46

—Si se da usted prisa, sir Charles, aún podría pillar el próximo vuelo —dijo Trevor Roberts mientras aparcaba delante del hotel.

—En tal caso, me la daré, porque me gustaría volver a Londres lo antes posible.

—De acuerdo. Yo me encargo de avisar en recepción para que dejen libre su habitación y llamaré al aeropuerto para ver si le pueden cambiar la reserva.

—Bien. Aunque me sobran un par de días libres, me gustaría atar los cabos sueltos que quedan en Londres.

Charlie se bajó del coche antes de que al chófer le diera tiempo a abrirle la puerta. Subió corriendo a la habitación y metió todas sus cosas en la maleta. Regresó al vestíbulo doce minutos más tarde, pagó la cuenta y salió del hotel en menos de quince. El conductor ya estaba esperándolo junto al vehículo, con el maletero abierto.

Tras cerrarlo, el hombre salió acelerando de la terraza del hotel y se incorporó a la autopista a toda velocidad.

—¿Pasaporte y billete? —preguntó Roberts.

Charlie sonrió y sacó las dos cosas del bolsillo interior de su chaqueta como un niño obediente.

—Bueno. Espero que lleguemos a tiempo al aeropuerto.

—Has hecho un trabajo fabuloso —dijo Charlie.

—Gracias, sir Charles. Sin embargo, aunque ha reunido una cantidad considerable de pruebas sobre las que fundamentar su caso, le advierto que casi todas continúan siendo circunstanciales. Aunque usted y yo estemos convencidos de que Cathy Ross es en realidad Margaret Ethel Trentham, con la señorita Benson en su tumba y la señorita Ross incapaz de recordar los detalles más relevantes de su pasado, resulta imposible predecir si el fallo de un tribunal podría ser favorable.

—Lo entiendo, pero por lo menos ahora tengo algo en lo que basarme. Hace una semana no tenía nada.

—Cierto —replicó Roberts—. Y después de haberlo visto en acción durante estos últimos días, me atrevería a decir que tiene usted bastantes oportunidades de ganar esta carrera. Pese a todo, haga lo que haga, no pierda de vista ese cuadro: es tan convincente como una huella dactilar. Y procure que la carta de la señora Campbell esté a buen recaudo hasta que haya podido hacer una copia. Asegúrese también de que en Coutts reciban la original y el cheque que la acompaña. No queremos que lo detengan por robar noventa y dos libras. Bueno, ¿puedo hacer algo más por usted desde aquí?

—Sí, podrías intentar que Walter Slade reconozca por escrito que llevó a la señora Trentham y a una niña pequeña llamada Margaret a St. Hilda, de donde la señora Trentham se marchó sola. Y también sería conveniente que le sonsacaras a Slade una fecha concreta.

—Eso quizá no resulte tan sencillo después de su encontronazo —dijo Roberts.

—Bueno, inténtalo por lo menos. Y después mira a ver si la señorita Benson recibió algún otro pago de la señora Trentham antes de 1953; y, de ser así, averigua la cantidad exacta y las fechas. Sospecho que lleva más de treinta y cinco años beneficiándose de transferencias bancarias periódicas, lo que explicaría cómo pudo terminar sus días en un lugar tan lujoso.

—Estoy de acuerdo. Aunque, una vez más, todo eso sería circunstancial en el mejor de los casos. Y no creo que ningún banco me vaya a dejar echarle un vistazo a la cuenta personal de la señorita Benson.

—Lo entiendo —dijo Charlie—. Pero la señora Culver debería estar en condiciones de revelar a cuánto ascendía el sueldo de la señorita Benson cuando todavía era directora, y si el tren de vida que llevaba se correspondía con ese salario. Al fin y al cabo, seguro un minibús no es lo único que les vendría bien en St. Hilda.

Roberts empezó a tomar apuntes mientras Charlie continuaba desgranando sus sugerencias.

—Si consigues sacar algo en claro de Slade y demuestras que la señorita Benson recibió más de un pago en el pasado, lo tendría más fácil para pedirle a Nigel Trentham que me explique por qué su madre estaba dispuesta a mandarle dinero a la directora de un orfanato en la otra punta del globo, si no era para ocultar que su hermano mayor había tenido una hija.

—Haré lo que pueda —le prometió Roberts—. Si averiguo cualquier cosa más, me pondré en contacto con usted cuando haya llegado a Londres.

—Gracias —dijo Charlie—. Y ahora, ¿hay algo que pueda hacer yo por ti?

—Sí, sir Charles. ¿Me haría el favor de darle recuerdos de mi parte a mi tío Ernest?

—¿Tu tío Ernest?

—Sí, Ernest Baverstock.

—Recuerdos, y una porra. Pienso denunciarlo ante el colegio de abogados.

—Debo advertirle que su demanda no prosperaría, sir Charles, puesto que el nepotismo todavía no está tipificado como delito. Aunque, si le soy sincero, la verdadera culpable es mi madre. Tuvo tres hijos, todos ellos abogados, y los otros dos ahora lo representan a usted en Perth y Brisbane.

El coche se detuvo delante de la terminal de Qantas. El conductor bajó de un salto y sacó el equipaje del maletero mientras Charlie se alejaba corriendo en dirección al mostrador de facturación, con Roberts acarreando el cuadro de Cathy un metro por detrás de él.

—Sí, todavía puede embarcar en el próximo vuelo a Londres —le aseguró a Charlie la muchacha de la ventanilla—. Pero dese usted prisa, por favor. Cerraremos las puertas dentro de unos minutos.

Charlie exhaló un suspiro de alivio y se giró para despedirse de Trevor Roberts mientras el chófer llegaba con su maleta y la colocaba en la cinta.

—Maldición —dijo Charlie—. ¿Podrías prestarme diez libras?

Roberts sacó los billetes de su cartera y Charlie se apresuró a dárselos al conductor, que se tocó la visera y regresó al vehículo.

—¿Cómo podría darte las gracias por todo lo que has hecho por mí? —dijo mientras estrechaba la mano de Trevor Roberts.

—Agradézcaselo al tío Ernest, no a mí —dijo Roberts—. Fue él el que me convenció para dejarlo todo y aceptar este caso.

Charlie subía por la escalera del vuelo 102 de Qantas veinte minutos más tarde, listo para afrontar la primera etapa de su viaje de vuelta a Londres.

Cuando el avión despegó diez minutos después de la hora prevista, Charlie se reclinó e intentó unir las piezas del rompecabezas con los conocimientos adquiridos en los tres últimos días. Aceptaba la teoría de Roberts de que Cathy no debía de haber empezado a trabajar en Trumper’s por casualidad. Seguro que había descubierto alguna relación entre ellos y los Trentham, aunque Charlie no se explicara cuál era esa conexión ni qué motivos había tenido para no contarles nada desde el principio. No contarles nada… ¿Quién era él para echárselo en cara? Si hubiera hablado a tiempo con Daniel, quizás el muchacho todavía siguiera con vida. Porque una cosa era segura: Cathy no podía haber descubierto que Daniel era su hermanastro, aunque ahora Charlie se temía que la señora Trentham lo hubiera descubierto y le hubiera revelado la espantosa verdad a su nieto.

—Vieja arpía —masculló Charlie para sus adentros.

—¿Disculpe? —dijo la señora de mediana edad que viajaba sentada a su lado.

—Lo siento. No estaba refiriéndome a usted.

Charlie volvió a enfrascarse en sus cavilaciones. La señora Trentham debía de haberse tropezado con la verdad de alguna manera. Pero ¿cómo? ¿Habría ido a verla Cathy también? ¿O quizás el anuncio de su compromiso en el Times había alertado a la señora Trentham de la relación ilícita entre Cathy y Daniel, relación de la que ellos no podían estar al corriente? Fuera como fuese, Charlie sabía que tenía escasas posibilidades de completar ese rompecabezas ahora que Daniel y la señora Trentham habían fallecido y Cathy seguía sin poder recordar casi nada de lo que había hecho antes de llegar a Inglaterra.

Resultaba irónico, pensó Charlie, que casi todo lo que había descubierto en Australia hubiera estado guardado desde el principio en un cajón del número 1 de Chelsea Terrace, archivado bajo el nombre de «Cathy Ross, solicitud de empleo». Pero no el eslabón perdido. «Encuéntrelo —había dicho Roberts— y podrá demostrar la conexión entre Cathy Ross y Guy Trentham». Charlie asintió con la cabeza.

Últimamente Cathy había recuperado algunos recuerdos de su pasado, aunque todavía nada significativo en lo tocante a su primera etapa en Australia. El doctor Atkins continuaba aconsejándole a Charlie que no la presionara, pues estaba encantado con sus progresos, sobre todo en lo que a hablar abiertamente de Daniel se refería. Pero tendría que presionarla si quería salvar Trumper’s… Decidió que el doctor Atkins sería una de las primeras personas a las llamaría en cuanto el avión se posara en suelo inglés.

—Al habla el comandante —dijo una voz por los altavoces—. Lamento comunicarles que hemos detectado una incidencia técnica. Los pasajeros que estén sentados a la mano derecha del avión verán que he desactivado una de las turbinas de estribor. Les aseguro que no hay por qué preocuparse, puesto que todavía tenemos tres motores funcionando a plena potencia y, de todas formas, a este aparato le bastaría con uno solo para completar cualquier tramo del viaje.

A Charlie le pareció bien saberlo.

—Sin embargo —continuó el comandante—, siempre teniendo en cuenta su seguridad, la política de nuestra aerolínea dicta que aterricemos en el aeropuerto más próximo para efectuar sin demora todas las reparaciones pertinentes.

Charle arrugó el entrecejo.

—Puesto que todavía no hemos cruzado el ecuador de nuestra travesía a Singapur, desde control de tráfico aéreo me recomiendan volver de inmediato a Melbourne.

Todos los pasajeros se lamentaron a coro.

Charlie calculó de cuánto tiempo disponía antes de tener que llegar a Londres y recordó que había contratado originalmente el vuelo que salía de Melbourne a las ocho y veinte de la tarde.

Se desabrochó el cinturón, sacó el cuadro de Cathy del compartimento superior y buscó un asiento de primera desocupado cerca de la puerta, concentrado en resolver cualquier posible traba que quisieran ponerle cuando intentara cambiar su billete para viajar en el primer avión de BOAC a Londres.

El vuelo 102 de Qantas aterrizó en el aeropuerto de Melbourne a las siete y siete minutos. Charlie fue el primero en bajar, pero lo ralentizaba el tener que acarrear el cuadro de Cathy y eso posibilitó que varios pasajeros, a quienes evidentemente se les había ocurrido la misma idea, lo adelantaran. Pese a todo, consiguió ponerse el undécimo en la fila que ya se había formado frente al mostrador de facturación. La cola se redujo poco a poco conforme cada pasajero iba recibiendo su asiento, pero cuando llegó su turno, solo pudieron ofrecerle una plaza en la lista de espera. A pesar de sus desesperadas negociaciones con el empleado de BOAC, este se mostró inamovible: todos los demás pasajeros opinaban que sus propios motivos para llegar a Londres lo antes posible eran igual de importantes.

Se dirigió a la ventanilla de Qantas, donde le informaron de que estaban reparando los motores del vuelo 102 y este no volvería a despegar hasta el día siguiente por la mañana. A las nueve menos veinte vio cómo el BOAC Comet en el que había pretendido embarcarse se elevaba de la pista sin él.

A todos los pasajeros varados en tierra se les asignó una habitación para pasar la noche en uno de los hoteles que rodeaban el aeropuerto. Sus billetes habían sido transferidos al vuelo de las diez y veinte de la mañana siguiente.

Charlie se levantó, se vistió y volvió al aeropuerto dos horas antes de la hora prevista para el despegue, y cuando las puertas de embarque se abrieron por fin, él fue el primero en montar. Calculó que, si todo salía según lo previsto, el avión aterrizaría en Heathrow a primera hora del viernes, lo que le concedería todo un día y medio de margen antes de que venciera el plazo de dos años establecido por sir Raymond en su testamento.

Exhaló su primer suspiro de alivio cuando despegó el Comet, el segundo cuando el vuelo cruzó el ecuador del tramo a Singapur, y el tercero cuando aterrizaron en el aeropuerto de Paya Lebar con unos minutos de antelación sobre el horario previsto.

Charlie bajó del avión, pero solo para estirar las piernas. Una hora después volvía a estar en su asiento con el cinturón abrochado y listo para despegar de nuevo. La segunda etapa del viaje, de Singapur a Bangkok, concluyó en el aeropuerto de Don Muang con tan solo media hora de retraso, pero el avión tuvo que pasarse otra hora parado en la pista. La explicación que les ofrecieron fue que había escasez de personal en la torre de control. A pesar del retraso, Charlie no se preocupó demasiado; aunque eso no le impedía mirar su reloj de bolsillo cada veinte minutos. Volvieron a despegar una hora después de lo previsto.

Cuando el aparato se posó en el aeropuerto de Palam, en Nueva Delhi, dedicó una hora a curiosear por las tiendas libres de impuestos mientras el avión repostaba. Enseguida se aburrió de ver los mismos relojes, los mismos perfumes y las mismas baratijas que les ofrecían a los inocentes viajeros de paso, productos todos ellos cuyo precio él sabía que seguía estando artificialmente inflado en al menos un cincuenta por ciento. Una vez transcurrida la hora sin que se hubiera anunciado que podían volver a embarcar, Charlie se dirigió al mostrador de atención al cliente para averiguar a qué se debía tanta demora.

—Parece ser que hay un problema con la tripulación de relevo en esta etapa del viaje —le informó la joven que atendía la ventanilla—. Todavía no han completado el periodo de descanso de veinticuatro horas que estipulan las normativas de IATA.

—Bueno, ¿y cuántas han descansado?

—Veinte —respondió la muchacha, azorada.

—¿Eso significa que tendremos que esperar aquí cuatro horas más?

—Me temo que sí.

—¿Dónde está el teléfono más cercano? —preguntó Charlie, sin esforzarse por disimular la irritación que sentía.

—En aquella esquina de allí, caballero —dijo la muchacha, señalando a su derecha.

Charlie se unió a otra cola, pero cuando le llegó el turno por fin, logró hablar con la operadora dos veces, una con Londres y cero con Becky. Para cuando se volvió a sentar en el interior del avión, tras no haber conseguido absolutamente nada, se sentía agotado.

—Les habla el comandante Parkhouse —dijo el piloto en tono conciliador—. Lamentamos los retrasos que nos han llevado a aplazar nuestro vuelo. Espero que la demora no les haya causado demasiados inconvenientes. Abróchense los cinturones, por favor, y prepárense para despegar. Auxiliares, pongan las puertas de la cabina en modo automático.

Los cuatro motores se activaron con un rugido y el avión fue adquiriendo velocidad poco a poco mientras aceleraba para abandonar la pista. De súbito, Charlie se vio arrojado hacia delante cuando los frenos se bloquearon bruscamente y el aparato se detuvo con un chirrido a un par de cientos de metro del final de la pista.

—Les habla el comandante. Lamento informarles de que el panel de control ha detectado un fallo en los brazos hidráulicos que accionan las ruedas durante las maniobras de despegue y aterrizaje, por lo que despegar en estos momentos me parece demasiado arriesgado. Dejaremos que nos remolquen hasta nuestra posición inicial y esperaremos hasta que los técnicos hayan solucionado el problema, cosa que ocurrirá lo antes posible. Gracias por su comprensión.

Lo que le preocupaba a Charlie era que «lo antes posible» pudiera ser demasiado tarde.

Se sentó en una sala de espera cargada de humo, hojeando una revista tras otra y consumiendo un refresco tras otro mientras permanecía atento a cualquier posible información sobre la suerte del vuelo 102. La primera novedad que llegó a sus oídos fue que estaban buscando al ingeniero jefe.

—¿Están buscándolo? —dijo Charlie—. ¿Y eso qué significa?

—Han ido en coche a buscarlo —le explicó un empleado del aeropuerto con una sonrisa.

—¿En coche? Pero ¿por qué no está aquí, donde debería?

—Tiene el día libre.

—¿Y no hay más mecánicos?

—Para solucionar un problema de esta envergadura, me temo que no —confesó el atribulado trabajador.

Charlie se pegó un manotazo en la frente.

—¿Y dónde vive ese ingeniero jefe?

—En Nueva Delhi. Pero no se preocupe usted, caballero. Seguro que llega en menos de una hora.

El problema que tiene este país, pensó Charlie, es que siempre te dicen lo que ellos creen que tú quieres oír.

Por algún motivo, el mismo empleado fue incapaz de explicar más tarde por qué habían tardado dos horas en localizar al ingeniero jefe, una hora más en llevarlo al aeropuerto y otros cincuenta minutos en darse cuenta de que para resolver el problema haría falta un equipo compuesto por tres ingenieros cualificados, todos los cuales ya habían terminado su turno ese día.

Un autobús traqueteante condujo a todos los pasajeros del vuelo 102 hasta el hotel Taj Mahal, en el centro de la ciudad, donde Charlie se sentó en la cama y pasó casi toda la noche intentando contactar de nuevo con Becky. Cuando esta descolgó el teléfono al fin, la llamada se cortó sin darle tiempo ni siquiera a explicar dónde estaba. Charlie desistió de su empeño y se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente, cuando el mismo autobús los llevó de vuelta al aeropuerto, los recibió el mismo empleado del aeropuerto, el cual lucía la misma sonrisa del día anterior.

—El avión despegará a tiempo —les prometió.

«A tiempo», pensó Charlie; si las circunstancias hubieran sido distintas, se habría echado a reír.

El avión despegó una hora más tarde, y cuando Charlie le preguntó a una azafata a qué hora estaba previsto que aterrizaran en Heathrow, la muchacha respondió que el sábado a media tarde; era difícil precisar una hora concreta.

El sábado por la tarde, cuando el aparato hizo una nueva parada imprevista en el aeropuerto Leonardo da Vinci, Charlie llamó a Becky desde la primera cabina que pudo encontrar. Ni siquiera le dio tiempo a hablar.

—Estoy en Roma —dijo— y necesitaré que Stan me recoja en Heathrow. No sé la hora exacta, así que dile que salga ya para el aeropuerto y me espere. ¿Entendido?

—Sí —dijo Becky.

—También necesito a Baverstock en su despacho, así que, si se ha ido a la campiña a pasar el fin de semana, dile que lo deje todo y regrese a Londres sin demora.

—Te noto estresado, cariño.

—Disculpa —dijo Charlie—. Está siendo un viaje un poco accidentado.

Con el cuadro bajo el brazo y sin sentir el menor interés por qué le pasaba al avión esta vez o dónde podría acabar su maleta, Charlie embarcó en el primer vuelo europeo a Londres disponible esa tarde y, una vez en el aire, miró su reloj cada diez minutos. A las ocho en punto, cuando el piloto hubo cruzado por fin el canal de la Mancha, Charlie se intentó convencer de que cuatro horas era tiempo más que de sobra para reivindicar los derechos de Cathy…, siempre y cuando Becky hubiera conseguido encontrar a Baverstock.

Mientras el avión comenzaba a sobrevolar Londres en círculos, Charlie miró por la ventanilla ovalada y contempló los sinuosos meandros del Támesis.

Las luces de la pista deslumbraron a Charlie veinte minutos después, eclipsadas brevemente por el humo que levantaron las ruedas al tocar el suelo. Una vez en la puerta asignada, el avión se detuvo por fin y sus puertas se abrieron a las ocho y veintinueve minutos.

Charlie agarró el cuadro, se dirigió corriendo al punto de control de pasaportes y cruzó aduanas sin aminorar la marcha.

Solo se detuvo cuando vio una cabina telefónica, pero, puesto que ya no le quedaban monedas, le dio su nombre a la operadora y solicitó hacer una llamada a cobro revertido. Becky descolgó unos instantes más tarde.

—Estoy en Heathrow. ¿Y Baverstock?

—Ya ha salido de Tewkesbury. Debería llegar a su oficina sobre las nueve y media. A las diez, como muy tarde.

—Bien, dile que me voy directamente a casa. Debería estar contigo dentro de aproximadamente cuarenta minutos.

Charlie colgó el teléfono de golpe, miró su reloj y se dio cuenta de que se le había olvidado llamar al doctor Atkins. Salió corriendo a la acera, consciente de súbito de la brisa tan fría que soplaba. Stan lo esperaba en el coche. El antiguo sargento mayor, que ya se había acostumbrado a la impaciencia de Charlie con el paso de los años, recorrió las afueras de Londres ignorando todos los límites de velocidad hasta que llegaron a Chiswick, donde solamente los respetaban las motocicletas. A pesar del fuerte aguacero, para las nueve y dieciséis minutos su jefe ya había llegado a Eaton Square.

Charlie estaba contándole lo que había descubierto en Australia a Becky, que lo escuchaba en silencio, cuando Baverstock llamó para anunciar que estaba en su oficina de High Holborn. Charlie le dio las gracias, le dio recuerdos de su sobrino y se disculpó por estropearle el fin de semana.

—Si las noticias que trae son positivas —replicó Baverstock—, no me habrá estropeado usted nada.

—Guy Trentham tuvo descendencia —dijo Charlie.

—Me imaginaba que no me habría sacado usted de Tewkesbury para contarme cómo le va al equipo de Melbourne en la liga de críquet. ¿Niño o niña?

—Niña.

—¿Legítima o ilegítima?

—Legítima.

—Siendo así, podrá ejercer su derecho y reclamar la herencia antes de las doce.

—¿Deberá hablar con usted en persona?

—Así lo estipula el testamento —dijo Baverstock—. Sin embargo, si todavía está en Australia puede hablar con Trevor Roberts, puesto que le he otorgado…

—No, está en Inglaterra y habrá llegado a su despacho antes de medianoche.

—Bien. ¿Cómo se llama, por cierto? —preguntó Baverstock—. Para ir preparando los documentos.

—Cathy Ross —dijo Charlie—. Pero pídale a su sobrino que se lo explique todo, porque yo ahora no tengo tiempo que perder —añadió, colgando antes de que Baverstock pudiera reaccionar. Salió corriendo al pasillo en busca de Becky—. ¿Dónde está Cathy? —gritó en cuanto vio a su mujer en el rellano de las escaleras.

—Ha ido un concierto al Festival Hall. De Mozart, creo que me dijo, con algún amigo de la ciudad.

—Vamos, en marcha.

—¿En marcha?

—En marcha, sí —replicó Charlie a pleno pulmón. Ya había llegado a la puerta y se subió al asiento trasero del coche antes de darse cuenta de que el chófer no estaba.

Bajó de un salto y volvió a la casa mientras Becky salía corriendo en la dirección opuesta.

—¿Dónde se ha metido Stan?

—En la cocina, seguramente. Estará cenando.

—Vale. —Charlie le dio las llaves—. Conduce tú, yo hablo.

—Pero ¿adónde vamos?

—Al Festival Hall.

—Tiene gracia —dijo Becky—. Después de todos estos años y no tenía ni idea de que te gustara Mozart.

Mientras ella se sentaba al volante, Charlie rodeó corriendo el vehículo para ocupar el asiento del copiloto. Becky arrancó y sorteó diestramente el tráfico nocturno mientras Charlie continuaba explicándole todas las implicaciones de lo que había descubierto en Australia y lo importante que era encontrar a Cathy antes de que dieran las doce. Becky escuchó a su marido sin interrupciones.

Ya estaban cruzando el puente de Westminster cuando Charlie le preguntó si tenía alguna pregunta, pero Becky permaneció callada.

Charlie aguardó un momento antes de exclamar:

—¿No tienes nada que decir?

—Sí. Que no deberíamos repetir con Cathy el mismo error que cometimos con Daniel.

—¿Qué error?

—El de no contarle toda la verdad.

—Tendré que consultarlo con el doctor Atkins antes de correr ese riesgo —dijo Charlie—. Pero ahora lo más importante es que hable a tiempo con Baverstock.

—Lo que me pregunto es dónde esperas que dejemos el coche —dijo Becky mientras giraba a la izquierda para incorporarse a Belvedere Road, desde donde ya se divisaba la entrada del Royal Festival Hall con sus dobles líneas amarillas y sus carteles de «prohibido aparcar».

—Justo en la puerta —dijo Charlie, y Becky obedeció sin rechistar.

Charlie se apeó de un salto en cuanto el coche se hubo detenido, cruzó la acera corriendo y empujó las puertas de cristal.

—¿A qué hora termina el concierto? —le preguntó a la primera persona uniformada que vio.

—A las diez y treinta y cinco, señor, pero no puede dejar su coche ahí.

—¿Dónde está la oficina del director?

—En la quinta planta, a la derecha, segunda puerta a la izquierda según se sale del ascensor. Pero…

—Gracias —exclamó Charlie mientras se dirigía corriendo al ascensor. Becky alcanzó a su marido mientras se abrían las puertas.

—Caballero, su coche … —dijo el empleado, gesticulando, pero las puertas del ascensor ya habían vuelto a cerrarse.

Cuando se abrieron de nuevo, Charlie salió de un salto al pasillo de la quinta planta, miró a la derecha y vio una puerta con una plaquita en la que se podía leer: «Director». Llamó una sola vez antes de irrumpir en el despacho, donde se encontró con dos hombres elegantemente vestidos que estaban disfrutando de un cigarrillo mientras escuchaban el concierto por un intercomunicador. Se giraron al unísono para ver quién los había interrumpido.

—Buenas noches, sir Charles —dijo el más alto de los dos antes de incorporarse, apagar el cigarrillo y dar un paso al frente—. Jackson. Soy el director del teatro. ¿Le puedo ayudar en algo?

—Espero que sí, señor Jackson —dijo Charlie—. Hay una señorita que está viendo el concierto y debo sacarla del edificio lo antes posible. Se trata de una emergencia.

—¿Sabe cuál es el número de su butaca?

—Ni idea. —Charlie miró a su mujer, que se limitó a sacudir la cabeza.

—Síganme. —El director salió de su despacho sin perder tiempo y se dirigió al ascensor. Cuando las puertas se abrieron, Charlie se topó de bruces con el mismo empleado de antes—. ¿Algún problema, Ron?

—Solo que este caballero ha dejado su coche en la entrada, señor.

—Entonces no lo pierdas de vista, ¿de acuerdo, Ron? —El director pulsó el botón de la tercera planta y, volviéndose hacia Becky, preguntó—: ¿Qué lleva puesto esa joven?

—Un vestido de color bermellón con una capa blanca —replicó Becky enseguida.

—Bien observado, señora. —El director salió del ascensor y los llevó hasta una puerta que comunicaba con el palco imperial. Una vez dentro, el señor Jackson descolgó una pequeña fotografía en la que aparecía la reina inaugurando el edificio en 1957 y corrió una cortinilla que cubría un espejo de un solo sentido a través del cual se podía observar a la audiencia—. Una medida de seguridad, por si alguna vez surgiera un problema —explicó.

A continuación, el director descolgó un par de binoculares y se los entregó a Becky y a Charlie.

—Si localizan a la señorita que están buscando, uno de mis empleados se encargará de sacarla discretamente. —Ladeó la cabeza, atento a los acordes del último movimiento durante unos segundos antes de añadir—: Faltan aproximadamente diez minutos para que acabe el concierto, doce a lo sumo. No está previsto que la orquesta toque ningún bis esta noche.

—Fíjate en los laterales, Becky, y yo miraré en el entrepiso.

Charlie apuntó los binoculares hacia los espectadores que estaban sentados justo debajo de ellos.

Entre los dos cubrieron los mil novecientos asientos, primero someramente y después más despacio, barriendo cada fila de arriba abajo. No divisaron a Cathy por ninguna parte.

—Pruebe en los palcos del otro lado, sir Charles —sugirió el director.

Los dos binoculares convergieron sobre la otra punta del teatro. Seguía sin haber ni rastro de Cathy, por lo que Charlie y Becky se concentraron una vez más en el auditorio principal, rastreando las butacas rápidamente de nuevo.

El director de orquesta bajó su batuta por última vez a las diez y treinta y dos minutos, lo que suscitó una oleada de ovaciones mientras Charlie y Becky continuaban inspeccionando a la audiencia, ya en pie, hasta que por fin se encendieron las luces y el público empezó a desalojar el teatro.

—Sigue buscando, Becky. Yo iré a la salida e intentaré localizarlos antes de que se vayan.

Charlie salió corriendo del palco ceremonial por delante de Jackson, y al bajar las escaleras estuvo a punto de arrollar a un hombre que salía del palco situado por debajo de ellos. Se giró para disculparse.

—Hola, Charlie —dijo una voz—. No sabía que te gustara Mozart.

—Antes no, pero de repente se ha puesto de moda —dijo Charlie, incapaz de disimular su alegría.

—Por supuesto —dijo el director—. Nuestro único punto ciego era el palco que teníamos debajo.

—Permite que te presente a…

—Ahora no tenemos tiempo para eso —dijo Charlie—. Sígueme. —Tomó a Cathy del brazo—. Señor Jackson, hágame el favor de pedirle a Becky, mi esposa, que le explique a este caballero por qué tengo que llevarme a Cathy de aquí. Volverá con usted antes de la medianoche —añadió Charlie con una sonrisa para el desconcertado muchacho—. Gracias por todo, señor Jackson.

Consultó su reloj: las once menos veinte.

—Aún nos da tiempo.

—¿A qué, Charlie? —preguntó Cathy mientras cruzaban el vestíbulo y salían a Belvedere Road. El empleado de uniforme todavía estaba custodiando su coche.

—Gracias, Ron —dijo Charlie mientras intentaba abrir la puerta del conductor—. Maldición, Becky ha echado la llave.

Se giró al ver un taxi que se detenía en esos momentos. Lo llamó por señas.

—Oiga, caballero —dijo un hombre que estaba haciendo cola frente a la parada—. Que ese es mi taxi.

—Está a punto de dar a luz —dijo Charlie mientras abría la puerta y dejaba a Cathy, tan delgada como una espiga, en el asiento trasero.

—Ah, enhorabuena. —El hombre dio un paso atrás.

—¿Adónde vamos, jefe? —preguntó el taxista.

—Al 110 de High Holborn —dijo Charlie—. Pise a fondo.

—Me parece que en esa dirección hay más abogados que ginecólogos —dijo Cathy—. Y me voy a perder la cena con un hombre que llevaba semanas insistiendo para que saliera con él, así que espero que sea por una razón de peso.

—Ahora no. Lo único que tienes que hacer es firmar un documento antes de las doce de la noche. Después te daré todas las explicaciones que quieras.

El taxi se detuvo frente al bufete de abogados unos minutos después de las once. Charlie bajó del vehículo para encontrar a Baverstock esperándolos en la puerta.

—Serán ocho chelines con seis peniques, jefe.

—Ay, Dios. No tengo dinero.

—Trata así a todas las chicas —dijo Cathy mientras le daba un billete de diez chelines al conductor.

Los dos siguieron a Baverstock hasta su despacho, donde los aguardaban unos documentos desplegados sobre su mesa.

—Desde que hablamos por teléfono he tenido una larga conversación con mi sobrino en Australia —dijo Baverstock, dirigiéndose a Charlie—. Así que creo que ya estoy al corriente de casi todo lo que sucedió durante su estancia allí.

—Ojalá pudiera decir yo lo mismo —replicó Cathy, desconcertada.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Charlie—. Las explicaciones, más tarde. —Se volvió hacia Baverstock—. Bueno, ¿y ahora qué?

—La señorita Ross tiene que firmar aquí, aquí y aquí —dijo el abogado sin preámbulos, señalando un espacio en blanco entre dos aspas a lápiz al pie de tres hojas distintas—. Sir Charles, dado que usted no es el beneficiario ni está emparentado con la beneficiaria, puede actuar como testigo de la firma de la señorita Ross.

Charlie asintió con la cabeza, dejó los binoculares de la ópera encima de la mesa, junto al contrato, y sacó una estilográfica del bolsillo interior de su chaqueta.

—Olvida todo lo que te he enseñado, querida, y firma sin mirar donde te ha indicado el señor Baverstock.

Cathy firmó los tres documentos sin pronunciar palabra.

—Gracias, señorita Ross —dijo el señor Baverstock—. Y ahora, si me disculpan un momento, debo informar al señor Birkenshaw de lo que acaba de suceder.

—¿Birkenshaw? —dijo Charlie.

—El abogado del señor Trentham. Como es lógico, debo informarle de inmediato de que su cliente no es la única persona que se postula como candidata a recibir la herencia de los Hardcastle.

Cathy, cada vez más estupefacta, se giró hacia Charlie.

—Luego —dijo este—. Prometido.

Baverstock marcó los siete dígitos de un número de Chelsea.

Nadie dijo nada mientras esperaban a que alguien respondiera a la llamada. Transcurridos unos instantes, el señor Baverstock oyó una voz somnolienta:

—Kensington 7192.

—Buenas noches, Birkenshaw. Baverstock al aparato. Disculpa que te moleste a estas horas intempestivas. Te aseguro que no lo habría hecho si no pensara que las circunstancias justifican plenamente esta invasión de tu intimidad. Pero antes debo preguntarte si puedes decirme la hora.

—¿Te he oído bien? —dijo Birkenshaw, sonando ya más atento—. ¿Me has llamado en plena noche para preguntarme la hora que es?

—Precisamente —dijo Baverstock—. Verás, necesito confirmar que todavía no han sonado las doce. Así que hazme ese favor y dime qué hora marca tu reloj.

—Las once y diecisiete minutos, aunque sigo sin entender…

—Las once y dieciséis, según el mío —dijo Baverstock—, aunque seguro que el tuyo es más exacto. En cualquier caso —continuó—, el motivo de mi llamada no es otro que informarte de que una segunda persona…, la cual parece ser más descendiente directo de sir Raymond que tu cliente…, ha reclamado su derecho a recibir la herencia de los Hardcastle.

—¿Y cómo se llama esa mujer?

—Sospecho que ya lo sabes —replicó el veterano abogado antes de colgar el teléfono—. Maldición —dijo mirando a Charlie—. Tendría que haber grabado la conversación.

—¿Por qué?

—Porque Birkenshaw no reconocerá nunca haber dicho «esa mujer».