinientas libras a la una… —Charlie contuvo el aliento—. A las dos… —El subastador empezó a levantar el martillo—. Tres mil libras —anunció el señor Fothergill con un hondo suspiro de alivio mientras la mano enguantada de la señora Trentham volvía a posarse sobre su regazo.

—Tres mil quinientas —dijo Charlie mientras el señor Fothergill sonreía en su dirección, pero en cuanto miró de nuevo a la señora Trentham, esta asintió con la cabeza para aceptar el precio de cuatro mil libras que acababa de ofrecer el subastador.

Charlie dejó que transcurrieran un par de segundos, se levantó, se ajustó el nudo de la corbata y, con gesto fúnebre, desfiló por el centro del pasillo hasta salir a la calle. No vio si Becky se ponía las gafas, ni la expresión triunfal que iluminaba las facciones de la señora Trentham.

—¿Alguien ofrece cuatro mil quinientas libras? —preguntó el subastador, que tras echar un vistazo de soslayo adonde Becky estaba sentada, añadió—: Cuatro mil quinientas.

Fothergill se volvió hacia la señora Trentham para preguntar:

—¿Cinco mil libras, señora?

La mujer miró rápidamente a su alrededor, pero todos los presentes pudieron darse cuenta de que no lograba localizar a la persona que había lanzado la última puja. Los murmullos dieron paso a conversaciones en voz alta mientras los asistentes se esforzaban por encontrar al misterioso postor. Becky, a salvo en su asiento de la última fila, fue la única que no movió un músculo.

—Silencio, por favor —rogó el subastador—. Han ofrecido cuatro mil quinientas libras. ¿Alguien en la sala ve cinco mil? —Volvió la mirada hacia la señora Trentham. Esta levantó la mano muy despacio mientras se giraba para ver si conseguía localizar a la persona que estaba pujando en su contra. Sin embargo, nadie se había movido cuando el subastador anunció—: Cinco mil quinientas. Han ofrecido cinco mil quinientas libras.

El señor Fothergill observó a la concurrencia.

—¿Alguien da más?

Miró en dirección a la señora Trentham, que, desconcertada, dejó las manos apoyadas en el regazo.

—En ese caso, serán cinco mil quinientas a la una —dijo el señor Fothergill—. Cinco mil quinientas a las dos… —Becky tuvo que esforzarse para reprimir la sonrisa de satisfacción que amenazaba con aflorar a sus labios—. Y cinco mil quinientas a la de…

Empezó a levantar el martillo.

—Seis mil —dijo la señora Trentham, con voz alta y clara, al tiempo que agitaba una mano en el aire. Un jadeo colectivo recorrió la sala. Becky se quitó las gafas con un suspiro, aceptando el fracaso de su ardid, tan meticulosamente trazado, aunque para ello la señora Trentham hubiera tenido que pagar el triple de lo que cualquier otro negocio del Terrace había alcanzado antes.

El subastador volvió a mirar en dirección al fondo de la sala, pero Becky sostenía las gafas firmemente aferradas en su regazo, por lo que desvió su atención a la señora Trentham, muy erguida en su asiento y con una sonrisa petulante en la cara.

—Seis mil a la una —dijo el subastador mientras recorría la sala con la mirada—. Seis mil a las dos… Y, si nadie ofrece un precio más alto, seis mil libras a la de…

Levantó el martillo de nuevo.

—Siete mil libras —resonó una voz al fondo de la sala. Todos se giraron para ver que Charlie había vuelto y estaba ahora de pie en el pasillo, con la mano alzada en el aire.

El coronel miró a su alrededor, y cuando vio quién había pujado empezó a sudar, cosa que no le gustaba hacer en público. Sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta para secarse la frente.

—Han ofrecido siete mil libras —dijo el señor Fothergill, tan sorprendido como el que más.

—Ocho mil —dijo la señora Trentham mirando a Charlie fijamente, con beligerancia.

—Nueve mil —replicó Charlie.

El tono de las conversaciones se transformó en un auténtico clamor en la sala. Becky se tuvo que contener para no levantarse de un salto y sacar a su marido a la calle a empujones.

—Silencio, por favor —rogó el señor Fothergill—. ¡Silencio! —repitió, prácticamente gritando. El coronel seguía enjugándose el ceño, el señor Crowther se había quedado boquiabierto y el señor Hadlow había enterrado la cabeza en las manos.

—Diez mil —dijo la señora Trentham. Becky era consciente de que, al igual que su marido, la mujer había perdido por completo el control.

—¿Alguien ofrece once mil? —preguntó el subastador.

La preocupación de Charlie se reflejaba en su cara, pero se limitó a arrugar el entrecejo, sacudió la cabeza y metió las manos en los bolsillos.

Becky exhaló un suspiro de alivio, desenlazó las manos y volvió a ponerse las gafas con gesto nervioso.

—Once mil —dijo el señor Fothergill mirando hacia Becky mientras volvía a desencadenarse el caos en la sala y ella se levantaba para protestar al tiempo que se apresuraba a quitarse las gafas. Charlie daba la impresión de estar pasándolo en grande.

La señora Trentham por fin había localizado a Becky y tenía toda su atención fija en ella.

—Doce mil libras —declaró con una sonrisa de satisfacción.

El subastador miró a Becky, que, tras guardar las gafas en el bolso, lo cerró con un chasquido. El señor Fothergill miró a continuación a Charlie, cuyas manos permanecían firmemente ocultas en sus bolsillos.

—En las primeras filas de la sala han ofrecido doce mil libras. ¿Alguien da más? —preguntó el subastador. Su mirada volvió a saltar de Becky a Charlie antes de fijarse en la señora Trentham—. Así pues, doce mil a la una… —Miró a su alrededor una vez más—. Doce mil a las dos…, y doce mil a la de tres. —El martillazo resonó con estruendo—. Declaro la propiedad vendida por doce mil libras a la señora Gerald Trentham.

Becky se dirigió corriendo a la puerta, pero Charlie ya había salido a la calle.

—¿Qué te proponías, Charlie? —preguntó al llegar a su altura.

—Sabía que podía subir hasta las diez mil libras —dijo Charlie—, porque esa es la cantidad que todavía tiene depositada en el banco.

—Pero ¿cómo sabes tú eso?

—El ayuda de cámara de la señora Trentham me facilitó la información esta mañana. Lo he contratado, por cierto, como mayordomo.

El presidente se reunió con ellos en ese momento.

—Debo decir, Rebecca, que tu plan era brillante. Me habías engañado por completo.

—Y a mí —dijo Charlie.

—Has corrido un riesgo espantoso, Charlie Trumper —dijo Becky, dispuesta a no perdonar todavía a su esposo.

—Es posible, pero al menos sabía cuál era su límite. No tenía ni idea de lo que pensabas hacer tú.

—Cometí un error de bulto —dijo Becky—. Cuando volví a ponerme las gafas… ¿De qué te ríes ahora, Charlie Trumper?

—Gracias a Dios por los auténticos aficionados.

—¿A qué te refieres?

—La señora Trentham se pensó que estabas pujando de verdad y la habíamos engañado, así que acabó rebasando su límite. De hecho, no fue la única que se dejó llevar por el fragor del momento. Incluso empiezo a compadecerme de…

—¿De la señora Trentham?

—Por supuesto que no —dijo Charlie—. Del señor Fothergill, que se va a pasar noventa días en el paraíso antes de volver a estrellarse contra la tierra.