La primera vez que se acostaron juntos, en la incómoda cama individual de la acogedora aunque diminuta habitación de Daniel, Cathy supo que le gustaría pasar el resto de su vida con él. Ojalá no fuera hijo de sir Charles Trumper.
Le rogó que no les contara a sus padres que se estaban viendo con tanta frecuencia. Estaba decidida a demostrar su valía en Trumper’s, le explicó, y no quería ningún trato de favor por estar saliendo con el hijo del jefe.
La subasta de plata, el encuentro con el hombre de la corbata amarilla y su posterior soplo al periodista del Telegraph le infundieron la seguridad que necesitaba para atreverse a confesarles a los Trumper que se había enamorado de su hijo.
El lunes después de la venta de plata, Becky invitó a Cathy a unirse a la junta directiva de la casa de subastas, que hasta entonces solo había estado formada por Simon, Peter Fellowes (el director de investigación) y la propia Becky.
Esta quería asimismo que Cathy preparase el catálogo de la subasta impresionista de otoño y asumiera varias responsabilidades más, incluida la supervisión general del mostrador principal.
—Próxima parada: un puesto en la junta directiva —bromeó Simon.
Esa misma mañana, Cathy llamó a Daniel por teléfono para contarle todas las nuevas.
—¿Significa eso que por fin podemos dejar de engañar a mis padres?
Cuando el padre de Daniel lo llamó unas semanas más tarde para decirle que su madre y él pensaban bajar a Cambridge, pues querían hablar de «algo importante» con él, Daniel los invitó a tomar el té en su habitación el domingo siguiente, no sin antes advertirles que también él tenía «algo importante» que contarles.
Daniel y Cathy hablaron por teléfono a diario esa semana, y la muchacha empezó a pensar que sería buena idea avisar por lo menos a los padres de Daniel de que ella también iba a estar presente cuando tomaran el té. Daniel descartó la idea, sin embargo, alegando que rara vez se le presentaba la oportunidad de robarle el protagonismo a su padre y no tenía la menor intención de dejar escapar esa ocasión de ver la cara de sorpresa que ponían los dos.
—Y te contaré otro secreto —dijo Daniel—. He solicitado un puesto como profesor de matemáticas en King’s College, en Londres.
—No sabe usted el sacrificio que está haciendo, doctor Trumper —replicó Cathy en tono de broma—, porque cuando se venga a vivir a Londres no seré capaz de alimentarlo como hacen en el Trinity.
—Estupenda noticia. Así no tendré que visitar tan a menudo a mi sastre.
El té que sirvió Daniel no podría haber sido una ocasión más feliz, pensó Cathy, aunque Becky parecía un poco nerviosa al principio; nerviosismo que se intensificó tras recibir la misteriosa llamada de un tal señor Baverstock.
El entusiasmo con el que sir Charles recibió la noticia de que Daniel pensaba casarse durante las vacaciones de pascua era tan inconfundiblemente sincero como el alborozo de Becky ante la perspectiva de que Cathy se convirtiese en su nuera. Charlie sorprendió a Cathy cambiando repentinamente de tema para preguntar quién había pintado la acuarela que había encima de la mesa de Daniel.
—Cathy —respondió Daniel por ella—. Por fin vamos a tener una artista en la familia.
—¿También pintas, jovencita? —preguntó Charlie, sorprendido.
—Y tanto que sí —dijo Daniel, contemplando la acuarela—. Es mi regalo de pedida —explicó—. Más aún, se trata del único original que ha pintado Cathy desde que llegó a Inglaterra, así que su valor es incalculable.
—¿Te importaría pintar uno para mí? —preguntó Charlie tras examinar más detenidamente la pequeña acuarela.
—Será un placer —replicó Cathy—. Pero ¿dónde podría colgarlo? ¿En la cochera?
Después del té, los cuatro salieron a pasear por los Backs. Cathy se sintió un poco decepcionada cuando los padres de Daniel, que parecían deseosos de volver a Londres, se disculparon por no poder asistir a la capilla con ellos.
A su regreso de la misa de vísperas, tras hacer el amor en la cama de Daniel, Cathy le confesó que no veía el momento de que llegaran por fin las vacaciones de pascua.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó él.
—Creo que la regla ya se me ha retrasado una semana.
Daniel se alegró tanto con la noticia que se dispuso a llamar a sus padres para compartir su entusiasmo con ellos.
—No seas tonto —dijo Cathy—. Todavía no hay nada confirmado. Tan solo espero que tus padres no se escandalicen cuando se enteren.
—¿Escandalizarse? Serían las personas menos indicadas para ello. Ni siquiera se casaron hasta una semana después de que yo naciera.
—¿Cómo lo sabes?
—He comparado la fecha en mi partida de nacimiento, en Somerset House, con la de su certificado de matrimonio. Así de fácil. Es como si nadie quisiera reconocer de quién era.
Esa última frase bastó para convencer a Cathy de que debía resolver el misterio de su posible vínculo con la señora Trentham de una vez por todas, antes de la boda. Aunque Daniel había conseguido distraerla del problema de su parentesco durante un año, no soportaba la idea de que los Trumper pensaran más adelante que había intentado engañarlos, o peor aún, que tenía algún tipo de relación con esa mujer a la que aborrecían sobre todas las cosas. Ahora que Cathy había descubierto por casualidad dónde vivía la señora Trentham, decidió mandarle una carta en cuanto volviera a Londres.
Redactó un borrador el domingo por la noche y madrugó a la mañana siguiente para escribir la versión definitiva:
135 Chelsea Terrace
Londres SW3
27 de noviembre de 1950
Estimada señora Trentham:
Me pongo en contacto con usted, pese a ser una completa desconocida, con la esperanza de que pueda ayudarme a resolver un misterio que me angustia desde hace años.
Nací en Melbourne, Australia, y nunca he conocido a mis padres, puesto que me abandonaron cuando yo era aún muy pequeña. Me crie en el orfanato de St. Hilda. El único recuerdo que conservo de la existencia de mi padre es una Cruz Militar en miniatura que me dio antes de desaparecer para siempre. Grabadas en una de las aspas se pueden leer las iniciales «G.F.T.».
El conservador del museo de los fusileros reales de Hounslow me ha confirmado que esa medalla se la concedieron al capitán Guy Francis Trentham el 22 de julio de 1918, por el valor demostrado durante la segunda batalla del Marne.
¿Sería posible que usted estuviera relacionada con Guy y que él fuese mi padre? Le agradeceré cualquier información que pudiera proporcionarme sobre este particular, y le pido disculpas por esta invasión de su intimidad.
Quedo a la espera de recibir noticias suyas.
Un cordial saludo,
Cathy Ross
Camino del trabajo, Cathy echó el sobre en el buzón de la esquina de Chelsea Terrace. Después de tantos años esperando encontrar a alguien de su familia, le pareció irónico que ahora quisiera que esa misma persona la repudiara.
El anuncio del compromiso entre Cathy y Daniel Trumper ocupó las páginas de sociedad del Times a la mañana siguiente. En el número 1, todo el mundo parecía entusiasmado con la noticia.
—Esto es un complot de los Trumper —declaró Simon durante la pausa para el almuerzo, tras brindar con champagne a la salud de Cathy—, para asegurarse de que no se vaya a Christie’s o a Sotheby’s. —Todos aplaudieron mientras Simon le susurraba al oído—: Y tú eres la persona más indicada para ponernos a su nivel.
Tenía gracia, pensó Cathy, cómo algunas personas se daban cuenta de tu potencial antes que tú misma incluso.
El jueves por la mañana, Cathy recogió del felpudo de la entrada un sobre morado con su nombre escrito con una caligrafía arabesca. Abrió la carta atenazada por los nervios y vio que contenía dos gruesas hojas de papel del mismo color. Su contenido la dejó perpleja, pero al mismo tiempo le produjo un inmenso alivio.
19 Chester Square
Londres SW1
29 de noviembre de 1950
Estimada señorita Ross:
Gracias por su carta del pasado lunes, aunque me temo que no podré serle de gran ayuda con sus pesquisas. Tenía dos hijos, el menor de los cuales se llama Nigel, recientemente separado. Su esposa reside en Dorset ahora, con mi único nieto, Giles Raymond, que tiene dos años.
El mayor de mis hijos se llamaba Guy Francis Trentham, en efecto, condecorado con la Cruz Militar en la segunda batalla del Marne, pero falleció por culpa de la tuberculosis en 1922 tras batallar durante mucho tiempo con la enfermedad. Nunca llegó a casarse ni dejó descendencia.
La miniatura de su Cruz Militar desapareció poco después de que Guy hiciera una visita fugaz a unos parientes lejanos de Melbourne. Me alegra saber que ha reaparecido después de tantos años y se lo agradecería enormemente si pudiera devolvérmela cuando le resulte posible. Estoy segura de que no querrá quedarse con esa reliquia familiar ahora que conoce su origen.
Atentamente,
Ethel Trentham
Cathy se alegró de saber que Guy Trentham había fallecido un año antes de que ella naciera. Eso significaba que era imposible que estuviera relacionada con el hombre que tantos disgustos les había dado a sus futuros suegros. Concluyó que la Cruz Militar debía de haber llegado de alguna manera a manos de quienquiera que fuese su padre, y decidió que, aunque le pesara, lo más justo sería devolverle la medalla a la señora Trentham sin más dilación.
Tras las revelaciones de la carta de la señora Trentham, Cathy ya no albergaba ninguna esperanza de averiguar quiénes eran sus progenitores, pues entre sus planes a corto plazo no se contaba el volver a Australia y menos ahora que Daniel formaba parte de su futuro inmediato. De todos modos, le parecía que cada vez tenía menos sentido continuar investigando la identidad de su padre.
Como Cathy ya le había contado a Daniel, el día que se conocieron, que no sabía quiénes eran sus padres, ese sábado bajó a Cambridge con la conciencia tranquila. También se sentía aliviada después de hubiera vuelto a venirle la regla. Mientras el tren traqueteaba por las vías, camino de la ciudad universitaria, Cathy no recordaba haberse sentido nunca más feliz. Acarició la crucecita que colgaba de su cuello, sujeta ahora por una cadena de plata que Daniel le había regalado por su cumpleaños. La apenaba llevar encima ese recuerdo por última vez: ya había tomado la decisión de enviarle la medalla a la señora Trentham después de pasar el fin de semana con Daniel.
El tren se detuvo en la estación de Cambridge con tan solo unos minutos de retraso.
Cathy agarró su pequeña maleta y salió a la acera, esperando encontrar a Daniel aparcado y esperándola en su MG: no había llegado tarde ni una sola vez desde que se conocieron. La decepcionó no ver ni rastro de él ni de su coche, y su sorpresa aumentó cuando seguía sin dar señales de vida veinte minutos después. Regresó al interior de la estación e introdujo dos peniques en la cabina antes de marcar el número que comunicaba directamente con la habitación de Daniel. Aunque sonó el tono de llamada, no le hizo falta pulsar la tecla A porque no contestó nadie.
Desconcertada por no poder localizarlo, Cathy salió nuevamente del edificio y le pidió a uno de los taxistas de la estación que la llevara al Trinity College.
Cuando el vehículo entró en New Court, Cathy se quedó aún más perpleja al ver que el MG de Daniel estaba aparcado en el lugar de costumbre. Pagó al taxista y cruzó el patio hasta la escalera con la que ya estaba tan familiarizada.
Cathy pensó que lo mínimo que podía hacer era tomarle el pelo a Daniel por no haber ido a buscarla. ¿Sería este el trato que la esperaba cuando se hubieran casado? ¿Estaría ella ahora al mismo nivel que un estudiante de primer curso cualquiera al que no le gustase hacer los deberes? Remontó los desgastados escalones de piedra y llamó con discreción a la puerta, por si acaso estuviera reunido con algún alumno. Tras intentarlo otra vez y seguir sin obtener respuesta, empujó la recia hoja de madera, decidida a esperar dentro hasta su regreso.
Todos los residentes de la escalera C debieron de oír el alarido que profirió.
El primer estudiante en llegar al escenario encontró el cuerpo prostrado de una mujer joven tendida bocabajo en el centro de la habitación. El muchacho se dejó caer de rodillas, soltó a su lado los libros que acarreaba y procedió a vomitar encima de ella. Respiró hondo, se dio la vuelta tan deprisa como le fue posible y pasó junto a una silla derribada mientras salía del estudio arrastrándose. Se sentía incapaz de mirar de nuevo en dirección a la imagen que lo había recibido al entrar en el cuarto.
El doctor Trumper continuaba meciéndose lentamente, colgado de una de las vigas del techo.