En 1929, los Trumper se mudaron a una casa más grande en los Little Boltons. Daphne les había asegurado que, aunque el barrio no fuese nada del otro mundo, por lo menos representaba un paso en la dirección adecuada.
—Sin embargo —añadió, mirando a Becky de reojo—, sigue estando muy lejos de ser Eaton Square, queridos.
La fiesta de inauguración del hogar de los Trumper tenía un significado especial para Becky, puesto que al día siguiente iban a concederle su título de doctorado. Cuando Percy le tomó el pelo subrayando lo mucho que había tardado en terminar su tesis sobre su amor no correspondido, Bernardino Luini, Becky culpó a su marido.
Charlie, que ni siquiera intentó defenderse, se limitó a servirle otro brandy a Percy antes de cortarle la punta a su puro.
—Hoskins nos va a llevar en coche a la ceremonia —anunció Daphne—, así que te veremos allí. Bueno, suponiendo que esta vez se dignen ofrecernos algún asiento en las primeras treinta filas.
Llegado el momento, Charlie se alegró al ver que Daphne y Percy se sentaban directamente detrás de él, lo bastante cerca de la tribuna como para no perderse ningún detalle de la ocasión.
—¿Quiénes son? —quiso saber Daniel cuando catorce venerables ancianos, todos ellos vestidos con largas togas negras y birretes morados, aparecieron sobre el escenario y ocuparon sus respectivos sillones.
—El tribunal —le explicó Becky a su hijo, que ya tenía ocho años—. Son los encargados de recomendar a los alumnos que van a recibir su diploma. Pero no hagas tantas preguntas, Daniel, o molestarás a las personas que tenemos al lado.
En ese momento, el vicerrector se puso de pie para entregar los cuadros de honor.
—Me temo que van a desfilar todos los recién licenciados antes de que lleguen a mí —dijo Becky.
—No seas tan pomposa, querida —la regañó Daphne—. Algunas nos acordamos perfectamente de cuando pensabas que recibir un título era el día más importante de tu vida.
—¿Por qué papá no tiene título? —preguntó Daniel mientras recogía el programa de Becky del suelo—. Es igual de listo que tú, mamá.
—Cierto —dijo Becky—. Pero su padre no le obligó a quedarse en la escuela tanto tiempo como hizo el mío conmigo.
Charlie se inclinó hacia su hijo.
—Sin embargo, mi abuelo me enseñó a vender frutas y verduras para poder pasar el resto de mis días haciendo algo útil.
Daniel se quedó callado un momento, sopesando el valor de esas dos opiniones contrarias.
—La ceremonia va a durar una eternidad como siga yendo a este ritmo —susurró Becky al ver que todavía iban por la P media hora más tarde.
—Podemos esperar —replicó Daphne animadamente—. Percy y yo no tenemos ningún plan hasta Goodwood.
—Oh, mira, mamá —dijo Daniel—. He encontrado otro Arnold, otro Moore y otro Trumper en mi lista.
—Son apellidos comunes —dijo Becky, sin molestarse en mirar el programa mientras colocaba al niño en el borde de su asiento.
—Me pregunto qué aspecto tendrá. ¿Se parecen todos los Trumper, mamá?
—No, tonto, los hay de todas las formas y tamaños.
—Pero su nombre empieza por la misma inicial que el de papá —insistió Daniel, lo bastante alto para que todos los ocupantes de las tres filas que tenían delante se sintieran incluidos en la conversación.
—Shh —dijo Becky. Un par de personas ya se habían girado y miraban fijamente en su dirección.
—Licenciado —declaró el vicerrector—. Segunda clase de Matemáticas, Charles George Trumper.
—Y hasta se parece a tu padre —dijo Charlie mientras se levantaba de la silla y subía a la tarima para recibir su título de manos del vicerrector. Los aplausos se intensificaron cuando la concurrencia reparó en la edad de ese graduado en particular. Becky se quedó boquiabierta de incredulidad y Percy se limpió las gafas, mientras que Daphne no parecía sorprendida en absoluto.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó su amiga con los dientes apretados.
—Se matriculó en la escuela de Birkbeck un día después de que a ti te dieran el título.
—Pero ¿de dónde ha sacado el tiempo?
—Han sido ocho años de madrugones mientras tú dormías aún como un tronco.
Al término de su segundo año al frente del número 1, las previsiones económicas de Becky daban la impresión de haber sido un poquito optimistas. Los meses se sucedían y su descubierto se mantenía constante. Tuvieron que pasar veintisiete meses antes de que empezara a hacer mella en la deuda.
Se quejó a la junta de que, si bien el director ejecutivo la ayudaba continuamente con la facturación, en realidad no estaba contribuyendo a que aumentaran los beneficios, puesto que siempre daba por sentado que podía adquirir los artículos más codiciados por su precio original.
—Pero, al mismo tiempo, señora Trumper —le recordó el hombre—, estamos acumulando una importante colección de arte.
—Y ahorrándonos mucho dinero en impuestos a la vez que consolidamos nuestra inversión —señaló Hadlow—. Quizá nos podría servir incluso como garantía más adelante.
—Es posible, señor presidente, pero mientras tanto, el hecho de que el director ejecutivo no pare de desprenderse de las piezas más comerciales de nuestro catálogo no contribuye a igualar mi hoja de balance…, como tampoco ayuda el hecho de que haya descifrado el código de los subastadores y sepa en todo momento cuál es nuestro precio de reserva.
—Debe entender que no trabaja usted sola, señora Trumper, sino que forma parte de la compañía —dijo Charlie con una sonrisa—. Aunque confieso que nos podríamos haber ahorrado mucho dinero si no la hubiéramos sacado de Sotheby’s.
—Que no conste en acta —intervino el presidente con gesto solemne—. A propósito, ¿cuál es el código de los subastadores?
—Números representados por una serie de letras de una o varias palabras concretas. Por ejemplo, Charlie sería C-1, H-2, A-3…, pero, si se repite alguna letra, hay que ignorarla. De ese modo, quien conozca las dos palabras que estamos usando y tenga acceso a nuestro catálogo sabrá en todo momento cuál es el precio de reserva estipulado para cada obra.
—¿Por qué no cambiamos esas palabras de vez en cuando?
—Porque, una vez descifrado el código, adivinar cuáles son esas palabras es pan comido. De todos modos, se necesitan horas de práctica para echarle un vistazo a QNHH y saber de inmediato que cuesta…
—Mil trescientas libras —dijo Charlie con una sonrisa de satisfacción.
Mientras Becky se esforzaba por estabilizar la situación del número 1, Charlie había adquirido otros cuatro establecimientos, entre ellos la barbería y el puesto de prensa, sin que la señora Trentham se entrometiera en sus planes.
—Sospecho —les dijo a sus compañeros de la junta— que carece de los recursos necesarios para representar una amenaza.
—Hasta que muera su padre —matizó Becky—. Podría enfrentarse al señor Selfridge cuando herede esa fortuna, y entonces Charlie no podrá hacer nada al respecto.
Aunque su marido estaba de acuerdo, le aseguró a la junta que pensaba adquirir el resto de la calle mucho antes de que esa posibilidad se materializara.
—No hay ningún motivo para pensar que a ese hombre no le queden todavía unos cuantos años por delante.
—Lo que me recuerda —dijo el coronel—, que en mayo cumpliré los sesenta y cinco. Creo que sería el momento propicio para renunciar a mi puesto como presidente.
El inesperado anuncio dejó de piedra a Charlie y a Becky, que ni siquiera se habían planteado que el coronel estuviera pensando ya en jubilarse.
—¿No se podría quedar por lo menos hasta los setenta? —preguntó Charlie en voz baja.
—No, Charlie, aunque te agradezco el ofrecimiento. Verás, hace tiempo que le prometí a Elizabeth que pasaríamos nuestros últimos días en su adorada isla de Skye. Y, en cualquier caso, creo que ya va siendo hora de que seas tú el presidente.
El coronel se retiró oficialmente en mayo. Charlie organizó en su honor una fiesta en el Savoy a la que acudieron todos los empleados de la empresa con sus respectivos cónyuges. Con el menú de cinco platos y tres vinos distintos que había encargado, esperaba que el coronel recordara siempre aquella velada.
Cuando la cena hubo tocado a su fin, Charlie se levantó de la silla para brindar por el primer presidente de Trumper’s antes de regalarle una pequeña carretilla de plata que contenía una botella de Glenlivet, la marca de whisky favorita del coronel. Todos los empleados aporrearon las mesas, reclamando que el presidente saliente pronunciase unas palabras.
El coronel se puso en pie con la espalda muy recta y comenzó dando las gracias a todos los presentes por sus buenos deseos. Continuó recordándoles que cuando se unió al señor Trumper y la señorita Salmon en 1920 solo poseían una tienda en Chelsea Terrace, el número 147. Vendía frutas y hortalizas, y la habían adquirido por la espléndida suma de cien libras. Al mirar de reojo a su alrededor, Charlie vio que a muchos de los empleados más jóvenes (y a Daniel, que estrenaba pantalones largos por primera vez) les costaba creer lo que el coronel les estaba contando.
—En estos momentos —continuó sir Danvers— poseemos veinticuatro establecimientos y una plantilla de ciento setenta y dos trabajadores. Hace muchos años le dije a mi esposa que esperaba vivir para ver a Charlie… —Su comentario suscitó risas entre los asistentes—. Para ver al señor Trumper convertido en dueño de toda la calle y creador del carretón más grande del mundo. Ahora estoy seguro de que lo veré. —Se volvió hacia Charlie y levantó su copa—. Le deseo que tenga usted suerte, caballero.
Lo jalearon cuando regresó a su asiento como presidente de la compañía por última vez.
Charlie se levantó para responder.
—Señor presidente —empezó—, quiero que todos los presentes en la sala tengan muy claro que, sin su apoyo, Becky y yo no podríamos haber elevado Trumper’s a la posición de la que goza hoy en día. A decir verdad, ni siquiera podríamos haber comprado los números dos y tres. Es un orgullo para mí tomar su testigo y convertirme en el segundo presidente de la compañía; cada vez que tenga que enfrentarme a alguna decisión importante, me lo imaginaré a usted mirando por encima de mi hombro. La última propuesta que ha realizado en calidad de presidente de la empresa se hará efectiva a partir de mañana. Tom Arnold será el nuevo director ejecutivo, y Ned Denning y Bob Makins se unirán a la junta. Porque la política de Trumper’s será siempre promover desde dentro.
»Vosotros sois la nueva generación —dijo Charlie, recorriendo con la mirada a sus empleados reunidos en el salón—, y esta es la primera ocasión que habéis tenido de reuniros bajo el mismo techo. Así que permitidnos fijar la fecha en la que todos trabajaremos bajo el mismo techo, Trumper’s de Chelsea Terrace. Será… en 1940.
Todos los empleados se pusieron en pie coreando «¡1940!» y vitorearon a su nuevo presidente. Cuando Charlie se sentó, el maestro de ceremonias levantó su bastón de mando para indicar que podía comenzar el baile.
El coronel se levantó de su asiento e invitó a Becky a salir con él a la pista, todavía desierta, para el vals inaugural.
—¿Se acuerda de la primera vez que me sacó a bailar? —dijo Becky.
—Por supuesto que sí. Como diría el señor Hardy, «y en menudo lío nos hemos metido».
—Échele las culpas a él —replicó Becky mientras Charlie pasaba junto a ellos, dirigiendo a Elizabeth Hamilton por la pista de baile.
El coronel sonrió.
—Cuando sea Charlie el que se jubile —musitó el coronel—, el discurso de despedida va a ser espectacular. No consigo imaginarme quién se atreverá a ocupar su lugar.
—¿Quizás una mujer?