27

En 1935, Trumper’s al completo celebró el jubileo de plata del rey George V y la reina Mary. Se colgaron carteles y fotos a color de la pareja en los escaparates de todas las tiendas, y Tom Arnold organizó un concurso para ver qué establecimiento preparaba la exposición más original para conmemorar la ocasión.

Charlie se hizo cargo del número 147, pues seguía considerándolo su feudo personal, y con la ayuda de la hija de Bob Makins, que estaba cursando su primer año en la Escuela de Artes de Chelsea, crearon una réplica del rey y la reina con todas las frutas y hortalizas originarias del imperio británico.

Se quedó pálido cuando el jurado (compuesto por el coronel y los marqueses de Wiltshire) les concedió el segundo puesto por detrás de la floristería, que estaba teniendo un éxito arrollador vendiendo ramos de crisantemos rojos, blancos y azules; habían quedado en primer lugar gracias a su gigantesco mapamundi hecho por entero de flores, con el imperio británico representado por rosas carmesíes.

Les dio el día libre a todos los empleados y se llevó a Becky y a Daniel al Mall a las cuatro y media de la madrugada para encontrar un buen sitio desde el que ver cómo el rey y la reina desfilaban desde el palacio de Buckingham a la catedral de St. Paul, donde se celebraría una ceremonia en su honor.

Cuando llegaron al Mall descubrieron que las calles ya estaban cubiertas por los millares de personas que habían pernoctado allí en sacos de dormir, tiendas de campaña o cubiertos por mantas. Las que no estaban desayunando sencillamente permanecían inmóviles como estatuas para que nadie les robara su sitio.

Las horas de espera se pasaron volando mientras Charlie trababa amistad con visitantes procedentes de todos los rincones del imperio. Cuando el desfile dio comienzo por fin, Daniel se quedó mudo de asombro al ver a los distintos soldados que venían de la India, África, Australia, Canadá y treinta y seis países más. Cuando el rey y la reina pasaron frente a ellos en la carroza real, Charlie se puso firme y se quitó el sombrero, acción que repitió cuando los fusileros reales aparecieron tocando el himno de su regimiento. Cuando todos se hubieron perdido de vista, pensó con envidia en Daphne y Percy, que habían sido invitados a asistir a la ceremonia en St. Paul.

Después de que el rey y la reina hubieran vuelto al palacio de Buckingham (con tiempo de sobra para almorzar, como les explicó Daniel a todos los que los rodeaban), los Trumper emprendieron el regreso a casa. Por el camino pasaron por Chelsea Terrace, donde Daniel vio el enorme «segundo puesto» en el escaparate del número 147.

—¿Por qué está eso ahí, papá? —preguntó de inmediato. Su madre disfrutó explicándole el funcionamiento de la competición—. ¿En qué puesto has quedado tú, mamá?

—Diecisiete de veintiséis —dijo Charlie—. Y eso que los tres miembros del jurado eran amigos de toda la vida.

 

El rey falleció ocho meses después.

Charlie, que esperaba que con el ascenso al trono de Edward VIII comenzase una nueva era, decidió que por fin había llegado el momento de peregrinar a América.

Anunció el viaje que se proponía hacer en la siguiente reunión de la junta.

—¿Algún problema de consideración que deberá resolverse en mi ausencia? —le preguntó el presidente a su director ejecutivo.

—Todavía estoy buscando a alguien que se haga cargo de la joyería —replicó Arnold— y un par de asistentes para la tienda de ropa de mujer. Por lo demás, ahora mismo todo está bastante tranquilo.

Con la certeza de que Tom Arnold y la junta sabrían defender el fuerte durante el mes que pensaba pasar fuera, Charlie se terminó de convencer de que debería irse ya cuando leyó un artículo sobre los preparativos para la botadura del Queen Mary. Reservó un camarote para dos en su viaje inaugural.

Becky pasó cinco días maravillosos a bordo del Queen en el trayecto de ida, y la alegró descubrir que incluso su marido empezaba a relajarse cuando comprendió que le iba a resultar imposible ponerse en contacto con Tom Arnold, o incluso con Daniel, que estaba aclimatándose a su primer internado. De hecho, cuando Charlie aceptó el hecho de que no iba a poder incordiar a nadie, pareció pasárselo en grande al descubrir las distintas actividades que ofrecía el crucero a los hombres como él: con un ligero sobrepeso, de mediana edad y bajos de forma.

El majestuoso Queen atracó un lunes por la mañana en el puerto de Nueva York, donde lo recibió una multitud de miles de personas; Charlie no pudo evitar pensar en la experiencia tan distinta que debían de haber vivido los peregrinos originales que viajaron a bordo del Mayflower, sin comité de bienvenida e inseguros sobre la reacción de los nativos. Aunque, a decir verdad, tampoco Charlie sabía muy bien qué esperar de estos nativos.

Por recomendación de Daphne, Charlie había reservado una habitación en el Waldorf Astoria, pero cuando Becky y él hubieron terminado de deshacer las maletas, ya no había ninguna necesidad de quedarse sentado y seguir relajándose. Se levantó a las cuatro y media a la mañana siguiente, y al hojear el New York Times leyó el nombre de la señora Wallis Simpson por primera vez. Tras devorar los periódicos, salió del hotel y recorrió la Quinta Avenida de arriba abajo, fijándose en las distintas exposiciones de los escaparates. No tardó en quedarse absorto con la creatividad y originalidad de los comerciantes de Manhattan en comparación con sus equivalentes de Oxford Street.

A las nueve en punto, en cuanto abrieron las tiendas, pudo continuar explorando con más minuciosidad todavía. Esta vez se dedicó a recorrer de arriba abajo los pasillos de las elegantes tiendas que había prácticamente en todas las esquinas. Examinó el género, observó a los empleados e incluso siguió a algunos clientes por el interior de los establecimientos para ver qué compraban. Al finalizar cada una de aquellas tres primeras jornadas en Nueva York, regresaba por la noche al hotel sintiéndose exhausto.

No fue hasta la tercera mañana cuando Charlie, que ya había completado su recorrido por la Quinta Avenida y Madison, se desplazó a Lexington, donde descubrió Bloomingdale’s, y a partir de ese momento Becky comprendió que había perdido a su marido para el resto de su estancia en Nueva York.

Charlie se pasó el primer par de horas sin hacer nada más que subir y bajar por las escaleras mecánicas, hasta que se hubo familiarizado por completo con la distribución del edificio. Empezó a estudiar cada una de las plantas a continuación, departamento por departamento, sin parar de tomar apuntes. En la primera planta vendían perfumes, joyas y artículos de cuero; en la segunda, ropa de hombre; la de mujer estaba en la tercera; en la cuarta planta se encontraban los artículos para el hogar, y así una tras otra hasta encontrar las oficinas de la empresa en la número doce, discretamente ocultas tras un cartel de «prohibido el acceso». Charlie se quedó con las ganas de ver cómo era la distribución de ese piso.

Dedicó el cuarto día a analizar con detenimiento la posición de los distintos mostradores, cuya organización individual quedó reflejada en los bocetos de su libreta. Aquella mañana, al subir a las escaleras mecánicas para subir a la tercera planta, se encontró con que dos jóvenes de aspecto atlético le bloqueaban el paso. A Charlie no le quedó más remedio que detenerse ante ellos, si no quería bajar por las escaleras en el sentido contrario.

—¿Ocurre algo?

—No estamos seguros, señor —dijo uno de los dos fortachones—. Somos los detectives del establecimiento, y nos preguntábamos si tendría usted la amabilidad de venir con nosotros.

—Encantado —dijo Charlie, incapaz de dilucidar cuál podía ser el problema.

Subieron al ascensor, lo escoltaron a una planta en la que no había tenido ocasión de husmear hasta entonces y recorrieron un largo pasillo que desembocaba en una puerta sin distintivos tras la que había una habitación espartana. No había cuadros en las paredes ni alfombra en el suelo, y el único mobiliario consistía en tres sillas de madera y una mesa. Lo dejaron a solas. Instantes después se reunieron con él dos hombres mayores.

—¿Le importaría contestar a unas pocas preguntas, caballero? —preguntó el que era más alto.

—En absoluto —replicó Charlie, desconcertado por el trato tan extraño que le estaban dispensando.

—¿De dónde es usted? —preguntó el primero.

—De Inglaterra.

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —quiso saber el segundo.

—En la travesía inaugural del Queen Mary. —Charlie vio que su respuesta parecía haberlos puesto nerviosos.

—En tal caso, señor, ¿por qué lleva dos días paseándose por toda la tienda, apuntando cosas, sin comprar ni un solo artículo?

A Charlie se le escapó una carcajada.

—Porque soy el propietario de veintiséis tiendas en Londres —les explicó—. Solo quería comparar la forma que tienen de hacer las cosas en América con la forma en que yo dirijo mis negocios en Inglaterra.

Los dos hombres empezaron a cuchichear entre ellos.

—¿Le importaría decirnos cómo se llama usted, caballero?

—Trumper, Charlie Trumper.

Uno de los hombres se levantó y salió de la habitación. Charlie tuvo el presentimiento de que no se habían creído su historia, lo que hizo que se acordara de cuando le había hablado a Tommy de su primera tienda. El hombre que permanecía sentado frente a él no abrió la boca, por lo que ambos aguardaron en silencio varios minutos antes de que abriera la puerta de golpe un caballero alto y elegantemente vestido con un traje marrón oscuro, zapatos también marrones y una corbata dorada. El recién llegado corrió prácticamente al encuentro de Charlie para darle un abrazo.

—Acepte usted nuestras más sinceras disculpas, señor Trumper —fue lo primero que dijo—. No teníamos ni idea de que estuviera usted en Nueva York, y mucho menos en nuestro establecimiento. Soy John Bloomingdale, el propietario de esta humilde tienda que, por lo que tengo entendido, ha estado usted inspeccionando.

—En efecto —replicó Charlie.

Antes de que pudiera decir otra palabra, el señor Bloomingdale añadió:

—Me parece justo, porque yo también he visitado sus famosas tiendas de Chelsea Terrace, de las que me llevé prestadas un par de excelentes ideas.

—¿De Trumper’s? —preguntó Charlie, desconcertado.

—Oh, por supuesto. ¿No ha visto la bandera de los Estados Unidos en el escaparate principal, con los cuarenta y ocho estados representados por flores distintos colores?

—Bueno, sí —empezó Charlie—, pero…

—Le robé esa idea cuando mi esposa y yo fuimos a Inglaterra para ver el jubileo de plata. Así que considéreme en deuda con usted, caballero.

Los dos detectives sonreían ahora.

Esa noche, Becky y Charlie quedaron para cenar con los Bloomingdale en su casa de la 61 con Madison, donde su anfitrión se quedó hasta las tantas respondiendo a las innumerables preguntas de Charlie.

Al día siguiente, John Bloomingdale acompañó a Charlie en una visita guiada por «su tiendecita» mientras su mujer, Patty, llevaba a Becky al Museo Metropolitano y el Frick, donde la acribilló a preguntas sobre la señora Simpson. Preguntas para las que Becky no tenía respuesta, puesto que no había oído hablar de esa mujer hasta que desembarcó en América.

A los Trumper les apenó tener que despedirse de los Bloomingdale antes de tomar el tren en el que habrían de proseguir su viaje a Chicago, donde tenían una habitación reservada en el Stevens. A su llegada a la ciudad de los vientos descubrieron que los esperaba una suite y que el señor Joseph Field, de Marshall Field, les había dejado una nota de su puño y letra en la que expresaba su deseo de que pudieran quedar con él para cenar al día siguiente.

Ya en el hogar de los Field, en Lake Shore Drive, Charlie le recordó al señor Field el anuncio en el que afirmaba que su tienda era la más grande del mundo, y le advirtió que Chelsea Terrace le ganaba por dos metros de largo.

—Ah, pero ¿le dejarán construir veintiún pisos, señor Trumper?

—Veintidós —replicó Charlie, pese a no tener ni la más remota idea de las dimensiones autorizadas por el consejo del condado de Londres.

Al día siguiente, Charlie continuó expandiendo sus conocimientos sobre grandes almacenes al recorrer el interior de Marshall Field’s. Lo admiró especialmente el hecho de que los empleados dieran la impresión de formar un auténtico equipo, con las chicas vestidas con elegantes uniformes verdes con las iniciales «MF» bordadas en las solapas con hilo dorado y los supervisores con trajes de color gris. Los jefes de sección, por su parte, se distinguían por sus chaquetas azul marino.

—Así los clientes pueden encontrar fácilmente a cualquiera de mis empleados cuando necesitan que alguien les eche una mano —explicó el señor Field—, sobre todo si el establecimiento está abarrotado de gente.

Mientras Charlie se quedaba fascinado con las estrategias de Marshall Field, Becky pasaba horas en el Instituto de Arte de Chicago, de donde salió especialmente fascinada por las obras de Wyeth y Remington; en su opinión, deberían realizarse exposiciones de ambos en Londres. Regresó a Inglaterra con una muestra de cada artista en sendas maletas compradas a tal efecto, aunque el público británico no vería ni el lienzo ni la escultura hasta varios años más tarde porque, una vez desembalados, Charlie no quería perderlos de vista y se opuso a que salieran de casa.

Al finalizar el mes, los dos estaban rendidos y seguros de una sola cosa: querían volver a los Estados Unidos una y otra vez, aunque les preocupaba no ser capaces de igualar la hospitalidad que les habían prodigado en ese país si los Field o los Bloomingdale decidían dejarse caer por Chelsea Terrace algún día. Sin embargo, Joseph Field le pidió un pequeño favor a Charlie, del que este prometió encargarse personalmente en cuanto llegara a Londres.

 

Los rumores sobre la aventura del rey con la señora Simpson, tan minuciosamente detallada por la prensa americana, empezaban a llegar ya a oídos de los ingleses, y a Charlie le apenó que el monarca terminara considerando preciso anunciar que abdicaba. La inesperada responsabilidad recayó sobre los poco preparados hombros del duque de York, que se convirtió en el rey George VI.

La otra noticia de primera plana que Charlie seguía con atención era el ascenso al poder de Adolf Hitler en la Alemania nazi. Jamás lograría entender por qué su jefe de Gobierno, el señor Chamberlain, no se dejaba de zarandajas y le arreaba un buen mamporro a ese hombre.

—Porque Neville Chamberlain es el primer ministro —le explicó Becky a su marido mientras desayunaban—, no un carretillero del East End.

—Con más motivo —dijo Charlie—. Si herr Hitler pusiera un pie en Whitechapel, se llevaría una buena.

Tom Arnold, que no tenía nada destacable de lo que informar a su jefe cuando este volvió de los Estados Unidos, enseguida notó el efecto que la visita a América había surtido en su presidente por el incesante bombardeo de órdenes e ideas que cayó sobre él desde todos los frentes en los próximos días.

—El Comité de Comercio —advirtió Arnold al presidente durante la reunión del lunes por la mañana, después de que Charlie hubiera terminado de enumerar por enésima vez las virtudes de América— está considerando seriamente el efecto que una guerra con Alemania podría tener sobre los negocios.

—No me extraña —dijo Charlie mientras se sentaba tras su escritorio—. Conciliadores, hasta el último de ellos. De todos modos, los alemanes no le declararán la guerra a ningún aliado británico…, no se atreverían. Al fin y al cabo, no se les puede haber olvidado la paliza que les pegamos la última vez. Bueno, ¿qué otros problemas tenemos?

—Yéndonos a lo práctico —replicó Tom desde el otro lado de la mesa—, todavía no he encontrado a la persona adecuada para llevar la joyería cuando Jack Slade se jubile.

—Pues empieza a poner anuncios en las bolsas de trabajo y avísame antes de hablar con cualquier candidato. ¿Algo más?

—Sí, el señor Ben Schubert ha estado preguntando por usted.

—¿Y qué quiere?

—Es un refugiado judío que viene de Alemania, pero no me ha dicho para qué quiere verlo.

—Concierta una cita con él la próxima vez que se ponga en contacto contigo.

—Está sentado en la sala de espera ahora mismo.

—¿En la sala de espera? —preguntó Charlie, desconcertado.

—Sí. Viene todas las mañanas y se queda ahí sentado, en silencio.

—Pero ¿no le explicaste que yo estaba en América?

—Claro que sí —dijo Tom—. Sin embargo, no pareció importarle un comino.

—El sufrimiento es la marca de nuestra tribu… —murmuró Charlie—. Dile a ese hombre que pase.

Una figura menuda, encorvada y con aspecto cansado que Charlie calculó que no debía de tener muchos más años que él entró en el despacho y esperó a que le pidieran que se sentase. Charlie se levantó y condujo al visitante hasta una butaca que había junto a la chimenea antes de preguntarle en qué le podía ayudar.

El señor Schubert dedicó unos instantes a explicarle a Charlie cómo había escapado de Hamburgo con su esposa y sus dos hijas, después de que muchos de sus amigos hubieran sido enviados a los campos de concentración para no volver a saberse de ellos.

Charlie escuchó sin pronunciar palabra el relato de las experiencias sufridas por el señor Schubert a manos de los nazis. La huida del hombre y su descripción de lo que estaba sucediendo en Alemania, mucho más vívidas que cualquiera de las crónicas publicadas por los periódicos en los últimos meses, parecían extraídas directamente de las páginas de una novela de John Buchan.

—¿Cómo puedo ayudarle? —preguntó Charlie cuando le pareció que el señor Schubert había terminado de contarle su angustioso relato.

El refugiado sonrió por primera vez, revelando dos dientes de oro. Agarró el maletín que reposaba en el suelo a su lado, lo dejó encima del escritorio de Charlie y lo abrió muy despacio. Charlie se quedó mirando fijamente la colección de piedras preciosas más impresionante que hubiera visto en su vida, diamantes y amatistas, algunas de ellas en monturas espectaculares. Su visitante levantó a continuación lo que resultó no ser más que una bandeja muy fina para mostrarle más piedras sueltas, rubíes, topacios, diamantes, perlas y jade que ocupaban por completo la caja.

—Esto solo es una pequeña muestra de lo que he tenido que dejar atrás, en un negocio fundado por mi padre y por el suyo antes que él. Ahora me veo obligado a vender todo lo que me queda para que mi familia no se muera de hambre.

—¿Trabajaba usted en una joyería?

—Durante veintiséis años —replicó el señor Schubert—. Toda mi vida.

—¿Y cuánto espera obtener a cambio de este lote? —Charlie apuntó al maletín abierto.

—Tres mil libras —dijo sin titubear el señor Schubert—. Es mucho menos de lo que valen, pero ya no tengo tiempo ni fuerzas para regatear.

Charlie abrió el cajón de su mano derecha, sacó una chequera y escribió las palabras: «Páguese al señor Schubert la cantidad de tres mil libras». Deslizó la hoja sobre la mesa.

—Pero si no ha comprobado usted su valor —dijo el señor Schubert.

—No me hace falta. —Charlie se levantó de la silla—. Porque las va a vender usted como encargado de mi joyería. Lo que también significa que deberá responder personalmente ante mí si no alcanzan el precio que usted asegura que tienen. Hablaremos de su comisión cuando me haya devuelto este adelanto.

El rostro del señor Schubert se iluminó con una sonrisa.

—Les enseñan bien en el East End, señor Trumper.

—Hay muchos de los suyos allí, por lo que no podemos dormirnos en los laureles —repuso Charlie con una sonrisa—. Y no olvide que mi suegro se contaba entre ellos.

Ben Schubert se incorporó y le dio un abrazo a su nuevo jefe.

Lo que Charlie no había previsto era la cantidad de refugiados judíos que terminarían recalando en la joyería de Trumper’s, donde el señor Schubert cerraría tantos y tan lucrativos acuerdos que Charlie no tendría que volver a preocuparse jamás por esa faceta de su negocio.

 

Debía de ser una semana más tarde cuando Tom Arnold entró sin llamar en el despacho del presidente. Charlie se dio cuenta enseguida de que su director ejecutivo estaba hecho un manojo de nervios, por lo que se limitó a preguntar:

—¿Qué ocurre, Tom?

—Un robo.

—¿Dónde?

—En el número 133…, la tienda de ropa de mujer.

—¿Qué se han llevado?

—Dos pares de zapatos y una falda.

—Pues sigue el procedimiento habitual estipulado en las normas de la compañía. Lo primero que debes hacer es llamar a la policía.

—No es tan sencillo.

—Por supuesto que sí. Un robo es un robo.

—Pero la mujer dice…

—¿Que su madre de noventa años se está muriendo de cáncer, por no mencionar que todos sus hijos tienen alguna minusvalía?

—No…, que es su hermana.

Charlie se reclinó en la silla, se quedó pensativo un momento y exhaló un hondo suspiro.

—¿Qué has hecho?

—Todavía nada. Le pedí al encargado que esperase hasta que yo hubiera hablado con usted.

—Bueno, pues en marcha. —Charlie se levantó y se dirigió con paso decidido a la puerta.

Ninguno de los dos volvió a abrir la boca hasta que llegaron al número 133, donde un gerente preocupado los esperaba junto a la puerta.

—Lo siento, señor presidente —fue lo primero que dijo Jim Grey.

—No tienes por qué disculparte, Jim —replicó Charlie mientras lo conducían a la trastienda, donde encontraron a Kitty sentada a una mesa, polvera en mano, repasándose el pintalabios con la ayuda de un espejito.

En cuanto vio a Charlie, cerró la polvera de golpe y la dejó caer en su bolso. Encima de la mesa, ante ella, había dos pares de elegantes zapatos de cuero y una falda plisada de color morado. Era evidente que Kitty seguía teniendo buen gusto, puesto que toda su selección pertenecía a la gama más cara. Le dedicó una sonrisa a su hermano. El pintalabios no contribuía a reforzar su presunta inocencia.

—Ahora que ha llegado el jefazo —dijo Kitty, fulminando con la mirada a Jim Grey—, quizá por fin te creas quién soy.

—Una ladrona —dijo Charlie—. Eso es lo que eres.

—Venga ya, Charlie, te lo puedes permitir. —No había ni rastro de remordimiento en su voz.

—Esa no es la cuestión, Kitty. Si te…

—Si me llevaras a los tribunales acusada de robo, la prensa enloquecería. No te atreverías nunca a permitir que me arresten, Charlie, y lo sabes.

—Esta vez es posible que no, pero te juro que será la última. —Charlie se giró hacia el gerente y añadió—: Si esta señorita intenta marcharse sin pagar en cualquier otra ocasión, llame a la policía y asegúrese de que la detengan sin mencionar para nada mi nombre. ¿Ha quedado claro, señor Grey?

—Sí, señor.

—Sí, señor. No, señor. Tres bolsas llenas, señor. No te preocupes, Charlie, no volveré a molestarte.

Charlie no parecía muy convencido.

—Verás, la semana que viene me iré a Canadá, donde por lo visto hay al menos un miembro de nuestra familia al que todavía le importa lo que sea de mí.

Charlie se disponía a protestar cuando Kitty agarró la falda y los zapatos y lo metió todo en su bolso. Se abrió paso a través de los tres hombres.

—Un momento —dijo Tom Arnold.

—Que te den —dijo Kitty por encima del hombro mientras cruzaba la tienda.

Tom se giró hacia el presidente, que se quedó paralizado viendo cómo su hermana salía a la calle sin tan siquiera mirar atrás.

—No le des más importancia, Tom. No merece la pena.

 

El 30 de septiembre de 1938 el primer ministro regresó de Múnich, donde había estado dialogando con el canciller alemán. Charlie seguía sin estar muy convencido de que el documento llamado «Paz para nuestros tiempos, paz con honor» que Chamberlain no se cansaba de agitar ante las cámaras fuese a servir para algo, puesto que, después de haber escuchado personalmente la descripción de Ben Schubert de lo que estaba sucediendo en el Tercer Reich, se había convencido de que la guerra con Alemania era inevitable. En el parlamento ya se había hablado de introducir el reclutamiento obligatorio para todos los varones mayores de veinte, y con Daniel cursando su último curso en St. Paul, esperando a presentar su solicitud de ingreso en la universidad, Charlie no toleraba la idea de perder a su hijo en otra guerra con los alemanes. Sus temores no hicieron sino aumentar unas semanas después, cuando Daniel recibió una beca para estudiar en el Trinity College de Cambridge.

Hitler invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, y Charlie comprobó que las historias de Ben Schubert no eran exageradas. Dos días más tarde, Gran Bretaña estaba en guerra de nuevo.

Las primeras semanas posteriores al inicio de las hostilidades transcurrieron envueltas en una calma casi anticlimática, y de no ser por el descenso en las ventas y por el número cada vez mayor de hombres uniformados que se veían por Chelsea Terrace, Charlie podría haber tenido excusa para pensar que el conflicto no afectaba en absoluto a Inglaterra.

Durante esa época, el único establecimiento que se puso en venta fue el restaurante del señor Scallini. Charlie le ofreció un precio justo y el hombre lo aceptó sin rechistar antes de regresar a su Florencia natal. Tuvo más suerte que muchos que acabaron internados por la única razón de poseer un apellido alemán o italiano. Charlie cerró el local de inmediato, pues no sabía muy bien qué hacer con él en esos momentos; en 1940, salir a cenar no estaba en la lista de prioridades de los londinenses. Después del traspaso de Scallini, ya solo quedaban en manos de otros comerciantes la tienda de libros antiguos y el sindicato presidido por el señor Wrexall. Sin embargo, la relevancia del bloque de pisos desocupados de la señora Trentham era cada vez más evidente para todos conforme pasaban los días.

El falso sentimiento de calma terminó el 7 de septiembre de 1940, cuando la Luftwaffe ejecutó su primer bombardeo indiscriminado sobre la capital. Después de aquello, los londinenses empezaron a abandonar el país en oleadas. Charlie, que seguía resistiéndose a dar su brazo a torcer, llegó incluso a ordenar que se colgaran carteles con la leyenda «Abierto como de costumbre» en los escaparates de todas sus tiendas. De hecho, la única concesión que le hizo a herr Hitler fue trasladar su dormitorio al sótano y cambiar todas las cortinas por otras de color negro.

Dos meses más tarde, en plena noche, un alguacil de guardia despertó a Charlie para informarle de que había caído la primera bomba sobre Chelsea Terrace. Salió de su hogar en los Little Boltons y corrió por toda Tregunter Road, en pijama y con zapatillas, para inspeccionar los desperfectos.

—¿Algún muerto? —preguntó sobre la marcha.

—Que nosotros sepamos, no —replicó el alguacil mientras se esforzaba por igualar su ritmo.

—¿En qué tienda ha caído la bomba?

—No le puedo dar ninguna respuesta, señor Trumper. Solo sé que es como si todo el Terrace estuviera siendo pasto de las llamas.

Unas llamas cegadoras y una densa columna de humo que se elevaba hacia el cielo recibieron a Charlie cuando este dobló la esquina de Fulham Road. La bomba había caído justo en el centro de los pisos de la señora Trentham, arrasándolos por completo; al mismo tiempo, el techo de la sombrerería había sufrido desperfectos y otras tres de las tiendas de Charlie habían sufrido daños en los escaparates.

Cuando los bomberos por fin se fueron del Terrace, lo único que quedaba de los apartamentos era un cascarón gris, hueco y humeante en el centro de la calle. Con el paso de las semanas, Charlie se dio cuenta de que la señora Trentham no tenía la menor intención de hacer nada con el montón de escombros que ahora dominaba el corazón de Chelsea Terrace.

 

En mayo de 1940 el señor Churchill tomó el relevo del señor Chamberlain como primer ministro, lo que le inspiró a Charlie un poco más de confianza sobre el futuro. Llegó incluso a confesarle a Becky que estaba pensando en alistarse de nuevo.

—Pero ¿tú te has mirado últimamente en el espejo? —replicó su esposa, riéndose.

—Me podría poner en forma otra vez, lo sé —dijo Charlie mientras encogía el estómago—. De todas formas, los soldados no hacen falta solo en el frente.

—Puedes realizar un servicio mucho más útil manteniendo estas tiendas abiertas y abastecidas para el resto de la población.

—Arnold se podría encargar de eso sin mi ayuda. Además, es quince años mayor que yo.

Sin embargo, Charlie aceptó a regañadientes que Becky tenía razón cuando Daphne les contó que Percy se había reincorporado a su antiguo regimiento.

—Gracias a Dios, le han dicho que está demasiado mayor para servir en el extranjero esta vez —les confesó—. Así que le han dado un puesto administrativo en la Oficina de Guerra.

Al día siguiente, por la tarde, mientras Charlie inspeccionaba las reparaciones tras otra noche de bombardeos, Tom Arnold le advirtió que el comité de Syd Wrexall había empezado a hablar de vender las once tiendas restantes además del mismísimo Musketeer.

—No tenemos ninguna prisa —dijo Charlie—. Dentro de un año estará regalando esos establecimientos.

—Pero para entonces la señora Trentham podría haberlos adquirido todos a precio de saldo.

—No lo hará, no mientras estemos librando esta guerra. En cualquier caso, la condenada sabe perfectamente que, mientras ese dichoso cráter siga estando en pleno centro de Chelsea Terrace, tengo las manos atadas.

—Oh, rayos —dijo Tom al oír el ensordecedor alarido de las sirenas—. Deben de volver a la carga.

—Seguro que sí —murmuró Charlie, con la mirada fija en el cielo—. Será mejor que te lleves al sótano a todos los empleados…, y rápido.

Charlie salió corriendo a la calle, donde un vigilante del cuerpo de Precauciones contra Incursiones Aéreas daba vueltas en bicicleta por el centro de la carretera, voceando instrucciones para que todo el mundo se dirigiera al refugio antiaéreo más cercano lo antes posible. Tom Arnold había adiestrado a sus gerentes para que cerraran las tiendas y pusieran a sus clientes y sus trabajadores a salvo en el sótano, equipados con linternas y un pequeño suministro de alimentos, en cuestión de cinco minutos. Charlie no podía evitar acordarse de la huelga general. Sentado en el espacioso almacén del número 1, esperando a que los avisaran de que ya había pasado el peligro, Charlie paseó la mirada por aquella congregación de compatriotas londinenses y se dio cuenta del gran número de jóvenes empleados que ya se habían ido de Trumper’s para unirse al ejército. Le quedaban menos de dos terceras partes de su plantilla permanente, compuesta por mujeres en su mayoría.

Algunas acunaban niños pequeños en sus brazos, en tanto otras intentaban conciliar el sueño. En una esquina, dos clientes habituales jugaban al ajedrez como si la guerra no fuese más que un inconveniente pasajero. Un par de muchachas ensayaban el paso de baile de moda en un pequeño espacio despejado en el centro del sótano, mientras que otros se limitaban a dormir.

Todos podían oír las bombas que caían sobre sus cabezas, y Becky le dijo a Charlie que estaba segura de que una había explotado muy cerca de allí.

—¿En el pub de Syd Wrexall, por casualidad? —preguntó Charlie, intentando disimular una sonrisa—. Así aprenderá a no racanear tanto con las bebidas.

Cuando sonó por fin la sirena que indicaba que ya había pasado el peligro, salieron al aire nocturno cargado de polvo y cenizas.

—Tenías razón sobre lo del pub de Syd Wrexall —dijo Becky con la mirada fija en el extremo más alejado de la calle, pero Charlie no estaba pendiente del Musketeer.

Transcurridos unos instantes, Becky se giró para ver qué era lo que acaparaba la atención de su esposo. Una bomba había impactado de lleno en su tienda de frutas y hortalizas.

—Malnacidos —masculló Charlie—. Esta vez se han pasado. Ahora sí que me alisto.

—Pero ¿qué conseguirías con eso?

—Ni idea —dijo Charlie—, pero por lo menos me sentiré implicado en esta guerra y no como un mero espectador.

—¿Y qué hay de las tiendas? ¿Quién va a encargarse de ellas?

—Arnold se puede ocupar en mi ausencia.

—Pero ¿qué pasa con Daniel y conmigo? ¿También va a cuidar Tom de nosotros? —preguntó su mujer, levantando la voz.

Charlie guardó silencio un momento mientras sopesaba las palabras de Becky.

—Daniel ya es mayorcito y no necesita que nadie cuide de él, y tú estarás ocupada a tiempo completo trabajando para que Trumper’s se mantenga a flote. Así que ni una palabra más, Becky. La decisión ya está tomada.

Después de aquello, su esposa no pudo decir ni hacer nada para que Charlie cejara en su empeño. Para su sorpresa, los fusileros se mostraron encantados de acoger en sus filas a su antiguo sargento y lo enviaron de inmediato a un campamento de instrucción cerca de Cardiff.

Con Tom Arnold como preocupado testigo, Charlie se despidió de Becky con un beso, de su hijo con un abrazo y de su director ejecutivo con un apretón de manos antes de decirles adiós a los tres.

Camino de Cardiff, a bordo de un tren lleno de muchachos barbilampiños no mucho mayores que Daniel (la mayoría de los cuales se empeñaban en llamarlo «señor»), Charlie notó que se le echaban los años encima. Una vapuleada camioneta recibió a los nuevos reclutas en la estación y los transportó al barracón.

—Me alegra tenerlo de vuelta, Trumper —oyó que decía una voz al pisar un campo de prácticas por primera vez en más de veinte años.

—Stan Russell. Santo cielo, ¿ahora eres el sargento mayor del ejército? Pero si todavía eras soldado de primera la última vez que…

—En efecto, señor —dijo Stan. Su voz se convirtió en un susurro—: Me encargaré de que no te traten igual que a los otros, amigo.

—No, Stan, ni se te ocurra. Necesito el mismo trato y más —dijo Charlie, sujetándose la barriga con las dos manos.

Aunque los instructores se apiadaban más de él que del resto de los reclutas, la primera semana de adiestramiento básico supuso para Charlie un doloroso recordatorio de la falta de ejercicio que había caracterizado su vida en los veinte últimos años. Cuando tenía hambre, comprobó rápidamente lo poco apetitoso que era el menú ofrecido por las Fuerzas Armadas, mientras que intentar conciliar el sueño todas las noches en una cama de muelles implacables contenidos por un colchón de crin de caballo de cinco centímetros de grosor tampoco contribuía a que herr Hitler le cayera mejor.

Charlie fue ascendido a cabo al finalizar la segunda semana, y le dijeron que, si deseaba quedarse en Cardiff en calidad de instructor, lo nombrarían inmediatamente oficial de formación con el rango de capitán.

—Es de esperar que los alemanes desembarque en Cardiff, ¿verdad, muchacho? —fue su respuesta—. No sabía que jugaran al rugby.

Sus palabras exactas sobre el tema fueron transmitidas al oficial al mando, por lo que Charlie continuó siendo cabo hasta completar el adiestramiento básico. Al llegar la octava semana lo habían ascendido a sargento y tenía su propio pelotón que poner en forma y preparar para cualquiera que fuese el destino que les iban a dar. A partir de ese momento no había competición, ni de tiro al blanco ni de boxeo, en la que permitiera perder a sus hombres, y durante las cuatro semanas siguientes los «Terriers de Trumper» sentaron el precedente al que aspiraba el resto del batallón.

Cuando solo les faltaban diez días para completar el adiestramiento, Stan Russell informó a Charlie de que el batallón iba a ir a África, donde se reuniría con Wavell en el desierto. Charlie recibió la noticia con entusiasmo, puesto que admiraba la reputación del General Poeta desde hacía tiempo.

El sargento Trumper pasó la mayor parte de aquella última semana ayudando a sus chicos a escribirles cartas a sus familias y novias. Por su parte, no echó mano de la pluma hasta el último momento. A falta de una semana para partir, le confesó a Stan que no estaba preparado para enfrentarse a los alemanes en nada más serio que un combate dialéctico.

Se encontraba en plena demostración del funcionamiento de una ametralladora ligera Bren con pelotón, explicando cómo se amartillaba y recargaba, cuando un teniente llegó corriendo hasta él con las facciones congestionadas.

—Trumper.

—Señor —dijo Charlie, poniéndose firme de un salto.

—El comandante lo quiere ver sin demora.

—Sí, señor. —Charlie le ordenó a su cabo que continuara con las prácticas y se alejó corriendo detrás del teniente—. ¿A qué viene tanta prisa?

—A que el comandante también estaba corriendo cuando vino a buscarme.

—En tal caso —replicó Charlie—, debe de tratarse de un caso de alta traición, por lo menos.

—Sabe Dios de qué se trata, sargento, pero enseguida lo averiguará —dijo el teniente mientras llegaban a la puerta del comandante. El teniente, seguido de cerca por Charlie, entró en la oficina del coronel sin llamar.

—Sargento Trumper, número 7312087, presente…

—Déjate de memeces, Trumper —lo atajó el coronel, que deambulaba de un lado a otro golpeándose el muslo con su bastón de mando—. Mi coche lo está esperando en la puerta. Se va usted a Londres.

—¿A Londres, señor?

—Sí, Trumper, a Londres. Acabo de hablar por radio con el señor Churchill. Quiere verlo lo antes posible.