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—Buenos días, señor Sneddles.

Al anciano bibliófilo le sorprendió tanto que aquella dama conociera su nombre que por un momento se limitó a observarla fijamente, desconcertado.

Por fin cruzó la tienda arrastrando los pies y la saludó con una reverencia. Al fin y al cabo, era el primer cliente que veía en más de una semana…, sin contar al doctor Halcombe, el profesor retirado, encantado de husmear por toda la tienda durante horas pese a no haber comprado ni un solo libro desde 1937.

—Buenos días, señora —dijo a su vez—. ¿Está usted buscando algún ejemplar en concreto?

Observó a la mujer, que llevaba puesto un largo vestido de encaje y un enorme sombrero de ala ancha cuyo velo le ocultaba los rasgos.

—No, señor Sneddles —respondió la señora Trentham—. No he venido para comprar ningún libro, sino para contratar sus servicios.

Miró fijamente al encorvado librero con sus mitones, su cárdigan y su gabardina, prendas todas las cuales asumió que se debían a que el hombre ya no podía seguir permitiéndose el lujo de encender la calefacción en la tienda. Pese al estado permanentemente semicircular de su espalda y al hecho de que su cabeza sobresalía como la de una tortuga bajo la concha de su gabardina, su mirada era atenta y su mente daba la impresión de conservar la agudeza.

—¿Mis servicios, señora? —repitió el anciano.

—Sí. He heredado una biblioteca muy extensa que me gustaría catalogar y tasar. Me han recomendado encarecidamente su nombre.

—Es usted muy amable, señora.

La señora Trentham respiró aliviada cuando el señor Sneddles se abstuvo de preguntar quién era el artífice de la supuesta recomendación.

—¿Y dónde se encuentra esta biblioteca, si me permite usted la pregunta?

—Unos cuantos kilómetros al este de Harrogate. Comprobará usted que se trata de una colección extraordinaria. Mi difunto padre, sir Raymond Hardcastle…, quizá le suene su nombre…, consagró una parte considerable de su vida a reunirla.

—¿Harrogate? —repitió Sneddles, como si le hubieran dicho a unos cuantos kilómetros al este de Bangkok.

—Yo cubriría todos sus gastos, por supuesto, durante tanto tiempo como dure la empresa.

—Pero eso significaría tener que cerrar la tienda —murmuró el hombre, como si estuviera reflexionando en voz alta.

—También le compensaría todos los ingresos perdidos, naturalmente.

El señor Sneddles tomó un libro del mostrador e inspeccionó el lomo.

—Me temo que eso va a ser imposible, señora, porque, verá usted…

—Mi padre era un especialista en William Blake, ¿sabe? Descubrirá que había conseguido reunir todas las primeras ediciones de su obra, algunas de ellas en perfecto estado de conservación. Adquirió incluso un manuscrito de…

 

Amy Hardcastle se había acostado antes incluso de que su hermana volviera a Yorkshire por la tarde.

—Últimamente siempre está fatigada —le explicó el ama de llaves.

A la señora Trentham no le quedó más remedio que degustar su cena ligera a solas antes de retirarse a su antigua habitación unos minutos después de las diez. A primera vista, no había cambiado nada: la vista de los valles de Yorkshire, las nubes negras, incluso el cuadro de York Minster que colgaba sobre el cabecero de la cama de madera de nogal. Durmió a pierna suelta y bajó de nuevo las escaleras a las ocho de la mañana siguiente. La cocinera le explicó que la señorita Amy no se había levantado todavía, por lo que desayunó en solitario.

Cuando el servicio hubo retirado todos los platos sucios, la señora Trentham se sentó en la sala de estar para leer el Yorkshire Post mientras su esperaba a que su hermana se dignara hacer acto de presencia. Una hora más tarde, lo único que apareció fue el viejo gato. La señora Trentham ahuyentó al animal esgrimiendo el diario enrollado. El carillón del pasillo ya había anunciado las once cuando por fin entró Amy en la sala. Ayudada de un bastón, se acercó muy despacio a su hermana.

—Perdóname, Ethel, por no haber estado aquí anoche para recibirte cuando llegaste —empezó—. Me temo que la artritis me la está jugando de nuevo.

La señora Trentham no se molestó en replicar, pero observó a su hermana mientras esta renqueaba hacia ella, sin poderse creer el deterioro que había sufrido su estado en cuestión de tres meses.

Aunque Amy siempre había estado delgada, ahora parecía muy frágil. Y aunque siempre había sido muy callada, ahora su voz resultaba apenas audible. Su piel, que siempre había sido muy blanca, se veía ahora gris, y las arrugas que surcaban su rostro eran tan profundas que parecía mucho mayor de los sesenta y nueve años que tenía.

Amy se instaló en una silla junto a su hermana y se pasó unos instantes respirando con dificultad, dejando a su visitante con la impresión indeleble de que el paseo desde su dormitorio hasta la sala de estar le había costado un auténtico esfuerzo.

—Eres muy amable al dejar a tu familia para venir a verme aquí, a Yorkshire —dijo Amy mientras el felino de color calicó se encaramaba a su regazo—. Debo confesar que, desde que murió papá, no sé dónde asentarme.

—Es comprensible, querida. —Los labios de la señora Trentham esbozaron una sonrisa desprovista de humor—. Considero que es mi deber estar a tu lado…, además de un placer, por supuesto. Fuera como fuese, padre me advirtió que esto podría suceder cuando él no estuviera. Me dio instrucciones específicas, ¿sabes?, sobre qué hacer exactamente dadas las circunstancias.

—Oh, me alegra mucho oír eso. —La expresión de Amy se iluminó por primera vez—. Dime qué tenía en mente papá, por favor.

—Padre estaba convencido de que deberías vender la casa lo antes posible y venirte a vivir con Gerald y conmigo a Ashurst…

—Oh, jamás se me ocurriría ponerte en semejante compromiso, Ethel.

—Como alternativa, podrías mudarte a uno de esos coquetos hoteles de la costa, especializados en parejas de jubilados y personas solteras. Padre opinaba que así podrías hacer nuevas amistades, al menos, y prolongar sin duda tus años de vida. Yo, naturalmente, preferiría que estuvieras con nosotros en Ashurst, pero entre las bombas…

—A mí nunca me dijo nada de vender la casa —murmuró Amy, nerviosa—. De hecho, me suplicó que…

—Ya lo sé, querida, pero era plenamente consciente de la carga que su muerte iba a suponer para ti y me pidió que te informara con tacto. Recordarás sin duda la larga reunión que tuvimos en su estudio la última vez que vine a verlo.

Amy asintió con la cabeza, pero la expresión de perplejidad no abandonó sus facciones.

—Recuerdo hasta la última palabra que me dijo —continuó la señora Trentham—. Naturalmente, haré todo cuanto esté en mi mano por cumplir con su voluntad.

—Pero no sabría cómo ni por dónde empezar.

—No hace falta que le des más vueltas, querida. —La señora Trentham le dio unas palmaditas en el brazo a su hermana—. Precisamente para eso estoy yo aquí.

—Pero ¿qué va a ser de los criados y de mi querido Garibaldi? —preguntó Amy, preocupada, mientras continuaba acariciando a su gato—. Padre no me lo perdonaría nunca si les pasara algo.

—No podría estar más de acuerdo —dijo la señora Trentham—. Sin embargo, como siempre, había pensado en todo y me dio instrucciones muy precisas sobre lo que deberíamos hacer con la servidumbre.

—Qué considerado fue siempre papá. Aunque sigo sin estar del todo segura…

La señora Trentham necesitó otros dos días de paciente persuasión para convencer a su hermana de que todos sus planes para el futuro saldrían a pedir de boca y, lo más importante, era lo que deseaba su «querido papá».

A partir de ese momento Amy solo bajaba por las tardes para dar un paseo muy corto por el jardín y arreglar ocasionalmente las petunias. Cada vez que la señora Trentham se cruzaba con su hermana, le suplicaba que no se esforzara en exceso.

Tres días más tarde, Amy empezó a prescindir de los paseos vespertinos.

Al lunes siguiente, la señora Trentham avisó a los criados de que sus servicios dejarían de ser necesarios en el plazo de una semana, a excepción hecha de la cocinera, a la que le pidió que se quedara hasta que la señorita Amy estuviera instalada en su nueva residencia. Aquella misma tarde habló con un agente inmobiliario de la zona y puso a la venta tanto la casa como las veinticinco hectáreas de terreno.

El jueves la señora Trentham concertó una cita con el señor Althwaite, un abogado de Harrogate. En una de las cada vez menos frecuentes visitas de su hermana a la planta de abajo, le explicó a Amy que no había hecho falta importunar al señor Baverstock: estaba segura de que un profesional de la zona sería perfectamente capaz de solucionar cualquier asunto relacionado con la propiedad.

Tres semanas después la señora Trentham transportó a su hermana, junto con algunas de sus pertenencias, a un pequeño hotel residencial con vistas a la costa este que se encontraba unos kilómetros al norte de Scarborough. Convino con el administrador que era una lástima que no se permitieran mascotas, aunque estaba segura de que su hermana lo entendería perfectamente. La última instrucción de la señora Trentham consistió en enviar los recibos mensuales a Coutts, donde se abonarían en el acto.

Antes de despedirse de Amy, la señora Trentham le pidió a su hermana que firmara tres documentos.

—Para que no tengas que preocuparte de nada más, querida —le explicó con dulzura.

Amy firmó los tres formularios desplegados ante ella sin molestarse en leerlos. La señora Trentham se apresuró a doblar los documentos legales redactados por el abogado de la zona y los guardó en su bolso.

—Volveré a verte muy pronto —le prometió a Amy antes de darle un beso en la frente. Minutos después, emprendió el viaje de regreso a Ashurst.

 

La campanilla que había encima de la puerta resonó con estruendo en medio del silencio cargado de humedad cuando la señora Trentham entró con brío en la librería. No detectó ningún indicio de actividad, al principio, hasta que el señor Sneddles salió de la pequeña trastienda acarreando tres volúmenes bajo el brazo.

—Buenos días, señora Trentham —dijo—. Le agradezco que haya respondido tan deprisa a mi carta. Me sentí en la necesidad de contactar con usted, puesto que ha surgido un problema.

—¿Un problema? —La señora Trentham se apartó el velo del rostro.

—Así es. Como usted ya sabe, mi labor en Yorkshire está prácticamente terminada. Lamento haber tardado tanto, señora, pero me temo que he pecado de una indulgencia excesiva con la asignación de mi tiempo, tal es el aprecio que…

La señora Trentham agitó una mano en el aire para indicar que eso no tenía importancia.

—Me temo —prosiguió el hombre— que pese a los eficientes servicios del doctor Halcombe como ayudante, y teniendo en cuenta también el tiempo que se tarda en ir y venir de Yorkshire, podría llevarnos aún varias semanas catalogar y tasar una colección tan exquisita… No hay que olvidar que reunir semejante biblioteca fue la labor de toda una vida para su padre.

—No se preocupe —lo tranquilizó la señora Trentham—. No tengo ninguna prisa. Tómese usted su tiempo, señor Sneddles, y avíseme cuando haya acabado.

El anticuario sonrió ante la idea de que se le permitiera continuar con sus labores de catalogación sin interrupciones.

Escoltó a la señora Trentham hasta la puerta y la abrió para franquearle el paso. Nadie que los hubiera visto juntos se habría creído que ambos habían nacido el mismo año. La mujer miró a ambos lados antes de salir a Chelsea Terrace, con las facciones ocultas de nuevo detrás de su velo.

El señor Sneddles cerró la puerta tras ella, se frotó las manos embutidas en sus mitones y regresó a la trastienda arrastrando los pies para reunirse con el doctor Halcombe.

Últimamente reaccionaba con irritación cada vez que algún cliente entraba en su establecimiento.

 

—Después de treinta años, no tengo la menor intención de cambiar de corredores de bolsa —dijo Gerald Trentham con aspereza mientras se servía una segunda taza de café.

—Pero ¿no te das cuenta, cariño, del espaldarazo que supondría algo así para que Nigel se asegurase tu cuenta para su compañía?

—¿Y el batacazo que supondría para David Cartwright y Vickers da Costa perder un cliente al que tan honorablemente han servido durante más de cien años? No, Ethel, ya va siendo hora de que Nigel haga su trabajo sucio en persona. Por todos los demonios, que tiene más de cuarenta años.

—Razón de más para echarle una mano —sugirió su esposa mientras untaba de mantequilla su segunda tostada.

—No, Ethel. Te repito que no.

—Pero ¿no ves que una de las responsabilidades de Nigel es conseguir nuevos clientes para la firma? Algo de vital importancia en estos momentos, puesto que, ahora que la guerra ha terminado, estoy segura de que pronto le ofrecerán unirse a la junta.

El mayor Trentham no se esforzó por disimular la incredulidad que le producían esas declaraciones.

—En tal caso, debería aprovechar mejor sus propios contactos…, preferiblemente los que hizo en la escuela y en Sandhurst, por no mencionar la ciudad. No debería depender tanto de las amistades de su padre.

—Eso no es justo, Gerald. Si no puede confiar en su propia familia, ¿por qué debería esperar que alguien de fuera acuda en su ayuda?

—¿Acudir en su ayuda? Eso lo resume todo a la perfección. —La voz de Gerald iba en aumento con cada nueva palabra que pronunciaba—. Porque eso es precisamente lo que tú has estado haciendo desde el día en que nació, lo que tal vez explique por qué no es capaz de valerse por sí solo.

—Gerald —dijo la señora Trentham mientras extraía un pañuelo de la manga de su vestido—. Nunca pensé…

—En cualquier caso —replicó el mayor, esforzándose por recuperar la calma—, mi portafolio tampoco es tan impresionante. Como el señor Attlee y tú sabéis más que de sobra, todo nuestro capital está vinculado a los terrenos desde hace generaciones.

—No es la cantidad lo que importa —lo reconvino la señora Trentham—. Sino el principio.

—No podría estar más de acuerdo. —Gerald dobló la servilleta, se levantó de la mesa del desayuno y salió de la habitación antes de que su mujer pudiera añadir nada más.

La señora Trentham agarró el periódico de su marido y deslizó un dedo sobre la lista de nombres de quienes habían recibido el título de caballero durante la ceremonia de celebración del cumpleaños real. Su dedo tembloroso se detuvo al llegar a la T.

 

Durante las vacaciones de verano, según Max Harris, Daniel Trumper había viajado hasta América a bordo del Queen Mary. El detective privado, sin embargo, no supo responder a la pregunta de la señora Trentham: ¿por qué? De lo único que Harris estaba seguro era de que la universidad de Daniel esperaba que el joven profesor regresara a tiempo para el comienzo del próximo curso.

Durante las semanas que Daniel estuvo en los Estados Unidos, la señora Trentham se pasó una considerable cantidad de tiempo recluida con sus abogados de Lincoln’s Inn Fields mientras estos preparaban el borrador del permiso de obra que ella les había pedido.

Ya había encontrado tres arquitectos, todos ellos recién graduados. Les solicitó que dibujaran los planos de un bloque de apartamentos que pretendía construir en Chelsea. El ganador, les aseguró, recibiría el encargo, en tanto los otros dos se llevarían cien libras cada uno a modo de compensación. Los tres aceptaron de buen grado sus condiciones.

Aproximadamente doce semanas después, todos le presentaron sus respectivos proyectos, pero solo uno de ellos había encontrado lo que la señora Trentham buscaba.

En opinión del socio mayoritario del bufete de abogados, el proyecto del más joven de los tres, Justin Talbot, haría que la central eléctrica de Battersea pareciera el palacio de Versalles en comparación. La señora Trentham se abstuvo de confesarle al letrado que su decisión se había visto influida por el hecho de que el tío del señor Talbot fuese miembro del comité de planificación del consejo del condado de Londres.

Aunque el tío de Talbot respaldara el proyecto de su sobrino, la señora Trentham seguía sin estar convencida de que la mayoría del comité aceptara semejante monstruosidad. El edificio propuesto parecía un búnker que incluso a Hitler le habría provocado rechazo. Sus abogados, no obstante, le sugirieron subrayar en su petición que la finalidad principal del nuevo edificio era la creación de viviendas de bajo coste en el centro de Londres para ayudar a aquellos estudiantes y solteros desempleados que necesitaran alojamiento urgentemente. En segundo lugar, todos los ingresos derivados de esos apartamentos se destinarían a un fondo solidario para ayudar a otras familias que sufrieran el mismo problema. Tercero, la señora Trentham llamaría la atención del comité sobre los ingentes esfuerzos que se habían realizado para proporcionarle su primer encargo a un joven arquitecto recién graduado.

La señora Trentham no supo si alegrarse o llevarse las manos a la cabeza cuando el comité le concedió su aprobación al proyecto. Tras varias semanas de deliberaciones, insistieron en efectuar únicamente un puñado modificaciones de escaso calado sobre los planos originales del joven Talbot. La señora Trentham le pidió de inmediato a su arquitecto que despejara la zona bombardeada para que las obras pudieran comenzar sin demora.

La solicitud de erigir unos grandes almacenes en Chelsea Terrace, presentada por Charlie Trumper ante el consejo del condado de Londres, recibió una publicidad considerable en todo el territorio nacional, favorable en su mayoría. Sin embargo, a la señora Trentham no se le escapó que en varios de los artículos sobre la nueva propuesta de edificación se mencionaba a un tal Martin Simpson, quien se describía a sí mismo como el presidente de la Federación para el Rescate de los Pequeños Comercios, agrupación que rechazaba de plano el proyecto de Trumper’s. El señor Simpson insistía en que, a la larga, perjudicaría a los comerciantes más modestos; al fin y al cabo, el nuevo conglomerado de tiendas iba a representar una amenaza para su forma de ganarse el sustento. También se quejaba de que, para agrandar la injusticia, ningún pequeño comerciante de la zona poseía los medios necesarios para oponerse a alguien tan acaudalado e influyente como sir Charles Trumper.

—Oh, sí que los poseen —murmuró la señora Trentham durante el desayuno esa mañana.

—¿Quién posee qué?

—Nada importante —tranquilizó a su marido, pero unas horas más tarde le proporcionó a Harris los medios económicos necesarios para permitir que el señor Simpson interpusiera un recurso oficial contra los planes de Trumper. La señora Trentham se comprometió además a sufragar todos los costes en los que pudiera incurrir el señor Simpson en el desarrollo de su apelación judicial.

Comenzó a seguir el resultado de los esfuerzos del señor Simpson a diario en la prensa nacional, e incluso le confesó a Harris que habría estado dispuesta a pagarle un sueldo a ese hombre por los servicios prestados; como sucede con tantos activistas, sin embargo, lo único que parecía importarle era la causa.

Cuando las excavadoras empezaron a funcionar en la obra de la señora Trentham y dejaron de hacerlo en la de Trumper, la mujer volvió a concentrarse en el problema de la herencia de Daniel.

Sus abogados le habían confirmado que revertir lo que preveía el testamento sería imposible a menos que Daniel Trumper renunciara voluntariamente a todos sus derechos. Llegaron a presentarle incluso el documento que debería firmar el muchacho si se dieran esas circunstancias, dejando a la señora Trentham con la tarea aparentemente imposible de conseguir su firma.

Puesto que la señora Trentham era incapaz de imaginarse una situación en la que Daniel y ella llegaran a verse en persona, pensó que aquello era una pérdida de tiempo. Pese a todo, guardó el borrador del abogado en el cajón inferior de su escritorio, en la sala de estar, junto con los demás documentos relacionados con Trumper.

 

—Me alegra mucho volver a verla, señora —dijo el señor Sneddles—. Me disculpo por lo mucho que he tardado en completar la tarea que me asignó. No espero que me pague ni una libra más de lo que acordamos originalmente, por supuesto.

El librero no pudo ver la expresión de la señora Trentham, puesto que esta no se había quitado aún el velo. Siguió al anciano, dejando atrás una estantería repleta de libros polvorientos tras otra, hasta llegar a la pequeña trastienda. Una vez allí, Sneddles le presentó al doctor Halcombe, quien, al igual que su socio, se cubría con un recio abrigo. La mujer declinó sentarse en la silla que le ofrecieron cuando vio que la recubría una fina de polvo.

El anciano señaló con orgullo las ocho cajas que había encima de su mesa. Tardó casi una hora en explicarle, con la ocasional intervención del doctor Halcombe, cómo habían catalogado la biblioteca completa de su difunto padre, primero por orden alfabético según el autor, después por categorías, y por último aplicando un orden de selección distinto para los títulos. En la esquina inferior derecha de cada ficha se podía leer, escrita a lápiz, una valoración estimada de los distintos volúmenes.

La señora Trentham se mostró sorprendentemente paciente con el señor Sneddles, haciéndole preguntas por cuya respuesta no sentía el menor interés mientras le permitía explayarse en prolijas y enrevesadas explicaciones sobre cómo había empleado su tiempo en los cinco últimos años.

—Ha hecho usted un trabajo formidable, señor Sneddles —dijo cuando el hombre le hubo dado la vuelta a la última ficha: Zola, Emile (1840-1902)—. No se podría pedir más.

—Es usted muy amable, señora —dijo el anciano con una honda reverencia—. Aunque, por otra parte, siempre ha demostrado usted un genuino interés por estos asuntos. Su padre no podría haber deseado una persona más adecuada para hacerse responsable de la obra de su vida.

—El precio acordado fue de cincuenta guineas, si no me falla la memoria. —La señora Trentham sacó un cheque del bolso y se lo dio al propietario de la librería.

—Gracias, señora —replicó el señor Sneddles, aceptando el talón antes de dejarlo distraídamente en un cenicero. Se abstuvo de añadir que habría estado dispuesto a pagarle él el doble de esa suma a cambio del privilegio de realizar semejante tarea.

La señora Trentham inspeccionó las tarjetas con detenimiento.

—Veo que el valor estimado de la colección completa está un poco por debajo de las cinco mil libras.

—Correcto, señora. Debería advertirle, no obstante, que podría haber pecado de conservador en ese sentido. Entiéndalo, algunos de estos ejemplares son tan extraordinarios que resulta complicado aventurar el precio que podrían alcanzar si se pusieran en venta.

—¿Significa eso que estaría dispuesto a ofrecerme esta suma a cambio de toda la biblioteca si deseara desprenderme de ella? —preguntó la señora Trentham, mirándolo directamente a los ojos.

—Nada me gustaría más, señora —replicó el encorvado librero—. Por desgracia, me temo que carezco de los fondos necesarios en estos momentos.

—¿Cómo reaccionaría usted si le encomendara la responsabilidad de su venta? —preguntó la señora Trentham, sin perder de vista al anciano.

—No se me ocurre un privilegio mayor, señora, pero podría tardar meses…, quizás incluso años en completar semejante tarea.

—En tal caso, señor Sneddles, creo que deberíamos llegar a un acuerdo.

—¿Un acuerdo? No sé si entiendo muy bien a qué se refiere usted, señora Trentham.

—Señor Sneddles, le propongo convertirse en mi socio.