Durante tres días fui incapaz de dormir. A la mañana del cuarto, junto con numerosos amigos, compañeros de trabajo y alumnos de Daniel, asistí a su funeral en la capilla del Trinity. Si sobreviví a ese calvario y al resto de la semana fue gracias a Daphne, que lo organizó todo con serenidad y eficiencia. Cathy no pudo asistir al servicio, pues todavía estaba en observación en el hospital de Addenbrooke.
En pie junto a Becky, mientras el coro entonaba Fast Falls the Eventide, dejé vagar mis pensamientos en un intento por reconstruir los acontecimientos de los tres últimos días y encontrarles sentido. Cuando Daphne me contó que Daniel se había quitado la vida (quienquiera que fuese el que la eligió a ella para dar la noticia comprendía el significado de la palabra compasión), tomé el coche de inmediato para bajar a Cambridge, no sin antes implorarle que no le dijera nada a Becky hasta que yo supiera algo más sobre lo que realmente había ocurrido. Cuando llegué a los jardines del Trinity, aproximadamente dos horas más tarde, ya se habían llevado el cuerpo de Daniel y habían trasladado a Cathy a Addenbrooke, donde seguía, para sorpresa de nadie, en estado de shock. El inspector encargado de la investigación no podría haber sido más considerado. Luego, cuando acudí a la morgue para identificar el cadáver, di gracias a Dios porque Becky no hubiera tenido que ver por última vez a su hijo en aquel lugar de temperaturas glaciales.
—Lord, with me abide…
Le conté a la policía que no se me ocurría ninguna razón por la que Daniel hubiera querido suicidarse; antes bien, acababa de prometerse y nunca lo había visto tan feliz. El inspector me enseñó entonces la nota que había dejado: un folio con un solo párrafo manuscrito.
—Suelen escribir una, ¿sabe usted? —dijo.
Yo no lo sabía.
Empecé a leer la letra académica y pulcra de Daniel:
Ahora que sé que es imposible que Cathy y yo nos casemos, ya no tengo ninguna razón para vivir. Por lo más sagrado, cuidad bien del niño.
Daniel
Debí de releer esas veintiocho palabras más de cien veces, a pesar de lo cual seguía sin encontrarles sentido. Una semana más tarde, el informe médico confirmó que Cathy no estaba embarazada ni había sufrido un aborto. Volvía una y otra vez a esas palabras. ¿Estaría pasando por alto alguna referencia sutil, o sería su último mensaje algo que nunca podría entender por completo?
—When other helpers fail…
Un experto forense descubrió más adelante otra hoja en la rejilla de la chimenea, pero estaba reducida a cenizas y los restos, frágiles y carbonizados, no ofrecían ninguna pista. Después me enseñaron un sobre en el que la policía pensaba que debía de haber llegado la carta, y me preguntaron si podía identificar la caligrafía. Inspeccioné las palabras «Doctor Daniel Trumper», escritas con tinta morada en caracteres rigurosos y estilizados.
—No —mentí. La carta había sido entregada en mano, me informó el detective, esa tarde por un hombre con bigote parduzco y chaqueta de tweed. Eran los únicos detalles que recordaba el estudiante que lo había visto, aparte de que daba la impresión de conocer el lugar.
Me pregunté qué podría haberle dicho esa arpía perversa a Daniel para empujarlo a quitarse la vida. Estaba seguro de que descubrir que Guy Trentham era su padre no habría bastado para que tomase una medida tan drástica, sobre todo porque me constaba que la señora Trentham y él ya se habían visto y habían llegado a un acuerdo aproximadamente tres años antes.
—And comforts flee…
Cuando salí del mortuorio me dirigí al hospital de Addenbrooke, donde me permitieron pasar un momento junto a la cama de Cathy. Aunque tenía los ojos abiertos, no dio muestras de reconocerme: durante casi una hora se limitó a mirar el techo fijamente mientras yo la acompañaba en silencio. Cuando me di cuenta de que mi presencia allí no iba a ser de ninguna utilidad, me marché sin hacer ruido. El director de psiquiatría, el doctor Stephen Atkins, salió atropelladamente de su despacho y me preguntó si podía concederle un momento.
El elegante hombrecillo, vestido con traje diestramente hecho a medida y una pajarita de grandes dimensiones, me explicó que Cathy padecía amnesia psicogénica, también llamada a veces «amnesia histérica», y que podría tardar bastante en ser capaz de emitir una valoración aproximada sobre su recuperación. Le di las gracias y añadí que mantendría el contacto. Conduje de regreso a Londres sin pisar el acelerador.
—Help of the helpless, O abide with me…
Daphne, que estaba esperándome en mi oficina, no hizo ningún comentario sobre lo tarde que era. Tras agradecerle su infinita bondad, le expliqué que debía ser yo el que le diera la noticia a Becky. Sabe Dios cómo cumplí con esa responsabilidad sin mencionar el sobre morado con su caligrafía delatora, pero lo hice. Si le hubiera contado a Becky la historia completa, creo que habría ido a Chester Square esa misma noche para asesinar a la mujer con sus propias manos… Es muy probable que yo la hubiera ayudado.
Lo enterraron entre los suyos. El capellán de la universidad, que debía de haber realizado esa tarea en particular multitud de veces en el pasado, tuvo que detenerse para recuperar la compostura hasta en tres ocasiones distintas.
—In life, in death, O Lord, abide with me…
Becky y yo visitamos Addenbrooke juntos a diario aquella semana, pero el doctor Atkins solo nos confirmó que el estado de Cathy permanecía sin cambios; todavía no había dicho nada. Pese a todo, la mera idea de que tuviera que pasar tanto tiempo postrada en la cama, tan desvalida y necesitada de nuestro cariño, nos daba fuerzas para preocuparnos por algo más aparte de por nuestra propia desgracia.
Cuando volvimos a Londres, a última hora de la tarde del viernes, Arthur Selwyn estaba en mi oficina deambulando de un lado para otro.
—Alguien se ha colado en el piso de Cathy —anunció sin darme tiempo a abrir la boca siquiera—. Han forzado la cerradura.
—Pero ¿qué esperaba encontrar el ladrón?
—La policía tampoco se lo explica. No parece que se hayan llevado nada.
Al misterio de lo que la señora Trentham podría haberle escrito a Daniel añadí el enigma de qué más podría querer arrebatarle a Cathy. Tras inspeccionar la pequeña habitación personalmente, me quedé como estaba.
Becky y yo continuamos yendo a Cambridge cada dos días, y a mediados de la tercera semana Cathy rompió su silencio por fin; entrecortadamente, al principio, después en frases atropelladas mientras me apretaba la mano. Hasta que, de súbito y sin previo aviso, volvió a quedarse callada. A veces se frotaba el índice y el pulgar por debajo de la barbilla.
Esto dejó desconcertado incluso al doctor Atkins.
Este, sin embargo, desde entonces había conseguido mantener largas conversaciones con Cathy en varias ocasiones, y había empezado incluso a probar juegos de palabras con ella para estimular su memoria. En su opinión, la muchacha había bloqueado todos los recuerdos relacionados con Daniel Trumper y su vida anterior en Australia. Nos aseguró que no era algo insólito en casos así; había una rimbombante palabra griega que se aplicaba a esa dolencia en particular.
—¿Debería intentar ponerme en contacto con su tutor en la Universidad de Melbourne? ¿O hablar con los empleados del hotel Melrose, a ver si ellos pueden arrojar algo de luz sobre este problema?
—No —replicó él mientras se enderezaba la pajarita con lunares que llevaba puesta ese día—. No la fuercen y prepárense para que esa parte de su mente tarde mucho tiempo en recuperarse.
Asentí con la cabeza para mostrar mi conformidad.
—Déjenla respirar. —Esa parecía ser la expresión favorita del doctor Atkins—. Y no olvide que su esposa está sufriendo la misma experiencia traumática.
Siete semanas más tarde nos permitieron trasladar a Cathy a Eaton Square, donde Becky había preparado una habitación para ella. Yo ya había sacado todas las pertenencias de Cathy de su pequeño apartamento encima de la carnicería, sin saber todavía si faltaba algo después del allanamiento.
Becky había ordenado toda la ropa de Cathy en el armario y los cajones, esforzándose por conseguir que la habitación resultara lo más acogedora posible. Tiempo antes me había llevado su acuarela del despacho de Daniel y la había vuelto a colgar en la escalera, entre el Courbet y el Sisley. Sin embargo, la primera vez que Cathy subió por esa escalera camino de su nueva habitación, pasó por delante del cuadro sin dar muestras de reconocerlo.
Le pregunté una vez más al doctor Atkins si no deberíamos escribir a la Universidad de Melbourne para averiguar algo sobre el pasado de Cathy, pero el médico insistió en que esperásemos, alegando que debía ser ella la que nos proporcionara cualquier tipo de información, y solo cuando se sintiera con fuerzas para ello, no a resultas de presiones externas.
—Pero ¿cuánto cree usted que tardará en recuperar la memoria por completo?
—La experiencia me dicta que lo mismo podrían ser catorce días que catorce años.
Recuerdo haberme sentado al pie de la cama de Cathy esa noche, sujetándole la mano. Me alegró ver que sus mejillas habían recuperado en parte el color. Sonrió y me preguntó por primera vez cómo iban las cosas con «el carretón».
—Hemos declarado unos beneficios récord —contesté—. Pero lo más importante es que todo el mundo quiere volver a verte en el número 1.
Se quedó pensativa un momento antes de decir:
—Ojalá fueras mi padre.
Nigel Trentham se unió a la junta de Trumper’s en febrero de 1951. Ocupó su lugar junto a Paul Merrick, al que saludó con una sonrisa desprovista de humor. Yo ni siquiera podía mirarlo a los ojos. Aunque era unos cuantos años más joven que yo, pensé vanidosamente que yo me conservaba mucho mejor.
La junta, mientras tanto, había aprobado el gasto de otro medio millón de libras «para tapar el agujero», como se refería Becky al solar de tres mil metros cuadrados que languidecía abandonado en el centro de Chelsea Terrace desde hacía diez años.
—Así todo Trumper’s estará cubierto por el mismo tejado —declaré.
Trentham no hizo ningún comentario. Mis directivos accedieron a destinar cien mil libras a la reconstrucción del club juvenil masculino de Whitechapel, que pasaría a llamarse Centro Dan Salmon. Vi que Trentham susurraba algo al oído de Merrick.
Al final, entre la inflación, las huelgas y los presupuestos cada vez más elevados de los contratistas, el coste final de Trumper’s estuvo más cerca de las setecientas treinta mil libras que del medio millón estimado. Esto tuvo como consecuencia, por una parte, que la empresa liberase otro paquete de acciones para cubrir los gastos extra, y por otra, que la reconstrucción del club juvenil se aplazara.
Volvimos a recibir más solicitudes de compra de las que podíamos satisfacer, lo que me pareció halagador, personalmente, aunque temía que la señora Trentham quisiera comprar la mayoría de las nuevas acciones. Sin embargo, no tenía nada con lo que respaldar mi teoría. Tras esta disolución de la equidad, por primera vez vi cómo mi control de la firma caía por debajo del cuarenta por ciento.
Fue un verano muy largo, y con cada día que pasaba Cathy parecía recuperar un poquito más las fuerzas y Becky se mostraba más comunicativa. El doctor dio por fin su visto bueno para que Cathy se reincorporase al número 1. Volvió al trabajo el lunes siguiente, y Becky dijo que era casi como si nunca hubiera faltado…, salvo por el hecho de que nadie osaba pronunciar el nombre de Daniel en su presencia.
Una tarde, quizás un mes más tarde, volví de la oficina para encontrar a Cathy deambulando por el pasillo. Lo primero que pensé fue que el pasado debía de estar torturándola. Me equivocaba de medio a medio.
—Tu política de contratación está mal —dijo en cuanto hube cerrado la puerta a mi espalda.
—¿Cómo dices, jovencita? —Todavía no me había dado tiempo ni siquiera a quitarme el abrigo.
—Está mal —insistió—. Los establecimientos americanos se ahorran miles de dólares con sus estudios de tiempos y movimientos mientras que Trumper’s se comporta como si todavía estuviera a bordo del arca.
—Los clientes no pueden salir del arca —le recordé.
—Hasta que pare de llover —replicó ella—. Charlie, tienes que entender que la empresa se podría ahorrar al menos ochenta mil libras al año, solo en sueldos. No me he pasado las últimas semanas de brazos cruzados. De hecho, he elaborado un informe para respaldar mis teorías.
Me dejó una caja de cartón en los brazos y se marchó caminando a largas zancadas.
Después de cenar me pasé una hora sacando papeles de la caja y leyendo los hallazgos preliminares de Cathy. Había encontrado un problema de exceso de mano de obra que todos habíamos pasado por alto y, como era característico en ella, procedía a explicar detalladamente cómo resolverlo sin que los sindicatos pusieran el grito en el cielo.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, Cathy continuó enumerando sus hipótesis como si ni siquiera se hubiese acostado.
—¿Me estás escuchando, señor presidente? —preguntó. Siempre me llamaba «señor presidente» cuando quería llamar mi atención. Estaba seguro de que había copiado esa estrategia de Daphne.
—Todo esto es pura palabrería —repliqué, consiguiendo que incluso Becky bajara el periódico para lanzarnos una mirada de curiosidad.
—¿Quieres que te demuestre que tengo razón?
—Adelante.
A partir de ese día, mientras hacía mis rondas habituales, todas las mañanas encontraba a Cathy trabajando en una planta distinta, haciendo preguntas, observando o garabateando en su cuaderno de apuntes, a menudo con un cronómetro en la mano libre. Nunca le pregunté qué tramaba, y si alguna vez cruzábamos la mirada, se limitaba a decir:
—Buenos días, señor presidente.
Los fines de semana podía oírla aporreando las teclas de la máquina de escribir durante horas seguidas. Hasta que, sin previo aviso, al ir a desayunar una mañana, me topé con una abultada carpeta en vez del huevo, las dos lonchas de beicon y el Sunday Times que esperaba encontrar.
Aquella misma tarde empecé a leer el informe elaborado por Cathy. Al anochecer había llegado a la conclusión de que la junta debía poner en práctica la mayoría de sus recomendaciones lo antes posible.
Aunque sabía exactamente lo que me gustaría hacer a continuación, necesitaba el beneplácito del doctor Atkins. Llamé a Addenbrooke de inmediato y la enfermera que me atendió tuvo la amabilidad de confiarme el número de su residencia. Nos pasamos más de una hora al teléfono. Me aseguró que no temía por el futuro de Cathy, sobre todo porque había empezado a recordar pequeños incidentes de su pasado y ya estaba dispuesta incluso a hablar acerca de Daniel.
Cuando bajé a desayunar a la mañana siguiente encontré a Cathy sentada a la mesa, esperándome. No abrió la boca mientras yo mordisqueaba mi tostada con mermelada, fingiendo estar absorto en la lectura del Financial Times.
—Vale, me rindo —dijo.
—Ni se te ocurra —repliqué sin apartar la vista del periódico—, porque eres el punto número siete en el orden del día de la asamblea del mes que viene.
—Pero ¿quién va a exponer mi caso? —preguntó Cathy. De repente, parecía nerviosa.
—Yo no, eso seguro. Y tampoco se me ocurre quién se querría ofrecer voluntario.
Durante las dos semanas siguientes, cada vez que me retiraba al dormitorio me fijaba en que ya no se oía la máquina de escribir en el cuarto de Cathy. En una ocasión me venció la curiosidad y me atreví a asomarme a la puerta entreabierta. Cathy estaba delante del espejo, de pie, y a su lado había un caballete con una enorme pizarra blanca cubierta de tachuelas de colores y flechas de puntos.
—No seas fisgón —dijo sin tan siquiera darse la vuelta. Acepté el hecho de que debería resignarme a esperar hasta que llegara el día de la asamblea.
El doctor Atkins me había advertido que la presión de tener que exponer su caso en público podría ser abrumador para la pobre muchacha, y me pidió que la llevara a casa si detectaba el menor indicio de ansiedad por su parte.
—Asegúrese de que no exceda sus límites —fue su última recomendación.
—Jamás lo permitiría —le prometí.
Aquel jueves por la mañana, todos los miembros de la junta ocupaban ya sus asientos cuando aún faltaban tres minutos para las diez. La reunión comenzó de forma tranquila, con disculpas por las ausencias y la corroboración de los puntos aprobados en el último encuentro. De alguna manera nos las apañamos para tener a Cathy esperando durante más de una hora, porque cuando llegamos al punto número tres del orden del día (la decisión oficial de renovar la póliza de seguros de la empresa con Prudential), Nigel Trentham aprovechó la ocasión para sacarme de mis casillas; esperando, sospeché, hacerme perder los papeles. Si su intento no hubiera sido tan descarado, lo podría haber conseguido.
—Creo que ha llegado el momento de hacer algunos cambios, señor presidente —dijo—. Sugiero que traslademos nuestro negocio a Legal & General.
Miré fijamente al lado izquierdo de la mesa, concentrándome en aquel hombre cuya mera presencia me recordaba siempre a Guy Trentham y el aspecto que podría haber tenido al alcanzar la mediana edad. Su hermano llevaba puesto un elegante traje hecho a medida con el que disimulaba sus problemas de sobrepeso. Sin embargo, nada lograba ocultar su papada ni su calva incipiente.
—Debo recordarle a la junta —empecé— que Trumper’s lleva más de treinta años con Prudential. Y lo que es más, nunca nos han dejado en la estacada. Por si fuera poco, es sumamente improbable que Legal & General nos puedan ofrecer unas condiciones más favorables.
—Pero poseen el dos por ciento de las acciones de la compañía —señaló Trentham.
—El Pru todavía tiene el cinco por ciento —les recordé a los directivos, consciente de que una vez más Trentham no había hecho los deberes. Podríamos haber malgastado horas pasándonos argumentos y contrargumentos, como pelotas en un partido de tenis entre Drobny y Fraser, si Daphne no hubiera intervenido para solicitar una votación.
Aunque la propuesta de Trentham perdió por siete a tres, el altercado sirvió para recordarles a los presentes cuál debía de ser su plan a largo plazo. Durante dieciocho meses, Trentham, con ayuda del dinero de su madre, se había dedicado a amasar acciones de la compañía hasta poseer, según mis estimaciones, en torno al catorce por ciento de la misma. Esto de por sí no era preocupante en exceso, pero el Fondo Hardcastle poseía asimismo el diecisiete por ciento de nuestras acciones; acciones reservadas originalmente para Daniel que, a la muerte de la señora Trentham, pasarían de forma automática al familiar más cercano de sir Raymond. Aunque Nigel Trentham perdió la votación, se mostró imperturbable mientras reordenaba sus papeles y hablaba en voz baja con Paul Merrick, sentado a su izquierda. Era evidente que confiaba en que el tiempo terminara jugando a su favor.
—Punto número siete —dije antes de pedirle a Jessica que invitara a la señorita Ross a reunirse con nosotros.
Al entrar Cathy, todos los hombres se pusieron en pie alrededor de la mesa. Incluso Trentham se incorporó a medias.
Cathy colocó dos pizarras en el caballete que ya estaba preparado para ella; una llena de gráficos y la otra cubierta de estadísticas. Cuando se giró para mirarnos, la saludé con una afectuosa sonrisa.
—Damas y caballeros, buenos días. —Hizo una pausa para consultar sus apuntes—. Me gustaría empezar…
Aunque el inicio de la presentación fue algo titubeante, no tardó en ganar confianza mientras nos explicaba, punto por punto, por qué la política de contratación de la empresa se había quedado anticuada y qué pasos deberíamos dar para rectificar la situación sin demora. Estos incluían la jubilación anticipada para los varones de sesenta años y las mujeres de cincuenta y cinco; el alquiler de estanterías, incluso secciones enteras, a marcas reconocidas, lo que generaría un flujo de ingresos garantizado sin el menor riesgo económico para Trumper’s, puesto que cada marca sería responsable de proporcionar sus propios empleados; y un mayor descuento porcentual en los productos de todas las firmas que quisieran comerciar por primera vez con nosotros. La presentación de Cathy duró aproximadamente cuarenta minutos, y cuando acabó, hubieron de pasar varios minutos antes de que ninguno de los presentes rompiera el silencio.
Si su presentación inicial había sido buena, sus respuestas a las preguntas que se le plantearon fueron todavía mejores. Abordó todas las cuestiones de financiación que le lanzaron Tim Newman y Paul Merrick, además de todas las relacionadas con los sindicatos que planteó Arthur Selwyn. En cuanto a Nigel Trentham, lo manejó con una serenidad y una eficiencia que yo jamás habría podido igualar. Cuando Cathy abandonó la reunión, una hora más tarde, todos los hombres volvieron a ponerse en pie menos Trentham, que se quedó con la mirada fija en el informe que tenía delante.
Cuando llegué a casa esa noche, Cathy estaba esperando en el portal para recibirme.
—¿Y bien?
—¿Y bien?
—No me tengas en ascuas, Charlie —me reprendió.
—Eres nuestra nueva directora de personal —le dije sonriendo de oreja a oreja. Por un momento, incluso ella se quedó sin palabras—. Pero ahora que has abierto la caja de pandora, señorita —añadí mientras pasaba por su lado—, la junta espera que no dejes problema sin resolver.
Cathy estaba tan emocionada por la noticia que pensé que, por primera vez, teníamos alguna posibilidad de reponernos de la trágica muerte de Daniel. Esa misma noche llamé al doctor Atkins para contarle, no solo qué tal lo había hecho Cathy, sino que, de resultas de su presentación, había entrado en la junta. Lo que no les conté a ninguno de los dos, sin embargo, fue que me había visto obligado a aceptar otra de las candidaturas de Trentham a fin de garantizar que la designación de Cathy se aprobara sin ningún voto en contra.
Desde el día que Cathy se sentó por primera vez a la mesa de la junta, a todos les quedó claro que era una seria aspirante a sucederme al frente de la compañía; había dejado de ser una simple chica brillante del equipo de Becky. Pese a todo, era consciente de que Cathy únicamente podría continuar ascendiendo en tanto Trentham fuera incapaz de obtener el control del cincuenta y uno por ciento de las acciones de Trumper’s. También sabía que la única forma de conseguirlo pasaba por presentar una licitación pública por la compañía, posibilidad que se le presentaría en cuanto recibiera el dinero del Fondo Hardcastle. Por primera vez en mi vida deseaba que la señora Trentham viviera lo suficiente como para permitirme reforzar la empresa hasta tal punto que Nigel Trentham no pudiera apoderarse de ella, ni siquiera con todo el dinero del mundo a su alcance.
La coronación de la reina Isabel tuvo lugar el 2 de junio de 1953, cuatro días después de que dos hombres de distintas partes de la Commonwealth conquistaran el Everest. Winston Churchill lo resumió a las mil maravillas cuando dijo: «Quienes hayan leído la historia de la primera época isabelina seguro que estarán deseosos de formar parte de la segunda».
Yo me tomé las palabras del primer ministro como un desafío personal y Cathy volcó todas sus energías en el proyecto de personal que le había confiado la junta. Durante 1953 consiguió ahorrarnos cuarenta y nueve mil libras en sueldos, y veintiuna mil más en la primera mitad de 1954. Al finalizar aquel año fiscal pensé que sabía más sobre la dirección de Trumper’s que cualquier otra de las personas sentadas alrededor de la mesa, incluido yo.
Las ventas en el extranjero cayeron en picado a lo largo de 1955, y puesto que Cathy ya no parecía estar abrumada de trabajo y yo ardía en deseos de que adquiriera experiencia en otros departamentos, le pedí que resolviera los problemas de nuestro departamento internacional.
Abordó sus nuevas responsabilidades con el mismo entusiasmo de siempre, pero durante los dos años siguientes tuvo que enfrentarse a la oposición de Nigel Trentham por innumerables motivos, entre ellos la política de abonar la diferencia a todos los clientes capaces de demostrar que la competencia ofrecía los mismos artículos que nosotros por un precio inferior. Trentham opinaba que a los clientes de Trumper’s no les interesaba una hipotética diferencia de precio entre los artículos de nuestros establecimientos y los de cualquier otra tienda de menos calado, sino únicamente la calidad del servicio, a lo que Cathy replicó:
—Los resultados de la hoja de balance no son responsabilidad de nuestros clientes, sino de la junta, que vela por el interés de los accionistas.
En otra ocasión, Trentham llegó a acusarla poco menos que de comunista cuando Cathy sugirió la implantación de un «sistema de participación de acciones para los trabajadores» que, en su opinión, fomentaría una lealtad empresarial que únicamente se había sabido entender por completo en Japón; un país, explicó, donde no era inusitado que las empresas retuvieran al noventa y ocho por ciento de sus empleados desde la cuna hasta la tumba. Ni siquiera a mí me convencía del todo la idea, pero Becky me advirtió en privado que empezaba a sonar como un «carcamal»; término que, sin haberlo escuchado antes, deduje que no debía de ser un piropo.
Cuando en Legal & General se quedaron sin nuestro seguro, le vendieron de inmediato el dos por ciento de sus acciones a Nigel Trentham. A partir de ese momento aumentaron aún más mis temores: que algún día llegara a obtener el volumen de acciones necesario para apoderarse de la compañía. También propuso otra candidatura para la junta; y en esta ocasión, gracias a Paul Merrick, se aprobó.
—Hace treinta y cinco años tendría que haber comprado ese terreno por unas míseras cuatro mil libras —le dije a Becky.
—No es la primera vez que me lo recuerdas. Y lo peor de todo es que ahora la señora Trentham es más peligrosa para nosotros muerta que viva.
Trumper’s encajó el auge de Elvis Presley, los teddy boys, los zapatos de tacón de aguja y los adolescentes en general sin pestañear.
—Aunque los clientes hayan cambiado —le recordaba siempre a la junta—, eso no es excusa para que nuestros estándares lo hagan también.
En 1960 la empresa declaró unas ganancias netas de setecientas cincuenta y siete mil libras, un beneficio del catorce por ciento sobre el capital invertido, y al año siguiente superamos ese logro cuando la reina nos concedió la orden real. Di instrucciones para colgar el escudo de armas de la Casa de Windsor sobre la entrada principal, a fin de recordarle al público que la monarca compraba habitualmente en nuestros establecimientos.
No podía decir que hubiera visto nunca a Su Majestad acarreando una de nuestras bolsas azules con la carreta plateada, o utilizando las escaleras mecánicas en hora punta, pero sí que era habitual que nos llamaran de palacio cada vez que amenazaban con quedarse sin existencias; lo cual volvía a corroborar la teoría de mi abuelo: una manzana es una manzana, da igual quién la muerda.
El momento álgido de 1961 para mí fue cuando Becky abrió por fin el Centro Dan Salmon en Whitechapel Road, otro edificio con el que habíamos incurrido en un sobregasto excesivo. Sin embargo, pese a las incesantes críticas de Merrick, no me arrepentía de haber invertido ni un solo penique al ver a la nueva generación de chicos y chicas del East End nadando, boxeando, levantando pesas o jugando al squash…, deporte cuyos atractivos se me escapaban.
Los sábados por la tarde, siempre que asistía a algún partido del West Ham, me dejaba caer por el club antes de volver a casa para ver a los niños africanos, indios y asiáticos…, los nuevos habitantes del East End…, enfrentándose entre ellos con la misma determinación con la que nos habíamos enfrentado nosotros a los inmigrantes irlandeses y del este de Europa.
«El viejo orden cambia para ceder su lugar al nuevo, pues Dios no quiere que las costumbres asentadas corrompan el mundo y hace cumplir Su voluntad de muy distintas maneras».
Las palabras de Tennyson, cinceladas en la piedra del arco que se alzaba sobre la entrada, me hicieron pensar en la señora Trentham; siempre la tenía presente, sobre todo desde que debía compartir la mesa de la junta con sus tres representantes, ávidos de ejecutar todas las órdenes que ella les diera. Nigel, que ahora residía en Chester Square, daba la impresión de conformarse con esperar a que todas las piezas encajaran en su lugar antes de amasar sus tropas y prepararse para lanzar la ofensiva definitiva.
Yo, mientras tanto, seguía rezando para que la señora Trentham viviera aún muchos años, pues me hacía falta más tiempo para erigir algún tipo de defensa si quería evitar que su hijo me terminara arrebatando la empresa.
Fue Daphne la primera que me advirtió que la señora Trentham estaba postrada en la cama, convaleciente, y recibía visitas frecuentes del médico. Pese a todo, Nigel consiguió no perder la sonrisa durante aquellos meses de espera.
La señora Trentham falleció sin previo aviso el 7 de marzo de 1962, con ochenta y nueve años.
—Plácidamente —me informó Daphne—. Mientras dormía.