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—¿Veinte mil libras? —exclamó Becky mientras se detenía frente a la puerta del número 141—. Será una broma.

—Es lo que pide el agente —dijo Tim Newman.

—Pero si esa tienda no puede valer más de tres mil, a lo sumo —dijo Charlie, contemplando el único edificio de la calle que aún no poseía—. Además, el acuerdo que firmé con el señor Sneddles estipulaba que cuando…

—El acuerdo no incluía los libros —dijo el banquero.

—Pero si no queremos los libros —protestó Becky, fijándose por primera vez en la pesada cadena con candado que les bloqueaba el acceso.

—Entonces no podréis tomar posesión de la tienda, porque vuestro acuerdo con el señor Sneddles solo se hará efectivo cuando se haya vendido hasta el último libro.

—¿Cuánto valen realmente esos libros? —preguntó Becky.

—Fiel a su costumbre, el señor Sneddles ha escrito el precio a lápiz en cada uno de ellos —dijo Tim Newman—. Su colega, el doctor Halcombe, me informa de que el total asciende a cinco mil libras, aproximadamente, con la excepción…

—Pues compra todo el lote —dijo Charlie—. Conociendo al señor Sneddles, lo más probable es que se haya quedado corto en sus cálculos. Becky puede subastar la colección entera más adelante. De ese modo, el déficit no debería superar las mil libras.

—Con la excepción de una primera edición de los Augurios de inocencia de Blake —añadió Newman—. Una edición encuadernada en vitela que, según el inventario de Sneddles, está tasada en quince mil libras.

—Quince mil libras precisamente ahora, cuando tengo que mirar por cada penique. ¿Quién se imagina que…?

—¿Alguien que sabe que no podrás construir los grandes almacenes mientras no poseas esta tienda en particular? —sugirió Newman.

—Pero ¿cómo es posible…?

—Porque el Blake en cuestión fue adquirido originalmente en la librería de Heywood Hill, en Curzon Street, por el módico precio de cuatro libras con diez chelines, y sospecho que la dedicatoria resuelve la mitad del misterio.

—Seguro que en ella aparece el nombre de una tal Ethel Trentham —dijo Charlie.

—No, pero casi. Las palabras exactas, si no me falla la memoria, son: «De tu nieto Guy, con cariño. 9 de julio de 1917».

Charlie y Becky se quedaron mirando a Tim Newman durante unos instantes, hasta que Charlie preguntó:

—¿A qué te refieres con eso de la mitad del misterio?

—Sospecho que la mujer necesita el dinero —replicó el banquero.

—¿Para qué? —preguntó con incredulidad Becky.

—Para comprar aún más acciones de la empresa Trumper’s de Chelsea.

 

El 19 de marzo de 1948, dos semanas después de que el obispo hubiera regresado a Reims, la prensa recibió el pliego de condiciones de Trumper’s coincidiendo con los anuncios a página completa publicados por el Times y el Financial Times. Lo único que Charlie y Becky podían hacer ahora era sentarse y esperar la respuesta del público. En cuestión de tres días el número de acciones solicitadas por parte de los inversores superaba el número de acciones emitidas originalmente, y una semana después, los bancos comerciales habían recibido el doble de las solicitudes necesarias. Tras contar todas las peticiones, Charlie y Tim Newman solo tenían un problema: distribuir las acciones. Acordaron atender primero a las instituciones que habían solicitado grandes volúmenes, ya que eso facilitaría el acceso de la junta a la mayoría de las acciones en caso de surgiera algún contratiempo en el futuro.

La única petición que desconcertaba a Tim Newman provenía de Hambros, quienes no les ofrecieron ninguna explicación sobre por qué deseaban adquirir cien mil unidades, cifra que les conferiría el control del diez por ciento de la compañía. Sin embargo, Tim le recomendó al presidente no solo que aceptara su solicitud, sino que además les ofreciera un puesto en la junta. Charlie accedió a hacerlo, pero solo después de que Hambros le confirmara que no actuaban movidos por la señora Trentham o alguno de sus representantes. Otras dos instituciones solicitaron un cinco por ciento: Prudential Assurance, que había trabajado para la empresa desde su fundación, y una firma de los Estados Unidos que Becky descubrió que actuaba como fachada del conglomerado de empresas de la familia Field. Charlie aceptó ambas solicitudes y el resto de las acciones se dividió entre mil setecientos inversores corrientes, incluidas cien acciones, el mínimo requerido, que fueron a parar a un anciano pensionista de Chelsea. La señora Symonds le escribió una carta a Charlie para recordarle que ella había sido una de las primeras en confiar en él cuando abrió su tienda original.

Tras el reparto de acciones, Tim Newman le recomendó a Charlie que ampliara el número de miembros de la junta. Hambros propuso al señor Baverstock, socio principal de los abogados Baverstock, Dickens y Cobb, al que Charlie aceptó sin rechistar. Becky sugirió incluir también a Simon Matthews, quien prácticamente dirigía la casa de subastas cada vez que ella debía ausentarse. Charlie accedió de nuevo, con lo que el número de miembros de la junta ascendió a un total de nueve personas.

 

Fue Daphne la que avisó a Becky de que el 17 de Eaton Square iba a salir al mercado, y a Charlie le bastó con echarle un vistazo a la casa de ocho dormitorios para decidir que era allí donde quería pasar el resto de su vida. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que alguien tendría que supervisar la mudanza al mismo tiempo que comenzaban las obras de Trumper’s. Becky habría protestado, de no ser porque ella también se había enamorado de la casa.

Un par de meses después, Becky organizó una fiesta para celebrar su cambio de residencia a Eaton Square. Más de cien invitados acompañaron a los Trumper en una cena que se habría de servir en cinco habitaciones distintas.

Daphne llegó tarde y quejándose de la congestión de tráfico que la había retenido en Sloane Square, mientras que el coronel se desplazó desde Skye sin ningún incidente. Daniel vino de Cambridge en compañía de Marjorie Carpenter, y para sorpresa de Becky, Simon Matthews apareció con Cathy Ross de su brazo.

Tras los postres, Daphne pronunció un breve discurso y obsequió a Charlie con una maqueta a escala de Trumper’s con forma de caja de plata para los puros.

Becky dedujo que el regalo había tenido que ser todo un éxito, porque cuando se hubo despedido el último de los invitados, su marido se llevó la caja a la planta de arriba y la colocó en su mesita de noche.

Charlie se acostó y echó un último vistazo a su nuevo juguete mientras Becky salía del cuarto de baño.

—¿Has pensado en ofrecerle el puesto de director a Percy? —preguntó mientras se metía en la cama.

Charlie la miró con escepticismo.

—Seguro que a los accionistas les gustaría tener un marqués en el membrete de la compañía. Les inspiraría confianza.

—Mira que eres snob, Rebecca Salmon. Siempre lo has sido y siempre lo serás.

—No me dijiste eso hace veinticinco años, cuando sugerí que el coronel se convirtiera en nuestro primer presidente.

—Cierto, pero porque pensaba que no iba a aceptar. De todas formas, puestos a meter a otra persona de fuera, preferiría tener a Daphne en la junta. Así, además de su apellido, nos beneficiaríamos de su característico sentido común.

—Se me tendría que haber ocurrido a mí antes.

Cuando Becky habló con Daphne para invitarla a unirse a la junta en calidad de directora no ejecutiva, la marquesa se sintió emocionada y aceptó sin pensarlo dos veces. Para sorpresa de todos, Daphne abordó sus nuevas responsabilidades con una energía y un entusiasmo encomiables. No se perdía ninguna asamblea, siempre se leía con atención todos los documentos y cuando le parecía que Charlie no había enfocado algún asunto desde todos los puntos de vista, o peor aún, que se intentaba salir con la suya, no cejaba hasta obtener una explicación pormenorizada de lo que tramaba.

—¿Sigue usted esperando construir Trumper’s por el precio estipulado en su documento de oferta original, señor presidente? —le preguntó una y otra vez en el transcurso de los dos años siguientes.

—No sé yo si fue buena idea ofrecerle a Daphne el puesto de directora —refunfuñó Charlie una noche, después de una reunión especialmente acalorada en la que la marquesa había terminado imponiéndose a él.

—A mí no me mires —replicó Becky—. Yo me habría conformado con Percy, pero entonces me acusarías de ser una snob.

 

Los arquitectos tardaron casi dos años en completar las torres gemelas de Trumper’s, la pasarela que las unía y los cinco pisos de oficinas sobre el solar de la señora Trentham. No facilitó las cosas el hecho de que Charlie esperase que los demás establecimientos continuaran funcionando como si no estuviera ocurriendo nada a su alrededor. A todos los implicados les pareció un milagro que, durante ese periodo de transición, Trumper’s solo perdiera el diecinueve por ciento de sus ingresos anuales.

Charlie se había propuesto supervisarlo todo, desde el emplazamiento exacto de los ciento dieciocho departamentos al color de las diez hectáreas de enmoquetado, desde la velocidad de los doce ascensores al consumo de las cien mil bombillas, desde los artículos expuestos en los noventa y seis escaparates a los uniformes de más setecientos empleados, todos los cuales lucían una diminuta carreta plateada en la solapa.

Cuando Charlie se dio cuenta de todo el espacio de almacén que iba a necesitar, por no mencionar de las instalaciones para un garaje subterráneo ahora que casi todos los clientes conducían su propio vehículo, los costes se dispararon muy por encima del presupuesto inicial. Sin embargo, los contratistas se las apañaron de alguna manera para completar el edificio el 1 de septiembre de 1949, principalmente porque Charlie se presentaba en la obra a las cuatro y media de la mañana todos los días y no solía volver a casa mucho antes de las doce de la noche.

El 18 de octubre de 1949, la marquesa de Wiltshire, acompañada por su marido, presidió la ceremonia de apertura oficial.

Un millar de personas levantaron sus copas cuando Daphne declaró que el edificio quedaba inaugurado. A continuación, los invitados pusieron todo su empeño en comer y beber hasta acabar con los beneficios del primer año de la compañía, pero a Charlie no parecía importarle; se dedicó a ir de una planta a otra con una sonrisa en la cara, comprobando que todo estuviera exactamente como esperaba y asegurándose de que a los principales proveedores no les faltara de nada.

En todos los pisos había amigos, familiares, accionistas, compradores, vendedores, periodistas, curiosos, espontáneos e incluso clientes de celebración. Para la una, Becky estaba ya tan cansada que decidió buscar a su marido con la esperanza de que este accediera irse a casa. Encontró a su hijo en el departamento de los electrodomésticos, inspeccionando un frigorífico que no habría cabido en su habitación de Trinity. Daniel le aseguró a su madre que había visto a Charlie saliendo del edificio aproximadamente media hora antes.

—¿Saliendo del edificio? —repitió Becky, extrañada—. Tu padre no se habría marchado sin mí.

Fue en ascensor a la planta baja y se dirigió a la entrada principal sin perder ni un momento. El portero la saludó mientras sujetaba una de las inmensas puertas que comunicaban con Chelsea Terrace.

—¿Has visto a sir Charles, por casualidad? —le preguntó Becky.

—Sí, milady. —El hombre inclinó la cabeza en dirección al otro lado de la carretera.

Becky vio a Charlie sentado en su banco, con un señor mayor junto a él. Ambos conversaban animadamente mientras contemplaban el edificio de Trumper’s. El anciano señaló algo que le había llamado la atención y Charlie sonrió. Becky se apresuró a cruzar la calzada, pero el coronel ya se había levantado mucho antes de que ella llegara a su altura.

—Qué placer tan inesperado, querida —dijo mientras se agachaba para darle un beso en la mejilla—. Ojalá Elizabeth estuviera aún con nosotros para ver todo esto.

 

—Si no lo he entendido mal —dijo Charlie—, están intentando chantajearnos. Así que quizás haya llegado el momento de someter a votación este asunto.

Becky miró alrededor de la mesa de la junta, preguntándose qué decisión tomarían sus miembros. Sus miembros ya llevaban tres meses trabajando juntos, desde que Trumper’s abriera sus puertas al público, pero este era el primer desacuerdo serio al que se enfrentaban.

Charlie presidía la mesa, inusitadamente contrariado por la idea de no salirse con la suya. A su derecha estaba la secretaria de la compañía, Jessica Allen. Aunque Jessica no tenía voto, estaba allí para que quedara constancia fehaciente cada vez que se emitiera alguno. Arthur Selwyn, que había trabajado con Charlie en el Ministerio de Alimentación durante la guerra, había abandonado recientemente el servicio civil para sustituir a Tom Arnold, retirado como director ejecutivo. Selwyn estaba demostrando haber sido una elección acertada, perspicaz y meticuloso en tanto que contrapunto ideal para el presidente, pues solía evitar las confrontaciones siempre que le resultaba posible.

Tim Newman, el joven banquero comercial de la empresa, era sociable, cordial y casi siempre respaldaba a Charlie, aunque no le hacía ascos a llevarle la contraria cuando le parecía que las arcas de la compañía podrían salir perjudicadas. Paul Merrick, el director financiero, no era ni cordial ni sociable y seguía empeñado en demostrar que su lealtad principal sería siempre para con el Child’s Bank y su inversión. En cuanto a Daphne, que rara vez votaba lo que cabía esperar, sin duda no se dejaba influir por Charlie…, ni por nadie, ya puestos. El señor Baverstock, un abogado ya entrado en años que representaba el diez por ciento de las acciones de la compañía en nombre de Hambros, no hablaba mucho, pero todo el mundo lo escuchaba cuando lo hacía, hasta Daphne.

Ned Denning y Bob Makins, los cuales llevaban ya casi treinta años empleados al servicio de Charlie, rara vez se oponían a los deseos de su presidente, mientras que Simon Matthews mostraba frecuentes ramalazos de independencia que no hacían sino confirmar la alta estima que le había merecido a Becky desde el principio.

—Una huelga es lo que menos falta nos hace en estos momentos —dijo Merrick—. Justo cuando parecía que lo peor ya había pasado.

—Los términos del sindicato son sencillamente escandalosos —replicó Tim Newman—. Un aumento de diez chelines, semana de cuarenta y cuatro horas, horas extra garantizadas… Escandalosos, insisto.

—La mayoría de los demás grandes almacenes ya han aceptado esas condiciones —apuntó Merrick, citando un artículo del Financial Times que tenía abierto ante él.

—Sería más apropiado decir que ya se han dejado intimidar —reiteró Newman—. Debo advertirle a la junta que esto incrementaría nuestra partida salarial en veinte mil libras, aproximadamente, para el año en curso. Eso sin tener en cuenta las horas extra. Solo hay un colectivo que saldrá perjudicado a la larga: el de nuestros accionistas.

—¿Cuánto gana una cajera en estos momentos? —preguntó sin alterarse el señor Baverstock.

—Doscientas sesenta libras al año —respondió Arthur Selwyn, sin necesidad de consultarlo en ninguna parte—, con aumentos progresivos. De tal modo que, si han completado quince años de servicio con la compañía, la suma podría ascender hasta las cuatrocientas diez libras anuales.

—Ya hemos repasado una y otra vez esas cifras —intervino Charlie con aspereza—. Ha llegado el momento de tomar una decisión. ¿Nos mostramos firmes o cedemos a las exigencias del sindicato?

—Es posible que todos estemos exagerando un poquito, señor presidente —dijo Daphne, que no había hablado hasta ahora—. Quizá no sea tan blanco o negro como se imagina.

—¿Se le ocurre alguna alternativa? —preguntó Charlie, sin esforzarse por disimular su incredulidad.

—Creo que sí, señor presidente. Para empezar, pensemos en lo que podríamos perder si la plantilla recibiera un aumento de sueldo: en primer lugar, recursos, por no hablar del peligroso precedente que estaríamos sentando. Por otra parte, si nos cerramos en banda a sus exigencias, cabe la posibilidad de que varios de nuestros mejores empleados acaben trabajando para alguno de nuestros principales rivales.

—Entonces, ¿qué sugiere usted, lady Wiltshire? —preguntó Charlie, que siempre se dirigía a Daphne por su título nobiliario cuando deseaba dejarle claro que no estaba de acuerdo con ella.

—Un término medio, tal vez —replicó Daphne, sin caer en la provocación—. Si el señor Selwyn cree que tal cosa es posible, llegado este punto. Por ejemplo, ¿estarían dispuestos los sindicatos a contemplar una propuesta alternativa de salarios y horas, sentándose a negociar para ello con nuestro director ejecutivo?

—Si la junta lo desea —dijo Arthur Selwyn—, a mí no me importaría parlamentar con el líder del USDAW, Don Short. Siempre me ha parecido una persona razonable y honrada, y su lealtad a Trumper’s a lo largo de los años me parece incuestionable.

—¿El director ejecutivo negociando directamente con el representante del sindicato de trabajadores? —ladró Charlie—. ¿Qué será lo siguiente, invitarlo a entrar en la junta?

—Quizás el señor Selwyn debería adoptar un enfoque más informal —dijo Daphne—. Estoy segura de que él sabrá manejar con tacto al señor Short.

—Estoy de acuerdo con lady Wiltshire —dijo el señor Baverstock.

—En tal caso —continuó Daphne—, propongo que autoricemos al señor Selwyn a negociar en nuestro nombre. Y esperemos que sea capaz de encontrar la manera de evitar una huelga general sin ceder a todas las demandas de los sindicalistas.

—Por lo menos estoy dispuesto a intentarlo —dijo Selwyn—. Le presentaré mi informe a la junta en la próxima reunión general.

Una vez más, Becky admiró el modo en que Daphne y Arthur Selwyn habían desactivado una bomba de relojería que al presidente no le habría importado dejar que explotara sobre la mesa de la asamblea.

—Gracias, Arthur —refunfuñó Charlie—. Que así sea. ¿Más asuntos?

—Sí —dijo Becky—. Me gustaría llamar la atención de la junta sobre una venta de plata georgiana que celebraremos dentro de un mes. Los catálogos se repartirán la próxima semana, y espero sinceramente que procuren asistir todos los directores que ese día estén libres.

—¿Cómo fue la última venta de antigüedades? —preguntó el señor Baverstock.

Becky consultó su expediente.

—La subasta recaudó veinticuatro mil setecientas libras, y Trumper’s retuvo el siete y medio por ciento de todos los artículos vendidos. Todos los artículos superaron el precio de salida, menos tres que fueron retirados de la puja.

—Mi curiosidad por el éxito de esa jornada en particular —explicó el señor Baverstock— se debe a que mi esposa compró una alacena de la corte de Carlos II.

—Uno de los artículos más selectos de la subasta.

—Eso debió de pensar mi mujer, porque ofreció por él mucho más de lo que esperaba. Le agradecería que no le enviara el catálogo de esa venta de plata.

Todos los miembros de la junta se rieron.

—En alguna parte he leído —dijo Tim Newman— que Sotheby’s está pensando en aumentar su comisión al diez por ciento.

—Lo sé —dijo Becky—. Precisamente por eso no puedo contemplar la posibilidad de hacer yo lo mismo hasta que no haya pasado al menos un año. Si quiero robarles sus mejores clientes, debo mantener un precio competitivo a corto plazo.

Newman asintió con la cabeza.

—Sin embargo —continuó Becky—, conservando el siete y medio por ciento, los beneficios para 1950 serán menos elevados de lo que esperaba. Pero ese es un problema al que habrá que seguir haciendo frente hasta que los principales vendedores estén dispuestos a recurrir a nosotros.

—¿Y los compradores? —inquirió Paul Merrick.

—Ningún problema con ellos. Mientras tengas productos que vender, los compradores se las apañarán para llegar a tu puerta. Los vendedores representan la savia vital de cualquier casa de subastas, y son tan importantes como los compradores.

—Qué negocio más raro —observó Charlie con una sonrisa—. ¿Más asuntos que tratar?

Cuando nadie dijo nada, Charlie les dio las gracias por asistir a todos los miembros de la junta y se levantó del sillón, señal que siempre indicaba que la asamblea había tocado a su fin.

Becky recogió sus papeles y se encaminó a la galería con Simon.

—¿Has completado ya tus estimaciones para la venta de plata? —preguntó mientras se colaban en el ascensor justo antes de que se cerraran las puertas. Pulsó el botón correspondiente e iniciaron el lento trayecto a la planta baja.

—Sí, terminé anoche. Ciento treinta y dos artículos en total. Calculo que recaudaremos alrededor de siete mil libras.

—Esta mañana por fin he podido ver el catálogo —dijo Becky—. Parece que Cathy ha vuelto a hacer un trabajo de primera. Solo he encontrado un par de errores sin importancia, pero aun así me gustaría echarles un vistazo a las pruebas definitivas antes de enviarlas a imprenta.

—Por supuesto —dijo Simon—. Le pediré que lleve todas las hojas sueltas a tu despacho esta misma tarde.

Salieron del ascensor.

—Esa chica ha resultado ser todo un hallazgo —dijo Becky—. Sabe Dios qué hacía trabajando en un hotel antes de empezar con nosotros. La echaré de menos cuando se vuelva a Australia.

—Se rumorea que está pensando en quedarse.

—Buena noticia —dijo Becky—. Creía que solo iba a pasar un par de años en Londres antes de regresar a Melbourne.

—Ese era su plan original. Sin embargo, creo que la he convencido para que prolongue su estancia un poco más.

A Becky le habría gustado pedirle a Simon que se explicara con más lujo de detalles, pero en cuanto hubo puesto un pie la galería se vio rodeada de empleados ansiosos por reclamar su atención.

Tras resolver las distintas cuestiones que le plantearon, le encargó a una de las muchachas del mostrador que localizara a Cathy.

—No está aquí en estos momentos, lady Trumper —dijo la empleada—. La vi salir hace aproximadamente una hora.

—¿Sabes adónde ha ido?

—No tengo ni idea, lo siento.

—Bueno, dile que se presente en mi despacho en cuanto regrese. Mientras tanto, ¿te importaría mandarme las pruebas para el catálogo de la subasta de plata?

Becky se detuvo aún varias veces en el camino de vuelta a su oficina para hablar de otros problemas de la galería que habían surgido en su ausencia, por lo que, para cuando se hubo sentado por fin a su mesa, las pruebas que había solicitado ya estaban esperándola. Empezó a pasar las hojas despacio, contrastando cada una de las entradas con su fotografía y la descripción detallada. Estaba estudiando la imagen del recipiente para la mostaza por el que Charlie había pujado en exceso en Christie’s unos años antes cuando llamaron a la puerta y una joven asomó la cabeza.

—¿Quería usted verme?

—Sí. Adelante, Cathy. —Becky miró a la muchacha, alta y esbelta, con una mata de cabello rubio rizado y un rostro que aún no había perdido todas sus pecas. Aunque le gustaba pensar que su figura había sido alguna vez por lo menos igual de atractiva que la de Cathy, el espejo del cuarto de baño le recordaba despiadadamente que su quincuagésimo cumpleaños estaba cada día un poquito más cerca—. Solo quería revisar las pruebas definitivas del catálogo para la venta de plata antes de enviarlas a imprenta.

—Perdón por no haber estado aquí cuando volvió usted de la reunión de la junta —se disculpó Cathy—. Es solo que ha pasado una cosa y estaba preocupada. Quizás esté exagerando, pero pensé que debería contárselo de todas formas, por si acaso.

Becky se quitó las gafas, las dejó encima de la mesa y observó con atención a su interlocutora.

—Te escucho.

—¿Se acuerda del hombre que se levantó durante la subasta italiana y provocó toda aquella polémica con el Bronzino?

—Cómo podría olvidarlo.

—Bueno, pues ha estado en la galería otra vez esta mañana.

—¿Estás segura?

—Prácticamente. Fornido, canoso, con el bigote parduzco y la piel macilenta. Incluso tuvo la desfachatez de usar el mismo conjunto espantoso de chaqueta de tweed con corbata amarilla.

—¿Qué quería esta vez?

—No lo tengo muy claro, aunque estuve vigilándolo de cerca. No habló con ningún empleado, pero mostró mucho interés por algunos de los artículos que se van a poner a la venta en la subasta de plata…, en particular el lote número diecinueve.

Becky se puso las gafas de nuevo y pasó las páginas del catálogo hasta encontrar el lote en cuestión.

—Un servicio para el té compuesto por cuatro piezas de plata georgiana, tetera, azucarero, colador y pinzas para los terrones, con un ancla como sello distintivo. —Se fijó en las letras «AH» impresas al margen—. Valor estimado: setenta libras. Uno de nuestros mejores artículos.

—Valoración con la que él debe de estar de acuerdo —replicó Cathy—, porque se tiró un buen rato examinando las piezas una por una y tomó varios apuntes antes de irse. Llegó incluso a comparar la tetera con una fotografía que llevaba encima.

—¿Nuestra?

—No, creo que esa era suya.

—Conque sí, ¿eh? —Becky volvió a inspeccionar la imagen que ilustraba el catálogo.

—La razón de que yo no estuviera aquí cuando usted volvió de la reunión de la junta es que, cuando el hombre se fue de la galería, decidí seguirlo.

—Buena rapidez de reflejos —dijo Becky con una sonrisa—. ¿Y dónde se metió nuestro hombre misterioso?

—Acabó en Chester Square —dijo Cathy—. En una casa bastante grande que hay hacia la mitad de la calle, a mano derecha. Introdujo un sobre por la ranura para el correo sin llamar a la puerta.

—¿El número 19?

—El mismo. —Cathy se mostró sorprendida—. ¿Conoce usted esa casa?

—Solo la he visto por fuera —dijo Becky por toda explicación.

—¿Puedo hacer algo más para ayudar?

—Pues sí, la verdad. Para empezar, ¿recuerdas algún detalle en concreto del cliente que trajo ese lote para ponerlo a la venta?

—Y tanto —replicó Cathy—, porque tuve que acudir al mostrador principal para lidiar con la mujer en cuestión. —Hizo una pausa antes de añadir—: No recuerdo cómo se llamaba, pero era bastante mayor y muy…, «señorial», creo que se la podría describir así. —Cathy titubeó antes de continuar—. Creo que venía de Nottingham. Me contó que había heredado el juego de té de su madre. Aunque no le hacía gracia desprenderse de una reliquia de la familia, «en las adversidades sale a la luz la virtud». Se me quedó grabada esa expresión, porque no la había oído antes.

—¿Y qué dijo el señor Fellowes cuando le enseñaste ese juego?

—Que era uno de los mejores ejemplos de su época que se hubieran subastado nunca…, todas las piezas están prácticamente nuevas. Peter está convencido de que alcanzarán un buen precio, como se deduce de su precio estimado.

—En tal caso —dijo Becky—, lo mejor será que llamemos directamente a la policía. Solo faltaría que nuestro hombre misterioso volviera a levantarse para anunciar que también estos artículos son el botín de algún robo.

Agarró el teléfono que había encima de su mesa y pidió que la conectaran con Scotland Yard. Instantes después se puso al aparato el inspector Deakins, del Departamento de Investigación Criminal, que, tras escuchar los pormenores de lo que había sucedido esa mañana, accedió a acercarse a la galería lo antes posible.

El inspector llegó poco después de las tres, acompañado por un sargento. Becky los llevó directamente a ver al director del departamento. Peter Fellowes le señaló un rasguño diminuto que había encontrado en una de las bandejas de plata. Becky frunció el ceño. El hombre dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la mesa central, donde se exhibían las cuatro piezas del servicio para el té.

—Una preciosidad. —El inspector se agachó para examinar el sello distintivo—. Birmingham..., de alrededor de 1820, diría yo.

Becky enarcó una ceja.

—Es mi afición —le explicó el inspector—. Seguramente por eso termino siempre encargándome yo de estos casos.

Sacó una carpeta del maletín que portaba y consultó varias fotografías, junto con las descripciones detalladas de varios artículos de plata sustraídos recientemente en el área de Londres. Una hora más tarde, convino con Fellowes en que ninguno de ellos coincidía con la descripción del juego de té georgiano.

—Bueno, no se ha denunciado el robo de ningún otro objeto que coincida con estos artículos en particular —admitió—. Y los han pulido ustedes tan bien —añadió, mirando a Cathy de reojo— que encontrar alguna huella dactilar resulta tarea imposible.

—Perdón —se disculpó la muchacha, ruborizándose ligeramente.

—No, señorita, usted no tiene la culpa de nada. Ojalá mis piezas tuvieran tan buen aspecto. En cualquier caso, debería hablar con la policía de Nottingham, por si acaso ellos tuvieran algo en sus expedientes. De no ser así, enviaré una descripción a todas las comisarías del Reino Unido, por si las moscas. Y les pediré también que investiguen a la señora…

—Dawson —dijo Cathy.

—Eso, a la señora Dawson. Podría llevarnos algo de tiempo, claro, pero les avisaré en cuanto nos enteremos de algo.

—Mientras tanto, nuestra subasta está programada para dentro de tres semanas, el martes —le recordó Becky al inspector.

—Bueno, intentaré darles el visto bueno antes de que llegue ese día —prometió el hombre.

—¿Dejamos esa página en el catálogo o deberíamos retirar los artículos? —preguntó Cathy.

—Oh, no, no retire usted nada. Deje el catálogo exactamente igual, por favor. Quizás alguien reconozca el juego y se ponga en contacto con nosotros.

Alguien lo había reconocido ya, pensó Becky.

—Ya que estamos —continuó el inspector—, se lo agradecería si pudiera enviarme una copia de la fotografía del catálogo además de prestarme uno de los negativos durante un par de días.

Esa noche, durante la cena, cuando Charlie se enteró de lo que había pasado con el servicio de plata georgiana, su consejo fue muy sencillo: retirar las piezas de la subasta… y concederle a Cathy un ascenso.

—La primera sugerencia no es tan fácil como parece —dijo Becky—. Íbamos a enviar el catálogo a los compradores esta misma semana. ¿Y cómo le explicaríamos a la señora Dawson la retirada de esa reliquia de la familia de su anciana madre?

—Diciendo que no pertenecía a su anciana madre, para empezar, y que lo has retirado porque tienes razones fundadas para pensar que se trata de objetos robados.

—Si hiciéramos eso y más adelante descubriéramos que la señora Dawson es totalmente inocente de semejante acusación, nos podríamos enfrentar a una denuncia por incumplimiento del contrato. Si decidiera llevarnos a juicio, tendríamos todas las de perder.

—Si la tal señora Dawson es «totalmente inocente», como sugieres, ¿a qué viene ese interés de la señora Trentham por su juego de té? Porque algo me dice que ya tiene uno.

Becky se rio.

—Eso está claro. Lo sé porque lo he visto con mis propios ojos, aunque nunca haya catado la taza prometida.

 

El inspector Deakins llamó a Becky tres días más tarde para informar de que a la policía de Nottingham no le constaba que se hubiera robado nada que encajase con la descripción de ese servicio para el té; también le habían confirmado que era la primera vez que oían hablar de la señora Dawson. Después de eso, había enviado los particulares sobre el caso a todas las comisarías del país.

—Sin embargo —añadió—, no todas las fuerzas del orden se muestran igual de dispuestas a cooperar con el Met cuando de intercambiar información se trata.

Mientras Becky colgaba el teléfono, decidió dar luz verde a los catálogos y enviarlos a pesar de los reparos de Charlie. Se publicaron ese mismo día, junto con las invitaciones para la prensa y un puñado de clientes selectos.

Un par de periodistas solicitaron sendas entradas para asistir al acto. Becky, inusitadamente suspicaz, decidió comprobar antes sus credenciales; la tranquilizó comprobar que ambos trabajaban para diarios de tirada nacional y ya habían cubierto varias subastas de Trumper’s en el pasado.

Simon Matthews opinaba que la reacción de Becky era exagerada, mientras que Cathy estaba de acuerdo con sir Charles en que lo más prudente sería retirar el servicio para el té de la subasta hasta que Deakins les diera el visto bueno.

—Si tuviera que retirar un lote cada vez que ese hombre se interesa por alguno de nuestros artículos —dijo Simon—, podríamos echar el candado e ir pensando en dedicarnos a otra cosa.

El lunes antes de que tuviera lugar la subasta, el inspector Deakins llamó para preguntar si podía ver a Becky lo antes posible. Llegó a la galería treinta minutos después, acompañado de nuevo por su sargento. En esta ocasión, lo único que sacó de su maletín fue un ejemplar del Evening Express de Aberdeen, con fecha del 15 de octubre de 1949.

Deakins solicitó permiso para inspeccionar el juego de té una vez más. Después de que Becky se mostrara conforme, el policía contrastó meticulosamente cada una de las piezas con una fotografía publicada en las páginas interiores del periódico.

—Son idénticas, sin lugar a dudas —anunció tras realizar una segunda comparación. Le enseñó la fotografía a Becky.

Cathy y Peter Fellowes inspeccionaron también los artículos mientras observaban atentamente la ilustración del diario, y tuvieron que coincidir con Deakins en que el parecido era insólito.

—El Museo de la Plata de Aberdeen denunció el robo de estos artículos hace aproximadamente tres meses —les informó el inspector—. La condenada policía local ni siquiera se dignó darnos parte de los hechos. Seguro que pensaron que no era de nuestra incumbencia.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Becky.

—La policía de Nottingham ya ha visitado a la señora Dawson, donde encontraron varias joyas y más objetos de plata escondidos por toda la casa. La mujer ha sido trasladada a la comisaría para, como diría la prensa, «ayudar a las autoridades en su investigación». —Guardó el periódico en su maletín—. Les llamaré más tarde para corroborar mi teoría y me imagino que se le abrirá expediente hoy mismo. Sin embargo, me temo que debo llevarme el juego de té para que Scotland Yard lo procese.

—Por supuesto —dijo Becky.

—Mi sargento le expedirá un justificante, lady Trumper. Muchas gracias por su colaboración. —El inspector hizo una pausa mientras contemplaba el juego de té con anhelo—. El sueldo de un mes —suspiró—, robado sin sombra de escrúpulos.

Se levantó el sombrero para despedirse y los dos agentes salieron de la galería.

—Bueno —dijo Cathy—, ¿qué hacemos ahora?

—No podemos hacer gran cosa. —Becky exhaló un suspiro—. Seguiremos adelante con la subasta, como si no hubiera pasado nada, y cuando le llegue el turno a este lote anunciaremos que hemos tenido que retirarlo.

—Pero entonces nuestro hombre misterioso se levantará de un salto y dirá: «¿No se trata de otro ejemplo de anunciar objetos robados y tener que retirarlos en el último momento?». Más que una casa de subastas —añadió Simon, levantando la voz de indignación—, pareceremos una casa de empeños. ¿Por qué no colgamos tres bolas en la puerta principal y colocamos una reja para que la gente sepa qué clase de clientela esperamos atraer?

Becky no reaccionó.

—Ya que todo este asunto te afecta de una forma tan personal, Simon, ¿por qué no intentas darle la vuelta a la tortilla y extraer alguna ventaja de ello? —sugirió Cathy.

—¿A qué te refieres? —preguntó Becky mientras Simon y ella se giraban para mirar a la australiana.

—Debemos conseguir que la prensa se ponga de nuestra parte, para variar.

—No sé muy bien si te entiendo.

—Podríamos llamar a ese periodista del Telegraph…, ¿cómo se llamaba? Barker…, y concederle una exclusiva.

—¿Qué conseguiríamos con eso?

—Esta vez tendrá nuestra versión de los hechos. Seguro que se alegra de ser el único periodista con acceso a información privilegiada, sobre todo después del fiasco del Bronzino.

—¿Crees que le interesará cubrir la historia de un servicio de plata valorado en setenta libras?

—¿Con un museo escocés implicado y una ladrona profesional detenida en Nottingham? Claro que le interesará. Sobre todo si no se lo contamos a nadie más.

—¿Te gustaría hablar personalmente con el señor Barker, Cathy? —preguntó Becky.

—Usted déjeme probar.

A la mañana siguiente, el Daily Telegraph publicó un artículo en la página tres, pequeño pero prominente, en el que informaba a sus lectores de que Trumper’s, la prestigiosa casa de subastas, había avisado a la policía para confirmar el origen de un servicio para el té de plata georgiana que resultó haber sido sustraído del Museo de la Plata de Aberdeen. Desde entonces, la policía había procedido a la detención de una mujer presuntamente culpable de haber robado el juego completo. El artículo continuaba diciendo que el inspector Deakins, de Scotland Yard, había hablado con el Telegraph y citaba sus palabras textuales: «Ojalá todas las galerías y casas de subastas de Londres hicieran gala de la misma escrupulosidad que Trumper’s».

El público asistió en masa a la venta esa tarde, y pese a haber perdido una de las piezas centrales de la subasta, Trumper’s consiguió superar varios de los precios estimados. El hombre de la chaqueta de tweed y corbata amarilla no hizo acto de presencia.

Esa noche, mientras leía el Telegraph en la cama, Charlie preguntó:

—Entonces, ¿no seguiste mi consejo?

—Sí y no —dijo Becky—. Reconozco que no retiré el juego de té de inmediato, pero Cathy sí que ha recibido su ascenso.