1

ES SUAVE y húmedo, como acariciar una superficie de fango. Hace media hora que deslizo los dedos por el lomo del animal. Duerme en mi regazo con una respiración pausada. De pronto se estremece. Pero regresa siempre a la certeza de mi mano y mi vientre. ¿Cómo puede ser tan confiado? ¿Cómo sabe que no le arrancaré la cabeza si acaba de conocerme? Dibujo con el dedo índice las pequeñas orejas, la coronilla. Con el hocico cerrado tiene un aire canallesco, cínico: una sonrisa de asesino. Como un aire de desencanto que se rompe cuando despierta y abre las fauces para convertirse en un ser rastrero y bobalicón. Lo prefiero dormido.

Estoy en una fonda, cualquier fonda de esta ciudad de anocheceres torpes. Los chiles rellenos nadan en una desabrida salsa, más agua que receta. El arroz sabe a baño de cantina. Le doy vueltas a la comida en el plato, en mi boca que reconoce las texturas de siempre, en mi estómago sin matices. Toso y el cachorro despierta. Atolondrado, me observa un instante y regresa al vacío del sueño. Yo desperté hace una hora en un hotel sin nombre. Cuando la tarde claudicaba ante el batallón de calaveras verdes que sale al ponerse el sol. Un perfecto ejército de zánganos, esos súbditos a los que me debo de un tiempo a esta parte. Y como todas las noches, caminé hasta la fonda tras los recalentados del menú que sirve el dueño al mediodía.

El dueño, un tipo con alias de padrote y mirada perruna, como la del cachorro, suele hablar lo justo: el menú del día. A veces se limita a señalar el pizarrón donde lo ha escrito con una letra de molde afeminada. Pone cosas como carne hazada o chiles reyenos, quezadillas o mole povlano. Su ortografía me provoca un desasosiego inexplicable. Detrás de una barra vieja acabada por las termitas, se entrega a los fogones a la vista de todos. Cocina sin gracia en ollas y sartenes oxidadas, con un delantal acribillado de lamparones y manos de mecánico. Es uno de esos sujetos a los que mataría sin reparo. Tal vez algún día lo haga. No me ha dado motivos. Paga la cuota puntualmente. Vive de un trabajo noble que él envilece. Quizá por eso me gustaría pegarle un tiro en la cabeza.

—Apártame unos huesos de pollo para el cachorro —le pido.

El dueño de la fonda escarba en el bote de basura al pie de la estufa donde cocina. Extrae un puñado de huesos. No sabe qué hacer con ellos. Su expresión de impotencia es la de un imbécil superado por los avatares. Por fin los envuelve en una servilleta y los lanza por encima de la barra. Atrapo el manojo antes de que caiga sobre la mesa y esparza su pequeño cementerio. El sujeto me da la espalda y vuelve a su mundo de trastes.

—No debería darle huesos de pollo al cachorro, puede atragantarse.

Yo no sé nada de perros, pero creo sinceramente que es una gran estupidez lo que acaba de decirme la vieja prostituta que se sienta tres mesas más allá. No soporto las intromisiones de la gente. Hay al menos un millón de hijos de puta en esta ciudad que cree saber de lo que habla. La conozco, todas las noches se presenta en la fonda y pide una sopa de coditos que parece un pantano en estío. Una vieja zorra que vive de la caridad. Después de un par de cervezas rememora sus hazañas de puta de lujo; cuando empieza con la historia del senador que le propuso matrimonio, los habituales acostumbran insultarla. La observo fijamente. De pronto ya no está tan segura de saber algo de perros. Unos pliegues de carne cuelgan del mentón. Es una gallina vieja y nerviosa. Desvía la mirada. Regresa a la mía con la esperanza de que no esté ahí, pero la encuentra de nuevo y sonríe: una sonrisa harapienta que pide clemencia.

—¿Cree que no debo darle estos huesos al cachorro?

La anciana abre la boca en un intento de concilio. Conoce la ciencia de humillarse a tiempo, toda la vida la ha practicado. El dueño de la fonda, que contempla la escena desde su barra de moscas y cucarachas, con un imperceptible movimiento de cabeza persuade a la vieja de cerrar el hocico.

—Le hice una pregunta.

Todos sus pliegues flácidos y sus manchas en la piel y sus tetas mundanas y vencidas y hasta las nalgas que ofreció en los exquisitos puteros en los que asegura haber trabajado tiemblan impotentes.

—Bueno, yo…

—¿Usted tiene perro?

—No, la verdad, pues no… pero dicen.

—Dicen. ¿Quiénes dicen?

—La gente.

—¿Sabe qué más dice la gente? Que debe practicarse la caridad con viejas alcahuetas como usted.

El primer hueso de pollo que le arrojo golpea en la frente de la anciana y cae sobre la mesa de plástico, a un lado de la sopa. La vieja guarda silencio. Humilla la mirada, se refugia en el viaje de la cuchara a la boca de dientes manchados de café y nicotina. Los parroquianos siguen la escena con sadismo parvulario. El segundo hueso aterriza sobre sus senos marchitos. El tercero termina nadando en medio del caldo, después de ofrecer su espectáculo de salpicaduras. Cuando por fin levanta la mirada, los ojos acuosos de impotencia, esos ojos siempre a punto de llorar de los viejos, enfrentan los míos sin un solo rastro de coraje: suplican. Y descubren que no encontrarán misericordia. Se incorpora mucho más vejada que cuando entró a la fonda. En un minuto puedes crear un infierno en la existencia de un mortal, la conciencia del infierno.

Ya en la puerta, la prostituta se cruza con la Muñeca, un travesti que hace la calle por capricho y que pelea con la saña de una mujer y la fuerza de un hombre. A pesar de sus andares de maricón de pueblo, sus gritos de loca y sus metáforas de arpía, no hay padrote, dealer o ratero en esta ciudad que no lo respete. Lo he visto, en tacones de aguja y con la minifalda arremangada en la cintura, arrancarle los ojos a un cliente por negarse a pagar por sus servicios. Literalmente. La Muñeca anhela en secreto que un día de éstos me la tire. Tal vez lo cumpla. Le encanta que le hable en femenino.

—¿Qué nuevas me trae la reina de los burócratas?

—Calla, calla, mentiroso adulador. Ni creas que vas a conquistarme con esa boquita de vendedor de autos —me dice mientras se sienta frente a mí e interpreta su pudor de adolescente ganosa.

—¿Qué crees? Nada de nada, muñeco. Que no paga el poco hombre ese. Además, grosero y pendejo. ¿No me ofreció trabajar en su club de mala muerte? Naquísimo el sujeto. Por supuesto que me negué, no vayas a creer. Y que le digo, si no pagas, te va a llevar la shingada, muñeco. Y que me dice, dile al cabrón que te manda que no sabe con quién se mete. No necesito protección de nadie, ¿quedó claro, mariconazo? Así me dijo, oyes, mariconazo a mí, muñeco. Conste, le contesté, y que me doy media vuelta y me largo sin despedirme.

Hace rato que he dejado de oír a la Muñeca. Los detalles me abruman.

—Paga esto y cuida unas horas del cachorro —le ordeno, al tiempo que me levanto y abandono al perro sobre las tetas operadas de la Muñeca.

Salgo de la fonda, la noche es cálida, un lengüetazo húmedo en la mejilla. Camino las calles de esta ciudad sin nombre con una sensación extraña que recorre mi escroto. No es miedo. Se trata del dulce sentimiento de que alguien, por fin, tiene los huevos de enfrentarme.

2

Soy uno de los tantos dioses de esta ciudad desmembrada. Como cualquier dios, una vez terminada la creación del mundo, me aburro eternidades. Por eso invento juegos macabros y perdones que justifiquen mi existencia. Camino las calles como una divinidad hastiada y mi libre albedrío viene dictado por el capricho. Tengo mandamientos, reglas, capillas y fiestas de guardar. Los narcotraficantes, los padrotes, las putas, los asesinos, los secuestradores y los ladrones celebran todo tipo de ritos para aplacar mi ira de niño mimado. Pero como soy un dios inconstante, cada noche reinvento los dogmas, los rezos y los cánticos. Mis feligreses viven aterrados y sus fanfarronadas poseen la medida del miedo. Algún día, uno de ellos me venderá, no por treinta monedas, sino a cambio de que su vileza supere la mía. Todavía no llega el momento.

Camino por una calle sin nombre en busca de la cuota que religiosamente deben pagarme para poder trabajar en esa barriada al norte de la ciudad. A mi paso, las mujerzuelas buscan las sombras de los portales mientras un escalofrío les recorre el espinazo. A mi paso, los padrotes sonríen como ancianas sin dientes y esconden el dinero que les arrebataron a sus mujeres. A mi paso, los dealers guardan su mercancía adulterada en los huevos y practican la humildad. He llegado a la entrada del tugurio más exclusivo de la calle. Un gigante mongoloide, de corte militar, ojos de sapo y sonrisa alelada (esa sonrisa que precede al sadismo) me cierra el paso. Me porto condescendiente porque adivino que no me ha reconocido. Él hace su trabajo y eso lo honra. Al abrirse la puerta, tras dos ejecutivos en traje Armani, se cuela la luz cenital del antro e ilumina mi rostro. El portero abre más si cabe sus ojos batracios y balbucea una disculpa. Se hace a un lado y me cede el paso con un gesto reverencial. Su humildad tiene algo de eunuco. En la mano tendida y gorda, asesina y puñetera del guardia de seguridad, deposito un billete de doscientos.

Avanzo entre cuerpos aturdidos por la descarga de decibeles. En una especie de templete elevado unos tres metros sobre las cabezas de los parroquianos, una pareja copula en vivo. Su disciplina gimnástica remite más a las olimpiadas que al erotismo. Salvo unos pocos clientes nuevos que babean ante el espectáculo, el resto (los habituales) contempla la piel aceitosa del par de animales con una indiferencia que se parece a la compasión. Lo demás es el anodino rito de cualquier otro congal: la posibilidad de asomarse por un instante a la inmortalidad.

Vengo en busca del dueño del negocio, un ex agente de migración que se enriqueció explotando a los ilegales en su paso hacia el norte. El prostíbulo que regentaba en algún pueblo de la frontera sur era famoso por ofrecer a precio de oro vírgenes centroamericanas no mayores de dieciséis años. En el menú también podían encontrarse niños de entre diez y doce años. La clase política y empresarial de todo el país acudía al elegante putero en medio de la selva con la garantía de una discreción más cara que el servicio mismo. El tipo, Conrado Pesqueira, juntó un buen capital y se mudó a esta ciudad porque el escándalo había asomado sus narices en las páginas de los periódicos locales. El tipo piensa —envalentonado por una cartera de clientes poderosos y televisivos, públicos hombres de familia— que puede edificar templos sin despertar mi ira.

Me he convertido en azote. En plaga y diluvio. Conrado Pesqueira lo intuye en cuanto me ve aparecer a las puertas de la oficina que tiene al fondo del local, vigilada por un sicario con facha de sicario: una caricatura. Sólo he tenido que caminar derecho hasta el guardaespaldas y encajar el cañón de la Beretta en sus huevos. No importa lo que hagas frente a estos sujetos. Lo sustancial es que en tus pupilas se acumule todo el vacío y la soledad del universo. De inmediato sabrán que estás dispuesto a apretar el gatillo. Y ninguno de ellos, lo sé mejor que nadie, suele querer morir en nombre del desgraciado que los contrata. Encuentro al tipo sentado tras un escritorio muy barroco, muy cutre. Entre sus piernas, la cabeza de un adolescente sube y baja. Un muchachito que se tragó por primera vez un falo cuando todavía usaba uniforme de secundaria. Amanecerá muerto en un callejón antes de cumplir los dieciocho. A cambio de unos gramos de cristal, encaja por el ano cualquier objeto que el cliente desee.

Ya dije que me considero un dios, principalmente por las epifanías que me arremeten. Un iluminado de una particular genialidad. En cosa de un segundo, surge ante mí la imagen como una revelación. Todo pasa muy rápido. De dos saltos me sitúo a espaldas del chico hincado. Se encuentra tan drogado que su felación parece funcionar con baterías. Conrado Pesqueira adivina tarde mis intenciones. Toma al adolescente del cabello y trata de quitárselo de encima. Yo dejo caer con fuerza el talón del pie derecho sobre la nuca del mamador. Por instinto, éste cierra las mandíbulas.

—¿Cómo se te ocurre pensar que puedes dejar de pagar?

Los aullidos del dueño del antro me obligan a gritar. El muchacho tose, escupe una mezcla de sangre y semen. El gorila que vigilaba la entrada del privado ha desaparecido. Una mancha roja se extiende a lo ancho del pantalón del propietario del club. Sigue chillando más, pero mucho más que un cerdo en el matadero.

—Mañana vendré por lo que me corresponde. Tenlo listo, hijo de tu puta madre. No soporto a la gente que no paga por el trabajo de los otros.

Abandono el antro con un deseo loco de ser carne, instinto, cópula. ¿Qué puede haber más místico? A tres cuadras, en una esquina iluminada por los ángeles, me encuentro a una puta bella como un salmo. Sus ojos grises anuncian la presencia de la muerte. Frágil, consumida por la cocaína, hace la calle como quien sueña con un jardín de rosas. Detengo un taxi. La alzo en brazos y la introduzco en el coche con el cuidado que su propio padre pondría si la encontrara en esta ciudad. Le indico al chofer la dirección del hotel de siempre. Ella recuesta la cabeza en mi hombro. Entre susurros, me pregunta si tengo coca. Sus dedos escarban en la punta que he dejado en su regazo. La minifalda de cuero descubre unos muslos no más gruesos que los brazos del taxista. Siento una peligrosa ternura cuando la puta levanta su rostro y, en la punta de la nariz, una mota de polvo blanco la dibuja como un payaso. Ella sonríe idiota. Yo sonrío triste.

3

Una habitación de un hotel sin nombre. La noche parece un paraguas abierto a un sol que amenaza con despuntar en el oriente de la ciudad. Son las cinco de la mañana. Una mujer duerme a mi lado. Al igual que el hotel, tampoco tiene nombre. Recuerdo haberla levantado en una esquina del centro porque era barata y bella. En el contorno de sus fosas nasales se distinguen aún destellos blancos, visibles por la pálida luz de neón que entra por la ventana. Después de haber eyaculado en su ano un par de veces, sigue siendo hermosa. Y ello es prueba infalible de belleza. De todas formas, me gustaría que se largara ya. La despierto de un codazo.

—Vete.

El fajo de billetes aletea bajo el viento que un ventilador arroja sin gracia. Antes de coger, siempre pongo el dinero sobre el buró. Es una forma de establecer las reglas del juego. Imagino que ellas también prefieren el pago por adelantado. Me excita observar los billetes apilados con mimo sobre la mesa. Hace un rato tuve que concentrarme especialmente en el montón de manoseados pesos para sostener la erección. La belleza tipo heroinómana de esta puta me inhibe. Su palidez, la piel adherida a los huesos sin mediar un gramo de grasa, el brillo demencial de sus ojos grises… no es una mujer, es un fantasma que desaparece dejando un enredo de silencios.

La habitación, más vulgar que barata, tiene una cama, un buró, una cómoda y un espejo; un baño con cucarachas gordas que dejan un concierto de tripas cuando las aplastas. Orino sin fijarme si mojo el piso o la taza.

Las cinco treinta de la mañana. Demasiado temprano para caminar las calles, demasiado tarde para dormir. Por el tragaluz del baño se cuelan los destellos rojos y azules de los códigos de una patrulla. Al cabo escucho un grito. Un golpe seco y otro grito. Camino hacia la ventana del cuarto. Me asomo oculto tras una cortina raída con olor a jabón de familia numerosa. Un policía sujeta de los brazos a una mujer mientras el otro le arranca la falda de cuero. Van a violarla. Comienzo a vestirme con parsimonia. Nunca me han gustado las prisas. Las palabras obscenas de la mujer trepan por los muros ciegos de la ciudad al tiempo que, imagino, es penetrada por los agentes de la ley. Me fajo la Beretta en el cinturón. Abandono la habitación y desciendo los tres pisos hasta la calle que recién nace al mundo. Doblo en una esquina y alcanzo el callejón donde el otro policía, el que sujetaba a la mujer, ahora se la tira. Resopla como un asqueroso cerdo. Tiembla como un asqueroso cerdo. La mujer, aprisionada por el abdomen del hombre contra el cofre de la patrulla, es un manojo de abandono. Observa obstinada un punto en el cielo amanecido, una pálida luz que lame sus ojos grises. Es hermosa, estremecedoramente hermosa, confirmo una vez más. Me acerco a los policías, que ya se abrochan los pantalones. Las mandíbulas en sus rostros fatigados de eyacular, de patrullar la noche, son un arco en tensión que a duras penas mascullan palabras. A unos cuantos pasos, la mujer se acurruca entre dos tambos de basura.

—Páguenle por sus servicios, es lo justo —grito desde las sombras—. La tarifa es de mil pesos por cabeza.

—¿Y tú quién eres, pendejo?, ¿su padrote?

Fallo el disparo. En lugar de acertar en el hocico, la bala entra por el cuello. El policía se tambalea, apoya la espalda en el muro del callejón y se desliza hasta quedar sentado. No ha dejado de oprimir la herida con ambas manos, empapadas en sangre. ¿Por qué a los hombres les cuesta tanto creer que van a morir? Los ojos del policía son dos planetas negros que se extinguen a medida que se desangra. ¿Por qué este saco de mierda en uniforme agoniza sorprendido como un niño? El otro policía comete el error de desenfundar. Sólo tengo que desviar el brazo un metro a la derecha y disparar. El proyectil se aloja en el pulmón izquierdo. En unos segundos la hemorragia le impedirá respirar. Registro a los polis hasta encontrar sus carteras. La mujer, desde el nudo de brazos y piernas en que se ha convertido (un feto anciano), me contempla alucinada.

—No traen mucho dinero encima —le digo—. Entre los dos, mil quinientos pesos.

Apilo los billetes con mimo, simétricos, junto al cabello de la mujer que flota en un charco.

—Hijos de puta —susurra.

—De nada. Me molesta que la gente no pague por el trabajo de los otros.

No sé si acariciar sus mejillas, tal vez su frente. Pronunciar una palabra de consuelo que nunca me enseñaron. Mejor doy media vuelta y me alejo. La ciudad ha recobrado su rostro, recuperado sus ruidos.

4

La Muñeca aún lleva puesto su uniforme de puta. Duerme abrazado a la almohada: el perfil izquierdo enterrado en sus pliegues; el derecho es un suelo lunar con costras de maquillaje. La Muñeca es una mujer fea o un hombre guapo. Su cuerpo de culebra se adhiere al colchón, las piernas semiabiertas hacen que el culo cobre cierta relevancia. La minifalda trepada en las caderas deja ver una tanga floja. A los pies de la cama de ese cuarto de puta barata, enroscado en una alfombra manchada de vómitos y sangre, duerme el cachorro. Blanco e inútil, risueño. Paso a su lado y despierta. Bosteza, se estira y busca mis tobillos para mordisquearlos. Lo alzo en brazos y lo paseo por la habitación mientras le digo idioteces con voz aniñada. Aún no le he puesto nombre a mi regalo de cumpleaños. La Muñeca me lo dio hace un par de días, aunque el travesti lo ha cuidado todo este tiempo. En los rincones hay excrementos y charcos de orines. Lo pongo con cuidado entre las piernas de la Muñeca. El cachorro le lame las ingles, el escroto que asoma por el hilo de la tanga. La Muñeca se contorsiona juguetona, deja escapar un suspiro y sonríe. De pronto se incorpora, voltea y ve al animal latir entre sus muslos.

—¡Hijo de la chingada! —grita. Luego alza al cachorro y lo acuesta sobre su busto de silicona—. ¿Te gusta lo que tiene tu mami, te gusta, pinche perro puto? —Y ríe casi con ternura—. ¿Ya arreglaste aquello?

—Mañana se pondrá al corriente —vocifero camino a la regadera.

Ya bajo el chorro, el agua macera mi cuerpo con sus filos de río subterráneo. Siento una punzada en la frente, un dolor sostenido. Mi pene y mis testículos se encogen, el cerebro se sacude con la urgencia del calor. Tirito al terminar de enjabonarme, los labios se entumen y la quijada trastabilla con las palabras que resultan un estorbo. Con una toalla áspera y sin perfume me seco la piel como si quisiera arrancármela. La sangre vuelve poco a poco a su torrente. Regreso al cuarto con la toalla a la cintura. La Muñeca desvía la mirada. Si quiere mantener la sociedad intacta, no puede meter las hormonas en medio. Aunque también sé que algún día terminaré por cogérmelo.

—¿Hoy sí te vas a llevar al cachorro?

Termino de vestirme. Me pongo un saco de tweed. Antes de responder, con un tapón de pluma Bic me llevo un poco de polvo a la nariz, aspiro con fuerza. Otra vez. Prácticamente no tiene corte. Siento de inmediato el relincho de potros en estampida. El cachorro mordisquea los abalorios del top de la Muñeca. Le lame el pezón de cirujano barato que asoma por el escote. Finalmente acepto cargar todo el día con la bola de pelo y su aliento pegajoso. Nos despedimos sin palabras.

En la calle, que a plena luz del día muestra su rostro amable y responsable, logro parar un taxi casi de inmediato. El chofer ve al perro con desdén y asco, pero nos acepta como pasajeros. Le doy una dirección, me hundo en el asiento y acecho la ciudad desde la ventanilla mientras acaricio la barriga del cachorro. Las calles, a esa hora, viven su inocencia. Hombres y mujeres enfermos de tiempo se resignan a sus insignificantes tareas. Venden y compran objetos. Hablan. Hablan todo el rato. El cachorro, incorporado en sus patas delanteras sobre la agarradera de la puerta del taxi, también registra la ciudad. El viento le da en la cara y las orejas parecen papalotes alocados a punto de fugarse del perfecto cráneo. La ciudad transcurre en sus ojos negros, de pupilas tan vastas que ocultan la esclerótica. Este y todos los cachorros y animales y hombres y mujeres se deben al instante de una ciudad pasando a ochenta kilómetros por hora frente a una ventanilla. A medida que me acerco a mi destino, me despojo de la mágica piel de zapa con que la noche me viste. Ya no soy una divinidad ni un mito, sólo la insignificancia de mi saco de tweed gastado. Cuando el auto se estaciona frente a la universidad, el griterío propio de los estudiantes se mezcla con el aleteo de los pichones y sus azarosas cagadas; con la música infame de los estéreos de los coches de los jóvenes renuentes a su propia imbecilidad. Me provocan una crónica repugnancia, similar a la que yo despierto en ellos. Recorro los jardines del campus con el cachorro en brazos. La coca reverbera en mi cerebro y me regala la claridad de su evangelio. Parezco un orate que a lo sumo despierta una cierta conmiseración. ¿Qué otra cosa podemos inspirar en nuestros semejantes si no es miedo o lástima?

En mi cubículo, gracias a Marta, una adiposa secretaria que se masturba todas las noches con la foto del rector sobre el naufragio de su soltería, consigo un vaso de plástico y le sirvo un poco de agua al cachorro. Luego, lo dejo encerrado y me dirijo al salón de clases. Los pasillos de la facultad son voces que a duras penas pueden articular una oración coherente. Se trata de un asunto bastante animal: las muchachas, con sus movimientos primaverales, anuncian que están en brama, mientras los chicos compiten entre ellos con la estupidez propia de los machos de cualquier especie.

Entro al salón y, tras mis pasos, el grupo entero intercambia bromas, plumas, apuntes, cuadernos, chismes. Saludo al grupo, sólo dos o tres alumnos de primera fila contestan. Con un marcador verde que huele a cloaca, y no sé por qué, escribo lo siguiente en el pizarrón:

1. ¿Cómo sabemos que nuestras teorías matemáticas son verdaderas?

2. ¿Sobre qué son las matemáticas? Si un enunciado matemático es verdadero, ¿qué lo hace verdadero?

3. ¿Las verdades matemáticas son verdaderas por necesidad? Y, si lo son, ¿cuál es la fuente de esta necesidad?

4. ¿Cómo es posible aplicar las verdades matemáticas a la realidad externa?

—La pregunta por la verdad matemática —explico— ha tratado de responderse desde diferentes corrientes filosóficas. El empirismo sostiene que las matemáticas son construcciones realizadas a partir del mundo físico que percibimos mediante nuestros sentidos. David Hume, uno de los principales empiristas en matemáticas, sostenía que las matemáticas son formas de lenguaje. El logicismo surge con las matemáticas deductivas de los griegos, y es la posición defendida por Frege, Russell o Whitehead. La verdad es lo que se demuestra lógicamente como tal.

La clase entera bosteza. Es un animal hibernando.

—El formalismo —continúo— es una corriente derivada de la posición de Kant y es cercana al logicismo. La verdad matemática se sustenta en el principio de no contradicción. Hilbert es su principal exponente; su idea de encontrar un fundamento último y completo para la totalidad de las matemáticas fue seriamente trastocada tras la aparición del teorema de incompletitud de Gödel. Y está Platón. El platonismo en matemáticas, también denominado realismo matemático, sostiene básicamente dos cosas: primera, que las matemáticas son independientes de la mente humana, por lo cual los seres humanos no inventan las matemáticas, sino que las descubren; segunda, que ese descubrimiento no se hace mediante la experiencia sensible del mundo físico, sino mediante otra forma de contacto con los entes matemáticos. Gödel se sitúa firmemente en esta corriente, y coincide con Platón en una posición nominalista: los entes matemáticos existen más allá del lenguaje humano. ¿Dudas?

Se levantan algunas manos, las de siempre, las de aquellos que me contestaron el saludo. El resto envía mensajes de texto por celular o chatea en sus computadoras portátiles simulando tomar apuntes. En las preguntas y dudas de los estudiantes y en resolverlas se va la clase. Salgo del salón sin despedirme. Regreso a mi cubículo. Una alumna de escote dañino, magnético, me espera para consultarme un problema. Le digo que no puedo en ese momento, que debo atender un asunto urgente. Se va decepcionada. Observo cómo contonea el culo mientras se aleja y pienso que debería ponerla a trabajar con la Muñeca. El cachorro se tira a mis pies con una felicidad que no alcanzo a entender, disfuncional, alocada. Bajo el escritorio hay un charco de orines. No lo reprendo, sería como reprender a un estudiante por comportarse como un estudiante. Tengo hambre e imagino que el cachorro también. Debo ponerle un nombre, me digo al tiempo que cruzo un jardín hasta una cafetería con el cachorro en brazos. Pido un sándwich, un jugo de naranja y unas galletas para el perro. Regreso mis pasos al jardín y me siento a los pies de un yucateco frondoso. Descarto nombres absurdos, propios de mascotas, nombres que ilustran la imbecilidad de sus dueños. Podría llamarle perro a secas y no habría diferencia. Por fin se me ocurre uno: Calvino.

Calvino ya no quiere galletas. Se ha puesto a olisquear la hierba y las raíces del árbol, gruesas como columnas dóricas. Brinca con gracia de retrasado mental. Husmea aquí y allá. De pronto, se echa a correr en pos de un grupo de estudiantes que se aleja del jardín hacia el estacionamiento. Calvino, Calvino, no, Calvino, ven aquí, le grito mientras me incorporo torpe y tarde, sintiéndome irracional. Calvino no sabe que se llama Calvino ni que un automóvil puede aplastarlo como a una cucaracha, sembrando de tripas el asfalto, ni que sus lloriqueos no le servirán de nada, ni que el coro de morbosos a su alrededor, en el fondo, celebra feliz la desgracia que acaba de ocurrirle al hijo de puta del maestro. Cuando lo cargo no es más que un pálpito caliente que se apaga poco a poco. El auto que lo atropelló continúa su marcha. Un Beetle verde, placas VYY-70-50. Lo primero que hago es pensar en la Muñeca. No le va a caer en gracia la noticia. Atropellaron a Calvino, le diré. Se murió casi en el acto.

5

La alumna del escote magnético se asoma al círculo de curiosos. Se lleva las manos al rostro y grita. Recorro su cuerpo con deseo y desprecio. Sé que está fingiendo el horror. Estos niñatos de universidad católica hace tiempo que aprendieron a simular casi todo. La cabeza del cachorro cuelga y se tambalea ligeramente. La lengua también cuelga. Es rosa. Parece un ahorcado. Algo mucho más real de lo que era cuando estaba vivo. Algo mucho más relevante en todo caso. Vuelvo a pensar en la Muñeca. En la tristeza sumisa con la que recibirá la noticia. En el reproche inocuo con que remediará el silencio. Aunque el silencio nunca tiene remedio. Como tampoco este cachorro con el que no sé qué hacer. Estoy en medio del círculo de entrometidos y la alumna del escote lanza sus tetas al frente como un signo de duelo. Inspecciono los senos sin pudor mientras sostengo el pequeño cadáver: una ofrenda al vacío. La alumna dice cosas como pobrecito, no puede ser, ay, maestro, tan bonito que estaba. De pronto, me entran unas ganas irreprimibles de arrojarle el perro a las tetas, como se lo arrojé a la Muñeca hace apenas unas horas. Entonces estaba vivo, ahora no es más que otro muerto. Le pido que lo cargue. La estudiante agita sus pechos y dice qué asco. Cuando busco entre los rostros de sorna alguno dispuesto a recibir al cachorro ensangrentado, el corro se dispersa en la mañana tibia. No por arte de magia. Es más simple que eso: no permiten que la burbuja sea contaminada con los virus del mundo. La alumna de las grandes tetas intenta perderse entre los demás. Demasiado tarde. Por alguna razón, ha titubeado y me ha dado suficiente tiempo para imponerle el cuerpo aún caliente en sus brazos. La muchacha emite unos grititos algo ratoneros. Ha cerrado los ojos y alejado al cachorro de sus pechos. Lo sostiene como si fuera el excremento de alguien.

—Voy a conseguir una bolsa o algo.

—¡No se vaya, maestro! ¡No me deje sola! ¿Para qué quiere una bolsa?

—¿Cómo que para qué? Para echarlo adentro.

—Mejor lo acompaño.

Necesito alejarme de tanto estrógeno, del cadáver mórbido del perro. Camino unos cuantos metros por delante de la alumna. Ella me sigue sosteniendo al cachorro con los brazos extendidos. Da unos pasos cortos, unos pasos que concentran todo el asco que le provoca Calvino muerto. De pronto, tengo la impresión de que aún está vivo y la bola de pelo suspendida en las manos de la muchacha como una delicada prenda no es el perro que la Muñeca me regaló. No se trata de ternura ni de tristeza: sólo una sensación física.

—Espere, maestro. No vaya tan rápido.

Me detengo. No por el ruego, sino por la necesidad de comprobar que Calvino no respira. Se lo arrebato de las manos y continúo mi marcha hacia la cafetería. La alumna, liberada de la carga, ha vuelto a lanzarme las tetas a la cara como un argumento. Pero se queda en medio del estacionamiento mientras se limpia las manos en las caderas y contempla cómo me alejo.

Rodeo la cafetería. En la parte de atrás se apilan los contenedores de basura. Busco un pedazo de tela o una bolsa para envolver el cuerpo. Por fin doy con una caja de cartón. Deposito a Calvino en ella. Acostado sobre el perfil izquierdo, con las patas extendidas hacia adelante y hacia atrás, parece haberse quedado congelado en medio de un salto. Muerto también tiene un aire canallesco, como cuando dormía. La vieja puta me advirtió que no le diera huesos de pollo al cachorro. Pero siempre hay otra manera de morir. Cuando me encuentre con ella le diré que un coche lo atropelló, que no se fue a causa de un hueso astillado en la tráquea como ella temía. Vieja hija de puta. Por fin levanto la caja y la tiro en uno de los contenedores, el rotulado con la leyenda de basura orgánica.

De vuelta en el estacionamiento, paseo entre los coches en busca del Beetle verde. Me canso pronto de la colección de automóviles nuevos. Camionetas, autos deportivos, sedanes. Algunos de los alumnos que descansan sobre los cofres mientras fuman, beben refrescos y engullen basura siguen mi recorrido de reojo. Hay un regocijo secreto y siniestro en sus miradas. Y me llevo la mano a la cintura y empuño la Beretta oculta bajo el saco de tweed. Luego, deslizo la mano hasta la parte media de la espalda y me rasco. Atenazar la pistola no es un gesto reconfortante. Ni siquiera un gesto con el que recordarme que podría meterles una bala en la cabeza. Es un impulso. Un espasmo del brazo. Porque hay fronteras que a fuerza de cruzarlas se diluyen. Porque el cuerpo también tiene su memoria.

Abandono el estacionamiento. Me encamino al edificio de cubículos. Al llegar, Marta me entrega un papel sin pronunciar palabra porque atiende una llamada. Es un aviso de que mañana, a la una, habrá una reunión de la academia. Habrá galletas, café y maestros imbéciles y pedantes. En esta ciudad hay un millón de hijos de puta que creen saber de lo que hablan. Los profesores de esta universidad encabezan la lista. Me siento en la pequeña mesa que ocupa casi todo el espacio. Los cubículos son como celdas cartujas. El mío no tiene ventana. A un lado de la computadora se amontonan los trabajos que debo corregir. No tengo ganas de leer las idioteces que los alumnos bajaron de internet. Pienso en la estudiante de las tetas grandes. Me incorporo, cierro la puerta con seguro, regreso a la silla, me siento, me bajo el cierre del pantalón, extraigo mi miembro y comienzo a masturbarme recreando los senos de la alumna. Tocan a la puerta.

—Maestro.

—¿Qué quiere, Marta? —pregunto sin dejar de acariciarme el pene.

—Me encargaron que le dijera que no vaya a faltar mañana, que es muy importante —dice con la boca pegada al otro lado de la puerta.

—Gracias, Marta. Ahí estaré.

Escucho los pasos de la gorda secretaria alejarse por el pasillo. Continúo masturbándome.

6

Mi padre es un anciano que se resiste a la decadencia. Todas las mañanas lucha contra ella trotando cinco kilómetros. Llega jadeante, se empina un vaso de jugo de naranja y desayuna un par de huevos estrellados con jamón. Mi madre todas las mañanas exprime las naranjas y fríe los huevos. Mi madre es una anciana que lucha contra la decadencia desde la cocina. Cuida la sal, la grasa, el azúcar de los alimentos que prepara. Ella no sale a correr por las calles del barrio donde vive. Es gorda y torpe. Deformada por los cuatro hijos que tuvo. Uno detrás de otro. Como un conejo. Un intervalo de un año entre uno y otro. Yo soy el postrero. Esto no significa nada. Podría haber sido el primogénito. Mi suerte no hubiese cambiado gran cosa. O tal vez sí. El mayor vive en otra ciudad. A mis padres les gusta creer que es rico. Mi hermano mayor hace malabares con las tarjetas de crédito. El segundo es un animal acorralado por tres bocas que no paran de gritar, pedir cosas y tragar. Un animal triste que suele mirar por la ventana en silencio. Tiene una esposa. La esposa acostumbra hablar en su nombre. Ya olvidé la voz de mi hermano. La tercera (mujer) comparte conmigo un pasado incestuoso. Así es. Nos desnudábamos y explorábamos nuestros cuerpos. El de ella era duro y liso, un aplauso bajo las sábanas.

Hoy voy a comer con mis padres.

Tomo uno de los taxis apostados a la entrada de la universidad. Le doy al taxista la dirección de la casa de mis padres. Al momento de sentarme, la Beretta se desliza de mi cintura y cae sobre el asiento. El chofer la observa por el espejo retrovisor. Sus ojos parecen haberse quedado suspendidos en el vidrio. No se mueven. Por instinto empuño lentamente la pistola. La 92 FS Inox tiene el cañón y la corredera de acero inoxidable; el cuerpo, de aluminio anodizado. Un calibre de 9 milímetros Parabellum. Quince tiros. Quince impactos que salen tan rápido como aprietes el gatillo. Quince proyectiles como quince sugerencias, quince plegarias. Quince derechos de réplica en quince segundos. Persuasiva. Encajo el cañón de la Beretta en los riñones del taxista. Al ver el arma sobre el asiento, el chofer ha intentado descender del auto y salir corriendo.

—Quieto —le ordeno—. Dale despacio. Sin pendejadas.

Salimos de la universidad. Los estudiantes se quedan atrás flotando en sus burbujas. El chofer se concentra en conducir. Observa el bulevar que nos lleva al norte de la ciudad. El dedo meñique de su mano derecha bailotea sobre el volante. Es como si de pronto saltara en su lugar. De tanto en tanto, la pupila de su ojo derecho se desplaza hasta el rabillo para constatar que la escuadra está ahí, apoyada en el punto de la espalda donde siente una ligera presión. No alcanza a verla. Sólo la imagina. Es suficiente. Podría tratarse de mi dedo índice entrando en la carne blanda de su espalda baja. De igual forma contemplaría el bulevar con esperanza. No tiene más remedio que entregarse a la ilusión de que todo pasará rápido y lo dejaré vivo. Aún no decido qué voy a hacer con él. Se trata de un malentendido. Si no se hubiera caído la Beretta sobre el asiento, si el conductor no la hubiera visto, si no hubiera intentado huir, únicamente sería un taxista llevando a un pasajero a casa de sus padres. En el tablero del coche hay un reloj. Las dos de la tarde. A mis padres no les gusta esperar. Comenzarán a comer sin mí. Cuando llegue, tendré que sentarme a la mesa entre caras largas, suspiros y silencios prolongados.

—Más rápido. Toma por la siguiente calle y vete todo derecho hasta el canal.

—Te lo ruego, no me mates.

¿Por qué me habla de tú si tengo su vida en mis manos? El ruego podría tener un verdadero efecto. Una conmoción en mi conciencia. Pero sé que este hombre que pasa doce horas encerrado en un taxi recorriendo una ciudad desquiciada, si tuviera una oportunidad, tan sólo una, no dudaría en dispararme. El auto sigue la carretera de polvo paralela al canal del norte. Hay zopilotes volando en círculos. Repeticiones obsesivas en contraste con el cielo azul, sin nubes. Hay basura en las cunetas. Perros que la olfatean. Ratas que se asoman entre las llantas y ven pasar el auto indiferentes. Un solar baldío se abre ante nosotros. Tierra seca. Grietas que guardan rastros de una lejana lluvia. Huele a cloaca, a excremento de perro que flota en diminutas partículas confundidas con el aire. El taxi es una mancha blanca en medio de la nada. Aquí suelen tirar cadáveres de toda clase. En las noches viene una que otra pareja a coger, cuando no tiene dinero para un motel. En algún punto, sobre una tabla vieja clavada a un poste alguien escribió: Prohibido arrojar cadáveres. Es un buen lugar para matar a alguien. El chofer lo sabe. Un taxista en esta ciudad sabe que cada día le espera un disparo con su apellido. Cada día no es uno menos, sino uno más cerca del día. Hoy le toca a Felipe Zataráin. Así dice en el permiso de circulación colgado a un lado del reloj que marca ya las dos veinte. Me detengo a pensar en las opciones. No a causa del ruego. En esta ciudad hay un millón de hijos de puta que por la mañana ruegan y por la tarde le pisan la cabeza a alguien si así conviene. Si lo despacho, tendré que caminar hasta el conglomerado de casas más cercano y buscar otro taxi. Con suerte llegaría a casa de mis padres a las tres.

—¿Cómo andamos de lealtad?

El taxista tiene las dos manos en el volante y observa el horizonte ciego de luz. Una gota de sudor estalla en su pierna derecha.

—No entiendo.

—Que si eres capaz de entregarte a una causa a cambio de tu vida.

—Sí, sí, claro que sí. Yo no me rajo. Lo que digas.

Me enfurece que esté dispuesto a todo a cambio de su pellejo. Un día podría entregarme para ponerlo a salvo. Pero bueno, de eso se trata mi liturgia, no de otra cosa. Y sigue tuteándome. Eso también me molesta. Ya son las dos veinticinco.

—Mira —hundo más el cañón en su carne—, dame tu número de teléfono.

—¿Mi número?

—Sí, tu número de celular.

Con la mano libre, extraigo el mío del bolsillo izquierdo del saco de tweed. El taxista dicta una serie de cifras que guardo en mi celular. En la agenda deletreo: Felipe taxista. Marco. A los segundos, el timbre del teléfono del chofer retumba en la cabina. Es un corrido que habla de narcotraficantes.

—Tienes diez minutos para llevarme a la dirección que te di antes. Y no vuelvas a tutearme porque te mato.

7

Cuando llamo al timbre de la casa de mis padres, el reloj de Felipe taxista marca las dos cuarenta. No está mal. Este Felipe taxista maneja como un demonio. Le he pedido que pase a buscarme cinco horas más tarde. Se trata de su primera prueba de lealtad. Puede subestimarme y terminar tarde o temprano como pasto de los zopilotes en el canal del norte. O llegar puntual a la hora convenida. Abre la puerta la señora Marcela. La señora Marcela es la sirvienta. Por más que lleve treinta años al servicio de la familia y todos la llamemos Mamá Chela, sigue siendo la sirvienta que abre la puerta y me apremia con un gesto humilde porque ya están sentados a la mesa y acaba de servir la sopa. Mi padre se pone muy imbécil con eso de la puntualidad. Siente un orgullo escolar por sostener una especie de récord que nadie más registra: nunca en su vida ha llegado tarde a una cita. ¿Qué otra cosa más imbécil puede haber?: sólo el pundonor con que su esposa confirma la proeza subrayándola con unos golpecitos de cabeza y una sonrisa decidida. A mis padres únicamente la seriedad con que enfrentan la vida los salva del escarnio. Para la mayoría de los vecinos del barrio donde viven son un ejemplo. Cuando alguien decide que su existencia debe ser ejemplar, los otros se convierten en espectadores. Una audiencia necesaria para sostener la ilusión. Así prevalece la verdad escénica. Llegar diez minutos tarde implica que la función inicie con retraso, que palidezca ante esta otra realidad: la del hijo de la gran puta que se presenta tarde al teatro, hace ruido al entrar y aplaude sin convicción. ¿Por qué, entonces, acudo a casa de mis padres? Por mi hermana Celeste.

Una debilidad que no tiene que ver con los lazos de sangre. Mi hermana posee el rostro más desamparado de la creación. Tiene unos ojos tan decididamente infantiles que no saben mirar al mundo sino desde el silencio. La cara es un óvalo perfecto encerrado en una cabellera intensamente negra: una cubierta membranosa que envuelve su cabeza como si fuera una semilla. Y ésta germina en una bondad destructiva. La sola posibilidad de una virtud genuina pulveriza a todos alrededor. Yo cargo una Beretta. Mi hermana, la integridad. Se trata de un fuego cruzado sobre la mesa a la que estamos sentados. Mis padres, en medio, fingen no escuchar los disparos. Su ejemplo debería haber bastado. Pero no fue suficiente.

—Llegas tarde —dice mi padre. Mi madre tuerce el gesto. Mi hermana sonríe y agacha la cabeza.

—No deberías desfajarte en la mesa —dice mi madre.

—Hace calor —me justifico. Los faldones de la camisa ocultan el arma en mi cintura.

—Ha estado haciendo mucho calor estos días —dice Celeste.

En esa casa no se hace ruido al comer la sopa. Ponemos extremo cuidado en que la cuchara no roce el fondo del plato. Evitamos sorber. Tampoco inclinamos el plato para apurar los restos.

—Hoy llamó su hermano —informa mi padre.

Cuando mi padre dice su hermano, se refiere al mayor. El otro rara vez se comunica. Para eso está la esposa. Entonces dice: hoy llamó Blanca.

—Tal vez no venga este fin de semana. Tiene que atender un negocio.

Celeste y yo comemos con mis padres los jueves. Blanca, su marido y sus tres hijos vienen todos los domingos. El mayor y su esposa (de cera: mucho tiempo me masturbé pensando en ella) visitan la casa el último fin de semana de cada mes. Viven en otra ciudad. Tienen una hija de cuatro años tan bonita como desdeñosa. Mis padres esperan el último fin de semana de cada mes con la alegría de una fiesta de guardar.

—¿Qué negocio? —pregunto por chingar. Todos saben lo que pienso de los negocios de mi hermano el mayor. Mi hermana sonríe. Celeste ha logrado por fin formar parte de la vida ejemplar de nuestros padres, pilares de la iglesia metodista en la ciudad.

—No lo dijo —aclara mi padre.

—Tu hermano siempre anda muy ocupado, el pobre —tercia mi madre—. Y esa mujer que tiene no le ayuda en nada.

—No le podría haber tocado una mejor esposa —zanja mi padre. El viejo también se ha de masturbar pensando en ella, pienso.

—¿Cómo van tus clases? —se interesa mi madre. Se trata de una pregunta retórica. Que sea maestro de tiempo parcial en una universidad católica de niños idiotas no forma parte del ejemplo que quieren dar al mundo. Los jueves que Celeste y yo acudimos a comer, nunca hay invitados especiales.

—Bien.

Mamá Chela sirve el segundo plato. El efecto de la coca se diluye y el sueño, sin aviso, golpea mi cabeza con un violento zape. Mi hermana se da cuenta. Y lo disfruta.

—Tienes mala cara, hermanito. ¿No duermes bien?

Celeste rara vez me dirige la palabra delante de ellos. Hace veinte años nos sorprendieron desnudos en la misma cama. Ella tenía dieciséis; yo, quince. Difícilmente pudimos justificar nuestra conducta apelando a la inocencia. Mi pene se erguía enhiesto y duro. La vagina de mi hermana palpitaba húmeda, ganosa. Después de permanecer un año encerrada en su cuarto, se incorporó al programa Voluntarios en Acción de la Iglesia Metodista y viajó durante tres años de comunidad miserable en comunidad miserable alfabetizando, construyendo templos y llevando la palabra de Cristo a los desposeídos. Para mis padres, la vocación misionera de Celeste con el tiempo lavaría la mancha del incesto. Aunque la seguían viendo como una damnificada. Conmigo ya se habían dado por vencidos.

—Tengo muchos exámenes y trabajos que corregir —contesto sin verla. Rara vez nos sostenemos la mirada. Nunca nos abrazamos. Pero jamás falto un jueves.

—Me sorprende que no te hayan corrido todavía —dice mi hermana—. Una universidad católica de niños bien y un hereje como tú…

—Si pudieran, lo harían. Pero no hay muchos maestros dispuestos a dar clases por cien pesos la hora. Así que me toleran.

—No sé por qué tienes que decir esas cosas de tu hermano. Es un buen maestro, por eso lo tienen ahí —dice mi madre.

Mi padre sonríe sin levantar la vista del plato. Mi hermana sonríe mientras contempla a mi madre. Ésta me observa sin sonreír. Le guiño un ojo con mucho menos cinismo del que aparento. Y sonrío.

—El domingo se casa Yolanda —informa mi padre, que oficiará la ceremonia en el templo.

Yolanda fue mi novia hace algún tiempo. Es una entusiasta colaboradora de la congregación. Se casa con Federico, otro entusiasta colaborador que toca el bajo en el grupo de la iglesia. Es electricista. Ella, secretaria en un despacho contable. Se casan después de un noviazgo de dos años. Mi padre ha recordado la boda con la esperanza de que yo no vaya. No sé si estaré vivo para el domingo. ¿Y si estoy vivo? Le pediré a Felipe taxista que me lleve, raptaré a la novia, la violaré en el canal del norte y la regresaré a la ceremonia. Mi padre todavía aguarda una respuesta.

—Recibí la invitación. Supongo que nos veremos ahí.

Mi padre ha abierto los ojos más de lo habitual. Mi madre araña el fondo del plato con el tenedor y provoca un ruido hiriente. Celeste suelta la carcajada. Padre y madre me reprenden con la mirada. Tengo sueño. Necesito dormir unas horas. Son las tres y media. A las ocho y media pasará Felipe taxista a recogerme. Sonrío, bostezo y digo sin más que Yolanda es una buena muchacha que merece lo mejor. Mis padres asienten. Mi hermana sacude la cabeza incrédula pero no ve a mis ojos. Mamá Chela sirve el postre: flan. En cuanto lo termine, podré ir a dormir un rato a mi antigua habitación. Mis padres la conservan (al igual que las de mis otros hermanos) intacta. Me gusta dormir la siesta en mi antigua habitación. Da al patio trasero y casi no hay ruidos. Desde la ventana puedo ver los naranjales y limoneros que mi padre cuida con esmero. Una tarde presencié cómo regaba los árboles mientras les hablaba en un susurro. Me sorprendió la ternura con que lo hacía. Mi padre nos había educado a golpe de versículo bíblico. Siempre encontraba un pasaje del Evangelio aplicable a la situación. Hubiera preferido el grito, la exaltación, el castigo a esa severidad de predicador. Nunca nos puso un dedo encima. Para eso tenía la Biblia. Mateo, Lucas, Marcos, Juan, qué tipos tan precisos. Qué soltura de verborrea. Una vez le dije (en ese entonces era estudiante) que la soberbia con que citaba las Escrituras lo mandaría derechito al infierno. Mi padre me contestó que aun en el infierno seguiría citándolas. Le dije aquello de que el diablo también las mienta, etcétera. Mi madre dijo no le hables así a tu padre. Mi hermano mayor dijo siempre tienes que salir con tus pendejadas y dio un portazo. Yo había fumado demasiada yerba en casa de un compañero y a mi padre lo veía como una especie de demonio transfigurado en santo. Era algo así como una mala película de terror. Eso me daba mucha risa. La risa imbécil de la mariguana. Trataba de ponerme serio. Pero en el momento en que mi padre retomaba el discurso bíblico, me acometía un ataque de risa. Fue la única vez que lo vi perder los estribos. Cuando empezó a balbucear y temblar congestionado, descubrí que era débil, patético, un hombrecito encaramado en una Biblia desde la que se asomaba al mundo.

En esa época Nietzsche me traía loco.

El último rastro de perico desaparece con la digestión. Por fin me quedo dormido.

8

¡Qué jodido te ves, corazón! —me dice la Muñeca cuando entro a la habitación del hotel.

Felipe taxista llegó puntual a recogerme a casa de mis padres. Antes mandó lavar el taxi. El interior apesta a pino barato. Le pedí que pase al hotel en un par de horas. Tengo una cita con don Arnulfo. Felipe taxista me dijo lo que usted mande, jefe. Los renegridos dientes de Felipe taxista, cuando sonríe, brotan de su boca como si no aguantaran más. El chofer tiene el perfil de un bailarín de tango de la Boca. Su mirada es la de un sádico.

—Atropellaron a Calvino —suelto sin más mientras voy desvistiéndome camino al baño. Quiero darme un regaderazo y meterme unas líneas para despertar del todo. El encuentro con don Arnulfo me pone de mal humor, pero es necesario.

—¿A quién atropellaron? —grita la Muñeca desde el espejo frente al que se maquilla para lanzarse a la calle. La Muñeca ya no necesita hacerla, pero cree que un día, así como aparecí en su vida, me esfumaré. Le gustan las esquinas, además.

—Al cachorro. Lo aplastó un coche en un estacionamiento. Murió casi en el acto —grito a mi vez mientras abro la llave.

Silencio. Luego el chorro del agua golpea la baldosa del piso de la regadera. Luego el chorro del agua amortiguado por mi cuerpo. Cierro los ojos y ofrezco mi cara a los helados filos. El agua se lleva la modorra y el hastío. Se lleva el rostro de mi padre, de mi madre, de Celeste. Arrastra con las tetas de la alumna y con ellas desaparecen todos los alumnos. La ciudad entera se precipita por el desagüe. La ciudad entera cabe en la cañería de ese hotel de putas y padrotes. Renace la otra ciudad, la que no tiene nombre. Con cada gota se constituye en aquelarre. Es como si brotara de mi cuerpo, y mis entrañas la alimentaran, la robustecieran. Es como si la pariera. Cierro la llave. Me froto el cuerpo con la toalla blanca, áspera y deshilachada que cuelga en la pared. Me la enrollo en la cintura y regreso al cuarto. La Muñeca no habla. Delinea sus ojos de avellana. No voltea. Delinea sus ojos lentamente con un ligero temblor que mitiga sosteniendo el antebrazo derecho con la mano izquierda. Me quedo en medio de la habitación aguardando el grito, el reproche, el insulto. Delinea sus labios resecos con carmín. Sigue sin decir palabra. Lo normal es que no calle. Lo normal es que se convierta en un torrente pueril de quejas y reclamos. Lo normal. Me visto en un rincón del cuarto. Con cierto pudor me pongo una camiseta negra y unos pantalones negros. La Beretta descansa sobre el buró. No se trata de un animal dormido. No se trata de una amenaza latente. No se trata de nada. Simplemente está sobre la mesita de noche, junto a un teléfono viejo, un vaso de agua y un cenicero. Fajo el arma en mi cintura mientras observo de reojo a la Muñeca, que ha terminado de arreglarse. El maquillaje suaviza sus rasgos de hombre costeño. En los ojos se le agolpa el llanto que no suelta. Una humedad pegajosa que me estorba.

—Pronto sabré quién fue.

—Y lo matarás, ¿no?

—Probablemente.

—Claro.

—No me chingues, Muñeca.

El travesti sigue embelesado en su reflejo. Una máscara que oculta a un hombre que podría partir en dos a cualquier hombre. La Muñeca tiene la fuerza de un loco. Las lágrimas no ruedan. Se asoman al abismo de los ojos, a la inmensidad de un cuarto de hotel sin nombre y prefieren contenerse.

—No me chingues, Muñeca —vuelvo a decir sin saber por qué.

Una rabia fría me congela las pelotas. Afuera, el crepúsculo me avisa de la cita con don Arnulfo. Pronto llegará Felipe taxista. Pronto la noche se extenderá como una epidemia por la ciudad. Y patrullaré las calles con una bala a mis espaldas. Seré el dios de sus pasos y su sombra, y de los pasos de todos y de todas sus sombras. No tendré miedo. No sentiré piedad. No tendré conciencia. No sentiré culpa. No tendré dudas. Nadie me dirigirá la palabra si no es estrictamente necesario.

—A la única que chingan aquí es a mí —dice la Muñeca.

Hay en sus pupilas un fulgor conocido. Una implosión de odio. Se apaga a medida que echa mano del cinismo. Entonces, sonríe. No al espejo, a mí, a mi cara cansada de congelarse en una mueca sin significado.

—Lista —dice y se levanta, y se aleja del tocador y se planta frente a mí. Da una vuelta de modelo. Su cuerpo caballuno se mueve con cierta gracia. En ese instante, un claxon se mete por la ventana del cuarto.

—Vamos —digo e invito a la Muñeca a colgarse de mi brazo. No me molesta su rechazo. La Muñeca desde el principio necesitó un resquicio para la dignidad.

Descendemos las escaleras del hotel. Nos cruzamos con travestis que arrastran clientes con un buen palmo en los pantalones. A nuestro paso, reverenciales, se hacen a un lado. Alcanzamos la calle. Felipe taxista sonríe como un niño envejecido. Sus dientes de mazorca, negros y lustrosos, asoman sin necesidad. Abre la puerta trasera del taxi.

—Por aquí, jefe —dice Felipe taxista.

La Muñeca me interroga con la mirada. Felipe taxista fija su vista en las tetas operadas y los muslos que asoman por la minifalda. Con descaro.

—Bájale, muñeco, que esta carne no es para pendejos como tú —dice la Muñeca.

Me río exageradamente. Tal vez para cerrar el capítulo de Calvino muerto. Felipe taxista se pone nervioso. Se esconde en el tráfico de la callejuela gris que poco a poco se despide de la luz. Las lámparas mercuriales están fundidas o titilantes. Un parpadeo fantasmal. Un sí es no eléctrico. El norte de la ciudad que pocos conocen, que aparece en los periódicos al despuntar el día con sus litros de sangre derramada, va tragándose la mancha blanca del taxi. Más allá de la nada está la nada. Y don Arnulfo espera.

—Tuerce a la izquierda en la siguiente y sigue todo derecho —ordena la Muñeca. Felipe taxista obedece. Aprende rápido. Tiene miedo. Nadie entra al barrio al que nos dirigimos. Nadie es nadie. Felipe taxista aminora la marcha de manera inconsciente. La Muñeca lleva su mano derecha a mi rodilla y la presiona. Es un gesto tan femenino que me excita. Me excita lo que esconde el ademán. La insinuación de una intimidad ajena al sexo. El descubrimiento de una posibilidad. El reclamo de un orden tradicional en medio del caos. Sus dedos se cierran en torno a mi rodilla. Podría retraerme con sutileza. Podría rechazar el gesto abiertamente. Podría incluso burlarme del gesto. Pero dejo que la mano del travesti descanse sobre mi pierna. En el retrovisor descubro la mirada de Felipe taxista. Es idéntica a la de hace unas horas, cuando el cañón de la Beretta descansaba en sus riñones. Y siento esta especie de carga que me sobrepasa. Toda esta ternura blanda. Me entrego unos segundos a ella y después la espanto con una orden sencilla.

—Estaciónate.

Felipe obedece. La Muñeca, al sonido de la orden, retira la mano. Hay otros callejones que alimentan la calle donde estamos. Y otras sombras que les dan forma a las sombras que inhibían las luces del taxi. Hay, al final de la calle, un galerón abandonado que cierra la calle. Una antigua fábrica de ropa con su perfil de Revolución industrial. Ladrillos rojos y ventanales enrejados, algunos con rajaduras. Unos hombres armados rodean el coche. Nos invitan a bajar. Nos cercan pero no nos tocan. Los territorios y los acuerdos se respetan hasta que alguien se vuelve loco. Es una ley sencilla que no puede dejar de funcionar. Don Arnulfo es un hombre de negocios. Yo aprecio su estilo lo suficiente para confiar en él. Extraigo la Beretta de la cintura y se la tiendo al tipo que ha roto el círculo que cierra el paso. La recibe en silencio. Entonces aparece don Arnulfo. Un hombre de unos sesenta años con cara de oficinista y ademanes de abuelo. Viste un traje gris claro cortado por un viejo sastre. Chaleco, pañuelo de seda en el bolsillo superior derecho y corbata de nudo ancho. Sin elegancia.

—Buenas noches —dice.

—Buenas noches, don Arnulfo —dice la Muñeca con un tono de criada vieja. Nada de muñeco, shulada, papacito o ese desparpajo saturado.

—Buenas noches —repito. Felipe taxista no encuentra la manera de abrir la boca. Tal vez quiere salir corriendo. Un mito es un mito y hay que tener muchos huevos para no rezar cuando se materializa uno ante tus ojos.

—¿Ya lo pensaste? —pregunta.

—Quiero verlo.

Mi insolencia hace sonreír al viejo. Una sonrisa de dientes pequeños y picados. Don Arnulfo peina su escaso pelo cano de izquierda a derecha. Unos lentes bifocales cuelgan de su cuello. Cuando camina, su tronco se adelanta desde la cintura a la zancada de abuelo. No soy tan imbécil como para ver una debilidad en esto. Los ha habido. Ahora están muertos. Tengo claros los límites de mi reino. Por eso no necesito un ejército para presentarme en esa fábrica abandonada e ir solo tras su sombra. La Muñeca sabe que no debe acompañarme. Felipe taxista ni lo intenta.

9

Don Arnulfo no ha exagerado. Es como una pantera. Su piel no permite ningún pliegue, ni un centímetro para el abandono. Cada músculo aspira a la perfección. Cuando entran en movimiento, la armonía deja de ser una idea. Una lámpara cenital resbala por el hombre parado en medio de la jaula. No logra iluminar su cuerpo, el ébano de cada célula absorbe la luz, la neutraliza. Como si todos los haces fueran a dar a un agujero negro incapaz de reflejar los rayos luminosos. En esa piel la luz termina por morir. No es alto ni fornido. Su cabeza rapada posee una redondez inquietante, algo alienígena. Sus ojos tienen el brillo de una pesadilla. Permanecen hundidos en sus órbitas, demasiado cerca del cráneo. El Africano no es negro. Su piel despide destellos de un azul metálico. Se mueve dentro de la jaula con la cautela de un depredador. Cuando don Arnulfo y yo nos acercamos al ringside, nos estudia de soslayo, apenas un segundo, y sigue caminando en círculos. Don Arnulfo me envió un mensaje hace unos días. Una propuesta. Pero no basta con contemplar al Africano en medio de la jaula. Por más que el asombro lo acompañe. Desde la oscuridad, unas manos abren una puerta en la parte extrema del cuadrilátero enrejado. Hace su aparición una torre de músculos coronada por una cabeza de greña rasta y una barba de candado, pómulos angulares y el simulacro de una mirada de asesino que no asusta a nadie. Bueno, al público que acude a la función de los viernes por la noche sí. Se trata más bien de la idea que tiene la gente de la mirada de un asesino. Don Arnulfo conoce su negocio. Con la adquisición del Africano, busca un socio que multiplique las ganancias. Pero no basta con observar al peleador negro de guardia baja, mentón hundido en el pecho y ojos adormilados, caminar en círculos que ignoran el tiempo. El mulato Rocinha le lleva al menos veinte centímetros. Don Arnulfo se trajo a Chico de Río y se convirtió en la gran sensación del garito clandestino de Vale Todo que maneja. Chico Rocinha ha tomado el centro del ring y se burla de su oponente, que sigue dando vueltas como si no supiera hacer otra cosa. Chico viste unos pantalones ajustados. El torso desnudo muestra una musculatura densa, abundante, pero en la parte del abdomen la grasa empieza a formar bolsas que cuelgan fofas. Al mulato Rocinha le gusta la coca, el tequila y las putas. Cuando llegó de la favela era una máquina de golpear; ahora, un mal actor de sí mismo. Un parpadeo es el tiempo que le lleva al Africano dar un paso, flexionar la pierna izquierda, elevarse como una pluma y, ya en el aire, golpear con el empeine del pie derecho el cuello del mulato Rocinha. Chico se tambalea. La expresión fiera se ha tornado en la de un retrasado mental. Después comete el error que cometen casi todos: se abalanza sobre su contrincante en un torbellino de golpes ciegos que el Africano esquiva con bastante gracia. El mulato Rocinha se vacía de aire. Un instante para llenar los pulmones mientras la guardia se abre cinco o seis centímetros. El recto del Africano pasa entre los codos del mulato y encuentra con precisión el plexo de Rocinha. Abre la boca como un maldito pez fuera del agua. Todo el aire rancio del galerón no es suficiente. Chico abre la boca al tiempo que los brazos caen flácidos a los costados. Lo demás es fácil. Un gancho de derecha estalla en la oreja del carioca. El gancho de izquierda se hunde en el hígado. De rodillas, el mulato golpea tres veces en el piso. Si fuera una función habitual de viernes por la noche, no le serviría de nada. El Africano, en medio de la jaula, apenas jadea. Lentamente se quita los guanteletes. De reojo nos analiza con sorna; don Arnulfo aplaude como un abuelo la gracia de su nieto. Parece una señal. El hombre de piel de ébano desaparece por la puerta de la jaula y se mimetiza con la oscuridad del pabellón.

—¿Qué te parece? —pregunta.

—¿De cuánto estamos hablando?

—De doscientos cincuenta mil dólares cada quien. El ruso es una mala bestia que ha acabado con todos sus contrincantes. Nadie ha podido con él. La única regla es que uno de los dos no sale caminando de la jaula. Nos podría reportar un millón de dólares a cada uno…

—Si gana…

—No puede perder. Esto que acabas de ver no es nada. Es el pirata somalí más buscado por las aseguradoras de barcos, por los gringos y los europeos. A los once años ya disparaba una AK 47.

—Demasiado peligroso.

—No si cumplimos con lo prometido.

—Mañana le tengo una respuesta —le digo mientras busco la salida.

La Muñeca hace el intento de caminar a mi encuentro. Los hombres de don Arnulfo le cierran el paso. Llevo la mano extendida a media altura para tranquilizarlos. Felipe taxista se halla sentado al volante del coche. Prende el motor. Los hombres de don Arnulfo se abren como un abanico y se repliegan hacia la fábrica abandonada. Recupero la Beretta. La Muñeca y yo subimos al taxi. Felipe acelera.

—Despacio.

—¿Vas a aceptar? —pregunta la Muñeca.

—No sé.

A veces me quito la insistencia de la Muñeca con evasivas. Ese empeño en compartirlo todo. Una complicidad de amante dispuesta que me cansa. Pero esta vez realmente no sé qué voy a hacer. Hemos abandonado ya el territorio de don Arnulfo. Circulamos por las calles tatuadas en la piel. Una geografía de hombres y mujeres que únicamente esperan. Y en la espera se marchitan de tiempo. Predecibles y elementales, contemplan la noche con el deseo de que no amanezca. El sol es una máscara, la posibilidad de reinventarse. Apenas se mueven porque el alba acecha desde que el ocaso los reclama. La Muñeca le pide a Felipe taxista que se detenga en la siguiente esquina. Lanza un beso desde la banqueta y se vuelve calle. Se sube más si cabe la minifalda. Abre el escote para que las tetas inyectadas hagan su parte. Felipe taxista me interroga con la mirada. Tengo hambre. Le doy la dirección de la fonda de siempre, la del menú recalentado y el dueño silencioso. El taxi se hunde en las callejuelas como un barco que zozobra. Las risas brotan como ráfagas de los tugurios. Hay gritos reprimidos. Hay rostros demacrados que reconocen el mío y aciertan a sonreír a tiempo. Hay música y silencios alternándose ordenadamente. Hoy no me siento esa divinidad caprichosa e implacable, dueña de los destinos del mundo que recorro. Hoy parezco un patriarca abrumado por la compasión.

Libero a Felipe de mi presencia. Le pido que venga a recogerme al hotel cuando amanezca. Le entrego un fajo de billetes por sus servicios. El taxista lo recibe con una reverencia zalamera y con sus dientes negros más saltones que nunca. Entro en la fonda. El dueño calienta tortillas en un comal. Me cruzo con la vieja puta del día anterior. Prácticamente nos damos de bruces. La anciana me pide perdón a punto del llanto y trata de huir. La retengo del brazo, le digo que atropellaron a Calvino y le pongo un billete de doscientos en el escote agrietado de estrías. En sus ojos de agua y cataratas no hay agradecimiento, sólo miedo. Suelto su brazo. La vieja abandona la fonda a trompicones. Me encamino al fondo del local, a la mesa más apartada, y la veo ahí sentada, con los ojos grises prendidos de una lámpara renegrida que arranca atisbos de metal de sus pupilas.

—Estás ocupando mi mesa.

No me reconoce. Su expresión bobalicona se vuelve arisca por un instante. Luego parece sonreír. Aunque nunca se sabe. La mueca que precede a sus palabras podría ser la del dolor.

—Sabía que te volvería a encontrar —dice y regresa a la lámpara renegrida. A su gesto baboso. A su ausencia permanente. Me siento del otro lado de la mesa.

—Estás ocupando mi mesa —le vuelvo a decir.

—¿Dónde dice que es tuya? ¿Tienes coca?

Dejo sobre la mesa una punta y el tapón de una pluma Bic. Ella examina el envoltorio sin decidirse a tomarlo. Le da un sorbo al café que no ha dejado de sostener todo este tiempo.

—¿Tienes hambre?

—Un chingo —dice la mujer mientras toma la punta, la abre, entierra el extremo más delgado del tapón en el polvo y se lo lleva a la nariz. La imito.

—¿Qué quieres?

—Me gustan las conchas mojadas en el café.

Se acerca el dueño con su mandil sucio y el paso cansino. Ordeno un par de conchas para ella y tres tacos de lengua para mí. Puedo escudriñar su rostro con calma. Una vez más compruebo que es bella como un jodido ángel. Pálida como un muerto. Ella también me estudia. Lo hace como si fuera la primera vez que me ve. Entre sorprendida e indecisa.

—¡Pero si eres mi héroe! —exclama por fin.

—No vuelvas a decir eso.

Se encoge de hombros y recibe las conchas como si se tratara de un carnaval. Con sus dedos membrudos, pellizca pequeñas porciones que se desbaratan al humedecerse con el café. Se las lleva a la boca intentando evitar que se rieguen por la mesa. Se ríe cada vez que una migaja cae en el trayecto.

—¿Quieres?

—No, gracias.

En eso llegan los tacos. Comemos en silencio. De vez en cuando nos miramos a los ojos. Ella, por momentos, se olvida de quién soy. Yo no quiero olvidarme de quién es ella. La puta de los ojos grises.

10

No hay destino que valga. Tengo que desenredar esta madeja de brazos y piernas que me ha caído encima. Pero el colchón y la piel ablandan a cualquiera. La respiración pausada de una mujer desparramando su orfandad por el pecho de un hombre no es un destino, es la única historia que se ha contado siempre. Una habitación de un hotel sin nombre. Una mujer y un hombre que al terminar de arrojar sus fluidos, confiados, se duermen en los brazos del otro. Sin temor a que una navaja les rebane el pescuezo. No se trata de un sino, más bien, de la repetición de un acto reflejo. La mujer cambia de postura y me roza la verga con su muslo derecho. La erección da la bienvenida al amanecer. Con los ojos entrecerrados, hinchados aún, la mujer me mira desde el pecho-almohada y sonríe. Poco a poco desciende la cabeza a lo largo de mi vientre. Sus cabellos acarician mis ingles. Introduce el pene en su boca. Lo mama lentamente, adormecida, como entre sueños. Luego, después de un rato en el que mi miembro explora cada rincón de la boca de la mujer, ella acelera el movimiento e introduce más la verga en su garganta. Un segundo antes de estallar, se retira al tiempo que aprieta con la mano derecha el glande y lo sacude con fuerza. Me vengo sobre mi estómago.

—Buenos días —dice la mujer con una sonrisa sosegada. Se acurruca en mi costado. Cierra los ojos. Vuelve a dormirse.

Tanteo el buró en busca de un cigarro. Procuro moverme lo indispensable para no despertarla. La puta de los ojos grises ya tiene un nombre: Sofía. Una confesión que me hizo cuando caminábamos de la fonda al hotel. Una confidencia que una puta no acostumbra hacer. Esta vez no he pagado por sus servicios. Esta vez soy yo quien se desliza de la cama y la deja dormir. Quien la observa un instante antes de abandonar el cuarto y se estremece con la postura fetal con que cubre su desnudez.

Desciendo del tercero al segundo piso. Me dirijo a la habitación de la Muñeca. Me encuentro con la puerta cerrada. El letrero de no molestar no cuelga de la manija. No está con un cliente. Toco. Vuelvo a tocar. No hay nadie. Bajo las escaleras en busca de la llave. En la recepción, me encuentro a Constancio, el hombre más parecido a un reptil que he conocido nunca: sus ojos mortecinos, su piel cerúlea y seca, escamada, las inflexiones de una voz inaudible casi siempre, el tiempo que puede permanecer sin mover un solo músculo detrás del mostrador, la total ausencia de otro ser humano en su vida. Constancio me entrega la llave y un papelito. Regreso a la habitación de la Muñeca. Despliego el papel. Es un recado: Se tiene que aser esta noche, apunta una letra acostumbrada a no escribirse. Me desagradan las presiones. Debo tomar una decisión hoy mismo. Y me doy cuenta de que necesito la sabiduría, la prudencia de la Muñeca. Una inversión que puede producir dos millones de dólares en un par de peleas. No me detiene la cifra, la cadena de ceros que encandila. Hoy por la noche tendré que darle una respuesta a don Arnulfo. Mientras me ducho me invade una sensación de ruptura, de traición. No sé con qué, no sé a qué. Afuera, la ciudad se enfunda en su máscara diurna y juega a que el mundo es el mismo de siempre. Repetir los gestos es la única posibilidad de no terminar zozobrando. No se trata de algo nuevo. No tiene que ver con estos tiempos, expresión que los imbéciles sin memoria arrojan a su paso.

El claxon de Felipe taxista se cuela por la ventana. Este tipo es eficiente y no duerme nunca, me digo mientras alcanzo la calle y me subo al asiento del copiloto. Felipe se sorprende. Luego se infla como un pez globo y rutiniza:

—¿A dónde, jefe?

—A la uni.

Y enfilamos hacia el sol que pende del este oblicuo e hiriente. Felipe taxista parlotea sobre una hija de quince años embarazada.

—Voy a ser abuelo —se jacta.

Me imagino sin remedio una niña bruñida y flaca con unas tetas infladas y una panza que la oculta. Una muchacha con una mirada de miedo y un pequeño novio al que le repugna ese estómago que crece cada día. Me imagino el sermón de Felipe taxista.

—¿Le dijiste que era una puta? —le pregunto.

—Sí, patrón, y le di un par de cachetadas. Para que aprenda la desgraciada.

—Muy aleccionador —confirmo. De pronto intuyo que Felipe taxista también se ha cogido a su hija alguna vez—. ¿Te la tirabas, a tu hija? —le pregunto.

—¡Qué pasó, jefe!

La forma en que se defiende tiene que ver con el hecho de que haya nombrado el acto, no con su improbabilidad.

Llegamos a la entrada de la facultad.

Atravieso el estacionamiento con el recuerdo de Calvino. Un asunto pendiente que debo resolver por una cuestión de principios. Al final todo se reduce a una serie de códigos flexibles, moldeables. De reojo, trato de localizar el Beetle que atropelló al cachorro. Ya aparecerá. El día se insinúa tedioso, responsable. A la una está programada una junta de maestros que no tengo fuerzas de eludir. La decisión de entrarle o no al negocio de don Arnulfo me acosará como uno de esos perros obsesivos. Llego al área de cubículos. Marta sonríe cuando paso y dice: buenos días, maestro. Un par de colegas atienden a sus estudiantes en las jaulas designadas para el caso. En la voz de los profesores hay un dejo de suficiencia. En la de los estudiantes, de cinismo y desprecio. Tienen veinte, veintiuno, veintidós años y juegan un juego que no entienden. Tampoco los docentes. Sólo les queda la grandilocuencia. Las mayúsculas. El tácito acuerdo de no denunciar la falacia del trámite. Porque esto es un trámite que apunta a cosas como coger con tu mujer, traer al mundo a un par de animalitos asustados y escupir tu nombre en algún directorio. La gran competencia de los listados. Los nombres que aparecen en ellos no representan forzosamente una vida. Por ejemplo: tengo sobre mi escritorio la relación de estudiantes del grupo B12-IV. En uno de los casilleros escribo números: 60, 70, 80, 90, después de haber ojeado un ensayo repleto de ideas muertas. Antes de mi primera clase, me aguarda un par de horas que dedicaré a calificar trabajos. La más tediosa de las actividades que puede haber en el mundo. Incluso más que la de vigilante. Cuando era estudiante tenía un uniforme gris y un tolete. Trabajaba para una empresa de seguridad. Cuidaba una fábrica abandonada cuyos dueños temían que la maquinaria fuera robada. Mi padre es de esos tipos que creen que un empleo dignifica y templa las almas jóvenes. Yo era joven pero carecía de alma. Hay gente así. Cubría el turno de noche. Me permitía pasar el mayor tiempo posible fuera de casa. Entre rondín y rondín por aquel inmueble fantasma, lleno de máquinas que en la oscuridad solían adoptar formas monstruosas, estudiaba. Desde entonces me meto coca. Una noche sorprendí a unos ladrones. Habían reventado el candado del cerco de la parte de atrás. Un par de sujetos muertos de hambre que cargaban una camioneta desvencijada con fierros viejos, partes de maquinaria, cobre. Pensé en enfrentarlos con mi tolete. Me sentí bastante idiota. Así que corrí al portón principal, del otro lado de la fábrica, tomé el candado que lo cerraba, regresé a la parte trasera y eché el cerrojo de nuevo. De esta forma me aseguraba de que la camioneta no saldría. Los rateros podían brincar el muro y huir, la mercancía no. Di un grito y les hice señas para que se acercaran. El cerco con el nuevo candado me protegía. Uno de ellos corrió y se perdió en la noche. El otro obedeció. Lastimosamente, trataba de convencerme de que lo dejara ir con todo y camioneta. Sin fierros. Yo tenía una llave, un uniforme y un tolete. Un poder inconmensurable para el sujeto que prometía no volver a robar si le permitía largarse con el vehículo. Así comenzó mi primer negocio. Llegaban en la madrugada, se encontraban con el portón abierto, robaban discretamente, me dejaban un sobre con el dinero de mi parte y se largaban. Aquello duró tres semanas. Los dueños de la fábrica comenzaron a quejarse de que estaban desapareciendo partes de máquinas. Renuncié. Con el tiempo supe que unos sujetos le marcaron la cara de un navajazo al guardia sustituto. Por mil pesos a la semana.

Ahí están otra vez las tetas de la alumna incontenibles en su escote. La muchacha, apoyada en el quicio de la puerta del cubículo, parlotea. No puedo dejar de mirarle los senos. Habla, habla con su voz de pito mientras sus tetas se agitan. Ahora me doy cuenta de que a la alumna le gusta que las observe sin recato. La complazco. No entiendo por qué está ahí. Algo relacionado con la calificación y el trabajo final.

—¿Me puedo sentar?

Le señalo la silla. La alumna cierra la puerta. Toma asiento. Apoya los brazos en el borde del escritorio y los senos en los antebrazos. La presión hace que aumenten de volumen. La blusa se vuelve inútil.

—Con esas tetas podrías ser porno star —le digo con el mismo tono con el que le anunciaría que ha sacado un 100.

—Gracias, maestro. Son naturales, no vaya a creer.

La alumna baja la vista y se emboba en su busto. Luego me encara.

—¿Cuál es la fecha límite para entregar el trabajo final? —pregunta.

—El último jueves de noviembre.

La alumna recorre el cubículo con la mirada. También se emboba en él. Descubro durante el silencio entre ambos que los ojos de la alumna son como dos insectos nerviosos que no terminan de posarse en los objetos. Los ojos de la alumna no transmiten absolutamente nada. ¿A qué vino? La alumna se recuesta en el respaldo de la silla. Sus senos apuntan al techo. Ya me he aburrido de desearlos y ahora me entretengo con el cuello de la alumna. Un cuello ancho, poderoso, que se extiende a los hombros. La alumna, vaticino, en cuanto pase de los treinta se pondrá como una cerda. Ella termina de inspeccionar el cubículo decepcionada. No sé si por el lugar o por otra cosa. Quiero que se largue.

—Sé quién es el dueño del carro que atropelló a su perrito, maestro —dice la muchacha. La sonrisa de la alumna sobrepasa su ingenuidad, la pervierte. Es la sonrisa de un torturador.

—Tetas vemos, corazones no sabemos —ironizo.

La alumna, por un instante, parece molestarse. No es la molestia de una mujer que se siente tratada como un pedazo de carne, sino la de alguien que no es escuchado.

—¿No le interesa? —pregunta circunspecta como una niña precoz.

No necesito saber mucho más. Ya tengo una respuesta. La alumna de las tetas grandes ha venido a ponerme a prueba. Hasta ahora la línea que tracé el día en que conocí a la Muñeca ha separado los dos mundos con una precisión casi corpórea. Entonces ¿por qué extrañarse de que aparezca alguien dispuesto a cruzarla de ida y vuelta? Tal vez me molesta la banalidad con que la estudiante me acaba de lanzar el desafío. Siempre me he tomado mucho más en serio el universo de la Muñeca. Su reinado me despierta un sentido de la responsabilidad del que carezco en este otro universo, el del Beetle verde y la secretaria Marta y la junta de maestros.

—¿Por qué iba a interesarme? Fue un accidente —digo.

—Porque el conductor se dio a la fuga, porque no tuvo los huevos de pararse y porque yo sé, maestro, que le encantaría matarlo.

11

En esta universidad hay medio centenar de hijos de puta que se sientan alrededor de una mesa para vender su vanidad al mejor postor. No he abierto la boca durante la junta. Una reunión que ha terminado como empezó, con un montón de ilustres catedráticos tragando galletas y el eco de las palabras apagado por las risotadas de los corros que siempre se forman al final de la junta. Abandono el salón con una sensación de irrealidad que me incomoda. La sarta de imbecilidades expuestas sin otro fin que el de ser escupidas me ha colmado la paciencia. La inutilidad del balbuceo de mis colegas me viene tocando los huevos mientras me dirijo a la salida sur del estacionamiento. Ahí me espera la alumna de las tetas grandes. En un Malibú azul metálico, me ha dicho. También me ha explicado que el sujeto que atropelló al cachorro acude a la facultad en otro coche, un Chevy rojo. Pensamos seguir al sujeto. El resto será improvisación pura. Localizo el coche de la alumna y lo abordo. La muchacha ya no me arroja las tetas a la cara. Ahora parece más preocupada por encontrar la manera de neutralizarse. De dejar de ser la putita de la facultad para actuar este otro rol, el de la mujer que persigue un coche por una avenida ancha que se transforma en un bulevar de palmeras y yucatecos y en una calle menos transitada, residencial. Mucha clase media. Las banquetas, los perros, los jardines, los niños tienen ese inconfundible tufo aspiracional. Un aroma que satura mi nariz. Un hedor que conozco a la perfección, que no deja de acosarme. La alumna maneja en silencio. De vez en cuando me regala una sonrisa. El Chevy rojo sortea el tráfico de mediodía hábilmente. La estudiante tropieza con los semáforos, los otros vehículos, las señales, los peatones, pero no le pierde la pista.

—Ponte a su altura.

El Chevy rojo se detiene en un semáforo. El Malibú azul metálico lo hace justo a un lado. Un poco antes de que cambie la luz, desciendo del auto.

—No lo pierdas de vista —digo antes de abordar el asiento del copiloto del Chevy, sacar la Beretta y clavar el cañón en el estómago del muchacho.

—Avanza —ordeno.

—¡Maestro! —grita el conductor.

—Avanza —vuelvo a decir—. ¡Ya!

El cañón se ha hundido medio centímetro en la zona hepática.

—Despacio —advierto—, no vaya a dispararse esta cosa.

Me sorprende la calma del muchacho. No recuerdo haberle dado clases. Es fornido, de pelo crespo y negro, de facciones árabes. Ha clavado la vista al frente y maneja con parsimonia, como un chofer profesional. No parece que una automática amenace con rasgarle el tejido y destrozarle el hígado, el páncreas, la columna de un balazo. Tiene un par de huevos, pienso.

—¿Sabes dónde queda el canal del norte?

El alumno asiente.

En la siguiente calle da vuelta a la izquierda y enfila hacia el norte de la ciudad. Gradualmente, las casas van perdiendo sus colores, sus bardas, sus jardines y se transforman en construcciones cuadradas, sin adornos, con una ventana y una puerta al frente. Con hombres y mujeres sentados en la banqueta y niños que patean una pelota hecha jirones. Y perros, todos los perros del mundo que han ido a parar a esas calles sin señales ni semáforos ni pavimento. La nube de tierra que envuelve al Chevy me impide ver con claridad el carro de la alumna de las tetas grandes. Pero intuyo que sigue ahí, oliendo los cuartos traseros. Como una promesa de todas las perversiones imaginables.

—¿Es por lo del perro? —pregunta por fin el alumno. Su voz se ha quedado encerrada en la cabina del coche y rebota por todas partes multiplicándose.

—No hables —grito para impedir que la voz se cuele en mi interior. No me gusta que la gente a la que apunto con un arma parlotee. Me repugna la súplica, el lloriqueo, las amenazas en vano. Creo que a la muerte hay que esperarla en silencio. Es un ritual nada más.

—Fue un accidente —vuelve a decir el alumno al cabo de unos minutos—. Nadie quiso que ocurriera.

Me desagrada que el chico pronuncie aquello como si se tratara de un discurso. ¿En alguna parte hay un público o qué chingados? Igual continúo callado. No quiero iniciar un diálogo. Acelera, digo nada más. A pesar del desfallecimiento, hay una esperanza en todo aquel al que le apuntan con un arma. La fe de que algo superior a la arbitrariedad de un sujeto con una pistola intervenga en el momento justo. Sé que eso nunca sucede. Por eso me suelto riendo cuando el muchacho comienza a rezar el padrenuestro. Pero no es una plegaria temblorosa de alguien que en su vida ha pisado una iglesia. Se trata de la oración de un hombre religioso que se prepara para morir.

—¿Eres católico? —le pregunto.

—Sí —contesta el alumno.

—Entonces ¿por qué te diste a la fuga cuando atropellaste a Calvino?

—¿A quién?

—A Calvino, cabrón, no te hagas pendejo. Al cachorro.

—Ese día yo no manejaba, era mi hermano —dice el chico y retoma la oración.

—¡Mierda! —murmuro—. ¡Mierda, mierda, mierda!

—Cálmese, maestro.

—No me calmes, chamaco pendejo. De todas formas sabes que te voy a matar, ¿no?

El canal del norte aparece en la lejanía precedido por un fétido olor a basura. Un olor que aumenta a medida que nos acercamos a esa cicatriz de cemento que parte en dos una tierra árida y olvidada. El Malibú azul metálico sigue fiel en retaguardia. Me es fácil imaginar el miedo, la excitación, el coraje, la cobardía, todo mezclado en un coctel más poderoso que cualquier droga, que empapa el cuerpo caliente y aburrido de la alumna de las tetas grandes. Hay una montaña de llantas en medio de la nada. Le indico al chico que la rodee y se detenga. La muchacha, a su vez, frena y salta de su auto como si fuera a arrojarse sobre el alumno. Pero se queda a un lado de la puerta paralizada ante la visión de la pistola que apunta a la cabeza del chico. Éste ha dejado de rezar. Y observa a su compañera. ¿Qué hace ahí la puta de la escuela?, parece preguntarse. Puede nombrar sin esforzarse a una docena de camaradas de la universidad que se la han tirado. Lentamente, va dibujándose en el rostro del chico una expresión de profundo desprecio que desfigura sus rasgos.

—Pinche santito hijo de tu puta madre —grita la alumna y se abalanza sobre el chico en un torbellino de patadas y puñetazos inútiles. El alumno se quita los golpes manoteando al aire. Retrocede unos pasos. Tengo que saltar detrás de la alumna y rodearla con la mano izquierda por la cintura sin dejar de apuntar al sujeto.

—Tranquila, tranquila —le susurro al oído.

Mi antebrazo se ha deslizado hacia arriba y tropieza con el busto sorprendentemente duro de la muchacha. Lo aprieto. No pretendo manosearlo. Sólo es una manera de someterla. La alumna afloja el cuerpo. Los pezones responden a la presión de mi brazo. El alumno no puede borrar del rostro la expresión de desprecio. Comienzo a musitar conjuros en el oído de la alumna y mantengo al chico en la mira. Le digo que concentre la furia en su mano, que registre cada centímetro de esa cara de asco en la memoria y recuerde su significado. Que piense en todas las veces que le han metido la verga y después la han dejado tirada en una cama. Que sume las ocasiones que le han dicho puta, zorra, ramera, perra. Le hablo al oído como si fuera su amante y le pido que tome la pistola lentamente. Aún la estoy abrazando cuando la Beretta cambia de mano. Un fierro enorme y pesado entre esos dedos diminutos que a duras penas alcanzan el gatillo. Soy yo quien, empujándolo por el codo, extiende el brazo de la alumna. Soy yo quien amartilla el arma. Soy yo quien guía la pistola y apunta al corazón del chico. Pero es la alumna de las tetas grandes quien tira del percutor sin cerrar los ojos. Para poder ver cómo en el pecho de su compañero se forma una mancha roja que se extiende irremediablemente. Para poder constatar cómo da un paso atrás y luego se derrumba. Para poder comprobar cómo la expresión de asco se ha transformado en una para la que no encuentra una palabra. Porque no es miedo ni sorpresa. Es la muerte. La alumna retira la mano del arma como si ésta quemara. He disminuido la presión del brazo, lo que permite que la chica gire y se apoye en mi pecho. Es mucho más que eso. Es la necesidad de la alumna de perderse en él, de esconderse del cuerpo tirado en la tierra. Percibo los senos de la chica en mis costillas, la pelvis que encaja en mi muslo derecho, el vientre que se recuesta en mi miembro a media asta. Sé que podría cogérmela en el asiento trasero del Malibú en ese instante y que sería una cogida memorable. También sé que la alumna no ha debido cruzar la línea. No tiene madera, pienso. Lo demás es sencillo. La alejo delicadamente y le sonrío.

—¿Qué sentiste? —le pregunto.

—Ay, maestro, no sé, todo fue muy rápido. No pensé que fuera tan fácil matar.

—Sí, viéndolo bien, es más fácil de lo que la gente cree.

La bala fulmina la frente de la chica. Un círculo perfecto que en la sutura sagital se transforma en un oscuro boquete. El orificio de salida siempre es más escandaloso.

12

Estoy escribiendo en una servilleta con un viejo lápiz mordisqueado: si se puede demostrar que un sistema axiomático es consistente a partir de sí mismo, entonces es inconsistente. Hago una pausa y anoto: el 1 es un número natural. Si n es un número natural, entonces el sucesor de n también es un número natural. El 1 no es el sucesor de ningún número natural. Si hay dos números naturales n y m con el mismo sucesor, entonces n y m son el mismo número natural.

—¿Qué haces?

Sofía, la puta de los ojos grises, se sienta frente a mí y me arrebata el lápiz. Dejo la mano en el aire, a un centímetro de la servilleta, con los dedos índice y pulgar extendidos, con los ojos clavados en la expresión número natural. La fonda está vacía. El dueño ojea un periódico sentado en una de las mesas. Al pasar Sofía, ha levantado la vista para seguir el contoneo de las caderas de la mujer, ceñidas por una minifalda roja que apenas cubre sus nalgas. Luego ha regresado a la lectura del diario. Entra un cliente, un hombre cansado y viejo. El dueño de la fonda se dirige a él. Sofía le grita que quiere un agua de jamaica. Hace unos días la hubiera mandado a la mierda. Ahora, antes de llegar con el cliente, da media vuelta y se dirige al refrigerador. Saca una jarra de plástico y sirve el líquido en un vaso con rastros de suciedad. Se lo lleva a la puta de los ojos grises y se queda unos segundos al pie de la mesa, en espera de que yo le pida algo. Pero lo ignoro y observo la servilleta con las anotaciones; Sofía, con el lápiz que me ha arrebatado, dibuja un perro en otra servilleta. El dueño de la fonda se retira. Sofía me regresa el lápiz y me extiende la servilleta.

—Te regalo este perro —dice—. ¿Qué haces? —vuelve a preguntar.

—Recuerdo el segundo teorema de Gödel y los axiomas de Peano.

—¿Gödel? Suena a marca de condón. Me da unos Gödel extra largos para mi Peano —y se suelta riendo. La risa se convierte de inmediato en una tos seca, una especie de rugido que sacude el cuerpo de la mujer. Le da un trago al agua de jamaica—. ¿Tienes un cigarro?

—Los teoremas de Gödel son a las matemáticas lo que la teoría de la relatividad a la física —digo mientras le paso la cajetilla y el encendedor.

—Sigue, sigue, sigue, me pone súper caliente que hables así.

Sofía ha abierto las piernas debajo de la mesa y la minifalda se desliza lo suficiente para descubrir una tanga negra de encaje. Luego prende el cigarro y cierra las piernas. Se encoge de hombros.

—Para establecer la consistencia de un sistema S se necesita utilizar otro sistema T, pero una prueba en T no es totalmente convincente a menos que la consistencia de T ya se haya probado sin emplear S. La consistencia de los axiomas de Peano para los números naturales, por ejemplo, se puede demostrar en la teoría de conjuntos, pero no en la teoría de los números naturales por sí sola.

Sofía apura cada palabra. Fuma, bebe y asiente. No recuerda la última vez que un hombre le haya hablado de algo que no sea una orden en la cama. Ponte así, hazme esto o aquello. Te gusta, ¿verdad? Quieres que te la meta toda, eh, zorra, etcétera.

—Esto nos lleva a la verdad y a la falsedad. La verdad matemática es indemostrable. Pero también su falsedad. Así que el hijo de puta de Gödel, al final, nos dice que los seres humanos tenemos una intuición que nos lleva a aceptar ciertas verdades como tales.

Extraigo del bolsillo superior interno de mi chamarra una bolsa con coca y la deposito en la mesa. Luego saco la cartera y, de ésta, una tarjeta de crédito cancelada. Sofía la toma y entierra la punta en el promontorio blanco. Aspira primero con la fosa nasal izquierda y luego con la derecha. Hago lo mismo y prosigo:

—Desde el punto de vista de las matemáticas, no se puede demostrar si nos acabamos de meter este divino polvo sin corte.

La puta de los ojos grises intuye que lo que acabo de decir es un chiste. Así que suelta una risa amaestrada. Quiere complacerme. Agradezco el esfuerzo y le ofrezco más coca. La mejor de la ciudad. El champán de las cocas.

Entra la Muñeca y detrás se cuela la noche entera recién estrenada. Una noche que anuncia los primeros fríos del otoño en una ciudad donde las estaciones son tan sólo un apunte. Una ciudad que corre asustada a refugiarse en cuanto se esconde el sol. La fonda se llena de noche. La Muñeca carga una mueca de asco y hastío. Se sienta con desgana a un lado de Sofía, frente a mí.

—Pero qué tetas más hermosas tienes —le dice Sofía mientras besa la mejilla del travesti y, de refilón, le manosea el busto.

—Deja ahí, que no estoy para juegos —de un manotazo aparta la mano de la mujer, que es una paloma blanca, y se acomoda el escote. La puta de los ojos grises abandona la mano a medio camino entre los senos del travesti y la mesa, como si dijera adiós. Se le ha perdido la mirada. Yo aprovecho para guardar la servilleta en el bolsillo de la chamarra. No termina de sonreír—. Me acaba de abordar gente de don Arnulfo. Que a qué carajos estamos jugando. Ay, muñeco, ganas de meterle el tacón por el chingado hocico no me faltaron. Ey, fenómeno, me gritaron desde un pinche carro naco, dile a tu jefe que se decida. Momento, les dije, una cosa es que vayamos a ser socios y otra que me anden gritando en mi calle unos hijos de su chingada madre. Y que se sueltan riendo los putos y diciéndome de cosas mientras se largaban en chinga.

Todo el día he evitado pensar en este momento. El norte de la ciudad pertenece a don Arnulfo. Sólo ese barrio no lo controla directamente el viejo. La clave es la Muñeca. Una vieja historia. Una historia a la que llegué de casualidad.

Cuando Pedro Inchausti aceptó finalmente frente a un espejo de un hotel que era una mujer en el cuerpo bastante bien dotado de un hombre, ya era el dueño de ese barrio enclavado al norte de la ciudad. Un barrio especializado en perversiones. A él acudían personas con suficiente dinero para costearse las fantasías más inconfesables. Habló con don Arnulfo, su tío, y le informó que a partir de ese momento sería Samanta. Lo de la Muñeca vendría después. Su tío le dijo que hiciera con su culo un papalote, pero que no podía dejar el barrio en manos de un maricón que usaba falda. Pedro Inchausti lo entendió. Y acordó con don Arnulfo inventarse un jefe de plaza. Luego desapareció y reapareció como Samanta, alias la Muñeca.

Yo no doy un paso sin consultar a la Muñeca. Y este paso no quiero darlo. Confío en que la Muñeca opine lo mismo. Aparentemente yo decido, es parte del acuerdo. Pero esta vez es distinto. No se trata de lo matamos o lo dejamos vivo o le perdonamos la deuda. Don Arnulfo no piensa perderse esta oportunidad y nos necesita como socios. Los rusos han tocado a su puerta. El negocio a lo grande.

—¿Qué has decidido, muñeco?

—No sé. ¿Qué opinas?

La pausa es incómoda por lo que significa. A Sofía el silencio le cae como una cachetada que la despierta de ese ensueño que es la fonda, la Muñeca, yo. Se levanta.

—Me voy a trabajar, al rato nos vemos.

Y en un segundo la calle se la traga. Sofía se encorva a medida que se aleja de la fonda.

La Muñeca y yo no hemos dejado de mirarnos a los ojos ni cuando se despidió la puta de los ojos grises. La Muñeca sabe que en cuanto diga lo que tiene que decir, lo que está obligada a decir, no volveré a confiar en ella.

—Creo que hay que entrarle.

Bajo la vista.

—Imagino que ya tienes listo el dinero —digo y mi voz suena a sarcasmo. Aunque no haya querido, suena a reproche. Aunque no haya querido, así suena inevitablemente. La Muñeca asiente con un parpadeo—. Nos va a llevar la verga, pero ni modo, le entramos.

—No, shulada, si no quieres, no.

Abro la boca pero no emito un solo sonido. Buceo en los ojos de la Muñeca un instante. Tienen la profundidad del mar en calma chicha.

—Sí, sí quiero.

13

Entro al templo en el momento en que mi padre bendice el matrimonio de Federico y Yolanda. La alegría del recinto me enfría el impulso. Permanezco en la puerta mientras el novio levanta el velo de la novia y le da un beso en los labios. Los asistentes aplauden. Mi padre no deja de sonreír. El grupo, sin Federico al bajo, entona la Boda del cordero. Mi padre sigue sonriendo y desde el otro extremo del recinto me lanza una mirada muy poco ecuménica. Me hago a un lado para dar paso a la pareja de recién casados. Él, de traje negro; ella con un vestido blanco que deja al descubierto unos hombros morenos y rechonchos. Cuando la novia pasa a mi lado, le guiño un ojo. Ella aparta la cara y se ruboriza. Sus pupilas se dilatan un instante. Los recién casados alcanzan la calle. Los parroquianos abandonan el templo tras sus pasos. Muy pocos me saludan. La mayoría prefiere seguirse de largo. Entonces diviso a Celeste. Ni la falda negra hasta los tobillos ni la blusa blanca cerrada al cuello ni el suéter negro de lana ni la cruz entre sus pechos ni el cabello recogido con una pulcritud desquiciante ni los zapatos de hombre ni la mirada al piso ni el andar rígido ni las manos entrelazadas a la altura de su sexo ni la espalda encorvada le restan un miserable gramo de belleza. A mi hermana tampoco casi nadie la saluda. Mamá Chela la escolta.

—Hola.

—Hola.

—Siempre sí viniste —dice Celeste absurdamente.

—¿No querías que viniera?

Mi madre alcanza a Celeste, la toma de los hombros y la invita a seguir como si fuera una inválida. De pronto, siento un aliento pegajoso en la oreja. Es mi padre que me dice la ceremonia era a las once, a las once, ¿vas a ir a la fiesta? La pregunta es una súplica, una sugerencia de que no vaya, un intento de persuasión. Ahí mismo, ante la perfecta sonrisa del ministro que despide a los rezagados con breves golpes de cabeza, decido que sí. Mi hermano mayor aparece de pronto tras mi padre.

—¿No pensarás ir a la fiesta? —me pregunta.

—No me la perdería por nada.

—Eres un imbécil —me dice mi hermano el mayor mientras toma del brazo a papá y se lo lleva a rastras.

Salgo tras sus pasos. En ese momento, la limusina blanca parte hacia el salón de fiestas. Una fila de vehículos va formándose detrás del descomunal auto. A lo lejos encuentro a Celeste y a Mamá Chela a punto de abordar el vocho de mi hermana. Aprieto el paso para alcanzarlas. Traigo ganas de romperle los huevos a todo el mundo. La certera coca que me ha obsequiado don Arnulfo al cerrar el trato la noche anterior hormiguea por todo mi cuerpo, lo abrasa, un telegrama en clave Morse. Ti-tití-ti-ti-tití. Las zancadas parecen saltos en el abismo. No corro. Es un mover las piernas sin otro fin que detener por un momento el mundo. Me aflojo la corbata. Agito una mano en el aire. Grito. Todo a un tiempo. ¡Esperen!, grito. ¡Ey!, grito. ¡Denme raite!, grito. Y todos me ven pasar, me oyen vociferar, y en sus rostros hay una expresión de miedo y desprecio. Celeste frena de golpe. Apenas iniciaba la maniobra para incorporarse a la fila. Un auto hace sonar su bocina. Al llegar a la altura del vocho, busco con la mirada al hijo de puta que acaba de pitarle a mi hermana. El tipo sigue accionando el claxon con una felicidad estúpida y se pierde en la cola. ¡Vivan los novios!, aclama sin dejar la fanfarria. Celeste ha descendido del auto para que yo suba a la parte de atrás. Mamá Chela me observa horrorizada.

—A ver cuándo aprendes a manejar —dice mi hermana cuando regresa al asiento del piloto.

—Eso nunca, hermanita, antes me hago ministro.

El vocho rueda lentamente. Una veintena de autos lo preceden. Al frente, la limusina blanca, ostentosa, con Federico y Yolanda, que sonríen a un primo que no deja de filmar el traslado. Parecen dos niños perdidos en un parque de diversiones. Un paisaje ajeno a toda esa piel y esos botones que no saben para qué sirven. Van sentados al borde del asiento como si temieran ensuciar la tapicería. La fila de coches que arrastra la limusina confirma la extrañeza. El vocho cierra el desfile. Celeste se empeña en el volante sin abrir la boca. Mamá Chela no quiere estar ahí. Prefiere la lejanía del templo que va quedándose en su esquina como quien se queda en un andén. Pero es irremediable. Asomo la cabeza entre las dos mujeres. Las rodillas casi rozan mis orejas. El cuello de mi hermana, con un mechón descuidado cayendo hasta la base, está al alcance de mi aliento. La boca se me vuelve brisa. Un hálito tibio que eriza los vellos claros que brotan donde las vértebras cervicales dejan su huella.

—¿Cómo te va? —pregunto. Han pasado muchos años sin esta cercanía. La mesa del comedor de cada jueves es un castillo irreductible. Mamá Chela daría cualquier cosa por bajarse.

—No me quejo. ¿Y a ti?

Con la pregunta Celeste apenas gira el cuello unos centímetros a la derecha. Me llega el aroma seco y desnutrido del jabón neutro con que mi hermana talla un cuerpo cincelado en esa memoria persistente. Esa que no renuncia, que no se doblega ante el tiempo, al contrario, se alimenta de él, glotona. La memoria de aquellos días sigilosos. Para mí no ha habido otros.

—Lo de siempre. Mucho trabajo, ya sabes.

—¿Ya tienes novia, amante, agarre o algo parecido?

Me incomoda la pregunta. Quiero pensar que el interés de mi hermana no tiene que ver con el empeño de desplazar la tibieza de su vientre, el primero, por el de otros vientres. El universo blando y luminoso que creábamos bajo las sábanas por otros universos envejecidos. Entonces me viene a la memoria la puta de los ojos grises.

—Algo hay de eso, nada serio —digo con mala leche.

Y mi hermana resiente el golpe crispando los dedos en el volante. Tan sólo un espasmo que podría confundirse con la faena propia de conducir.

—¡Qué bueno, mi hijo! —La exclamación de Mamá Chela es un exceso. Un sobresalto—. ¿Ya les dijiste a tus papás?

—Te habías tardado, hermanito —acompaña Celeste.

Me arrepiento de la provocación. Me reprocho el desliz. Me harto de Mamá Chela y de Celeste. Prefiero la lejanía. Me recuesto en el respaldo del asiento. La fila de autos se fragmenta en busca de estacionamiento. El bocho queda bajo un árbol, a unos cincuenta metros del salón de fiestas. Desciendo por el lado de Mamá Chela. Es una protesta, un reclamo, un desplante infantil que mi hermana ignora. Minutos antes les he pedido que no comenten nada a nadie. Entonces veo venir a mi hermano mayor. A lo lejos, su esposa de cera y su hija observan el cuadro desdeñosas. Camina hacia mí con zancadas de atleta. La expresión del rostro de mi hermano me parece ridícula. Y me da por imaginarme que echo mano de la Beretta y se la planto entre ceja y ceja. A ver hijo de tu puta madre, ¿qué quieres? No vengas a chingarme. Pero permanezco sereno, sosteniendo la mirada de mi hermano. Alcanzo a escuchar a Celeste decir no vayan a empezar con sus tonterías, antes de que el hermano mayor se plante a menos de dos metros.

—Si vienes a crear problemas, mejor vete de una vez. Papá y mamá ya no están para tus berrinchitos de niño rebelde.

¿Por qué habla así este pendejo? ¿Ensayará frente al espejo o le sale natural?

—¿No le vas a dar un abrazo a tu hermano? Hace mucho que no nos vemos.

—Estoy hablando en serio. Te lo advierto.

Se me agolpa la guasa en el hocico. Las ganas de pintarlo timorato y mezquino. El deseo de rociarle gasolina y prenderle fuego. De cogerme a la mujer de cera detenida sobre la banqueta, con el cabello de Medusa para la boda y una niña colgando de la mano. Se me acumulan en los dedos todos estos años. Y mi hermana se da cuenta. Porque hace tiempo que ha visto en mis pupilas los cuerpos de papá y mamá cosidos a balazos en el comedor de cada jueves. Lo que Celeste no termina de entender es por qué me he presentado en la boda. Pero mi hermano mayor padece de la misma miopía que el pastor metodista. Y es peligrosa. Esa terquedad de verse a uno mismo en los otros. Ese monólogo de los espejos.

—Qué bueno que viniste. Me da mucho gusto, en serio. Te ves bien.

Mi hermano mediano se sitúa en medio de nosotros y me abraza. Ha aparecido de la nada. Ha roto su habitual silencio para detener aquello. No puede hacer mucho más. Ya no abrirá la boca el resto de la tarde. Blanca, su esposa, parlotea con Celeste mientras el menor de los mocosos jala de la manga del vestido de su madre porque tiene hambre. Los otros dos se empujan y se insultan. Suelto la carcajada cuando escucho a uno de mis sobrinos decirle a su hermanito que le va a dar unos putazos. Blanca lo reprende. Celeste retoma la marcha hacia el salón de fiestas. Al llegar a la altura de la mujer de cera, la saluda con un beso al aire y le pellizca el cachete a su sobrina, que es como una muñeca. Yo me deshago del momento jugándoles unas carreras a mis sobrinos. Mi hermano mayor se queda en medio de la calle observando cómo todos se encaminan a la reunión.

Entro al salón de fiestas sabiendo lo que me espera. Las mesas de madera vieja cubiertas por manteles blancos y servilletas erguidas como falos en cada lugar. El grupo del templo con su repertorio de rock cristiano. Niños corriendo, niños gritando, niños llorando. Mujeres con vestidos largos comprados en el tianguis. Hombres con trajes oscuros de saldo. El micrófono abierto para cualquier hijo de puta con ganas de balbucear buenos deseos. No hay alcohol. Sólo refrescos y aguas de fruta. Una novia radiante que acaba de comenzar a marchitarse. El escroto del novio cargado de semen que no ve llegar la hora de explotar en el vientre de la novia. Un vientre que no tiene casi memoria: mis dedos torpes hace algunos años, los del novio con todo derecho, los de la misma novia avergonzados. Mi padre el ministro sentado en la mesa de honor junto a los recién casados, a quienes mata a consejos conyugales. Y la imagen de mí paralizado en la entrada del recinto, preguntándome a qué vine, desinfladas ya las ganas de sabotear el cuadro que tiempo atrás me llegó a tocar los huevos pero en serio. Y que ahora me parece una postal borrosa que ha de pertenecerle a otra persona. Todo me es ajeno.

Celeste, flanqueada por sus cuñadas, me examina desde un rincón de la sala. El vaso de agua de jamaica va y viene de la mesa a la boca en un trajín nervioso. Se tienta la cruz, se asegura de que ni un cabello se haya liberado del moño, asiente a una conversación de la que nunca tuvo el hilo, que Blanca insiste en desparramar como si fuera una tormenta. Y no me pierde de vista. Porque me he puesto en movimiento. Ha de pensar que estoy más delgado. Que las ojeras me llegan hasta el cuello. Pero que aún camino con ese porte lánguido, un poco aristocrático, bañado en sombras. Y Celeste no quiere que me acerque a su mesa. No quiere el silencio torpe de Blanca porque el hermano con el que cogía está plantado ahí, ni el asco de la mujer de cera cuando la saludo. No quiere empezar a desearme de nuevo. A tenerme entre las piernas, clavado en sus entrañas, escurridizo como un pez. Porque juró ante el dios en el que no cree que aquel día, años después de que nos sorprendieran en la cama, sería el último. Un día que llegó a su cuerpo como un paréntesis. Y se montó en mí para no olvidar nunca ese pedazo de carne palpitando en su propia carne. Y lloró mientras se venía, mientras las paredes de su vientre ahogaban mi miembro en espasmos involuntarios. Pero me he parado frente a las tres mujeres que de pronto callan. Tomo asiento. Me desparramo cínico en el respaldo de la silla de plástico. Celeste sabe que estoy molesto con mi hermano el mayor por el numerito de hace unos minutos. Con ella por haber celebrado que ya tengo una mujer en mi vida. Una alegría que me arrojó a la cara como un escupitajo para alejarme. Tamborileo en la mesa con mis dedos largos y huesudos mientras escudriño a la mujer de cera, a Blanca, a mi hermana. Me tomo mi tiempo en cada una de ellas. Las transparento. Blanca sale gritando tras uno de sus hijos. La otra cuñada se excusa para ir al baño. Celeste sigue las evoluciones de los pocos bailarines que han tomado la pista.

—Necesito hablar contigo.

—Pues habla —dice Celeste.

—En otro lugar, a solas.

—Eso nunca va a pasar.

—Necesito que hablemos como hermanos.

—De qué otra manera podemos hablar.

—Carajo.

—Bájale dos rayitas.

—Qué chingaos pasa contigo.

Celeste deja la mesa y atraviesa el salón en dirección al baño. Mi primer impulso es seguirla. No lo hago. Perdería la comida de los jueves. Y es lo único que me queda.

Le envío un mensaje de texto a Felipe taxista. Ya vente.