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Cathy solo llevaba trabajando once días en la recepción de la casa de subastas cuando Simon Matthews le pidió que le ayudase a preparar el catálogo de la venta italiana. Fue el primero en darse cuenta de que la muchacha, como primera línea de defensa de la casa de subastas, gestionaba la multitud de preguntas que le planteaban sin molestar a nadie buscando una segunda opinión. Se dejaba la piel por Trumper’s igual que había hecho en el Melrose, aunque con una diferencia: ahora su trabajo le parecía gratificante.

Por primera vez en su vida, Cathy se sentía como si formase parte de una familia, puesto que Rebecca Trumper siempre se mostraba relajada y cordial con sus empleados, a los que trataba como iguales. Su sueldo era mucho más generoso que el mínimo imprescindible que había recibido de su antiguo empleador, y la habitación que le habían dado encima de la carnicería del número 135 era un palacio en comparación con su cuartucho en la trastienda del hotel.

Decidida a demostrar su valía en el número 1 de Chelsea Terrace, averiguar más información sobre su padre empezaba a parecerle cada vez menos importante. A fin de preparar el catálogo para la venta italiana, lo primero que tuvo que hacer fue comprobar el historial de los cincuenta y nueve cuadros que se iban a subastar. Para ello recorrió Londres de biblioteca en biblioteca y llamó por teléfono a una galería de arte tras otra, recabando información sobre cada uno de los artículos. Al final, solo uno de los cuadros continuaba siendo un misterio: el de la Virgen María con el Niño Jesús, anónimo y sin más credenciales que haber pertenecido a la colección privada de sir Charles Trumper antes de caer en manos de su actual propietaria, una tal Kitty Bennett.

Cuando Cathy le preguntó a Simon Matthews si podía darle alguna pista sobre la pintura, el director del departamento le dijo que pensaba que podría pertenecer a la escuela de Bronzino.

Simon, que era el encargado de la subasta, continuó sugiriéndole que consultara los libros con recortes de periódicos.

—Casi todo lo que necesitas saber sobre los Trumper está ahí, en alguna parte.

—¿Y dónde puedo encontrarlos?

—En la cuarta planta, en esa habitación tan pequeña que hay al final del pasillo.

Cuando por fin hubo encontrado el cubículo que contenía los archivos, Cathy tuvo que quitar una capa de polvo y alguna que otra telaraña para examinar las reliquias anuales. Se sentó en el suelo para continuar pasando las páginas, cada vez más absorta en el auge de Charles Trumper, desde sus días como propietario de su primera carreta en Whitechapel a la propuesta de sus planes para Trumper’s en Chelsea. Aunque las referencias a aquellos primeros años eran difusas, Cathy encontró un pequeño artículo en el Evening Standard que le llamó la atención. En la esquina superior derecha de la página, amarillenta por el paso del tiempo, estaba impresa la fecha: 8 de septiembre de 1922.

 

En la mañana de ayer, un desconocido muy alto que debía de rondar la treintena, desaliñado y vestido con un viejo gabán del ejército, se coló en el hogar del señor Charles Trumper y su señora, en el 11 de Gilston Road, en Chelsea. El intruso escapó con un pequeño cuadro al óleo sin demasiado valor. La señora Trumper, embarazada de siete meses, se encontraba en la casa en esos momentos y se desplomó a causa de la impresión. Su marido la transportó al hospital de Guy.

A su llegada, el cirujano jefe Armitage realizó una operación de emergencia, pero la pequeña nació muerta. La señora Trumper deberá pasar varios días en observación antes de abandonar el hospital.

A la policía le gustaría entrevistar a todo el que pudiera haber estado en los alrededores en esos momentos.

 

Cathy continuó leyendo otro artículo, fechado tres semanas más tarde.

 

La policía ha encontrado un abrigo del ejército abandonado que podría ser el que llevaba el hombre que entró en el 11 de Gilston Road, en Chelsea, el hogar de Charles Trumper y su señora, en la mañana del 7 de septiembre. El origen de la prenda conduce hasta el capitán Trentham, antiguo miembro de los fusileros reales, quien hasta hace poco servía con su regimiento en la India.

 

Cathy releyó una y otra vez ambos artículos. ¿Podría ser realmente la hija del hombre que había intentado robar a sir Charles y había tenido la culpa de que perdiera a su hija? ¿Y dónde encajaba ese cuadro? ¿Cómo había acabado en poder de la señora Bennett? Y lo más importante de todo, ¿por qué le interesaba tanto a lady Trumper un óleo aparentemente sin importancia de un artista desconocido? Incapaz de responder ninguna de esas preguntas, Cathy cerró el libro de recortes y lo metió debajo de la pila. Tras lavarse las manos, quería volver abajo y plantearle todas esas preguntas a lady Trumper, una por una, pero sabía que era imposible.

Una vez completado el catálogo, cuando ya llevaba una semana a la venta, lady Trumper llamó a Cathy a su despacho. Cathy esperaba que no hubieran encontrado algún error espantoso, o que no se hubiera descubierto algún detalle sobre el cuadro de la Virgen María que ella debería haber descubierto a tiempo para incluirlo en el catálogo.

Cuando Cathy entró en la oficina, Becky dijo:

—Enhorabuena.

—Gracias —replicó Cathy, sin saber muy bien por qué la estaba felicitando.

—Se han vendido todos los ejemplares del catálogo y vamos a tener que sacar una reimpresión para satisfacer tanta demanda.

—Lamento no haber encontrado ninguna información relevante sobre el cuadro de su marido —dijo Cathy, aliviada porque no fuera ese el motivo por el que Rebecca quería verla. También esperaba que su jefa pudiera contarle en confianza cómo había llegado el pequeño óleo a manos de sir Charles, y quizás arrojar algo de luz sobre la conexión entre los Trumper y el capitán Trentham.

—No me sorprende —replicó Becky, sin ofrecer más explicaciones.

«Verá, me he tropezado con un artículo en los archivos que mencionaba a un tal capitán Guy Trentham y me preguntaba…», le habría gustado decir a Cathy, pero guardó silencio.

—¿Te gustaría ser una de las ojeadoras cuando tenga lugar la venta, la semana que viene? —preguntó Becky.

 

El día de la subasta italiana, Simon acusó a Cathy de estar hecha un huracán de energía, cuando lo cierto es que estaba hecha un manojo de nervios por dentro.

Cuando comenzó la puja, los cuadros fueron superando sus respectivos precios estimados uno tras otro, y Cathy se alegró mucho cuando La basílica de san Marcos batió todos los récords para tratarse de un Canaletto.

Se le formó un nudo en la garganta cuando el pequeño óleo de sir Charles reemplazó a la obra maestra. Quizá fuera la forma en que se reflejaba la luz en el lienzo, pero lo cierto era que para ella ya no cabía ninguna duda de que también era una obra maestra. Su primer pensamiento fue que, si tuviera doscientas libras, habría pujado ella misma por él.

El clamor que estalló cuando se hubo retirado el cuadro del caballete no hizo sino intensificar el nerviosismo de Cathy. Sospechaba que el acusador podía estar en lo cierto al afirmar que el cuadro era un Bronzino original. No había visto nunca un ejemplo mejor de sus bebés regordetes con halos iluminados por el sol. Lady Trumper y Simon no cargaron ninguna culpa sobre los hombros de Cathy mientras continuaban asegurándole a todo el que preguntaba que el cuadro era una copia y hacía años que la galería tenía conocimiento de su existencia.

Cuando por fin terminó la subasta, Cathy examinó el albarán para cerciorarse de que todos los artículos estuvieran en el orden correcto y no cupiera ninguna duda sobre quién los había comprado. Simon se encontraba a escasa distancia, hablando con el dueño de otra galería sobre los cuadros que se iban a poner a la venta para particulares después de que no hubieran alcanzado el precio previsto. Se quedó petrificada cuando lady Trumper se dirigió a Simon en cuanto el galerista se hubo marchado para decir:

—La condenada señora Trentham ha vuelto a las andadas. ¿No has visto a esa arpía al fondo de la sala?

Simon asintió con la cabeza, pero no hizo ningún comentario.

Aproximadamente una semana después de que el obispo de Reims hubiera emitido su veredicto, Simon invitó a Cathy a cenar en su apartamento de Pimlico.

—Una pequeña celebración —añadió, explicando que había extendido la invitación a todos los que habían estado implicados directamente en la venta italiana.

Cuando Cathy llegó aquella noche, encontró a varios empleados del departamento de grandes clásicos disfrutando de una copa de vino, y para cuando se sentaron a cenar, Rebecca Trumper era la única que todavía no estaba presente. Cathy experimentó una vez más el entorno familiar que los Trumper creaban incluso en su ausencia. Todos los invitados disfrutaron de una cena suculenta consistente en crema de aguacate seguida de pato silvestre; Simon se había pasado toda la tarde preparándola, según descubrieron. Ella y un joven llamado Julian, que trabajaba en el departamento de incunables, se quedaron para ayudar a recoger los platos después de que los demás se hubieran marchado.

—No os molestéis en fregar nada —dijo Simon—. Mi «chica para todo» se encargará de eso por la mañana.

—La típica actitud machista —replicó Cathy mientras seguía fregando los platos—. Sin embargo, debo confesar que tenía otra razón para quedarme.

—¿Y de qué se trata? —preguntó él mientras agarraba un trapo de cocina y hacía como que intentaba ayudar a Julian a secar la vajilla.

—¿Quién es la señora Trentham? —preguntó Cathy de sopetón. Cuando Simon se giró de golpe para mirarla, la muchacha añadió con torpeza—. Oí que Becky te mencionaba su nombre unos minutos después de que terminara la subasta y el hombre de la chaqueta de tweed que había causado tanto alboroto se hubiera esfumado.

Simon tardó unos instantes en contestar a la pregunta, como si estuviera sopesando lo que debería decir. Dos platos secos más tarde, empezó:

—La historia se remonta a hace mucho tiempo, cuando yo todavía no trabajaba en Trumper’s. Y no olvidemos que Becky y yo estuvimos juntos durante cinco años en Sotheby’s antes de que me pidiera que me uniese a ella en su casa de subastas. Lo cierto es que ignoro por qué se aborrecen tanto la señora Trentham y ella, pero sí sé que el hijo de la señora Trentham, Guy, y sir Charles sirvieron en el mismo regimiento durante la Primera Guerra Mundial, y que Guy Trentham tuvo algo que ver con ese cuadro de la Virgen María y el Niño que tuvimos que retirar de la venta. La única información que ha llegado a mis oídos con el paso de los años es que Guy Trentham se largó a Australia poco después… Oye, que esa era una de mis tazas de café más delicadas.

—Lo siento mucho —dijo Cathy—. Qué torpe soy. —Se agachó para recoger los trozos de porcelana que se habían desperdigado por el suelo de la cocina—. ¿Dónde puedo encontrar otra?

—En el departamento de loza de Trumper’s —dijo Simon—. Cuestan como dos chelines cada una. —Cathy se rio mientras él añadía—: Sigue mi consejo y recuerda que los empleados más antiguos tienen una regla de oro sobre la señora Trentham.

Cathy dejó de recoger los pedazos.

—Nadie pronuncia su nombre delante de Becky a menos que ella saque antes el tema. Y no menciones nunca el nombre de Trentham en presencia de sir Charles. De lo contrario, es muy probable que te despidiera en el acto.

—Creo que no corro ningún peligro en ese sentido. Todavía no lo conozco. De hecho, lo más cerca que he estado de él fue cuando lo vi sentado en la séptima fila durante la subasta italiana.

—Bueno, por lo menos eso sí tiene arreglo. ¿Te apetecería acompañarme a la fiesta de que celebran los Trumper el próximo jueves para inaugurar su nueva casa en Eaton Square?

—¿Lo dices en serio?

—Por supuesto —replicó Simon—. De todas formas, no creo que sir Charles viera con buenos ojos que me presentara con Julian.

—¿No les parecerá presuntuoso que una empleada con tan poca antigüedad aparezca del brazo del director del departamento?

—A sir Charles seguro que no. Ese hombre desconoce el significado de la palabra «presuntuoso».

 

Cathy aprovechó los descansos para almorzar para dedicar varias horas a recorrer las tiendas de Chelsea antes de seleccionar lo que le pareció el atuendo adecuado para la fiesta de inauguración del hogar de los Trumper. Al final se decantó por un vestido amarillo con una banda en la cintura que la dependienta describió como adecuado para una fiesta de gala. En el último momento le dio miedo que, por su escasa longitud, pudiera ser demasiado atrevido para semejante ocasión. Sin embargo, cuando Simon la recogió en el 135, su primer comentario fue:

—Vas a causar sensación, te lo aseguro.

Su confianza sin reservas le infundió seguridad en sí misma, por lo menos hasta que llegaron al hogar de los Trumper, en Eaton Square.

Mientras Simon llamaba a la puerta de la residencia de su empleador, Cathy esperó que no resultara demasiado evidente que era la primera vez que la invitaban a un sitio tan bonito. Sin embargo, se olvidó de todos sus reparos en cuanto el mayordomo los invitó a pasar. Su mirada se posó de inmediato en el banquete que los esperaba. Mientras los demás invitados daban cuenta de las aparentemente interminables reservas de champagne y saqueaban las bandejas de canapés, ella concentró su atención en otra parte e incluso empezó a subir la escalera, saboreando aquella colección de manjares para la vista uno por uno.

Primero un Courbert, una naturaleza muerta de exuberantes rojos, naranjas y verdes; después un Picasso con dos palomas rodeadas de pétalos rosas cuyos picos se rozaban hasta casi tocarse; a continuación, un Pissarro en el que una anciana acarreaba una brazada de heno, con el conjunto dominado por distintos tonos de verde. Pero lo que le arrebató el aliento fue el Sisley, cuyos tonos pastel convergían sobre un tramo del Sena.

—Ese es mi favorito —dijo una voz a su espalda. Al girarse, Cathy vio a un joven muy alto con el pelo alborotado y una sonrisa contagiosa. La chaqueta que llevaba puesta no parecía de su talla, tenía la pajarita torcida y se apoyaba en la barandilla como si dependiera de ella para mantenerse de pie.

—Es muy bonito —admitió—. De joven me gustaba pintar, pero fue precisamente Sisley el que me convenció de que desistiera.

—¿Por qué?

Cathy suspiró.

—Sisley acabó ese cuadro cuando tenía diecisiete años y todavía estaba estudiando.

—Santo cielo, pero si estoy en presencia de toda una experta —dijo el desconocido, arrancándole una sonrisa a Cathy—. Creo que deberíamos ir a ver las obras del pasillo de arriba.

—¿Crees que a sir Charles le molestará?

—Lo dudo —replicó el muchacho—. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tendría ser un coleccionista si los demás nunca pueden admirar lo que tienes?

Envalentonada por su confianza, Cathy subió otro escalón.

—Magnífico —dijo—. Un Sickert de la primera época. No salen casi nunca al mercado.

—Está claro que trabajas en una galería de arte.

—Trabajo en Trumper’s —declaró Cathy con orgullo—. En el número 1 de Chelsea Terrace. ¿Y tú?

—Yo también trabajo para los Trumper, más o menos.

Cathy vio por el rabillo del ojo a sir Charles, que acababa de salir de una de las habitaciones de la planta de arriba. Su primer encuentro con el presidente. Le habría gustado desaparecer por el ojo de una cerradura, como a Alicia, pero su compañero se mantuvo imperturbable, como si estuviera en su casa.

El anfitrión sonrió mientras bajaba por las escaleras.

—Hola —dijo al llegar a su altura—. Soy Charlie Trumper y ya he oído hablar de usted, jovencita. La vi en la subasta italiana, por supuesto. Becky me ha contado que está haciendo usted un trabajo estupendo. Enhorabuena por el catálogo, por cierto.

—Gracias, señor —dijo Cathy, sin saber muy bien cómo reaccionar mientras el presidente reanudaba su descenso, encadenando una frase tras otra como una ametralladora sin prestarle la menor atención a su acompañante.

—Veo que ya conoce a mi hijo —añadió sir Charles, girando la cabeza para mirarla—. No se deje engañar por esa cara de empollón. En el fondo está hecho un granuja, como su padre. Enséñale el Bonnard, Daniel.

Dicho lo cual, sir Charles se metió en la sala de estar.

—Ah, sí, el Bonnard. El ojito derecho de mi padre —dijo Daniel—. La excusa perfecta para llevarme una chica al dormitorio.

—¿Eres Daniel Trumper?

—No, qué va. Yo soy Raffles, el célebre ladrón de obras de arte —dijo Daniel mientras tomaba a Cathy de la mano y la conducía a la habitación de sus padres, en la planta de arriba—. Bueno, ¿qué te parece?

—Asombroso —fue lo único que Cathy acertó a decir mientras contemplaba el enorme desnudo de Bonnard (de su amante, Maria, secándose) que colgaba sobre la cama de matrimonio.

—Mi padre se siente tremendamente orgulloso de esta señorita en particular —le explicó Daniel—. Como nos recuerda siempre que puede, solo pagó trescientas guineas por ella. Casi tan buena ganga como el…

Daniel dejó la frase inacabada flotando en el aire.

—Tiene un gusto excelente.

—El ojo sin formación más certero de todo el negocio, dice siempre mi madre. Y como todos los cuadros que hay en esta casa los ha elegido él, ¿quién soy yo para llevarle la contraria?

—¿Tu madre no ha escogido ninguno?

—Ni uno solo. Mi madre es vendedora por naturaleza, mientras que mi padre es un comprador nato, una combinación sin rival desde que Duveen y Berenson acorralaron el mercado de las obras de arte.

—Esos dos deberían haber acabado en la cárcel —dijo Cathy.

—Sospecho que mi padre acabará en el mismo sitio que Duveen.

Cathy se rio.

—Creo que deberíamos bajar y comer algo antes de que se agoten las existencias.

Cuando entraron en el salón, Daniel se acercó a la mesa que había al fondo de la habitación, echó mano de dos tarjetas de comensales y les dio la vuelta.

—Vaya, señorita Ross, que me aspen —dijo el muchacho, ofreciéndole una silla mientras los demás invitados empezaban a ocupar sus lugares—. Después de tanto parlotear para nada, resulta que nos ha tocado sentarnos uno al lado del otro.

Cathy se sentó junto a él con una sonrisa y se fijó en una joven de aspecto tímido que buscaba su tarjeta desesperadamente alrededor de la mesa. Poco después, Daniel respondía a todas sus preguntas sobre Cambridge y le pedía que se lo contara todo sobre Melbourne, ciudad en la que no había estado nunca, le dijo.

—¿Y a qué se dedican tus padres? —llegó por fin la inevitable pregunta.

—No lo sé —replicó Cathy sin titubear—. Soy huérfana.

Daniel esbozó una sonrisa.

—En tal caso, estamos hechos el uno para el otro.

—¿Y eso?

—Soy hijo de un verdulero y una panadera de Whitechapel. ¿Una huérfana de Melbourne, has dicho? Te aseguro que en el orden social estás un escalafón por encima de mí.

Cathy se rio mientras Daniel rememoraba los primeros pasos profesionales de sus progenitores, y conforme transcurría la velada empezó a darse cuenta de que este podría ser el primer hombre con el que no le importaba hablar de su inexplicable y misterioso pasado.

Cuando se hubo retirado el último plato y se quedaron disfrutando de la sobremesa, Cathy notó que la chica tímida se había colocado directamente detrás de su silla. Daniel se levantó para presentarle a Marjorie Carpenter, catedrática de matemáticas de Girton. Era evidente que la muchacha había acudido a la fiesta en calidad de invitada de Daniel y se había llevado una sorpresa, por no decir una decepción, al ver que no iba a sentarse a su lado durante la cena.

Los tres conversaron sobre la vida en Cambridge hasta que la marquesa de Wiltshire usó una cuchara para aporrear la mesa y reclamar la atención de todos los presentes antes de pronunciar un discurso aparentemente improvisado. Cuando anunció el brindis por fin, todos se pusieron en pie y levantaron sus copas por Trumper’s. A continuación, la marquesa le dio a sir Charles una maqueta a escala de Trumper’s con forma de caja de plata para los puros; a juzgar por la cara que puso el presidente, era indudable que el regalo le había encantado. Tras unas palabras tan ingeniosas como poco improvisadas, sospechó Cathy, sir Charles volvió a sentarse en su silla.

—Debería irme ya —anunció Cathy unos minutos más tarde—, que mañana tengo que madrugar. Ha sido un placer conocerte, Daniel —añadió en un arrebato de formalidad. Se dieron la mano como si fueran dos desconocidos.

—Espero que podamos volver a hablar pronto —dijo él mientras Cathy iba a darle las gracias a los anfitriones por una velada tan memorable. Se marchó sola, pero no antes de ver que Simon estaba enfrascado en una conversación con una muchacha rubia que se había incorporado a la galería hacía poco para trabajar en el departamento de tapices y alfombras.

Salió de Eaton Square y cruzó Chelsea Terrace dando un paseo, saboreando hasta el último momento de la noche. Cuando llegó a su pequeño apartamento en el número 135, escasos minutos después de las doce, se sintió un poquito como Cenicienta.

Mientras se desvestía, Cathy pensó en lo mucho que le había gustado la fiesta, sobre todo por la compañía de Daniel. También la había llenado de gozo ver tantas obras de sus artistas predilectos. Se preguntó si… El sonido del teléfono interrumpió sus cavilaciones.

Puesto que ya era medianoche pasada, descolgó pensando que alguien se habría equivocado de número.

—Te dije que esperaba volver a hablar pronto contigo —dijo una voz.

—Acuéstate, botarate.

—Ya estoy en la cama. Hablamos por la mañana —añadió la voz. Cathy oyó un chasquido.

Daniel llamó de nuevo a la mañana siguiente, poco después de las ocho.

—Acabo de salir del baño —dijo ella.

—Entonces debes de estar como la Maria del cuadro. Debería ir a ayudarte a elegir una toalla.

—Ya estoy envuelta en una, gracias.

—Lástima —dijo Daniel—. Soy un secador experto. Pero ya que eso no puede ser —añadió sin darle tiempo a replicar—, ¿te apetece que nos veamos este sábado en el Trinity? Hay una fiesta en la universidad. Solo tenemos un par de ellas por evaluación, así que, como me digas que no, será imposible que volvamos a vernos hasta dentro de por lo menos tres meses.

—Siendo así, acepto. Pero solo porque hace siglos que no voy a ninguna fiesta académica.

El viernes siguiente, tras haber pedido el sábado libre en la galería, Cathy llegó a Cambridge en tren para descubrir a Daniel esperándola en el andén. Aunque la junta directiva del Trinity College tenía fama de intimidar incluso al más intrépido de sus invitados, lo cierto es que Cathy se sintió muy cómoda rodeada de catedráticos. Pese a todo, no pudo por menos de preguntarse cómo era posible que tantos de ellos fuesen tan ancianos si tenían por costumbre pegarse esos atracones.

—No se puede comer solo pan —dijo Daniel por toda explicación durante el transcurso del banquete de siete platos.

La muchacha se imaginó que la bacanal debía de haber terminado cuando los llevaron a la logia del decano, tan solo para descubrir que los aguardaban aún más manjares, acompañados de una escancia de oporto que pasaba de mano en mano sin cesar y nunca parecía quedarse vacía. Consiguió escapar, a la larga, pero no antes de que el reloj de la torre del Trinity hubiera dado las doce. Daniel la escoltó a una habitación de invitados, al otro lado del patio principal, y le sugirió asistir juntos a los maitines en King’s College a la mañana siguiente.

—Menos mal que no me has pedido que te acompañe a desayunar —dijo Cathy mientras Daniel la besaba en la mejilla antes de darle las buenas noches.

El cuarto que Daniel había reservado para Cathy era aún más pequeño que el del 135, a pesar de lo cual se quedó dormida en cuanto su cabeza tocó la almohada, y solo consiguió despertarla un coro de campanas que dedujo que debían de ser las de la capilla de King’s College.

Daniel y Cathy llegaron a la puerta de la capilla momentos antes de que los cantores cruzaran la nave desfilando en fila de a uno. Los himnos que entonaron le parecieron aún más conmovedores que en la grabación para gramófono que ella tenía, con tan solo la foto del coro en la funda para sugerir cómo debía de ser realmente la experiencia en directo.

Una vez finalizada la ceremonia, Daniel le sugirió dar un paseo por los Backs «para terminar de despejar la cabeza». La tomó de la mano y ya no se la soltó hasta que hubieron regresado al Trinity, una hora más tarde, para disfrutar de un almuerzo ligero.

Por la tarde le enseñó el museo Fitzwilliam, donde Cathy se quedó embelesada delante del Saturno devorando a su hijo de Goya.

—Me recuerda al banquete de anoche —bromeó Daniel antes de llevarla al Queens’ College, donde escucharon el recital de una fuga de Bach interpretada por un cuarteto de cuerda integrado por estudiantes. Cuando se marcharon, las farolas que jalonaban Silver Street ya habían empezado a parpadear.

—Saltémonos la cena, por favor —imploró Cathy con una sonrisa mientras regresaban dando un paseo por el Puente Matemático.

Daniel se rio por lo bajo y, tras parar en el Trinity para recoger su maleta, la llevó sin ninguna prisa a Londres en su pequeño MG.

—Gracias por este fin de semana tan maravilloso —dijo Cathy cuando Daniel hubo aparcado delante del 135—. De hecho, «maravilloso» se queda corto para describir los dos últimos días.

Daniel la besó con ternura en mejilla.

—Repitámoslo el fin de semana que viene —sugirió.

—Ni loca. Quiero decir, a menos que fuese mentira eso de que te gustan las mujeres delgadas.

—De acuerdo, repitámoslo sin tanta comida y tal vez incluso con algún partido de tenis entremedias. Podría ser mi única oportunidad de comprobar la calidad del equipo suplente de la Universidad de Melbourne.

Cathy se rio.

—¿Le darás las gracias a tu madre por invitarme a la fiesta del jueves? Ha sido una semana realmente memorable.

—Lo haría, pero lo más probable es que tú la veas antes que yo.

—¿No vas a quedarte a dormir en casa de tus padres?

—No, tengo que volver a Cambridge. Me toca tutoría mañana a las nueve.

—Podrías haber tomado el tren.

—Entonces habría tenido dos horas menos para disfrutar de tu compañía —replicó Daniel mientras le decía adiós con la mano.