Cuando el vuelo 012 aterrizó en el aeropuerto de Kingsford Smith, en Sídney, una tarde soleada treinta y cuatro horas más tarde, lo primero que pensó Charlie fue que necesitaba una noche de sueño reparador. A su paso por aduanas lo recibió un joven muy alto, vestido con un traje beige, que se presentó como Trevor Roberts, el abogado recomendado por Baverstock. Roberts lucía una tupida mata de pelo rojizo, tenía la piel más rubicunda todavía, y por lo musculoso de su físico se diría que podría haber pasado los sábados por la tarde jugando al rugby. Agarró inmediatamente el carro cargado de equipaje de Charlie y lo empujó hacia una salida sobre la que se podía leer «Aparcamiento».
—No hace falta que nos llevemos todo esto al hotel todavía —dijo mientras le abría la puerta de su vehículo a Charlie—. Podemos dejarlo en el coche.
—¿Me lo aseguras en calidad de consejero legal? —jadeó Charlie, sin aliento tras intentar seguir el ritmo impuesto por el joven.
—Confirmado, sir Charles, porque no tenemos tiempo que perder. —Detuvo el carro en la acera y un chófer metió el equipaje en el maletero mientras Charlie y el señor Roberts montaban en la parte trasera—. El embajador británico lo ha invitado a tomar algo en su residencia esta tarde, pero también necesito que embarque en el último vuelo de hoy a Melbourne. Solo disponemos de seis días y no podemos malgastar ni uno solo de ellos demorándonos en la ciudad que no es.
Charlie supo que el señor Roberts le iba a caer bien en cuanto el australiano le pasó una abultada carpeta. Empezó a escuchar con interés al joven abogado mientras este repasaba en voz alta el programa de los tres próximos días. Ya en las afueras de la ciudad, Charlie continuó prestando atención a todo lo que decía, pidiéndole ocasionalmente que le repitiera alguna cosa o entrara en detalles mientras en un intento por acostumbrarse a la diferencia de estilo entre el señor Roberts y todos los abogados de Inglaterra con los que había tratado hasta entonces. Cuando le pidió al señor Baverstock que le encontrase al abogado más perspicaz de Sídney, no se imaginaba que elegiría a alguien cortado por un patrón tan distinto del de su viejo amigo.
El vehículo aceleró por la autopista en dirección a la residencia del embajador y Roberts, con varios expedientes en equilibrio sobre las rodillas, prosiguió con su informe pormenorizado.
—Solo vamos a asistir a esta fiesta en casa del embajador —le explicó— porque es posible que en el transcurso de los próximos días necesitemos algo de ayuda para abrir ciertas puertas. Después viajaremos hasta Melbourne porque cada vez que alguien de mi bufete encuentra algo parecido a una pista, esta siempre parece conducir al inspector jefe de la policía de esa ciudad. He concertado una cita entre el nuevo comisario y usted por la mañana, aunque, como ya le he advertido, es posible que no se muestre demasiado dispuesto a colaborar con mi gente.
—¿A qué se debe eso?
—Ostenta el cargo desde hace relativamente poco y se esfuerza por demostrar que todo el mundo va a recibir un trato imparcial…, menos los «anglos».
—¿Qué problema tiene con nosotros?
—Como todos los australianos de segunda generación, odia a los británicos. O eso aparenta, al menos. —Roberts esbozó una amplia sonrisa—. De hecho, creo que solo hay otro colectivo que deteste más todavía.
—¿Los criminales?
—No, los abogados —replicó Roberts—. Supongo que ahora se explica por qué la suerte parece que está en nuestra contra.
—¿Ha conseguido sonsacarle algo?
—Poca cosa. Casi todo lo que ha accedido a revelar ya era de dominio público. Como por ejemplo, que el 27 de julio de 1926, en un ataque de ira, Guy Trentham mató a su mujer asestándole varias puñaladas en la bañera. Después la sumergió para asegurarse de que no sobreviviera… Está en la página dieciséis de ese expediente. También sabemos que lo ahorcaron por su delito el 23 de abril de 1927, a pesar de haber solicitado el indulto del embajador en numerosas ocasiones. Lo que no hemos podido descubrir es si lo sobrevivió algún hijo. El Age de Melbourne fue el único periódico que publicó una crónica del juicio, y en ella no se menciona ningún descendiente. No es de extrañar, sin embargo, puesto que el juez se habría opuesto a semejante referencia durante el proceso a menos que fuese para arrojar algo de luz sobre el crimen.
—Pero ¿qué hay del apellido de soltera de la difunta? Supongo que esa sería la ruta más fácil.
—Esto no le va a gustar, sir Charles.
—Veamos.
—Se llamaba Smith…, Anna Helen Smith…, por eso nos hemos estado concentrando hasta ahora en el apellido de Trentham.
—¿Y todavía no ha salido a la luz ninguna pista concluyente?
—Me temo que no —dijo Roberts—. Si por aquel entonces hubo algún niño en Australia que se apellidara Trentham, lo cierto es que no hemos sido capaces de dar con su rastro. Mi equipo ha hablado con todos los Trentham que aparecen en el registro nacional, incluido uno en Coorabulka, localidad con una población de once habitantes a la que se tarda tres días en llegar, primero por carretera y después a pie.
—A pesar de tus valientes esfuerzos, Roberts, sospecho que aún debe de quedar alguna piedra bajo la que podríamos mirar.
—Es posible —dijo el abogado—. He llegado a preguntarme incluso si Trentham podría haber utilizado otro apellido cuando llegó a Australia, pero el jefe de policía me ha confirmado que el expediente de Melbourne está a nombre de Guy Francis Trentham.
—Siendo así, encontrar a sus descendientes debería ser tarea sencilla.
—No necesariamente. Hace poco contrató mis servicios una mujer cuyo marido estaba en prisión por asesinato. Mi cliente recuperó su apellido de soltera y se lo puso también a su único hijo, después de lo cual había solicitado que su nombre original fuera expurgado de todos los archivos. Además, recuerde que en este caso estamos hablando de alguien que podría haber nacido entre 1923 y 1925, por lo que la desaparición de una sola hoja de papel podría haber sido suficiente para eliminar cualquier conexión que esa persona pudiera tener con Guy Trentham. En tal caso, encontrar a ese niño en un país tan grande como Australia sería como buscar la proverbial aguja en el pajar.
—Pero si solo tenemos seis días —murmuró Charlie con tono lastimero.
—No me lo recuerde —dijo Roberts mientras el vehículo cruzaba las puertas de la residencia del embajador en la Casa del Gobernador y aminoraba para recorrer el camino de acceso—. He previsto pasar una hora en la fiesta, ni un minuto más —le advirtió el joven abogado—. Lo único que espero del embajador es la promesa de que llamará al jefe de la policía de Melbourne antes de que nos reunamos mañana con él para pedirle que colabore con nosotros en la medida de lo posible. Pero cuando yo le diga que tenemos que irnos, sir Charles, tendremos que irnos.
—Entendido —le aseguró Charlie, sintiéndose como si volviera a ser un cadete en el campo de prácticas de Edimburgo.
—A propósito —dijo Roberts—, el embajador es sir Oliver Williams. Sesenta y un años de edad, antiguo oficial de la guardia real…, natural de un sitio que se llama Tunbridge Wells.
Entraron en el salón principal de la Casa del Gobernador dos minutos más tarde.
—Me alegra que haya podido venir, sir Charles —lo saludó un hombre alto y elegantemente vestido con un traje a rayas y una corbata de la guardia real.
—Gracias, sir Oliver.
—¿Y cómo ha ido el viaje, amigo?
—Cinco paradas para repostar combustible y ni un solo aeropuerto en el que supieran preparar una taza de té en condiciones.
—Necesitará usted esto, en tal caso —sugirió sir Oliver, dándole a Charlie una generosa copa de whisky que tomó diestramente de la bandeja que pasaba por su lado en esos momentos—. Todas las predicciones apuntan a que nuestros nietos podrán hacer todo el trayecto de Londres a Sídney sin escalas y en un solo día. Pese a todo, su experiencia ha sido bastante menos desagradable que lo que tuvieron que soportar los primeros colonos.
—Escaso consuelo. —A Charlie no se le ocurrió una respuesta más apropiada mientras pensaba en lo distintos que eran el delegado del señor Baverstock en Australia y el portavoz de la reina.
—Bueno, cuénteme qué lo trae por aquí —continuó el embajador—. ¿Acaso el segundo carretón más grande del mundo está a punto de desembarcar en esta esquina del globo?
—No, sir Oliver. Por ahora se libran de esa. He venido para realizar una breve visita privada, con la intención de solucionar unos asuntos familiares.
—Si puedo hacer algo por ayudarlo —replicó su anfitrión mientras echaba mano una copa de ginebra de otra bandeja de paso—, no dude usted en decírmelo.
—Le agradezco mucho la oferta, sir Oliver, porque lo cierto es que no me vendría mal una ayuda con algo.
—¿Y en qué consiste ese algo? —preguntó el embajador, cuya mirada se desvió un instante por encima del hombro de Charlie en dirección a los últimos invitados que acababan de llegar.
—Podría llamar al jefe de la policía de Melbourne y pedirle que coopere con nosotros en la medida de lo posible cuando nos veamos mañana por la mañana.
—Delo por hecho, amigo —dijo sir Oliver antes de inclinarse hacia delante para estrechar la mano de un jeque árabe—. Y no lo olvide, sir Charles, si necesita ayuda con cualquier otra cosa…, con cualquiera, insisto…, avíseme usted. Ah, monsieur l’ambassadeur, comment allez-vous?
El cansancio se apoderó inesperadamente de Charlie, que se pasó el resto de los sesenta minutos esforzándose por mantenerse en pie mientras conversaba con diplomáticos, políticos y empresarios, todos los cuales daban la impresión de estar muy familiarizados con el carretón más grande del mundo. A la larga, Roberts le dio un golpecito en el codo para hacerle saber que ya habían cumplido con las formalidades y debían partir hacia el aeropuerto.
Charlie consiguió a duras penas mantenerse despierto en el vuelo a Melbourne, aunque no siempre tuviera los ojos abiertos. En respuesta a una pregunta de Roberts, le confirmó que el embajador había prometido llamar al comisario por la mañana.
—Aunque no estoy seguro de que haya captado lo importante que es.
—Ya veo —dijo Roberts—. Me pondré en contacto con su oficina mañana a primera hora. Sir Oliver no tiene fama precisamente de recordar todas las promesas en los cócteles. «Si necesita ayuda con cualquier otra cosa, amigo…, con cualquiera, insisto…».
A pesar de que Charlie amenazaba con dejarse vencer por el sueño, la imitación del joven consiguió arrancarle una sonrisa.
En el aeropuerto de Melbourne los esperaba otro coche. Nada más montar en él, Charlie se quedó dormido y ya no se despertó hasta que aparcaron delante del Windsor, aproximadamente veinte minutos después. El gerente condujo a su huésped a la suite Príncipe Edward, y en cuanto se hubo quedado solo, Charlie se desvistió, se duchó y se acostó. Tardó apenas unos instantes en sumirse en un sueño profundo. Pese a todo, se despertó a las cuatro de la madrugada.
Incorporado incómodamente contra unos almohadones sintéticos que no paraban de resbalarse, Charlie dedicó las tres horas siguientes a revisar los expedientes de Roberts. Aunque el joven no se pareciera a Baverstock ni hablara como él, mostraba la misma meticulosidad en todas las páginas. Para cuando soltó la última carpeta en el suelo, Charlie tuvo que reconocer que la firma de Roberts había cubierto todos los ángulos y seguido todas las pistas; ahora su única esperanza dependía de un policía cascarrabias de Melbourne.
Charlie se dio una ducha fría a las siete y disfrutó de un desayuno caliente poco después de las ocho. Aunque su única cita de la jornada era a las diez, estaba caminando nerviosamente de un lado a otro de la habitación cuando Roberts llegó para recogerlo a las nueve y media, consciente de que, si no sacaba nada en claro de su reunión, podría hacer las maletas y volar de regreso a Londres en el primer avión que despegara esa tarde. Al menos así Becky obtendría la satisfacción de haber estado en lo cierto.
Roberts llamó a la puerta a las nueve y veintinueve minutos; Charlie se preguntó cuánto tiempo llevaría el abogado esperando en el pasillo. El joven le informó de que ya había hablado por teléfono con el despacho del embajador y sir Oliver había prometido llamar al comisario en menos de una hora.
—Bien. Y ahora, cuéntame todo lo que sepas sobre ese hombre.
—Mike Cooper tiene cuarenta y siete años y es una persona eficiente, irascible e impulsiva. Aunque ha ascendido por méritos propios, todavía cree que debe demostrar su valía ante los demás, sobre todo si está en presencia de un abogado, debido quizás a que los índices de criminalidad en Melbourne arrojan una media muy superior a los de Inglaterra.
—Ayer me dijiste que es australiano de segunda generación. ¿Dónde nació?
Roberts consultó el expediente.
—Su padre llegó a Australia a principios de siglo, procedente de un sitio llamado Deptford.
—¿Deptford? —repitió Charlie con una sonrisa—. Es casi como si estuviera en mi casa. —Consultó su reloj—. ¿Salimos ya? Creo que estoy más que preparado para conocer al señor Cooper.
Veinte minutos más tarde, cuando Roberts abrió la puerta de la comisaría para su cliente, los recibió el retrato formal de un hombre entrado en los cuarenta que hizo que Charlie acusara cada uno de los sesenta y cuatro años que pesaban sobre él.
Después de que Roberts le diera sus nombres al agente de guardia, solo tuvieron que esperar unos minutos antes de que Charlie fuera invitado a pasar al despacho del comisario, cuyos labios formaron una sonrisa reticente mientras le estrechaba la mano.
—No sé si podré hacer gran cosa por usted, sir Charles —empezó Cooper, invitándolo a sentarse—. Por mucho que su embajador se haya tomado la molestia de llamarme por teléfono.
Ignoró la presencia de Roberts, que se quedó de pie unos pasos por detrás de su cliente.
—Conozco ese acento —dijo Charlie, sin sentarse en la silla.
—¿Disculpe? —replicó Cooper, que se quedó de pie a su vez.
—Me apostaría una corona a que su padre es de Londres.
—Sí, en efecto.
—Para ser exactos, yo diría que del East End de esa ciudad.
—De Deptford —dijo el comisario.
—Lo supe en cuanto abrió usted la boca —dijo Charlie, acomodándose ahora en la silla de cuero—. Yo soy de Whitechapel. ¿Y dónde nació?
—En Church Street —contestó el comisario—. Cerca de…
—A tiro de piedra de mi parte del mundo —lo atajó Charlie con su acento cockney más exagerado.
Roberts aún no había pronunciado palabra, por no hablar de ofrecer su opinión profesional.
—Forofo del Millwall, supongo —dijo Charlie.
—De los Gunners —lo corrigió Cooper con firmeza.
—Tonterías. El Arsenal es el único equipo que conozco que les tiene que leer el nombre de los espectadores a sus jugadores.
El comisario se rio.
—En eso le doy la razón. Esta temporada ya estoy a punto de tirar la toalla. ¿Y cuál es su equipo?
—He sido siempre del West Ham.
—¿Y esperaba que le ofreciera mi colaboración?
Charlie se rio.
—Bueno, dejamos que nos derrotaran en la Copa.
—En 1930 —dijo Cooper, riéndose.
—Los de Upton Park tenemos memoria de elefante.
—En fin, no me esperaba que tuviera usted ese acento, sir Charles.
—Llámame Charlie, todos mis amigos lo hacen. Y otra cosa, Mike, ¿quieres que se vaya?
Charlie apuntó con el pulgar en dirección a Trevor Roberts, que seguía sin recibir ninguna invitación a sentarse.
—Sería un detalle —dijo el comisario.
—Espérame fuera, Roberts —dijo Charlie, sin molestarse en mirar a su abogado.
Cuando se hubieron quedado a solas, Charlie se acodó en la mesa antes de decir:
—Dichosos abogados, son todos iguales. Lechuguinos engreídos que te cobran una barbaridad y esperan que uno haga todo el trabajo.
Cooper se rio.
—Sobre todo si uno es madero —le confió.
Charlie se rio a su vez.
—No había oído a un policía referirse de esa manera a sí mismo desde que salí de Whitechapel. —Charlie se inclinó hacia delante—. Esto es entre tú y yo, Mike. Dos chicos del East End haciendo un frente común. ¿Qué puedes contarme sobre Guy Francis Trentham que no sepa ya ese?
Charlie apuntó hacia la puerta con el pulgar.
—Si le soy sincero, sir Charles, lo cierto es que Roberts no ha dejado tierra sin remover.
—Charlie.
—Charlie. Mira, ya sabes que Trentham asesinó a su mujer, y también debes de estar al corriente de que más tarde murió ahorcado por ello.
—Sí, pero lo que necesito saber, Mike, es si había algún niño.
Charlie contuvo el aliento mientras el comisario parecía titubear.
Cooper miró la hoja que tenía delante, encima de la mesa.
—Aquí pone: mujer (fallecida), una hija.
Charlie se contuvo para no saltar de la silla.
—¿Y no aparece su nombre en ese papel?
—Margaret Ethel Trentham —dijo el comisario.
A Charlie no le hacía falta revisar los expedientes que Roberts le había dejado la noche anterior para saber que en ellos no aparecía ninguna Margaret Ethel Trentham. Recordaba el nombre de los tres Trentham nacidos en Australia entre 1923 y 1925, y todos eran varones.
—¿Fecha de nacimiento? —aventuró.
—Ni idea, Charlie —dijo Cooper—. No se estaba juzgando a la niña. —Empujó la hoja por encima de la mesa para que su invitado pudiera leer todo lo que ya le había contado—. En los años veinte no se tomaban muchas molestias con ese tipo de detalles.
—¿No hay en esa carpeta algo más que le pueda servir de algo a un chico del East End que juega fuera de casa? —Charlie esperó no estar forzando demasiado la situación.
Cooper dedicó un momento a examinar los papeles del expediente de Trentham antes de ofrecer su opinión.
—Nuestros archivos contienen dos entradas que podrían resultar útiles. Mi antecesor escribió la primera, y hay otra anterior, del comisario que lo precedió, que podría tener algún interés.
—Soy todo oídos, Mike.
—El comisario Parker recibió la visita de una tal Ethel Trentham, la madre del difunto, el 24 de abril de 1927.
—Santo cielo —dijo Charlie, incapaz de ocultar su sorpresa—. Pero ¿por qué?
—No consta el motivo, como tampoco existe ninguna transcripción del encuentro. Lo siento.
—¿Y la segunda entrada?
—Está relacionada con otro visitante de Inglaterra que preguntaba por Guy Trentham. El 23 de agosto de 1947, en esta ocasión. —El jefe de policía leyó el expediente para consultar el nombre—. El señor Daniel Trentham.
Charlie se aferró a los brazos de la silla con un escalofrío.
—¿Estás bien? —preguntó Cooper, cuya preocupación parecía sincera.
—Bien. Solo son los efectos del jet lag. ¿Cuál era el motivo de la visita de Daniel Trentham?
—Según la nota adjunta, aseguraba ser el hijo del difunto. —Charlie procuró no mostrar ninguna emoción mientras el policía se reclinaba en la silla—. Ahora ya sabes tanto como yo sobre el caso.
—Tu ayuda ha sido inestimable, Mike. —Charlie se incorporó antes de inclinarse hacia delante para estrecharle la mano al jefe de policía—. No dejes de avisar si alguna vez te pasas por Deptford. Estaré encantado de llevarte a ver un equipo de fútbol de verdad.
Cooper sonrió y continuó intercambiando anécdotas con Charlie mientras los dos hombres salían de su despacho y se dirigían al ascensor. Una vez en la planta baja, el policía lo acompañó hasta la escalinata de la comisaría, donde Charlie se despidió de él con otro apretón de manos antes de reunirse con Trevor Roberts en el coche.
—Vale, Roberts, me parece que tenemos bastante trabajo por delante.
—¿Puedo preguntarle algo antes de empezar, sir Charles?
—Adelante.
—¿Qué ha pasado con su acento?
—Me lo reservo para la gente especial, señor Roberts. La reina, Winston Churchill y los clientes del carretón. Hoy me ha parecido necesario añadir al jefe de la policía de Melbourne a la lista.
—No quiero ni imaginarme lo que le habrá dicho de mí y mi profesión.
—Tan solo que todos los abogados son unos lechuguinos engreídos que te cobran una barbaridad y esperan que uno haga todo el trabajo.
—¿Y qué dijo él?
—Que estaba quedándome corto.
—No me sorprende. Bueno, ¿ha conseguido sonsacarle algo que no supiéramos?
—Ya lo creo. Guy Trentham al parecer tenía una hija.
—¿Una hija? —repitió Roberts, incapaz de disimular su emoción—. Pero ¿Cooper le ha proporcionado algún nombre o le ha dado más detalles sobre ella?
—Margaret Ethel, aunque la única pista es que la señora Trentham, la madre de Guy, visitó Melbourne en 1927. Cooper ignoraba por qué.
—Por todos los santos… En veinte minutos ha conseguido usted más que yo en veinte días.
—Ah, contaba con la ventaja de haber nacido donde nací —dijo Charlie con una sonrisa—. Veamos, ¿dónde habría podido descansar la cabeza una noble señora inglesa en esta ciudad por aquella época?
—En mi ciudad natal, no —admitió Roberts—. Quizá Neil Mitchell, mi socio, sepa orientarnos. Su familia se asentó en Melbourne hace más de cien años.
—¿A qué estamos esperando?
Neil Mitchell arrugó el entrecejo cuando su colega le planteó la pregunta.
—No tengo ni idea —reconoció—, aunque mi madre seguro que sabe algo. —Echó mano del teléfono y empezó a marcar un número—. Pero es escocesa, así que es posible que intente cobrarnos por la información.
Charlie y Trevor Roberts se quedaron en pie frente al escritorio de Mitchell, esperando con distintos grados de impaciencia. Tras los preámbulos que cabía esperar de cualquier conversación entre madre e hijo, el abogado hizo su pregunta y escuchó con atención la respuesta.
—Gracias, mamá, tú siempre me sacas las castañas del fuego. Te veré este fin de semana —añadió antes de colgar el teléfono.
—¿Y bien? —dijo Charlie.
—Por lo visto, el club de campo Victoria es el único sitio en el que alguien como la señora Trentham se habría dignado pernoctar en los años veinte. Por aquel entonces solo había dos hoteles decentes en Melbourne, y el otro estaba estrictamente reservado para los empresarios de visita.
—¿Todavía existe ese sitio? —preguntó Roberts.
—Sí, aunque ya no es ni la sombra de lo que era. Supongo que sir Charles lo describiría como un antro de mala muerte.
—En tal caso, llame y reserve una mesa para almorzar a nombre de sir Charles Trumper. Y recalque lo de sir Charles.
—Por supuesto, sir Charles —dijo Roberts—. ¿Qué acento usará en esta ocasión?
—Lo sabré cuando haya podido tomarle la medida a la oposición —dijo Charlie mientras regresaban al coche.
—Resulta irónico, si se para uno a pensarlo —dijo Roberts mientras se incorporaban a la autopista.
—¿Irónico?
—Sí —dijo Roberts—. Si la señora Trentham se tomó tantas molestias para eliminar la existencia de su nieta de todos los registros, debió de contratar los servicios de un abogado de primera para conseguirlo.
—¿Qué significa eso?
—Eso significa que en alguna parte de esta ciudad tiene que haber enterrado algún expediente con toda la información que necesitamos.
—Es posible, aunque la única certeza es que no disponemos de tiempo para desenterrarlo.
Cuando llegaron al club de campo Victoria encontraron al gerente esperando en el vestíbulo para recibirlos. Condujo a su distinguido huésped hasta una mesa apartada y tranquila. A Charlie le decepcionó ver lo joven que era.
Charlie eligió los platos más caros de la sección à la carte del menú y seleccionó una botella de Chambertin cosecha de 1957. Todos los camareros del salón convergieron sobre él en cuestión de meros instantes para cubrirlo de atenciones.
—¿Qué se propone usted esta vez, sir Charles? —preguntó Roberts, que se había conformado con el menú convencional.
—Paciencia, joven —dijo Charlie con fingido desdén mientras intentaba cortar una presa de cordero tan correosa como recocida con un cuchillo sin filo.
Al final desistió de su empeño y pidió un helado de vainilla, confiando en que no le estropearan al menos el postre. Cuando le sirvieron por fin el café, el maître más veterano de la sala se acercó discretamente a la mesa para ofrecerles sendos puros.
—Un Monte Cristo, si es tan amable. —Charlie sacó un billete de una libra de la cartera y lo dejó frente a él encima de la mesa. El camarero abrió un humificador de gran tamaño para que lo inspeccionara—. Usted debe de llevar aquí mucho tiempo, ¿verdad?
—El mes pasado hizo cuarenta años —replicó el camarero mientras un segundo billete cubría el primero.
—¿Tiene buena memoria?
—Me gustaría pensar que sí, caballero —dijo el camarero, con la mirada fija en los dos billetes.
—¿Le suena una tal señora Trentham? Inglesa, estirada… Debió de pasar un par de semanas aquí alrededor de 1927 —dijo Charlie, empujando los billetes en dirección al anciano.
—¿Sonarme? Cómo podría olvidarla. Por aquel entonces yo estaba en prácticas y no hizo nada más que refunfuñar y quejarse de la comida y del servicio todo el tiempo. Solo bebía agua, decía que no se fiaba de los vinos australianos y se negaba a gastarse el dinero en los franceses…, por eso siempre me tocaba a mí atender su mesa. Al terminar el mes, se largó sin decir palabra y ni siquiera me dejó propina. La recuerdo muy bien.
—Así era la señora Trentham, ya lo creo —dijo Charlie—. Pero ¿llegó a enterarse de los motivos que tenía para visitar Australia?
Sacó un tercer billete de la cartera y lo dejó encima de los otros.
—No tengo ni idea, señor —dijo el camarero, apesadumbrado—. Se pasaba el día entero sin dirigirle la palabra a nadie. Ni siquiera estoy seguro de que el señor Sinclair-Smith conozca la respuesta a esa pregunta.
—¿El señor Sinclair-Smith?
El camarero hizo un gesto por encima del hombro en dirección a la otra punta de la sala, donde había un caballero anciano sentado a solas, con una servilleta colocada en el cuello. Estaba ocupado atacando un enorme bistec.
—El actual propietario —explicó el maître—. Su padre era la única persona a la que la señora Trentham se dirigía con un mínimo de tacto.
—Gracias —dijo Charlie—. Ha sido usted de gran ayuda. —El camarero se guardó los billetes—. ¿Me haría usted el favor de preguntarle al gerente si le importaría que hablara con él?
—Ahora mismo, caballero —dijo el veterano camarero antes de cerrar el humificador y retirarse rápidamente.
—El gerente es demasiado joven para recordar…
—Tú abre bien los ojos, Roberts —dijo Charlie mientras cortaba la punta de su cigarro—. A lo mejor aprendes un par de trucos que deberían haberte enseñado en el colegio de abogados.
El gerente se acercó a su mesa.
—¿Quería usted verme, sir Charles?
Charlie le dio una de sus tarjetas profesionales al chico.
—Me preguntaba si al señor Sinclair-Smith le gustaría tomarse una copita de licor conmigo.
—Se lo consultaré de inmediato, señor —dijo el gerente, que giró sobre los talones y se dirigió a la mesa indicada.
—Te aconsejo que te retires al vestíbulo, Roberts —dijo Charlie—. Sospecho que la conducta que me propongo desplegar durante la próxima media hora podría ofender tu código ético.
Echó un vistazo a la otra punta de la sala, donde el anciano estaba inspeccionando su tarjeta.
Con un suspiro de resignación, Roberts se levantó de la silla y se fue.
En los carnosos labios del señor Sinclair-Smith se dibujó una sonrisa. Se incorporó y se acercó anadeando a su visitante inglés.
—Sinclair-Smith —anunció con un atiplado acento inglés antes de tenderle una mano lacia.
—Le agradezco que haya aceptado mi invitación, amigo —dijo Charlie—. Reconozco a un compatriota en cuanto lo veo. ¿Me permite que le ofrezca una copa de brandy?
El camarero se alejó de inmediato.
—Es usted muy amable, sir Charles. Espero que mi humilde establecimiento le haya proporcionado una comida agradable.
—Excelente. Por otra parte, venía usted muy bien recomendado —dijo Charlie mientras exhalaba una columna de humo.
—¿Recomendado? —El señor Sinclair-Smith procuró disimular su sorpresa—. ¿Puedo preguntarle por quién?
—Por mi anciana tía, Ethel Trentham.
—¿La señora Trentham? Santo cielo, la señora Trentham… La última vez que supimos de ella todavía vivía mi padre.
Charlie frunció el ceño mientras el veterano camarero regresaba con dos grandes copas de brandy.
—Espero que esté bien, sir Charles.
—Mejor que nunca. Me pidió que le diera a usted recuerdos de su parte.
—Qué detalle —replicó Sinclair-Smith, agitando su bebida en la copa de balón—. Y qué memoria tan prodigiosa, porque por aquel entonces yo solo era un muchacho que acababa de empezar a trabajar en el hotel. Ella ahora debe de tener…
—Más de noventa años —dijo Charlie—. Y aunque le cueste creerlo —añadió—, para la familia todavía es un misterio por qué vino a Melbourne.
—Igual que para mí —dijo Sinclair-Smith mientras paladeaba su brandy.
—¿No habló usted nunca con ella?
—No, nunca —dijo Sinclair-Smith—. Aunque mi padre y su tía hablaron muchas veces largo y tendido, él no me reveló el contenido de sus conversaciones.
Charlie se esforzó por ocultar la contrariedad que le producía esa información.
—Vaya, si usted no lo sabe, me imagino que no quedará nadie con vida para sacarme de dudas.
—Bueno, yo no estaría tan seguro de eso —repuso Sinclair-Smith—. Seguro que Slade sabe algo…, es decir, si todavía no se ha vuelto majara del todo.
—¿Slade?
—Sí, un tipo de Yorkshire que trabajaba en el club en tiempos de mi padre, cuando todavía teníamos nuestro propio chófer. Durante toda su estancia en el club, de hecho, la señora Trentham insistió en que fuera Slade el que siempre la llevara a los sitios. Decía que nadie más debería conducir para ella.
—¿Sigue en activo? —preguntó Charlie mientras expulsaba otra generosa nube de humo.
—No, por Dios —dijo Sinclair-Smith—. Se jubiló hace años. Ni siquiera estoy seguro de que siga con vida.
—¿Vuelve usted a menudo por la vieja madre patria? —preguntó Charlie, convencido de que ya había extraído la información más relevante de esa fuente en concreto.
—Me temo que no, entre…
Charlie dedicó los veinte minutos siguientes a arrellanarse y disfrutar de su puro mientras Sinclair-Smith parloteaba sin cesar de todos los temas que se le ocurrían, desde el declive del imperio al deplorable estado de la liga de críquet inglesa. Pidió la cuenta instantes después, momento que el dueño del club de campo aprovechó para levantarse y marcharse discretamente.
El veterano camarero reapareció en cuanto vio el nuevo billete que se acababa de materializar encima del mantel.
—¿Necesita usted cualquier cosa, caballero?
—¿Le dice algo el nombre de Slade?
—¿El viejo Walter Slade, el antiguo chófer del club?
—El mismo.
—Se jubiló hace años.
—Eso ya lo sabía, pero ¿todavía está vivo?
—Lo ignoro —respondió el maître—. Lo último que supe de él fue que vivía en la zona de Ballarat.
—Gracias —dijo Charlie, que apagó el puro en el cenicero, dejó otro billete encima de la mesa y se fue al vestíbulo para reunirse con Roberts—. Llama a tu bufete enseguida —le pidió a su abogado—. Pídeles que localicen a un tal Walter Slade, que podría vivir en un sitio llamado Ballarat.
Roberts se alejó en dirección al cartel del teléfono en tanto Charlie se quedaba deambulando por el pasillo de un lado a otro, rezando para que el anciano todavía estuviera con vida. El abogado regresó instantes después.
—¿Puedo preguntarle qué trama usted esta vez, sir Charles? —inquirió antes de darle una hoja con la dirección de Walter Slade apuntada en letras mayúsculas.
—Nada bueno, eso está claro —dijo Charlie mientras tomaba la información—. Esta vez no hace falta que me acompañes, muchacho, aunque necesitaré el coche. Te veré en la oficina…, no sé cuándo exactamente.
Se despidió con la mano y cruzó las puertas giratorias, dejando a un Roberts desconcertado de pie en el vestíbulo.
Charlie le enseñó la hoja al chófer, que inspeccionó la dirección.
—Pero si esto son más de ciento cincuenta kilómetros —dijo el hombre, mirando hacia atrás por encima del hombro.
—Razón de más para no perder tiempo, ¿verdad?
El conductor encendió el motor y salió del patio del club de campo. Pasaron por delante del campo de críquet de Melbourne, donde Charlie vio que el marcador estaba 147 a 2. Le dio rabia que, para una vez que visitaba Australia, ni siquiera tuviese tiempo para ver un partido. El trayecto por la autopista del norte se prolongó durante hora y media, lo que permitió a Charlie pensar en lo que le iba a decir al señor Slade, suponiendo que, por citar a Sinclair-Smith, «todavía no se ha vuelto majara del todo». Tras dejar atrás a toda velocidad el letrero de Ballarat, el conductor se detuvo en una gasolinera. El empleado llenó el depósito y le dio unas indicaciones al chófer, después de lo cual tardaron otros quince minutos en llegar a una casita adosada en un barrio humilde.
Charlie bajó del vehículo, cruzó el pequeño camino de acceso cubierto de maleza y llamó a la puerta. Esperó un momento antes de que atendiera su llamada una señora mayor con delantal y un vestido de color pastel que llegaba casi hasta el suelo.
—¿La señora Slade? —preguntó Charlie.
—Sí —replicó la mujer, observándolo con suspicacia.
—¿Podría hablar con su marido?
—¿Para qué? —quiso saber la anciana—. ¿Es usted de servicios sociales?
—No, señora, soy de Inglaterra. Le traigo a su esposo un humilde regalo de mi tía, Ethel Trentham, tristemente fallecida hace poco.
—Oh, qué detalle —dijo la señora Slade—. Pase usted.
La mujer llevó a Charlie hasta la cocina, donde se encontró con un anciano vestido con un cárdigan, una camisa a cuadros que parecía estar limpia y pantalones holgados. El hombre dormitaba en una silla delante de la chimenea.
—Ha venido alguien de Inglaterra, Walter, para verte especialmente a ti.
—¿Qué pasa? —murmuró el hombre, restregándose los ojos legañosos con unos dedos huesudos.
—Que ha venido alguien de Inglaterra —repitió su mujer—. Con un regalo de la señora Trentham.
—Ya no puedo conducir para ella, estoy muy mayor.
El anciano parpadeó varias veces seguidas y miró a Charlie con ojos cansados.
—No, Walter, que no te enteras. Este hombre es familiar suyo y te ha traído un regalo de Inglaterra. Es que está muerta, ¿lo entiendes?
—¿Muerta?
Los dos observaron intrigados a Charlie, que se apresuró a sacar todos los billetes que llevaba en la cartera para dárselos a la señora Slade.
Esta empezó a contar los billetes uno por uno mientras Walter Slade continuaba mirando fijamente a Charlie, cada vez más nervioso allí plantado en su impecable suelo de piedra.
—Ochenta y cinco libras, Walter —dijo la mujer antes de darle el dinero a su marido.
—¿Por qué tanto dinero? ¿Y después de tanto tiempo?
—Le hizo usted un gran servicio —dijo Charlie—, y deseaba reparárselo de alguna manera.
El anciano empezó a mirar a Charlie con suspicacia.
—Ya me pagó en su momento.
—Lo entiendo —dijo Charlie—, pero…
—Y he mantenido la boca cerrada.
—Razón de más para que se sintiera tan agradecida con usted.
—¿Me está diciendo que ha venido desde Inglaterra para darme ochenta y cinco libras? Eso no tiene sentido, amigo.
El señor Slade parecía mucho más despierto que antes.
—No, no —dijo Charlie, temiendo estar perdiendo la iniciativa—. Antes de llegar aquí he entregado varios obsequios más. Lo que pasa es que me ha costado encontrar este sitio.
—No me extraña. Hace veinte años que no toco un volante.
—Es usted de Yorkshire, ¿verdad? —dijo Charlie con una sonrisa—. Reconocería ese acento en cualquier parte.
—Sí, y usted es de Londres. Lo que significa que no es de fiar. Así que dígame la verdad y explíqueme que hace aquí. Porque no ha venido solo para regalarme ochenta y cinco libras, eso está claro.
—No consigo encontrar a la niña que acompañaba a la señora Trentham cuando iba en su coche —dijo Charlie, jugándose el todo por el todo—. Verá usted, es la heredera de un legado considerable.
—Imagínate, Walter —dijo la señora Slade.
La expresión de Walter Slade se mantuvo inalterable.
—Mi cometido consiste en localizar a esa señorita y darle la buena noticia.
Slade permaneció imperturbable mientras Charlie continuaba improvisando.
—Se me ocurrió que usted podría ayudarme.
—Pues se ha confundido —replicó Slade—. Es más, se puede llevar su dinero —añadió tirando los billetes a los pies de Charlie—. Y no se moleste en volver por aquí con sus ridículas zarandajas sobre herencias ficticias. Acompáñalo a la puerta, Elsie.
La señora Slade se agachó y recogió meticulosamente los billetes desperdigados antes de devolvérselos a Charlie. Cuando le hubo dado el último, acompañó en silencio al forastero hasta la entrada de la casa.
—Le pido disculpas, señora Slade. No pretendía ofender a su esposo.
—Ya lo sé, caballero. Pero es que Walter ha sido siempre tan orgulloso… Sabe Dios que no nos habría venido mal el dinero.
Charlie sonrió, guardó el fajo de billetes en el delantal de la anciana y se llevó un dedo a los labios.
—Si usted no dice nada, yo tampoco.
Se despidió con una ligera reverencia antes de recorrer el pequeño camino de acceso hacia el coche.
—Nunca vi a ninguna niña —declaró la mujer con un murmullo apenas audible. Charlie se quedó petrificado en el sitio—. Pero una vez Charlie llevó a esa mujer tan estirada al orfanato de Park Hill, en Melbourne. Lo sé porque yo estaba saliendo con el jardinero por aquel entonces, y me lo contó él.
Charlie se giró para darle las gracias, pero la señora Slade ya había cerrado la puerta y se había perdido de vista en el interior de la casa.
Charlie montó en el coche, sin blanca y con un solo nombre al que aferrarse, consciente de que el anciano podría haber resuelto todo el misterio para él si hubiera querido. Por otra parte, ante su solicitud de ayuda le podría haber dicho «lo siento, no puedo hacer nada» en vez de «lo siento, pero no me da la gana hacer nada».
Maldijo su estupidez varias veces durante el largo trayecto de vuelta a la ciudad.
—Roberts, ¿hay algún orfanato en Melbourne? —fueron las primeras palabras de Charlie en cuanto irrumpió en el bufete de los abogados.
—El de St. Hilda —dijo Neil Mitchell antes de que a su socio le diera tiempo siquiera a asimilar la pregunta—. Sí, se encuentra en Park Hill. ¿Por qué?
—Ese es. —Charlie consultó su reloj—. En Londres son casi las siete de la mañana y estoy hecho polvo, así que me retiro al hotel para dormir un ratito. Mientras tanto, necesito unas cuantas respuestas. Para empezar, quiero saberlo todo sobre St. Hilda, empezando por el nombre de todas las personas que trabajaron allí entre 1923 y 1927, desde el más alto directivo a la última limpiadora. Y si todavía hubiera alguien con vida de aquella época, búsquenlo porque me gustaría hablar con él…, en las próximas veinticuatro horas.
Dos de los empleados de la oficina de Mitchell habían empezado a tomar apuntes frenéticamente en un intento por anotar todo lo que decía sir Charles.
—También necesito el nombre de todos los niños registrados en ese orfanato entre 1923 y 1927. Recordad que estamos buscando a una niña que no debía de tener más de cuatro años y podría haberse llamado Margaret Ethel. Cuando tengáis la respuesta a esas preguntas, me despertáis…, sea la hora que sea.