El despacho de la Dra. Linda Yalestrom no tenía ni de cerca el aspecto clínico de todos los demás en los que Kevin había estado últimamente. En primer lugar, era su casa, en Berkeley, tan cerca de la universidad que esta parecía confirmar sus credenciales con tanta certeza como los certificados que estaban cuidadosamente enmarcados en la pared.
El resto tenía el aspecto del tipo de despacho en casa que Kevin imaginaba por la televisión, con accesorios indefinidos que evidentemente habían sido desterrados aquí después de alguna mudanza anterior, un escritorio donde se habían amontonado trastos del resto de la casa y unas cuantas plantas en macetas que parecían aguardar su momento, preparadas para tomar el testigo.
A Kevin le gustaba la Dra. Yalestrom. Era una mujer de unos cincuenta años, bajita y con el pelo oscuro, cuya ropa alegremente estampada no podía estar más lejos de las batas médicas. Kevin pensó que podría hacerlo a propósito, si pasaba mucho tiempo trabajando con personas que ya habían recibido las peores noticias posibles de los médicos.
—Ven a sentarte, Kevin —dijo con una sonrisa, señalando hacia un amplio diván rojo que estaba muy gastado tras años de gente sentándose en él—. Sra. McKenzie, ¿por qué no nos deja un rato? Quiero que Kevin sienta que puede decir todo lo que necesita decir. Mi ayudante le traerá café.
Su madre asintió.
—Estaré aquí fuera.
Kevin fue a sentarse al sofá, que resultó ser tan cómodo como parecía. Miró las fotografías de excursiones para ir a pescar y vacaciones que había por toda la habitación. Le llevó un rato darse cuenta de algo importante.
—Usted no sale en ninguna de las fotos que hay aquí —dijo.
La Dra. Yalestrom sonrió al oírlo.
—La mayoría de mis clientes nunca se fijan. La verdad es que muchos de ellos son lugares a los que siempre quise ir, o lugares que oí que eran interesantes. Las puse porque los jovencitos como tú pasan mucho tiempo mirando la habitación, sin hacer otra cosa que hablar conmigo e imagino que al menos deberíais tener algo a lo que mirar.
A Kevin le pareció que era hacer un poco de trampa.
—Si trabaja mucho con gente que se está muriendo —dijo—, ¿por qué tiene fotos de lugares a los que siempre quiso ir? ¿Por qué dejarlo para más adelante, cuando usted ha visto que…?
—¿Cuando he visto lo rápido que todo puede acabar? —preguntó la Dra. Yalestrom, dulcemente.
Kevin asintió.
—Tal vez a causa de la maravillosa habilidad humana de saberlo y, aun así, procrastinar. O tal vez sí que he estado en algunos de estos lugares, y la razón por la que no estoy en las fotos solo es que creo que con una en la que yo mire fijamente a la gente hay más que suficiente.
Kevin no estaba seguro de si esas eran buenas razones o no. De algún modo, no parecían suficientes.
—¿Tú dónde irías, Kevin? —preguntó la Dra. Yalestrom—. ¿Dónde irías si pudieses ir a cualquier lugar?
—No lo sé —respondió él.
—Bueno, piénsalo. No tienes que decírmelo ahora mismo.
Kevin negó con la cabeza. Era raro hablar así con un adulto. Normalmente, cuando tienes trece años, las conversaciones se reducen a preguntas y órdenes. Con la posible excepción de su mamá, que igualmente estaba en el trabajo buena parte del tiempo, a los adultos realmente no les interesaba lo que alguien de su edad tenía que decir.
—No lo sé —repitió—. O sea, realmente nunca pensé que podría ir a algún sitio. —Intentaba pensar en lugares a los que le gustaría ir, pero era difícil que se le ocurriera algún lugar, especialmente ahora que solo le quedaban unos cuantos meses para hacerlo—. Siento que, piense en el lugar que piense, ¿qué sentido tiene? Muy pronto estaré muerto.
—¿Cuál crees que es el sentido? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin hizo todo lo posible por pensar en una razón.
—Creo que… ¿por qué muy pronto no es lo mismo que ahora?
La psicóloga asintió.
—Creo que esta es una buena manera de decirlo. Entonces, ¿hay algo que te gustaría hacer muy pronto, Kevin?
Kevin lo pensó.
—Supongo… supongo que debería decirle a Luna lo que está pasando.
—¿Y quién es Luna?
—Es mi amiga —dijo Kevin—. Ya no vamos al mismo colegio, o sea que no me ha visto desmayarme ni nada, y hace días que no la llamo, pero…
—Pero deberías decírselo —dijo la Dra. Yalestrom—. No es sano rechazar a tus amigos cuando las cosas no van bien, Kevin. Ni tan solo para protegerlos.
Kevin se tragó una negación, pues eso era más o menos lo que él estaba haciendo. No quería causar dolor a Luna con esto, no quería hacerle daño con las noticias de lo que iba a suceder. Esta era en parte la razón por la que no la había llamado en tanto tiempo.
—¿Qué más? —dijo la Dra. Yalestrom—. Vamos a probar otra vez con los lugares. Si pudieras ir a cualquier lugar, ¿adónde irías?
Kevin intentó escoger entre todos los lugares que había en la habitación, pero lo cierto era que solo había un paisaje que continuaba apareciendo en su cabeza, con unos colores que una cámara normal no podía capturar.
—Sonaría estúpido.
—No hay nada malo en sonar estúpido —le aseguró la Dra. Yalestrom—. Te contaré un secreto. La gente a menudo piensa que todo el mundo menos ellos son especiales. Piensan que las otras personas deben ser más inteligentes, o más valientes, o mejores, porque solo ellos pueden ver las partes de ellos mismos que no son esas cosas. Les preocupa que todos los demás digan lo correcto y que ellos parezcan estúpidos. Pero no es cierto.
Aun así, Kevin se quedó allí sentado durante unos segundos, examinando el tapizado del diván en detalle.
—Yo… yo veo lugares. Un lugar. Creo que esta es la razón por la que tuve que venir aquí.
La Dra. Yalestrom sonrió.
—Estás aquí porque una enfermedad como la tuya puede crear un montón de efectos raros, Kevin. Yo estoy aquí para ayudarte a hacerles frente, sin que dominen tu vida. ¿Te gustaría hablarme más de las cosas que ves?
De nuevo, Kevin examinó detalladamente el diván, memorizando su relieve y sacó una pelusa diminuta que sobresalía del resto. La Dra. Yalestrom estaba callada mientras lo hacía; con el tipo de silencio que parecía que le estaba succionando las palabras, proporcionándoles un espacio en el que caer.
—Veo un lugar en que nada es como aquí. Los colores son falsos, las plantas son diferentes —dijo Kevin—. Lo veo destrozado… por lo menos, eso creo. Hay fuego y calor, un destello brillante. Hay una serie de números. Y hay algo que parece una cuenta atrás.
—¿Por qué parece una cuenta atrás? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin se encogió de hombros.
—No estoy seguro. ¿Porque los latidos cada vez están más cerca, supongo?
La psicóloga asintió y, a continuación, se dirigió al escritorio. Volvió con papel y lápices.
—¿Cómo se te da el arte? —preguntó—. No, no respondas a eso. No importa si es una gran obra de arte o no. Solo quiero que intentes dibujar lo que ves, para que pueda hacerme una idea de cómo es. No le prestes mucha atención, solo dibuja. ¿Puedes hacer eso por mí, Kevin?
Kevin se encogió de hombros.
—Lo intentaré.
Cogió los lápices y el papel e intentó traer a la mente el paisaje que había visto, intentando recordar cada detalle del mismo. Era difícil hacerlo, pues aunque los números permanecían en su cabeza, parecía que tenía que sumergirse en lo profundo de sí mismo para arrancar las imágenes. Estaban bajo la superficie y, para llegar hasta ellas, Kevin tenía que meterse en sí mismo, concentrándose solo en eso, dejando que el lápiz fluyera sobre el papel casi de forma automática…
—Bien, Kevin —dijo, quitándole el bloc de notas antes de que Kevin pudiera ver bien lo que había dibujado—. Vamos a ver lo que has…
Kevin vio la mirada de sorpresa que le atravesó la cara, tan breve que casi no estuvo allí. Pero que sí que lo estuvo y Kevin tuvo que preguntarse lo que costaría sorprender a alguien que oía historias de gente que se estaba muriendo cada día.
—¿Qué pasa? —preguntó Kevin—. ¿Qué dibujé?
—¿No lo sabes? —preguntó la Dra. Yalestrom.
—Intenté no pensar demasiado —dijo Kevin—. ¿Hice algo malo?
La Dra. Yalestrom dijo que no con la cabeza.
—No, Kevin, no hiciste nada malo.
Sujetó en alto el dibujo de Kevin.
—¿Te gustaría echarle un vistazo a lo que hiciste? Tal vez te ayudará a entender cosas.
Lo sujetaba doblado, solo con las puntas de sus dedos, como si no quisiera tocarlo más de lo necesario. Eso hizo que Kevin se preocupara un poquito. ¿Qué podría haber dibujado que hacía que un adulto reaccionara así? Lo cogió y lo desdobló.
Allí había el dibujo de una nave espacial, probablemente dibujo no era la palabra correcta para esto. Se parecía más a un cianotipo, completo con todos los detalles, que parecía imposible en el tiempo que Kevin tuvo para dibujar. Nunca antes lo había visto, pero aquí estaba, sobre la página, con un aspecto gigante y plano, como una ciudad encaramada sobre un disco. A su alrededor había discos más pequeños, como abejas obreras alrededor de una reina.
El detalle daba a entender que había algo meticuloso, casi clínico, en el modo en que estaba dibujado, pero había algo más. Había algo en su geometría que simplemente no estaba… bien, de algún modo, pues parecía tener unas profundidades y unos ángulos que no deberían ser posibles de capturar en un esbozo como este.
—Pero esto… —Kevin no sabía qué decir. ¿Esto no demostraba lo que estaba sucediendo? ¿Alguien pensaba que él podría haberse inventado algo así?
Al parecer, la Dra. Yalestrom no estaba convencida. Cogió de nuevo el dibujo y lo dobló con cuidado como si no quisiera tener que mirarlo. Kevin sospechaba que su rareza era demasiado para ella.
—Pienso que es importante que hablemos de las cosas que ves —dijo—. ¿Crees que esas cosas son reales?
Kevin dudó.
—No… estoy seguro. Parecen reales, pero ahora mucha gente me ha dicho que no pueden serlo.
—Tiene sentido —dijo la Dra. Yalestrom—. Lo que sientes es muy común.
—¿Ah, sí? —Lo que él estaba experimentando no parecía en absoluto
nada común—. Pensaba que mi enfermedad era rara.
La Dra. Yalestrom se dirigió hacia su escritorio y metió el dibujo de Kevin dentro de un archivo. Cogió una tableta y empezó a escribir notas.
—¿Es importante que otras personas no experimenten lo que tú estás experimentando, Kevin?
—No, no es eso —dijo Kevin—. Es solo que el Dr. Markham dijo que esta enfermedad solo afecta a unas pocas personas.
—Eso es cierto —le dio la razón la Dra. Yalestrom—. Pero yo visito a mucha gente que sufre alucinaciones de algún tipo por otras razones.
—Piensa que me estoy volviendo loco —supuso Kevin. Todos los demás parecían pensarlo. Incluso su mamá, presuntamente, pues ella había sido la que lo había traído aquí después de que empezara a hablar de ellas. Pero a él no le parecía para nada que se estuviera volviendo loco.
—Esa no es una palabra que me guste usar aquí —dijo la Dra. Yalestrom—. Creo que, a menudo, el comportamiento que etiquetamos como loco existe por una buena razón. Lo que sucede es que, a menudo, esas razones solo tienen sentido para la persona afectada. La gente hará cosas para protegerse a sí misma de situaciones que son demasiado difíciles de manejar, que parecen… insólitas.
—¿Piensa que es eso lo que estoy haciendo con esas visiones? —preguntó Kevin. Negó con la cabeza—. Son reales. No me las invento.
—¿Puedo decirte lo que pienso, Kevin? Creo que una parte de ti podría estar apegado a esas “visiones” porque te ayuda a pensar que tu enfermedad podría estar sucediendo por alguna especie de bien mayor. Creo que tal vez estas “visiones” realmente son tú intentando encontrarle el sentido a tu enfermedad. Las imágenes que hay en ellas… hay un lugar raro que no es como el mundo normal. ¿Eso podría representar el modo en el que han cambiado las cosas?
—Supongo —dijo Kevin. No estaba convencido. Las cosas que había visto no iban de un mundo en el que él no tenía su enfermedad. Iban de un lugar que no comprendía en absoluto.
—Pero tienes la sensación de una fatalidad inminente con fuego y luz —dijo la Dra. Yalestrom—. La sensación de que las cosas llegan a su fin. Incluso tienes una cuenta atrás, que incluye números.
Los números no eran parte de la cuenta atrás; solo era el ritmo lento, que poco a poco era más rápido. Kevin sospechaba que ahora no iba a convencerla de eso. Cuando los adultos habían decidido cuál era la verdad sobre algo, él no iba a poder hacerles cambiar de opinión.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —preguntó Kevin—. Si usted piensa que no son reales, ¿yo no debería querer deshacerme de ellas?
—¿Y tú quieres deshacerte de ellas? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin se lo pensó.
—No lo sé. Pienso que podrían ser importantes, pero yo no las pedí.
—Del mismo modo que no pediste que te diagnosticaran una enfermedad degenerativa del cerebro —dijo la Dra. Yalestrom—. Quizás esas dos cosas están relacionadas, Kevin.
Kevin ya había pensado que sus visiones estaban relacionadas con la enfermedad de alguna manera. Que tal vez su cerebro había cambiado lo suficiente para ser receptivo a esas visiones. Sin embargo, no creía que eso fuera lo que quería decir la psiquiatra.
—Entonces ¿qué puedo hacer? —preguntó de nuevo Kevin.
—Existen cosas que puedes hacer, no para que se vayan, pero al menos para poder sobrellevarlas.
—¿Como que? —preguntó Kevin. Debía confesar que tuvo un momento de esperanza al pensarlo. No quería que todo esto diera vueltas y más vueltas en su cabeza. Él no había pedido ser el que recibiera mensajes que nadie más entendía, y que eso le hiciera parecer loco cuando hablaba de ellas.
—Puedes intentar buscar cosas que te distraigan de las alucinaciones cuando vengan —dijo la Dra. Yalestrom—. Puedes intentar recordarte a ti mismo que eso no es real. Si tienes dudas, busca maneras de comprobarlo. Tal vez preguntarle a alguien si ve lo mismo. Recuerda, no hay ningún problema con ver lo que veas, pero cómo reacciones a eso depende de ti.
Kevin suponía que podría recordarlo todo. Aun así, no hizo nada para acallar el débil latido de la cuenta atrás, que tamboreaba de fondo, un poco más rápido cada vez.
—Y pienso que tienes que contárselo a la gente que no lo sabe —dijo la Dra. Yalestrom—. No es justo que no los tengas informados de esto.
Tenía razón.
Y había una persona a quien debía hacérselo saber más que a nadie.
Luna.