A PESAR de que su verga pocas veces ha palpitado de esa forma y que entra y sale del sexo de la puta de los ojos grises con absoluta precisión, a RQ hay algo que le molesta. Sofía está a cuatro patas y el hombre la embiste con fuerza. Recargada en la cabecera de la cama, totalmente desnuda, la Muñeca se pellizca los pezones de sus grandes senos mientras Sofía le mama un pene bastante disminuido. La Muñeca se aplicó el tratamiento hormonal. La mastectomía. La cirugía facial. Al llegar a la vaginoplastia se detuvo. Quiso conservar ese miembro que ahora Sofía chupa con avidez mientras RQ la penetra. Apenas una media erección, en parte por la lengua de la mujer que lo recorre de arriba abajo, pero principalmente por la imagen de RQ arremetiendo a la mujer por detrás. La Muñeca no encuentra los ojos del hombre por más que los busca. Sofía gime y se embute el sexo de la Muñeca con cada golpe de cadera de RQ. El cuadro reúne todos los ingredientes del porno duro. Una tipa a cuatro patas que se come una verga mientras es penetrada. Dos mujeres que se han restregado para el voyerista de ocasión. Pero a RQ hay algo que le molesta. No es la posibilidad de que los hombres se la pongan dura. Se trata del regalo que la Muñeca le está haciendo por haber aceptado el trato con don Arnulfo. Cuando llegó a la habitación una hora antes, se encontró a la Muñeca y a Sofía en ropa interior jugueteando en la cama. La puta de los ojos grises estaba pachequísima. La Muñeca no. La Muñeca lo miró a los ojos con gravedad y le dejó muy claro que aquello no era accidental. Que el montaje iba envuelto en papel de regalo. Para él. Te estoy cumpliendo un capricho le decía con esa mirada cargada de presagios mientras le metía a Sofía el dedo por la vagina. Y RQ sucumbió. Por eso pronuncia aquello que nadie se lo espera, ni él mismo.
—Cambien.
La puta de ojos grises separa la boca del miembro exangüe de la Muñeca y se queja:
—Pero si estoy a punto.
—No te preocupes, niña, te voy comer la panocha como nunca nadie te la ha comido —le promete la Muñeca mientras abre el buró y extrae un bote de crema Nivea.
RQ permanece en el mismo sitio. Al borde de la cama sosteniendo la erección. Sofía se acomoda en la cabecera de la cama y abre las piernas. La Muñeca se pone a cuatro patas entre RQ y la puta de los ojos grises. Al tiempo que se embadurna el ano con la crema comienza a lamer el sexo de Sofía. La mujer ronronea. RQ entra en el ano de la Muñeca con rabia. Lo resiente sin chistar. Aguanta el dolor que poco a poco va convirtiéndose en algo parecido al placer. Después la próstata hace su trabajo. RQ supera el asco inicial con la conciencia del poder que le da esta nueva disposición del cuadro. Es él quien le está cumpliendo a la Muñeca un deseo mucho tiempo postergado. Es él quien tiene el control. Pero la posibilidad de que en un futuro se repita el acto mina la erección. Entonces, RQ evoca a Celeste. No a la hermana que encontró esta mañana en la boda. Sino a la de aquellos tiempos en los que se buscaban a la salida de la escuela para explorarse mutuamente en rincones acechados. Sofía agarra de los cabellos a la Muñeca y la obliga a moverse más rápido. RQ también acelera los embates de cadera. Sofía crispa el rostro. Contrae los muslos. Deja de respirar un segundo. Suelta un grito breve y un jadeo ronco y un suspiro prolongado. RQ se derrama entero en el culo de la Muñeca. Queda frustrada, embarra el rostro en el colchón. Se queda ensimismada. RQ abandona el ano de inmediato y se dirige al baño.
—Te viniste dentro de mí sin condón, pendejo —susurra la Muñeca.
RQ alcanza a oír el comentario. RQ regresa sobre sus pasos. Toma la Beretta del buró de noche, se sitúa detrás de la Muñeca, que aún está a cuatro patas, y encaja la punta del cañón en el lugar donde hace un momento tenía su miembro.
—Mira, pinche puto, ya encontré la solución al problema.
—No tienes los huevos para disparar, cabrón —dice la Muñeca todavía con el rostro embarrado en el colchón y en el mismo susurro.
Sofía parece una araña huyendo por la pared. Se desliza con su desnudez famélica hasta llegar al piso. Ahí, abraza sus rodillas y comienza a hablarle al hueco que forman los muslos y el vientre.
—No lo hagan —dice. La voz brota sin matices de esa cueva oscura—. No lo hagan, por favor.
La Muñeca permanece en la misma posición. Inmóvil. Siente el frío del metal en la entrada del recto. RQ mantiene firme la Beretta.
Sofía sigue hablándole al agujero que forma su cuerpo enroscado en el rincón del cuarto. Ni RQ ni la Muñeca le conocían ese tono de arroyo subterráneo. La Muñeca sabe que el hombre no va a disparar. RQ también sabe que no lo hará. Pero la puta de los ojos grises no está hablando de eso. Están desconcertados. Entonces Sofía desentierra los ojos grises del hueco de su vientre y los encara.
—La pelea ya va a empezar. No quiero que lleguemos tarde. No me la perdería por nada del mundo.
La Muñeca siente cómo la presión del arma en su ano disminuye. Entonces se deja caer al frente y así, bocabajo, abraza la almohada.
—No seas babosa, hay tiempo de sobra. Voy a arreglarte como a una modelo, muñeca. Vas a ser la sensación, verás —le dice la Muñeca mientras extiende su brazo y con las uñas postizas le enreda el cabello.
—Mejor me meto a bañar —anuncia RQ.
Deja la Beretta sobre el buró de noche y entra al baño. Orina. Un chorro melindroso. Abre la llave del agua. Fría, brutalmente fría. A medida que se acerca el otoño el chorro sale más helado. Le cuesta interponer el cuerpo en la caída de esas agujas que al golpear el piso salpican sus tobillos como navajazos. Hasta que llegue el invierno el reptil de Constancio no prenderá los calentadores. Tiene solución. Pero no quiere ablandarse. Ablandarse es confiarse y confiarse es morir. Se obliga a dar un paso hacia la cascada. El agua golpea su pecho y comienza a buscar el estómago, los muslos, el sexo del hombre que deja de sentirlos. Sólo son un pedazo de carne entumida. Por el ventanuco del baño desaparece el último rayo de sol. Una cucaracha se asoma de uno de los pliegues de la cortina del baño. RQ la aplasta. Luego restriega la planta del pie en la baldosa. La masa viscosa, entre gris y roja, se escurre por la coladera. Estaba preñada la cabrona, piensa RQ. El cadáver de la cucaracha se resiste a la corriente que el agua forma hacia el desagüe. El hombre se enjabona con vigor lo indispensable. A lo lejos oye las voces de la Muñeca y Sofía. Y un bolero que sale del estéreo que aquélla le compró a un fokemón por cien pesos. Una canción triste e imbécil que cuenta la historia de un amor imposible. Del ventanuco le llegan los ruidos del callejón. Cierra la llave y alcanza una toalla blanca, áspera y sin olores. Se envuelve en ella y se queda así, en medio de la regadera, chorreando agua, observando a la cucaracha muerta, sin ganas de moverse. Tiembla ligeramente. Sin ganas de pensar. Ni en don Arnulfo ni en la pelea ni en lo que acaba de pasar allá afuera. Entregarse al frío nada más. Dejar que cale hasta los huesos. Otra vez le molesta algo. Todo el día ha encontrado indicios para la rabia. Ahora se trata del descubrimiento de que no podría matar a la Muñeca. Ablandarse es confiarse, confiarse es morir.
—¡Apúrate, muñeco! —le grita la Muñeca desde el otro lado de la puerta—. Las damas tenemos que alistarnos.
RQ se enrolla la toalla en la cintura y sale. Se cruza con Sofía y la Muñeca, que, en pelotas, corren de puntitas al baño. No cierran la puerta. El hombre ve cómo se meten en la regadera. Comienza a vestirse. A través de la cortina intuye los dos cuerpos que se abrazan infantiles cuando el agua helada los moja. Se turnan bajo el chorro sin dejar de proferir unos gritos agudos. La puta de los ojos grises enjabona a la Muñeca. Luego al revés. Se hacen cosquillas, ríen, se vuelven a abrazar. A RQ le cuesta imaginarse a la Muñeca quebrándole la tráquea a un sujeto con sus dos manazas, aunque haya sido testigo de ello. Hoy necesita esa versión de ella, no a esa mujer tetona y gigante que se envuelve en la otra toalla y envuelve al mismo tiempo a la puta de los ojos grises en un solo abrazo.
—Vente, corazón, pégate a mí que te vas a morir de frío. Mira nada más, pero si eres puro pellejo, mujer.
Sofía ríe.
El claxon de un carro rompe por un instante la postal. RQ se asoma por la ventana. Felipe taxista le hace señas.
—No se tarden. Estaré abajo.
Desciende las escaleras de dos en dos. Necesita encontrarse con Felipe taxista. Bromear con él. Recuperar el coraje que perdió hace un momento. El temple. Ni por un segundo le pasó por la cabeza la idea de meterle un balazo por el culo a la Muñeca. Lo que se le viene atorando en la boca del estómago a medida que desciende es la clara conciencia de que, de haberlo deseado, no habría tenido el valor. Ablandarse es confiarse, confiarse es morir, se repite. Un sujeto enorme, con bigote tipo militar, le cierra el paso de forma involuntaria. RQ le da un violento empujón y lo envía contra la pared del rellano.
—Quítate a la verga —le grita.
El tipo se repone de la agresión y da un paso al frente con los puños cerrados. Para el segundo paso ya tiene la Beretta apoyada en el corazón. Se detiene en seco. El hombre retrocede. Más que miedo su rostro refleja una interrogante.
RQ alcanza la calle. Felipe taxista lo saluda con sus dientes renegridos. Hay una felicidad inconcebible en la manera en que recibe a RQ.
—¡Jefe, jefe, hoy es el gran día!
—¡Cierra el hocico! ¿Quieres pregonarlo por todo el barrio, pendejo?
Felipe taxista, en efecto, cierra la boca. No por la orden. Es el asombro. RQ ha perdido el estilo, las maneras. A Felipe taxista no le gusta el vulgar matón que camina en círculos sobre la banqueta. No podría admirarlo.
—Uuuuta, desayunamos gallo —murmura el chofer.
RQ se detiene. Lo observa con cuidado, como si lo viera por primera vez. Lo estudia. Sólo hace unos días que lo conoce. Es un hombre asustado que se ha adherido a RQ como una garrapata. Le chupa la sangre. En cualquier momento saltará sobre otro mamífero. Con su miedo. Con su miseria. Con todos sus prejuicios a cuestas. Y se alejará de RQ como quien se aleja de la peste. Debería deshacerme de él en caliente, se advierte RQ. Pero la advertencia se desvanece cuando Sofía y la Muñeca aparecen a las puertas del hotel. Dos estrellas de cine baratas pero refulgentes. La puta de los ojos grises ha logrado parecerse a la mujer que seguramente fue hace un tiempo, a pesar de que el vestido ajustado a su cuerpo como un guante siga siendo el de una puta. La Muñeca ha conseguido parecerse a la mujer que imaginó ser cuando renunció a su identidad masculina. Brillan. En las pupilas de Felipe taxista y de RQ. En la noche que quiere prescindir de su tibieza porque entra del norte un ligero viento helado. En los transeúntes que se detienen un instante con los piropos agolpados en la boca. Todos saben a quién pertenece ese par de hembras. Felipe taxista abre la puerta con una reverencia excesiva. RQ ha logrado recuperar el desenfado y lo imita. Ya arriba del taxi, los envuelve una sensación de tibieza. La coca pasa de nariz en nariz. La calle es un tobogán. La calle es blanca. La calle es una pista de aterrizaje. La calle sacude los hombros como una rumbera. Y el taxi se lanza vertiginoso entre las carcajadas de sus ocupantes, que por un momento han olvidado sus nombres. La memoria es una herida larga que no cicatriza. Un almanaque de llagas. Sofía prende un churro. Sofía se ahoga y tose. Y ríe idiota. Y se recuesta en el hombro de RQ, que va a su lado. La Muñeca ocupa el asiento del copiloto. Felipe taxista pide un bais. Ni la Muñeca ni RQ prueban la mariguana.
Detrás de las risas espera el negocio de don Arnulfo.
La fábrica abandonada se ha vestido de gala. La insomne mole surge iluminada al fondo de la calle. Alrededor hay un centenar de automóviles. Un tumulto va entrando por el portón principal. Hombres y mujeres que no temen reír porque han decidido que el mundo es suyo. El boleto de entrada es caro. El boleto de entrada es de suyo un privilegio. Diez mil pesos por cabeza. Y las apuestas que se gritan son una provocación que a la mayoría del público le parece encantadora. También hay mucha puta elegante. Mucho macarra en Versace. Mucho carmín y rostros indiferentes, aburridos. Algunos reaccionarán en serio cuando aparezca el Africano, esa escultura en movimiento. Don Arnulfo se ha cuidado muy bien de no mostrarlo, de no agotarlo. Un desconocido frente al invencible ruso, la leyenda del Vale Todo clandestino, la máquina engrasada para despachar rivales. Los combates terminan hasta que uno de los dos contrincantes cae desmayado o muerto. Una vez que salen de la jaula a nadie le importa la diferencia.
Un guardaespaldas de don Arnulfo se acerca a RQ y le pide que lo siga. La Muñeca, Sofía y Felipe taxista van tras él. Los cuatro caminan por el pasillo que rodea las gradas de metal hasta el extremo opuesto de la fábrica. El guardaespaldas se detiene en el acceso principal a la jaula y les indica una rampa que desciende al mismo ringside. El viejo está sentado en medio de una especie de palco. A su lado una rubia no mayor de veinticinco años. El cliché a RQ le parece una debilidad. Don Arnulfo se levanta y abraza a RQ. Cientos de pares de ojos registran el abrazo. A la Muñeca apenas le tiende la mano. Ignora a la puta de los ojos grises y a Felipe taxista. Regresa a su lugar y les señala unos asientos vacíos a su lado. Los cuatro se sientan. No hablan. De reojo observan al gentío: cientos de rostros que forman un solo rostro deformado. Observan la jaula vacía. Una canción de Intocable se cuela entre las voces del público y los gritos de los apostadores. Diez a uno paga la pelea. A favor del ruso Valeri Gazzaev. Don Arnulfo sonríe como si supiera el resultado de antemano. La voz del presentador comienza a anunciar la pelea.
Entonces retumba en la fábrica la primera ráfaga. Luego otra. Y otra más. Los disparos preceden un segundo a los gritos.
Al caos.
Sofía cerró sus ojos grises y pidió un deseo. Que el dragón rojo dejara de ir a su casa. Luego sopló las velas. Diez. Al abrir los ojos lo primero que vio fue la cara de su madre. Sonreía. Los dientes manchados de carmín y nicotina. Un cigarro colgando de la comisura de los labios. A Sofía le pareció bella la sonrisa de su madre. Tal vez por su escasa frecuencia. La sonrisa desapareció tras el humo que expulsó por la nariz. Una cortina espesa fue envolviendo el rostro seco, aguileño, tostado, con esa permanente expresión de espera. Sofía detestaba que la expresión de su madre estallara en mil colores cuando el dragón rojo llegaba a la casa. Pero aún no estaba ahí. Estaba Julia y la madre de Julia. Estaba Alfonso. Estaba Lupita. Estaba la tía Larissa. Había un pastel. Había regalos. Había música para bailar. Nadie bailaba.
Y una piñata enorme colgaba en medio del patio, embarazada de dulces. Una promesa.
Mordida, mordida, mordida.
Sofía pensaba en la lluvia de paletas, chicles, chocolates, mazapanes y caramelos cuando la mano de Alfonso presionó su nuca.
Mordida, mordida, mordida.
Puso firme el tronco. Pero Alfonso seguía empujando su cara hacia el pastel.
Mordida, mordida, mordida.
El feliz cumpleaños Sofía dibujado con betún rosa se le acercaba.
Mordida, mordida, mordida.
Alfonso seguía forzándola a desplazar su boca hacia el merengue moteado de chispas azules, verdes y violetas. Sofía no sabía por qué Alfonso estaba ahí. Al parecer su mamá lo había invitado. Tal vez no. Tenía doce años, vivía a un par de cuadras. Normalmente su rutina era molestarlas. Una vez a Lupita le subió la falda en plena calle. Una vez a Julia le arrojó un globo lleno de agua al rostro. A Sofía la derribó de la bici.
Mordida, mordida, mordida.
Una vez les mostró una navaja y las amenazó de muerte si decían algo. Alfonso empujó con más fuerza.
Mordida, mordida, mordida.
Entonces lo vio. Por el rabillo del ojo. El cuchillo con el que su madre partiría el pastel estaba a unos centímetros de su mano derecha. Ya no podía ofrecer más resistencia. Su cintura se doblaba irremediablemente. La espalda cedía a la presión de ese brazo firme que parecía no cansarse de empujar. ¿Por qué su madre no detenía a Alfonso? Estaba pendiente de la ventana en espera de que apareciera el dragón rojo. Fumaba tensa, observaba a su hija de manera ausente y nerviosa para regresar constante a la ventana. Sofía entendió que debía hacerlo. Así eran las cosas en ese lugar. No fue una epifanía. Se trataba sobre todo de una aceptación rotunda. Tener diez años no le impedía aceptar una verdad tan simple. O intuirla. Estiró el brazo, empuñó el cuchillo y desplazó el filo hasta el pulgar de la mano izquierda de Alfonso que se apoyaba en el canto de la mesa. Fue un corte rápido y superficial. Apenas una muesca en la falange. Suficiente para que Alfonso soltara a Sofía. El chico retrocedió unos pasos al tiempo que envolvía con la mano derecha el pulgar herido. Gritó. Un grito seco que tenía que ver con el odio más que con el miedo. Con la humillación.
—Sofía, suelta ese cuchillo.
El tono de su madre se le metió en la piel. La mujer lanzó el cigarro por la ventana y se dirigió hacia su hija. Al rodear la mesa que se interponía entre ambas, golpeó una de las esquinas con la cadera. Sofía quiso salir corriendo. Sofía no pudo salir corriendo. Las piernas no la obedecían. La cachetada cruzó su cara un par de segundos después de haber depositado el cuchillo sobre la mesa. Demasiado tarde.
Alfonso se lamía la herida en un rincón de la sala. Y la observaba. Había en sus ojos un invierno terco. Sonreía al observarla. Sofía supo que no lo hacía por la cachetada que acaba de recibir. Era una promesa. Sofía sostenía la mejilla izquierda con la misma mano que había empuñado el cuchillo. Y tal vez hubiera soltado el llanto de no toparse con los ojos de Alfonso. Metálicos, un lago en invierno. Reprimió las lágrimas. Apretó el pómulo para detener el ardor que se le enredaba en la garganta. Alfonso abandonó el rincón. Anunció con voz clara que se iba. No dejó de contemplar a Sofía mientras caminaba hacia la salida. Se creó un vacío alrededor de la niña. Se creó un agujero negro. Sofía pensó que el agujero se la tragaría. Su madre quiso detener al niño. Le rogó que comiera pastel antes de irse. Alfonso no quiso. La madre de Sofía corrió a la mesa, cortó un gran pedazo, lo depositó en un plato desechable, regresó con el niño y le ofreció el plato con el pastel como si fuera un tratado de paz. Sofía por fin pudo desengancharse de los ojos de Alfonso y llevó su mirada hasta el hueco en el pastel. Un triángulo irregular que dejaba ver una charola azul. La niña no supo ponerle nombre al sentimiento que le provocó el triángulo azul.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó su madre.
—Me estaba lastimando —dijo Sofía.
—Estaba jugando, chamaca idiota —dijo su madre—. Tendré que contarle lo que hiciste, el papá de ese niño es un hijo de la chingada.
—No se lo cuentes.
El ruido del motor del dragón rojo se introdujo por la ventana. Invadió la sala. Tras él, el sonido de un claxon, uno prolongado con tonalidades que pretendían ser graciosas. Luego el golpe seco de una puerta al cerrarse. Luego unos pasos. Luego un silbido.
—No se lo cuentes —pidió una vez más Sofía.
El hombre entró en la casa. Sonreía. Traía una caja envuelta en papel regalo. Buscó a Sofía con la mirada.
—Feliz cumpleaños —dijo.
Caminó hacia la niña. La madre se hizo a un lado. La madre prendió un cigarro. El hombre extendió la caja hacia la niña. Sofía tomó el regalo. El hombre amplió su sonrisa.
—Ábrelo —dijo.
Sofía rasgó el papel adornado con unos osos. Con sus extremidades superiores sostenían una caja con un moño. Pensó que era un papel para niños chiquitos. El regalo no lo era. Sofía creyó por un momento que no estaba destinado a ella. Que el hombre se había equivocado. En la tapadera de la caja aparecía un arma. El hombre, con el mentón, la invitó a seguir con la operación. Algo en su rostro le sugirió a la niña que debía callar, que debía alegrarse en cuanto terminara de abrir la caja. Sofía extrajo un rifle negro de aire comprimido y sonrió.
—Dámelo —dijo el hombre—. Es muy fácil. Tomas el perdigón, lo pones aquí. Cierras. Después lo cargas de aire así y listo. Vamos afuera a practicar.
Se trataba de un rifle ligero. Sólo el cañón y el cilindro eran metálicos. El resto, de plástico. El depósito de municiones se hallaba entre la garganta y el guardamanos. El guardamanos se desprendía del cilindro y se convertía en una bomba que llenaba de aire el rifle. No tenía mucha potencia. Suficiente para matar un pichón, una rata o un palomo. El hombre alcanzó el patio. Sofía lo siguió. Lupita y Julia no se decidían. Julia tenía once años y aparentaba ser más arrojada que Lupita. Ésta se quedó en la sala, asomada a la ventana como una espectadora aburrida. Julia apenas se alejó un metro de la puerta de la cocina que daba al exterior. El hombre atravesó el patio hasta la cerca más lejana. Antes, del refrigerador había tomado una lata de cerveza que apuró de tres largos tragos. Colocó la lata sobre la cerca. Regresó sobre sus pasos. El rifle también contaba con un visor.
—Con la mano izquierda vas a sujetar el guardamanos. Firme pero sin tensión. Así. Vas a apoyar la cantonera en el hombro. El cachete en la carrillera. Vas a agarrar el puente con la mano derecha, así. Vas a apuntar con el ojo derecho y cerrar el izquierdo. Apunta un poco más arriba de la lata. No en el centro. Saca todo el aire. No respires. Jala despacio el disparador. Jala, jala.
El sonido del disparo fue como un tosido de perro. La lata cayó de la cerca al callejón. Sofía sintió una oleada de calor. Una extraña alegría.
—Le diste —gritó el hombre.
—Muy bien —alentó la madre de la niña, apoyada en el marco de la puerta de la cocina, justo a un lado de Julia.
Sofía portaba el rifle en sus manos como si estuviera encadenada a él. Quería disparar de nuevo. Julia se acercó y le pidió una oportunidad. Sofía no quiso. No entendía muy bien esta nueva codicia pero debía disparar de nuevo. Julia sonrió desconcertada y se quedó sin saber qué hacer a un lado de su amiga. Sofía se esforzaba en comprimir el aire para el rifle. El hombre la observaba satisfecho.
—Bombea más, todo lo que puedas —le instruyó.
Sofía se había puesto colorada por el esfuerzo. Desplazó el guardamanos atrás y adelante hasta que ofreció tanta resistencia que ya no pudo bombear. Entonces lo acopló al cilindro, se llevó el rifle a la cara y a través del visor comenzó a buscar un objetivo. Detectó un gorrión en un cable de teléfono que colgaba sobre sus cabezas. Apuntó. Esta vez el sonido no le fascinó tanto como ver al ave precipitarse al vacío. Julia se abrazó a sí misma y su rostro se transformó en una mueca de asco. Lupita, desde la ventana, lanzó un breve grito. La madre de Sofía no supo si aplaudir la hazaña o regañar a su hija. Un desasosiego la orilló a prender un cigarro.
El hombre estaba fascinado.
Sofía estaba fascinada.
La niña caminó hacia el gorrión. Con la punta del pie comprobó si estaba muerto. El rifle colgaba de su brazo derecho. Un brazo flaco, largo, huesudo. No quiso cargar el cadáver. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia la cocina. Al llegar a la altura de su madre, le pidió un pedazo de pastel y un refresco.
El hombre se quedó afuera observando el cuerpo del gorrión. La madre de Sofía entró tras los pasos de su hija. La niña dejó el rifle sobre la mesa. Julia y Lupita se dispusieron en torno al pastel con un plato de plástico en las manos.
RQ se golpea la frente con el canto de una silla. Una nube roja invade su cabeza. El suelo se sacude bajo su rostro. Después de unos minutos, por fin logra enfocar. El mundo deja de moverse. El mundo es ahora un tumulto de pies corriendo. Y siguen los gritos. RQ trata de pensar en algo o en alguien. Piensa en la Beretta. Piensa en Sofía. Se incorpora a medias mientras empuña el arma.
La puta de los ojos grises es lista. Desde las detonaciones iniciales se ha tirado al piso y a gatas ha logrado sortear el laberinto de piernas, los primeros cadáveres de la masacre.
Porque esto es una masacre.
Se refugia bajo el ring. Desde ahí, sólo alcanza a ver los cuerpos que caen ensangrentados. Algunos tienen un balazo en la boca. Otros tienen un par de tiros en el estómago y se retuercen y gimen. A otros los proyectiles les reventaron el pecho. Como a don Arnulfo y a la puta rubia. Sofía los ve desde su refugio. No se tiraron al piso como ella. Se levantaron como resortes y una ráfaga los abatió en el acto.
La Muñeca reconoce al hombre de inmediato. Tiene ese talento de mantener la cabeza fría, la memoria intacta. Con los primeros disparos ha saltado de donde estaba sentado a una de las columnas de hierro que soportan el techo de la bodega. De ahí alcanza a contar al menos a veinticinco sujetos con armas largas que han ido rodeando las gradas sin dejar de disparar. Se desplazan y disparan. La gente cae herida. La gente cae muerta alrededor de la Muñeca. Los hombres armados han acordonado el local sin dejar de accionar el gatillo. Unos visten de civil, otros con uniforme del ejército. En la entrada principal aparece un hombre escoltado por dos militares. Son espectadores privilegiados. Y la Muñeca ha reconocido de inmediato al hombre que se apoya en un bastón. Y la Muñeca de pronto entiende todo. No muy lejos, su tío Arnulfo ha caído con el pecho reventado. ¿Y RQ?, se pregunta. Porque vienen por RQ. Tan simple como eso.
Felipe taxista trata por todos los medios de detener la hemorragia. Con ambas manos presiona el abdomen. Se esfuerza por no perder de vista el techo. Pero se nubla. La sangre escurre entre sus manos. Siente como si dos cubos de hielo hubieran penetrado en sus entrañas. Pide ayuda inútilmente. Su voz se pierde en las detonaciones, los gemidos y los gritos de los moribundos. Comienza a faltarle el aire. Deja de gritar. Se concentra en no morir. Empieza a rezar.
RQ consigue parapetarse en la columna de hierro contigua a la que ocupa la Muñeca. Con la Beretta responde tímidamente al fuego. Disparos al azar. Ve a un hombre apoyado en un bastón y a dos militares que lo flanquean. Ve a la Muñeca embarrada en la otra columna. Ve a Sofía hecha un ovillo bajo el ring. Ve a don Arnulfo y a su puta muertos. Ve a unos cuantos sujetos con armas largas acercarse demasiado. Comienza a disparar en esa dirección. Los sujetos se repliegan.
Felipe taxista deja de presionar la herida. Exhala un último suspiro. Muere arrepentido.
La puta de los ojos grises no se mueve. Sabe que está a salvo.
La Muñeca le hace señas a RQ. Le da a entender que se fije en el hombre apoyado en el bastón. RQ obedece. RQ poco a poco va reconociendo al tipo. Comienza a reír. Se incorpora pero no abandona el refugio. Tampoco deja de disparar. Pronto se quedará sin parque. No trae más cargadores. No ese día. Es una risa juguetona que brinca en su estómago mientras busca la manera de salir de ahí. Ya está pensando más claro. No le dará el gusto al hijo de puta que está parado en la entrada con su gesto agrio. Los militares que acompañan a Conrado Pesqueira ordenan un alto al fuego. El olor a pólvora se posa sobre los cadáveres y los cuerpos agonizantes. En los oídos de RQ hay un pitido. En los oídos de todos los que quedan vivos hay un pitido. No en los del ruso Gazzaev ni en los del Africano. Ambos peleadores han caído a medio camino del ring a los pocos segundos de que los anunciara el locutor.
Los hombres armados aprovechan el alto al fuego para identificar a los cadáveres. Buscan confirmación.
RQ, desde donde está, divisa un viejo portón de madera que da al exterior. Está situado a unos treinta metros en línea recta. Una puerta trasera que nadie ha utilizado en años, cerrada por una gruesa cadena y un gran candado. La Muñeca no deja de observarlo. RQ le señala la salida. La Muñeca asiente. RQ se asoma por la columna y trata de localizar a Sofía. Ya no está bajo el ring. Sofía asciende por las gradas lentamente en dirección al hombre del bastón. Nadie le dispara. A la puta de ojos grises no parece importarle eso. Llega a la altura del hombre del bastón. Estira el brazo y señala al lugar donde se encuentran RQ y la Muñeca. Conrado Pesqueira asiente. Delicadamente la toma del brazo y la invita a salir. Sofía no echa una última mirada. Solamente desaparece.
La Muñeca comprende de inmediato que sólo tienen esa oportunidad. Se ha quitado los zapatos de tacón y arremangado el vestido. Se incorpora y sale corriendo en pos de la puerta. Que no escape, grita alguien. Los sujetos más cercanos al túnel apuntan sus armas hacia la Muñeca.
RQ salta de la columna y empieza a disparar en dirección a los hombres armados que apuntan a su socia mientras corre tras sus pasos. Los ha sorprendido. Logra herir a uno de ellos. La Muñeca y RQ corren semiagachados. La lluvia de balas lo destroza todo. RQ no deja en paz el gatillo. La puerta está más cerca. RQ empareja a la Muñeca. La propia estructura de las gradas, en ese punto, los cubre. Las balas rebotan en ella y toman trayectorias zigzagueantes. A RQ no le quedan más de cuatro proyectiles en el cargador. El gemido de la Muñeca coincide con el chasquido de la bala al reventar el candado. Cae de rodillas. RQ empuja el portón con el hombro y la cadena se desenrolla lo suficiente para dejar un pequeño hueco. Voltea a ver a la Muñeca. Tiene la espalda ensangrentada. Un orificio entre los dos omóplatos por el que brota la sangre.
—Dame la pistola —le ordena.
RQ ignora la orden y trata de levantarla.
—Déjame, pendejo. Ya me llevó la verga, dame la puta pistola y corre, hijo de la chingada —le dice al tiempo que le arrebata la Beretta de las manos—. Lárgate, pendejo, corre, corre.
Y la Muñeca detona tres veces la pistola. Suficiente para que los sujetos que asoman por entre las gradas busquen parapetarse.
RQ corre.
Los sujetos, después de unos segundos, vuelven a asomar sus cañones y disparan a mansalva.
RQ no deja de correr a través de un callejón totalmente oscuro. Estrecho. El que forma la pared de la bodega y una hilera de casas abandonadas.
La Muñeca encaja los disparos y se sacude como un muñeco. Cuando impactaron las primeras balas ya estaba prácticamente muerta. La Muñeca fallece sin tiempo de arrepentirse.
RQ no ha dejado de correr. Escucha voces a su espalda. Voces lejanas. Gracias a la Muñeca ha ganado un tiempo tan valioso como la vida misma. RQ corre por ella. Y puede pensar en la puta de los ojos grises abandonando la bodega por la puerta principal. Pero, sobre todo, en la mano del hombre del bastón tomándola del codo e invitándola a salir. RQ no deja de correr. Y puede pensar en Conrado Pesqueira. Alguien al que le desgarran la verga de un mordisco acumula suficiente odio como para planear una masacre como ésa. Alguien que se negaba a pagar la cuota porque había llegado con intenciones de adueñarse de la plaza. Un ex agente de migración con las conexiones necesarias para comprar a un puñado de militares. Con suficientes expedientes secretos por los servicios sexuales que proporciona a políticos y empresarios como para que éstos cierren los ojos. Alguien al que le tuvieron que adaptar un tubo en su vejiga para que pudiera orinar es capaz de matar a un centenar de personas. Alguien que busca acabar con el dueño de la plaza para quedársela. Y que tiene una cuenta pendiente con RQ.
Pero RQ sigue corriendo. Está salvando el pellejo. Al final del callejón se abre una calle más ancha. Un cholo pasa por ella en bicicleta. RQ lo sorprende por la espalda y lo derriba. Monta en la bicicleta y pedalea. Pedalea como si sólo eso supiera hacer en la vida.
Cuando cumplió catorce años, Sofía estaba a punto de alcanzar el uno setenta de estatura. Sus caderas, sus senos y sus nalgas eran los de una púber despuntando al sexo. Por detrás aún podía confundírsele con un chico. Por delante, sus pechos y su rostro la denunciaban. Poseía unos rasgos delicados y simétricos pero impersonales. Como si le hubieran prestado una cara para ese cuerpo elástico. Sólo sus ojos grises la distinguían.
Cuando cumplió catorce años, Sofía no quiso una fiesta. Nadie hubiera acudido. Se fue con Julia y Lupita a comer hamburguesas y al cine. No tenía más amigas. Ni amigos. Los chicos eran unos seres que se tocaban la verga y escupían. Les manoseaban las tetas y el culo en cualquier descuido. Lupita se había convertido en una adolescente obesa. Julia tenía ese aire de ratón asustado. Las tres juntas despertaban repulsión. En la escuela y en el barrio. Pero también miedo. Alfonso se había encargado de propagarlo. Con su pierna vendada, había contado tantas veces el suceso que todo el mundo terminó por enterarse.
Pinche niña loca, decían en el barrio.
Sucedió a los pocos meses del décimo cumpleaños de Sofía. Estaba en la entrada de la casa esperando a sus amigas. Era domingo. El sol iluminaba algunos automóviles desguazados, un nicho lleno de basura que el camión había olvidado recoger y un riachuelo verduzco que corría en medio de la calle. Había unos perros flacos y tristes. Había baches y pedazos de asfalto en carne viva. Cercos de alambre. Casas a medio terminar. Desempleados en los zaguanes. Amas de casa que barrían la tierra acumulada en la puerta. Julia y Lupita dieron vuelta en una esquina y aparecieron en medio de la calle. Caminaban despacio. Distraídas. No vieron a Alfonso salir de su casa, oculto en un callejón. Cuando llegaron a la altura del muchacho, éste les salió al paso. Sofía no alcanzaba a distinguir qué era aquello que esgrimía Alfonso en la mano. Imaginó que la navaja. Las dos niñas desaparecieron en el callejón empujadas por el niño. Sofía había esperado ese momento desde la fiesta de cumpleaños. Sofía corrió al interior de la casa. Entró en su cuarto, se arrodilló, introdujo el brazo bajo la cama, tentó el piso, dio con la caja. La atrajo hacia sí. La abrió. Tomó el rifle de aire que le había regalado el padrastro y la caja de municiones. Alcanzó la calle de vuelta y corrió hacia el callejón. En cuanto entró en el callejón, se dio de bruces con Alfonso y sus dos amigas. Las lágrimas escurrían por los rostros de Lupita y Julia. Arrinconadas contra la pared, habían deslizado sus vestidos hasta la cintura. Julia tenía los calzones enrollados en los muslos. Su sexo sin vello era apenas una muesca entre las piernas. Lupita estaba bajándose la pantaleta cuando apareció Sofía.
—Déjalas en paz —ordenó.
Alfonso, alternadamente, apuntaba con su navaja al rostro de las niñas. La mano izquierda la tenía dentro del short de futbolista. Sus dedos jugaban con el glande de su pequeña verga. Sofía se había llevado el rifle a la cara y encañonaba la cabeza del niño. Alfonso la encaró con la navaja. Julia y Lupita se acomodaron los calzones y los vestidos. Luego se deslizaron lentamente por la pared del callejón hasta situarse a espaldas de su amiga.
—Pinches viejas. Todas son unas putas que les gusta que les metan la verga —dijo Alfonso como si repitiera una oración ancestral.
Sofía se hallaba a unos cinco metros. Dejó de apuntar a la cabeza de Alfonso. Descendió el cañón del rifle a la altura de la rodilla y disparó. El perdigón rozó la pantorrilla izquierda de manera oblicua, desgarrando la piel del niño. Un hilo de sangre comenzó a escurrir. Empapó el calcetín. Alfonso pegó un alarido, se hincó en el suelo y se llevó la mano izquierda a la herida. No soltaba la navaja. La madre del niño se asomó al callejón. Sofía, Lupita y Julia salieron corriendo.
Esa misma tarde, el padre de Alfonso, vendedor de fayuca y mariguana, acudió a la casa de Sofía y desde el cerco exigió que se le reparara el daño. El padrastro de la niña salió con un revólver calibre 22 en la mano y le advirtió que si volvía a verlo cerca de la casa o de la niña lo mataba.
Cuatro años después, Sofía, Julia y Lupita fueron a ver Forrest Gump. A Julia y a Lupita les encantó la película. A Sofía le pareció una estupidez. Cuando salieron del cine, caminaron un par de cuadras, tomaron un camión y regresaron al barrio. En el camino hablaron poco. Julia dijo que la película era tierna. Lupita dijo que Forrest Gump le daba lástima. Sofía dijo que la vida no era como una pinche caja de chocolates.
Las tres amigas se quedaron un rato platicando en la entrada de la casa de Sofía. Era viernes. El dragón rojo ya había llegado. Los silencios comenzaron a estorbar. Era un círculo estrecho, asfixiante. Sofía empezaba a estar harta de sus amigas. La solidaridad no alcanzaba para sostener el aislamiento. Afuera había un mundo. Tal vez no todos los chicos eran Alfonso. Había notado que los hombres le miraban el culo y las tetas. En los últimos meses crecieron lo suficiente para llenar un primer brasier. Sus caderas apuntaban a una redondez inquietante. A veces, frente al espejo, ensayaba algo parecido a una pose de mujer. No se lo había confesado ni a Julia ni a Lupita. No lo entenderían. Tampoco esa frecuencia de restregarse la vagina, de meterse el dedo hasta sentir la deliciosa humedad. De pellizcarse los pezones. Su padrastro le había dicho hacía poco que su cuerpo empezaba a parecerse al de las modelos. Le había puesto la mano en el muslo como en un descuido y se lo había susurrado de pasada. Los dedos del padrastro se habían quedado ahí mucho tiempo después de que se hubieran esfumado. Una garra tibia.
—Ya me voy —anunció Julia.
—Te acompaño —dijo Lupita.
Cada vez eran más ellas dos y menos Sofía.
La cumpleañera entró en la casa. Su madre veía televisión. Su padrastro estaba sentado a un lado. Las piernas apoyadas en la mesa de centro. La mano entre los muslos de la mujer. Inmóvil. La muchacha clavó sus ojos en el bulto que palpitaba bajo el pantalón del padrastro. Sofía acababa de cumplir catorce años y sabía lo que era una erección.
—Buenas noches —dijo Sofía—. Ya me voy a dormir.
—Espera —dijo el padrastro—. Te compré un regalo.
Le entregó una caja envuelta en un papel verde brillante.
—Ábrelo —le ordenó el padrastro.
Sofía obedeció. Era un vestido negro. Un vestido de mujer. Su primer vestido. Sofía se ruborizó. Su madre abrió la boca y dejó escapar un suspiro. Sofía puso el vestido sobre su cuerpo y sonrió.
—Felicidades, hija —le dijo su padrastro mientras la abrazaba—. Pruébatelo, quiero verte con él —le dijo en un murmullo. Sofía sintió el bulto del padrastro rozar su cadera.
Sofía se dirigió a su cuarto. Entró. Cerró la puerta tras de sí, pero no puso el seguro. Se desnudó y se enfundó de inmediato en el vestido negro. Un vestido strapless que ceñía su cuerpo espigado hasta un poco más arriba de las rodillas. Se contempló fascinada. Se descubrió hembra. Atractiva. Sí, una modelo. A lo lejos escuchó a su madre gritar algo. Luego la puerta de la calle cerrarse. Luego la puerta de su cuarto abrirse. El padrastro no tocó. Simplemente se deslizó al interior de la habitación. Sofía se admiraba ante el espejo embrujada por la mujer del reflejo.
—¿Y mi mamá? —alcanzó a preguntar.
—La mandé a la tienda por más cerveza —dijo el padrastro.
Luego se acercó por la espalda. Luego apoyó el bulto incontenible en las nalgas de Sofía, mientras las manos fuertes del hombre la tomaban de las caderas.
—Te ves preciosa —le dijo al oído.
Las manos del padrastro acariciaron los senos de la muchacha, el vientre, los muslos. Sofía había dejado de respirar y de moverse. No podía quitarse ese bulto del centro mismo de sus entrañas. Los dedos del padrastro se deslizaron bajo el vestido en busca de la vagina de Sofía. La muchacha se mojó en el acto. Delicadamente, el hombre la volteó y comenzó a besarle los pechos. Extrajo el pene del pantalón, tomó la mano de Sofía y la llevó hasta el miembro. Sofía cerró los dedos a su alrededor. El hombre la incitó a mover la mano de arriba abajo. Aquel pedazo de carne era como un animal ciego.
—Arnulfo, Arnulfo —gritó la madre de Sofía desde la calle—, ya regresé, ayúdame a bajar las cosas.
Arnulfo salió de la habitación sin decir nada.
Sofía se quedó en medio del cuarto con el vestido descompuesto y el recuerdo de la verga de su padrastro en la mano.
Son las dos de la tarde. RQ está tirado en el sillón de la sala de la casa de Celeste. Han pasado algo más de doce horas desde la masacre. Su hermana ha salido. RQ observa el techo. Tiene tiempo para pensar en la puta de los ojos grises. Ahora es la puta de Conrado Pesqueira. Tal vez esa misma noche se trepe a la plataforma del antro del ex agente de migración para copular en vivo con un tipo cuya verga mide veinte centímetros. RQ no tiene más remedio que admirar la capacidad de supervivencia de Sofía. Desde el momento en que irrumpió en la oficina del hombre del bastón y le propinó aquella patada en la nuca al adolescente mamón de penes, RQ era hombre muerto. Sofía únicamente había facilitado el trámite a cambio de su vida. No es nada personal, se dice RQ y lo acepta. No como una absolución. Es la comprobación de un hecho. Porque no se siente traicionado ni agraviado. Sofía jugó sus cartas con una mano que de suyo venía torcida.
RQ tiene tiempo para pensar en su propio juego. Un juego que empezó una noche en ese mismo departamento. El departamento de su hermana Celeste. Él boca arriba. Ella a horcajadas sobre su sexo. Un segundo antes de alcanzar el orgasmo, RQ comenzó a llorar. Celeste crispó el rostro, soltó un prolongado gemido que también se fue transformando en llanto. RQ se vino en el vientre de su hermana sin dejar de lagrimear como un bebé asustado. La mujer se recostó en el pecho de RQ. Se abrazaron. Lloraron aún. No se dijeron nada. Era la primera vez que tenían relaciones después de al menos tres años. El tiempo que Celeste estuvo en las misiones. La hermana le hizo jurar a RQ que sería la última vez. RQ aceptó a cambio de sentir el cuerpo de Celeste una vez más. La mujer, después de agotar el llanto, se deshizo del cuerpo de su hermano y desapareció en el baño. Cuando saliera, RQ debía haberse largado.
RQ cumplió el pacto y se marchó en un taxi rumbo al norte de la ciudad. Al chofer le dio la dirección de una cantina con cerveza caliente y putas gordas. Le gustaba ese lugar porque en él el mundo olía a meados, a semen y a sangre. Porque la coca era pura como una primera nevada. Porque a la menor provocación se armaba la bronca. Había descubierto la cantina en sus tiempos de estudiante. Desde entonces acudía a ella cuando necesitaba sentirse vivo. Cuando el aburrimiento le empujaba a imaginar formas de asesinar a toda su familia.
A excepción de Celeste.
En medio del local había un tubo gastado que servía para sostener un techo pando que amenazaba con caerse. Las luces eran rojas. RQ se sentó en la barra. Al fondo, una mesa estaba ocupada por cuatro sujetos que bebían Buchanan’s en silencio. Eran los únicos clientes. Una puta vieja echaba monedas en la rocola y programaba cumbias y música grupera. Una puta más joven, obesa y bizca, muy bizca, tanto que no se sabía a dónde miraba, salió del almacén situado a un costado de la barra con un condón inflado. Lo lanzó hacia RQ como si fuera un globo. RQ lo desvió de un manotazo. La puta soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes, pendeja?
—Uuuuta, qué genio. ¿Te puso los cuernos la vieja o qué, mi rey? —dijo la puta bizca mientras recostaba las tetas en la espalda de RQ.
—No estés chingando.
—Pues de perdida invita un trago, ¿no?
RQ le propinó un empujón a la mujer. Sin fuerza. Más un gesto para quitársela de encima que otra cosa. Pero la puta bizca se enredó con las patas de la banca y cayó de nalgas al suelo. El cantinero, de inmediato, echó mano de un bate de béisbol que guardaba debajo del fregadero, rodeó la barra y se plantó frente a RQ.
—Ponle a la verga de aquí, órale —gritó el cantinero.
—No seas mamón, se tropezó la pinche vieja, no le hice nada.
—Me empujaste gacho, puto, no seas culón.
—Ya lo oyó. Váyase a la verga de aquí —terció uno de los parroquianos de la mesa mientras se levantaba.
RQ sacó una navaja. Una navaja automática de diez centímetros de filo. Un regalo de Pechus, su mejor amigo en la prepa. Pechus llevaba cinco años en la grande por asalto a mano armada. Nunca había ido a visitarlo. RQ retrocedió unos pocos pasos, apoyó los riñones en la barra, abrió el fierro y abanicó el aire con él.
—¿Tú me vas a correr, hijo de tu puta madre?
El cantinero se abalanzó sobre RQ con el bate en alto y descargó un golpe que RQ esquivó deslizando medio cuerpo sobre la barra. Después, recuperó la vertical y lanzó un tajo con el que le arrancó al cantinero medio cachete. El barman soltó un grito. Se llevó las manos a la cara. Los dedos se le empaparon de sangre. Huyó al interior del almacén mientras gimoteaba. La puta bizca huyó tras el barman. La vieja zorra de la rocola se quedó a un lado del aparato observando la escena. El entrometido que tomaba en la mesa del fondo caminó al centro de la cantina, a un lado del tubo, y extrajo de una sobaquera un revólver 38 especial. RQ, ignorando el cañón del arma, se dirigió al tipo mientras blandía la navaja a la altura de sus ojos.
—Suelta la pistolita, puto, a ver si tienes huevos.
Otro de los sujetos que acompañaba al del revólver, aún sentado a la mesa, dio una orden.
—Suéltala, Oso, a ver si es tan macho el güey.
—Pues que suelte el cuchillo, ¿no, jefe?
RQ regresó a la barra y depositó la navaja sobre ella. El Oso hizo lo mismo con la pistola. Cuando retornaba al centro de la cantina, RQ tomó una de las bancas de la barra y se la arrojó a la cabeza. El Oso manoteó para tratar de evitar el golpe. RQ aprovechó la distracción, dio tres pasos rápidos y con el impulso le asestó una certera patada en los huevos al llamado Oso. Cayó de rodillas retorciéndose de dolor. Dos de los acompañantes del Oso brincaron de la mesa y corrieron en pos de RQ. Uno se le lanzó al cuello, el otro a la cintura. Al que el Oso había llamado jefe se quedó sentado. Pon música, le dijo a la vieja puta y le aventó una moneda. Ésta la atrapó en el aire, la echó en la ranura y programó Juana la cubana. Al que le decían jefe celebró la puntada de la vieja golfa con una breve carcajada. Mientras tanto, RQ trataba de zafarse de los dos sujetos que lo tenían inmovilizado en el piso. Le daban puñetazos en los riñones, en las piernas, en el abdomen, en el pecho, en la cara. En un descuido del más chaparro, un peso pluma, RQ logró estirar el cuello y prenderse de la oreja izquierda. Le arrancó un pedazo de lóbulo que, a causa del golpe en los labios que le surtió el otro, terminó tragándose. Luego, RQ encajó un puñetazo en el ojo derecho, en el pómulo izquierdo, en la oreja derecha. Otra vez en el pómulo izquierdo. El de la oreja herida se había incorporado y como poseído descargaba patadas en la humanidad de RQ. Éste aún tuvo fuerzas para amagar con un cabezazo al que tenía encima. Un cabezazo que apenas rozó el mentón del tipo. Entonces, al que le decían jefe dio un grito: ¡Déjenlo! El de la oreja ensangrentada le propinó una última patada en la espinilla. El otro se incorporó a duras penas, jadeando por el esfuerzo de repartir golpes a un tipo que no había dejado de forcejear todo ese tiempo. Y cuando ya estaba a punto de alcanzar la vertical, RQ le barrió las piernas provocando que cayera de espaldas. RQ se arrastró hasta él, echó todo su peso sobre el pecho del sujeto caído y pudo soltarle un par de puñetazos en la quijada. Entonces sintió el cañón de un arma en la cabeza y escuchó clarito el clic que hace el percutor al ser amartillado.
—Calmada, fiera. No te quiero matar, pero si insistes… —dijo muy suave, casi afeminado, al que le decían jefe.
Así conoció RQ a Pedro Inchausti, sobrino y lugarteniente de don Arnulfo, el dueño de la plaza.
Pedro Inchausti dejó de apuntarle y le invitó un trago. Unas líneas de perico. Le pidió a la vieja puta que trajera hielo y que curara las heridas de RQ. Despidió a sus guarros y en esa misma mesa le habló al oído con una dulzura empalagosa.
Así empezó el juego. Las cartas las repartió Inchausti. RQ ni siquiera se fijó si estaban marcadas. No le importaba ganar o perder. Se trataba de llenar un enorme agujero en el centro mismo de su cabeza. Inchausti le propuso a RQ ser un demiurgo en esa tierra olvidada. Un dios que inventara juegos macabros y perdones que justificaran su existencia. Que caminara las calles como una divinidad hastiada, peligrosa, con un libre albedrío dictado por el capricho. Con mandamientos, reglas, capillas y fiestas de guardar. Los dealers, los padrotes, las putas, los asesinos, los secuestradores y los ladrones celebrarían todo tipo de ritos para aplacar su ira de niño mimado. Un dios inconstante que cada noche reinventaría los dogmas, los rezos y los cánticos. Sus feligreses vivirían aterrados y sus fanfarronadas poseerían la medida del miedo. Algún día, uno de ellos lo vendería, no por treinta monedas, sino a cambio de que su vileza superara a la de RQ.
Sólo tenía que guardar un secreto que no podría develar jamás: la conversión de Inchausti en Samanta, alias la Muñeca.
Y RQ aceptó encantado.
Un par de años después, recostado en el sillón de su hermana Celeste, tiene tiempo de pensar en la Muñeca. De pensar detenidamente en el hecho de que haya dado su vida por él, apelando a una especie de código de la Corte de los Milagros. RQ piensa que ese código no le despierta ningún sentimiento. Quiere estar agradecido. Quiere estar conmovido. Quiere jurar una venganza imperecedera. RQ tiene tiempo de pensar que le es indiferente que la Muñeca le haya salvado el pellejo.
Entonces, el ruido de llaves en la cerradura le anuncia el regreso de Celeste. Un asomo de alegría viene con ella.
El señor y la señora Q llegaron a ese pueblo hace un año. Alquilaron una vieja casa de un piso ubicada a las afueras. Rectangular. Con dos ventanas adelante y dos ventanas atrás. Una puerta adelante y una atrás. La rodea una parcela de tierra y maleza. Al señor y la señora Q no les interesa la jardinería.
Ella da clases de inglés en una primaria particular del pueblo. Él se queda en casa resolviendo problemas matemáticos.
La señora Q se levanta a las seis de la mañana. Se baña. Se peina. Desayuna. Se lava los dientes y se marcha. El señor Q se levanta a las nueve o diez de la mañana. A veces se baña, a veces no. Nunca se peina. A veces desayuna, a veces no. Se lava los dientes cuando se acuerda. Toma una bicicleta y pedalea un kilómetro a la tienda más cercana. Compra el periódico. Regresa. Se sienta a la mesa de la cocina y lo lee.
Mientras, la señora Q enseña inglés a los niños.
El señor Q lee el periódico de cabo a rabo. Es un diario local que principalmente trae noticias de la región. Pero tiene una sección dedicada a la ciudad. La ciudad está a dos horas de ese pueblo. El señor Q deja para el final la sección de la ciudad. Primero lee que el alcalde ha inaugurado la pavimentación de un par de cuadras más en la calle principal. Que la primera dama les ha regalado ropa a los niños más necesitados. Lee sobre una denuncia a un regidor que se ha quedado con unos terrenos por sus huevos. Las cinco puñaladas que un sujeto le ha metido a otro en una cantina. La adolescente violada muy cerca de donde viven los señores Q.
Después, el señor Q se embebe en las cuatro páginas dedicadas a la ciudad. Cada cabeza, cada sumario, cada párrafo de cada nota los lee cuidadosamente. Como tratando de descifrar un enigma. Con cada noticia la ciudad se le mete un poco más en la sangre. El señor y la señora Q hace un año que no han vuelto a ella.
Cuando termina, el señor Q trata de resolver el primero de los siete enigmas matemáticos. Lo hace con la esperanza de obtener los siete millones de dólares que ofreció diez años atrás el millonario Landon Clay al primero que los despejara. El señor Q no ha podido superar la hipótesis de Riemann. Los números primos (2, 3, 5, 7, 11…) no parecen seguir ningún patrón regular. El matemático alemán Georg Riemann propuso en el siglo XIX que su frecuencia guarda una estrecha relación con el comportamiento de una función matemática llamada zeta. Las predicciones de Riemann se han confirmado para muchos casos, pero todavía se precisa una demostración general. El señor Q no ha podido hallar esa demostración.
La señora Q regresa a las dos de la tarde a casa. Juntos, el señor y la señora Q cocinan, comen y después de comer se acuestan. A veces duermen, a veces hacen el amor. Como locos. Con furia. Salvajemente. Después salen a pasear por los alrededores. Pocas veces en dirección al pueblo. Prefieren caminar hasta un pequeño bosque ubicado a la orilla de un canal de riego. El señor Q, durante la caminata, siempre carga un viejo revólver 38 Taurus que le vendió un granjero de los alrededores. De regreso, preparan la cena. Después de cenar, la señora Q le cuenta al señor Q sobre sus alumnos. El idiota. La lista. El grosero. La coqueta. El despistado. La envidiosa. El psicópata. El señor Q sonríe y asiente. A veces deja de escuchar y piensa en la ciudad. Cuando esto ocurre, la señora Q guarda silencio. Luego inventa un pretexto para alejarse del señor Q. El señor Q se arrepiente de inmediato. Se siente culpable. Esas noches hacen el amor despacio, tiernamente.
Los sábados van al único cine del pueblo. Ven películas de acción. O comedias románticas. O caricaturas. Depende del estreno. Luego toman un café en la plaza. Algunos padres de los alumnos de la señora Q se acercan a saludar. La señora Q intercambia impresiones con ellos. El señor Q no interviene. La situación no dura más de cinco minutos. Regresan a casa caminando, despacio. A veces el señor Q se pone locuaz, divertido. La señora Q ríe. Esas noches hacen el amor como si fueran amigos.
En ese pueblo la mayoría de sus habitantes piensa que el señor y la señora Q son dos extravagantes citadinos que salieron huyendo de la ciudad. No son los primeros que llegan. De cualquier forma, no suelen durar mucho tiempo.
Esa semana ha iniciado con un mal presagio. La llanta delantera de la bicicleta ha amanecido ponchada. El señor Q se ve obligado a caminar hasta la tienda. Regresa malhumorado. Se ha terminado el café. Le vendieron unos cigarros rancios que saben a mierda. La señora Q volverá a casa más tarde porque tiene que preparar un desfile cívico para celebrar a un héroe. El señor Q no recuerda cuál. El señor Q comerá solo.
Esa semana, después de leer el periódico, el señor Q es incapaz de concentrarse en la hipótesis de Riemann. Cada día, en la sección dedicada a la ciudad, viene al menos una nota alusiva a un hecho que no le permite concentrarse en nada que no sea el hecho mismo.
Esa semana, la señora Q llega todos los días después de las cinco. El carro alegórico no queda y los ensayos con los niños son un desastre. El señor Q apenas la escucha. La señora Q se da cuenta y, como siempre que huele la ciudad en la mirada del señor Q, se aleja. Pero el señor Q no se arrepiente ni trata de enmendar la situación en la cama. El señor Q se acuesta con la ciudad. La ciudad, durante esa semana, se instala definitivamente entre los cuerpos del señor y la señora Q.
Llega el jueves. La nota es la principal de la sección. Una foto grande y un texto breve. Es muy probable que la señora Q no regrese hasta la hora de la cena. Mañana se celebra el desfile cívico por las calles del pueblo. Y los ensayos son un desastre. En la ciudad, también mañana se realizará un acto que el señor Q considera una aberración. El señor Q no deja de observar la fotografía y de releer la información. No hace otra cosa hasta la hora de comer. Se prepara un sándwich. En el momento de embarrar la mayonesa en una de las tapas, toma la decisión. Termina el sándwich y lo empuja con una cerveza. Luego se dirige al baño. Se da un baño lento con agua fría. Otra vez la ciudad se le ha metido en las entrañas como una droga irreductible. La siente de nuevo como la sentía no hace tanto tiempo. La ciudad no resistirá una aberración como la que anuncian en el periódico, se vuelve a decir por enésima ocasión esa semana. Se seca. Se viste. En una mochila empaca un cambio de ropa y el viejo revólver 38 Taurus. Preferiría la Beretta. Escribe una nota y la deja sobre la mesa de la cocina:
Celeste, no me esperes, es muy probable que ya no vuelva. Te ama, RQ.
Esa noche Celeste llegará a casa, leerá la nota, se sentará a la mesa y nacerá en ella un odio desconocido por la ciudad. No querrá salir corriendo tras los pasos de RQ. No querrá esperarlo por si acaso vuelve. La nota estará a un lado del periódico de ese día. Celeste leerá el encabezado principal de la página en la que estará abierto el diario. Y se dirá que lo intentó. Que trató de extirparle a su hermano la ciudad como si fuera un tumor. Pero no le bastó que se transformara en la señora Q, maestra de inglés. Celeste decidirá acostarse porque mañana le espera un día de mierda con el desfile cívico. Cuando termine el año escolar, probablemente se aleje más aún de la ciudad. Saldrá en busca de un lugar donde la gente no tenga metida una ciudad en la sangre como si fuera plomo o mercurio.
RQ ha descendido del camión de pasajeros y le ha pedido a un taxista que lo lleve a un antro situado al norte. No tiene miedo de que lo reconozcan. Lleva la barba y el pelo largos. Ha engordado al menos diez kilos. Dejar la coca lo ha llevado a comer como un cerdo día y noche durante todo ese año. No teme que lo reconozcan porque los habitantes de esa ciudad no tienen memoria. Desciende del taxi y entra al congal. No hay mucha gente. RQ se acomoda en la barra y pide una cerveza. Luego otra. Bebe y espera. De vez en cuando recorre el lugar con la mirada. No ha cambiado gran cosa. A la cuarta cerveza, una voz quebrada anuncia el espectáculo principal. Un sujeto musculoso y de verga portentosa aparece en el centro de la pista, elevada unos tres metros sobre la cabeza de los parroquianos. A los pocos segundos lo hace Sofía, la puta de los ojos grises. RQ observa sin inmutarse cómo el garañón se coge a la mujer en diferentes posturas. Ahora sí la gente atiborra el antro. Un poco antes de que termine el espectáculo, RQ cree que los ojos grises de Sofía se han detenido un segundo en su rostro y que la mujer lo ha reconocido. Sofía no hace ningún gesto que confirme la sospecha de RQ. El hombre paga, deja la barra y se marcha del antro. Al salir, RQ piensa que la puta de los ojos grises no ha perdido un gramo de su belleza. Con una punzada de nostalgia detiene un taxi. Le pide al chofer que lo deje en el hotel donde vivía la Muñeca. En la recepción solicita la misma habitación. Por suerte no está ocupada. Constancio no lo reconoce.
—¿Viene solo? —pregunta Constancio.
RQ asiente, toma las llaves del mostrador y se aleja del recepcionista. Sube las escaleras. Al llegar al segundo piso, gira a la derecha. RQ recuerda la última vez que estuvo en ese cuarto. Todo aparece lejano. Como si hubieran pasado muchos años aunque sólo haya pasado uno. Eso no importa. RQ tiene una imagen borrosa de la Muñeca y la puta de los ojos grises enredadas en la cama. No se trata de empeñarse en olvidar. En su memoria, aquella tarde se conserva intacta. Pero no como una foto. Más bien como un relato. Al entrar en la habitación y contemplar la cama vacía, la imagen ha llegado a él sin la fuerza del recuerdo. RQ deja de pensar en la Muñeca. Ahora piensa en Sofía empalada por el garañón hace menos de dos horas. Tiene una erección. Va al baño. Se masturba. Llama a la recepción y pide que le lleven una torta de pierna. Lo mandan a la mierda. Para Constancio RQ no es más que un gordo pendejo que se ha encerrado solo en una habitación. RQ siente el impulso de bajar, encajarle el revólver en la boca al recepcionista y sugerirle que vaya a buscar la torta de inmediato. Pero Constancio no sólo buscaría la torta. Así que se traga las ganas y el hambre. Trata de dormir. Duerme poco y mal. Sueña con Felipe taxista. Sueña con la Muñeca. No sueña con Sofía. Sí, con el Africano. Pero al día siguiente apenas recuerda los sueños.
Al día siguiente, después de asearse, deja el hotel.
A una cuadra, se detiene en un changarro y pide unos tacos de cabeza. Los engulle ayudado de un agua de cebada. Paga con un billete de doscientos. El taquero no tiene cambio. RQ debe esperar a que el chalán vaya por feria. El chalán tarda bastante. RQ se desespera. Otra vez siente el deseo de sacar el 38 Taurus y ponérsela en la sien al taquero y decirle: si no está aquí en treinta segundos te mueres, o algo así. No lo hace. Ya no es el demiurgo que recorría esas mismas calles impulsado por el capricho, el aburrimiento, el miedo. Por fin regresa el chalán con el cambio. Se lo arrebata y camina hacia el crucero más cercano para detener un taxi. Después de dos intentos, uno le hace caso. Le da una dirección en el centro de la ciudad al chofer. En el casco viejo. El taxi recorre las calles de esa hija de puta de urbe que ha olvidado su destino. Su vocación. Aunque de día sigue intentando inventarse la rutina, el maquillaje deja ver las arrugas. En un año ha envejecido más que en décadas, se dice RQ. Cada vez se parece más a aquella vieja puta que frecuentaba la fonda. La ciudad es una vieja puta muerta de espanto.
El taxi ha llegado a su destino: un antiguo teatro que han embellecido con pendones y pancartas y guirnaldas y banderas y banderines. Y siglas. Y colores patrios. Y escudos patrios. Hay una multitud en espera del futuro candidato a la presidencia municipal. RQ se pierde entre el gentío. A empujones va abriéndose paso entre los rostros que gritan consignas, que ríen. RQ encuentra un lugar cerca del estrado donde el precandidato tomará protesta para volverse candidato. Las bocinas esparcen música grupera, de banda y corridos de tríos norteños. De vez en cuando la música es interrumpida por una voz que le avisa a la concurrencia que el candidato está por llegar. Y el candidato llega. RQ lo observa calculando el momento en que deberá acercarse lo suficiente para matarlo. No ha cambiado desde la última vez que lo vio. Conrado Pesqueira camina apoyado en el bastón, rodeado de guarros, y con el rictus de amargura hecho sonrisa. La gente quiere saludarlo. La gente quiere que el candidato registre sus nombres y sus caras. El candidato avanza renqueante. Trajeado no parece el padrote al que un adolescente le mamaba la verga en su oficina hace ya algún tiempo. Debe apoyarse con más fuerza en el bastón para no ser derribado por la multitud. Los guarros se esfuerzan por apartar a la gente con cortesía. No pueden. Algunas personas se alborotan. Insultan a los guardaespaldas del candidato. El candidato les hace una señal para que se calmen. RQ sabe que ha llegado el momento. Se sitúa a espaldas de un anciano con sombrero de paja que ha dado ya un paso hacia el candidato. El anciano se abre camino entre la gente. RQ se pega a él. El candidato se ha detenido para estrechar la mano del anciano. El revólver surge del sobaco del viejo como un insecto gigante y escupe dos balas que se alojan en el cuello y en el pecho del candidato.
El candidato caerá al piso.
RQ, de inmediato, será derribado por los guarros del candidato. Uno de ellos le arrancará el revólver.
Entre cuatro hombres alzarán en vilo al candidato y lo llevarán por un pasillo espontáneo que se abrirá entre la gente hasta la salida del viejo teatro.
Los guarros arrastrarán a RQ por el mismo pasillo ensangrentado mientras le propinan patadas y rodillazos.
Al candidato lo subirán agonizando a la Suburban en la que llegó y lo trasladarán al hospital.
A RQ lo introducirán en el asiento trasero de una Ford Explorer, lo obligarán a tirarse a los pies de los guarros, que no dejarán de golpearlo durante el trayecto.
El candidato morirá al llegar al hospital.
RQ no sabrá si los guarros lo entregarán a la policía o se encargarán de él personalmente en el canal del norte.
Un poco antes de perder la conciencia, escuchará a uno de los guarros confirmar la muerte de Conrado Pesqueira. Entonces ya no le importará nada.
Un poco antes de perder la conciencia, RQ evocará a Celeste. Y no le importará nada.
En esta ciudad hay al menos un millón de hijos de puta que celebrarán la muerte de RQ mientras lloran la del candidato Conrado Pesqueira.
Fue demasiado fácil convertirse en don Arnulfo. Como si el camino estuviera esperándolo limpio y recto, inexplorado.
Sofía le abrió las piernas a la semana de su cumpleaños número catorce. La desvirgó con maestría. El gallo que compartieron antes de coger ayudó en la faena.
La muchacha no dijo esta boca es mía.
La madre pareció no enterarse. Doblaba turnos en una maquiladora en la que manufacturaban pantalones de mezclilla. Nunca estaba ahí. Arnulfo llegaba a la casa con su carta de padrastro y se cogía a Sofía.
Al cumplir los quince años, Arnulfo corrió con los gastos de la gran fiesta para la niña. No fue mucha gente. A Sofía no le importó. Su padrastro le regaló una cámara de video. Esa misma noche la estrenaron. En un casete VHS quedó registrado cómo Arnulfo se montaba a su hijastra en variadas posturas.
A los meses, en una borrachera, se le ocurrió mostrarle la cinta a un compadre. El compadre le ofreció mil pesos por la cinta. Terminó pagando dos mil.
Así empezó el negocio.
Para entonces Sofía esperaba a Arnulfo con ansia. No por el sexo. Aún no cumplía los dieciséis y ya estaba asqueada de acostarse con su padrastro. Por la coca. Por la yerba. Por el cristal.
Arnulfo filmaba las felaciones que Sofía le aplicaba. El padrastro le pedía que fijara sus ojos grises en la cámara.
Vendía los casetes entre los conocidos.
Al cumplir los dieciséis, el regalo de cumpleaños de Sofía fue su primer cliente. Un hombre de unos cuarenta años que pagó cinco mil pesos por tirársela. Arnulfo filmó la sesión. Arnulfo, además, le vendió el video en dos mil pesos.
Después fueron dos y hasta tres hombres al mismo tiempo. Arnulfo filmó la sesión. Los casetes duplicaron su precio.
Arnulfo se asoció con un tipo que sabía algo de cine. Compraron equipo. Multiplicaron las ganancias. Los videos fueron más sofisticados. Iluminación, sonido, todo mejoró.
Con el tiempo, Sofía se volvió inservible. Arnulfo se deshizo de ella. Sofía se convirtió en una puta de cantina. Dejó el cristal. No pudo con la coca ni la yerba. Sofía era una sombra en una esquina y un destello gris en la mirada.
Al principio, Arnulfo temió por el negocio. Pronto descubrió que era fácil conseguir menores de edad. Centroamericanas, colombianas, venezolanas, ecuatorianas.
Pero salían muy caras. El margen de ganancia se reducía. Se armó de valor y decidió él mismo controlar el flujo de mercancía. Acudir al lugar de origen para abaratar el precio de las mujeres.
Su sobrino, Pedro Inchausti, a pesar de que era medio afeminado, tenía un par de huevos. Juntos viajaron a la frontera sur. Establecieron rutas y comenzaron con la trata de mujeres.
Ni siquiera estaba tipificado el delito.
Mientras el narcotráfico se convertía en la estrella mediática y su combate en el gran discurso, Arnulfo decidió que su poder lo basaría en algo mucho más simple: el sexo.
Aprendió que en cuestión de perversiones no hay límites. Construyó un imperio basado en la pornografía, la prostitución, el sadomasoquismo, el snuff. La mano de obra abundaba. Barata y sin sindicatos.
Diversificó el negocio. Empezó a utilizar las rutas de la trata de mujeres para el tráfico de indocumentados. Lo tentaron con la droga y las armas. No quiso.
Prefirió el juego. Descubrió que las apuestas despiertan en la gente el mismo tipo de adicción que el sexo.
Peleas de perros, peleas de gallos, peleas de hombres. A muerte. Sexo, sangre y dinero.
Comenzaron a llamarlo don Arnulfo. No permitió que se instalara en el norte de la ciudad ninguna universidad ni parque ni centro comunitario ni nada que pudiera humanizarla. Tenía suficiente dinero para engrasar la maquinaria burócrata. Los altos funcionarios eran sus mejores clientes.
Putas de lujo.
Ucranianas, bielorrusas, checas. Miles de hermosas mujeres huyendo de la debacle del comunismo. Mujeres de uno setenta y cinco, piel nacarada y ojos azules. Los funcionarios pagaban fortunas por acostarse con ellas.
Sofía se convirtió en la puta de los ojos grises. Felaciones en portales a cambio de unos pesos. Hoteles baratos. Clientes cada vez más decadentes. Don Arnulfo dio la orden de que la dejaran trabajar por su cuenta. Sin control. Nadie entendía por qué.
Al cumplir los diecinueve, Sofía quiso visitar a su padrastro en la mansión que acababa de mandarse hacer. No fue recibida. Uno de los guaruras le dio un recado.
—Que dice don Arnulfo que si vuelves a acercarte a esta casa o a él, te manda matar. Que puedes seguir en la calle, nadie te va a molestar.
Sofía se alejó de aquel exceso de columnas, jardines y fuentes como una perra apaleada.
Esa noche, mientras le mamaba la verga a un soldado detrás de un contenedor de basura, pensó merecerse una venganza.
Lo peor es la rutina. Las paredes grises. Los minutos que transcurren como si no tuvieran un destino. Levantarse. Pasar lista. La yegua. El patio.
Pero hoy, al menos, romperán con esa inercia.
Al principio se resistió a tomar clases de cualquier cosa. Al principio no abandonaba la celda. Era un paria. Sin dinero, sin nadie que le cubriera la espalda. Le reventaron el culo tres o cuatro veces. A manera de bienvenida. Instrucciones de extramuros del Rojo, el brazo derecho de Conrado Pesqueira, que se había apropiado de la plaza.
No lo maten, dijo.
Le esperaba el infierno en vida.
La vieja gorda con su taller de creación literaria fue una tabla de salvación. La vieja gorda pronto descubrió que RQ tenía educación. Escribía cuentitos y poemas que la vieja gorda celebraba con entusiasmo.
Hoy entregarán los diplomas de fin de curso. En el auditorio de la cárcel. Vendrán las autoridades. La vieja gorda alabará el trabajo de los internos. Su deseo de superarse, el notable talento de algunos de ellos. RQ destaca por sus versos empalagosos. A la vieja gorda le emocionan las metáforas gastadas que RQ utiliza para expresar el amor, el arrepentimiento, la culpa por los actos cometidos cuando estaba en la libre, algo ya tan lejano que le cuesta imaginar. De dos en fondo, los reos mejor portados van ocupando las gastadas butacas de madera. Los integrantes del taller ayudan con los últimos detalles y reciben a los invitados. RQ disfruta de la cara de espanto de la mayoría.
Lo llevaron al canal del norte. Lo bajaron a trompadas. Cortaron cartucho. Le pusieron una pistola en la cabeza. Entonces llegó la orden.
Denle una calentada y lo entregan a los judas.
Lo golpearon con saña. Nada extraordinario. Una paliza que buscaba lastimarlo sin riesgo de que perdiera la vida. La golpiza se la dieron muy cerca del lugar en donde había matado a la alumna de las tetas grandes. Se aferró al recuerdo de esos días. Al pálpito caliente de Calvino entre sus dedos.
Era madrugada cuando lo dejaron en la comandancia. Ya no le tocaron un pelo.
El juicio fue sumario. Expedito. Le cayeron cincuenta balas. Afuera el escándalo duró unos días.
Maestro universitario asesina a candidato a la alcaldía.
El dinero fluyó entre los periodistas. Nada del pasado oscuro de Conrado Pesqueira. Nada de las actividades ilegales de RQ.
Una alumna dijo en televisión que el maestro siempre le había despertado miedo. Otra insinuó que el profesor la había acosado.
A los meses le endosaron los asesinatos de la alumna de las tetas grandes y del alumno del Chevy rojo. Refundido en la cárcel de por vida.
Sí, lo violaron varias veces. Tuvo que arriesgar el pellejo para defender los zapatos, la yegua, la ropa. Una vez le atravesaron el muslo con una punta. Estuvo un mes en la enfermería. Se filtró la noticia y el escándalo provocó que lo dejaran en paz.
Fue cuando entró al taller de la vieja gorda. Era fácil escribir versos cursis que recrearan a Celeste.
El auditorio está a reventar. La vieja gorda de la maestra agradece a las autoridades del penal por las facilidades para llevar a cabo el taller de creación literaria. En la mesa de honor: el director general del sistema penitenciario, el director del penal, el comandante del penal, el sacerdote del penal, un anciano decrépito, gloria de las letras locales. Los reos bostezan. Pero es mejor aquello que la monotonía del patio, que la asfixia de la celda. Entre el público se encuentran algunos familiares de los graduados. No de RQ.
Pasaron cuatro meses antes de recibir la primera y única visita. Madre y Mamá Chela estaban sentadas en una de las mesas de plástico del área común. Una caja ocupaba casi toda la superficie. RQ caminó hacia ellas con desgana. ¿Cómo explicar todo aquello? ¿Cómo encontrar las palabras que les dieran una pequeña pista? Madre y Mamá Chela eran dos pobres mujeres que hacía mucho tiempo que habían dejado de entender lo que pasaba a su alrededor. Se habían presentado en el reclusorio más por acallar un sentimiento de culpa que por otra cosa. RQ las saludó indiferente. RQ era un fantasma. Un pellejo ojeroso y encorvado. Mamá Chela, al verlo, comenzó a llorar. Madre no.
—Te trajimos algo de ropa y comida —dijo.
—Gracias —dijo RQ y comenzó a hurgar en el interior de la caja. Latas de atún. Frijoles. Galletas. Café. Tembló ligeramente al imaginarse una taza de café después de tanto tiempo. Adentro eran lujos que no podía permitirse.
—¿Cómo estás? —preguntó madre.
—Ya mejor. Al principio fue duro, pero ahora ya todo va mejor.
Mamá Chela se mordía un puño para evitar el llanto.
—¿Qué no te dan de comer?
—Sí, pero está asquerosa la comida aquí dentro y sin lana… —RQ se arrepintió de inmediato de haber aludido al dinero.
—Traje un poco —dijo madre mientras sacaba de la cartera un fajo.
—No lo necesito. Guárdalo.
RQ no quiso ser tan brusco. Pero así se dieron las cosas. Mamá Chela abrió un pan de molde, extrajo un frasco de mayonesa, abrió un jamón enlatado y preparó un sándwich. Se lo ofreció a RQ. Éste lo aceptó en silencio.
—Tu padre dejó el ministerio. No sale de la casa por la vergüenza.
A eso había venido madre.
—Ya se le pasará —dijo RQ.
—¿Pero es que no tienes conciencia? ¿No tienes alma? —estalló madre. El sollozo brotó como un alarido ahogado de inmediato por el abrazo de Mamá Chela. Las demás visitas apenas repararon. Estaban acostumbradas a esas y a peores escenas.
RQ tomó la caja entre sus brazos y abandonó el área de visitas con paso cansino.
Desde entonces, nadie más ha ido a visitarlo.
La vieja gorda dice su nombre. RQ camina hasta el micrófono, extrae una cuartilla arrugada del bolsillo trasero del pantalón y lee el poema que ha escrito para la clausura del curso.
Hay un cielo que nos espera en alguna parte.
Un cielo en llamas en el que arderán
nuestros cuerpos enamorados.
Nada podrá detener nuestro reencuentro
ni el latido de tus labios en mi boca.
Hay una casa blanca en una pradera verde
y las voces de los niños me reciben.
Camino alegre por el sendero
que tus ojos iluminan desde la alcoba.
Sé que me estarás esperando.
Yo te entregaré mi corazón, tú la esperanza.
La vieja gorda aplaude entusiasmada. El director lo observa con recelo. El comandante mueve la cabeza, incrédulo. La gloria de las letras locales le entrega un diploma y lo felicita. Regresa a su lugar. Los reos aplauden por disciplina. Aquello no termina nunca.
Por fin dan por clausurado el curso. Ya es la hora de la comida. RQ se dirige al comedor. En el pasillo se topa con un viejo interno que hace los mandados, un protegido de los custodios. Le dice que ha recibido una carta.
Querido RQ:
Por fin me decido a escribir esta carta que vengo postergando desde el día en que supe lo que hiciste. Estúpidamente, lo confieso, comencé a pensar que si hubiera podido retenerte a mi lado, lo habría evitado. Pasé noches enteras en vela tratando de hallar las respuestas a tu repentina huida y a tu acto criminal. No sabes qué difícil es para una mujer como yo entender que la dejen con una escueta nota de dos líneas. Repasé cada día que vivimos en aquel pueblo. En la época en que decidiste largarte estaba convencida (qué ingenua) de que nuestra vida era lo más cercano a lo que siempre habíamos soñado. Así que la culpa, querido RQ, la inutilidad de mis actos, la incapacidad de retenerte a mi lado y el coraje que despertó tu abandono después de haber aceptado lo nuestro (yo, que me había negado durante años) me arrastraron a una depresión de la que apenas voy saliendo.
Debo confesarte que mi primer impulso fue salir corriendo a buscarte y tratar, una vez más, de rescatarte de ti mismo. Pero con qué objeto si ya había fracasado la primera vez. Ya en retrospectiva, el maravilloso mundo que creía tener a tu lado fue mostrando sus fisuras, sus grietas. Ahí estaban de tiempo atrás, pero no había sido capaz de apreciarlas. Le habíamos dado la espalda al mundo y el mundo nos dejaba en paz con nuestro amor que nada ni nadie podía justificar, más que nuestra propia miopía. Pero no, no era así. Entre nosotros aparecieron pronto tus demonios y mi ceguera me impidió reconocerlos. ¿A quién engaño? Tus demonios siempre fueron la parte que más me atrajo de ti. Mi error estuvo en pensar que podría domesticarlos. Te conozco y, a pesar de todo lo que has pasado, has de estar diciéndote que no son más que idioteces lo que escribo. Debo confesarte que ya no me preocupa y que renuncié hace mucho a tratar de entender por qué te amaba como te amaba.
Terminé el curso en la escuela (le quedaban menos de dos meses) y me fui del pueblo. No regresé a la ciudad. Me fui al sur, a casa de una vieja amiga que conocí en mi época de misionera. Por cierto, renuncié a mis creencias religiosas.
(Puedo imaginarme tu hermosa sonrisa al leer esta declaración, jeje.)
Cerca de la ciudad donde vive mi amiga existe un pequeño pueblo que se rige bajo principios totalmente diferentes a los del resto del mundo. Un día, en un café, conocí a un hombre que me habló de ese lugar. Me explicó que hace ya dos décadas un grupo de psicólogos conductistas había decidido fundar una comunidad inspirada en el modelo de Walden II. Un experimento cultural basado principalmente en la ciencia de la conducta. No voy a aburrirte con los detalles. En esos momentos de mi vida, que un hombre con unos ojos extrañamente seductores y un paraíso en el bolsillo se acercara a mí con las peores intenciones me llenó de una deliciosa inquietud. La tarde se me fue en escucharlo describir ese pueblo enclavado en un valle, rodeado de bosques y un río. Sí, querido RQ, un cuento de hadas, algo insospechado para nosotros que crecimos en esa ciudad que llevas en las entrañas. Me acompañó caballeroso hasta la casa de mi amiga y nos despedimos con un beso en la mejilla. Antes quedamos de vernos al día siguiente en el mismo café.
Por primera vez desde tu abandono, pude dormir toda la noche sin despertarme con el recuerdo de tu respiración a mi lado. No creo que entiendas el significado de este suceso en mi vida. Eras el único hombre al que había amado y la culpa de nuestro amor me orilló durante años a llevar una existencia que ni siquiera había elegido. El templo, papá ministro, mamá ejemplo de cristiandad… tú mejor que nadie sabes a qué me refiero. De pronto, en esa ciudad ubicada a dos mil kilómetros de ti, un hombre trataba de cortejarme. Un hombre que hablaba un idioma totalmente nuevo.
Al día siguiente acudí a la cita tan nerviosa como una colegiala. Camino al café caí en cuenta de que se trataba de la primera vez en mi vida que salía con un hombre en esos términos. A mis treinta y un años no tenía más experiencia en cuestiones de ligue que la de una adolescente tímida. La adolescente tímida que fui. Te odié por ello, por haberme robado los mejores años de mi vida, o al menos los años en los que aprendemos lo fundamental. Con un pasado inconfesable y todo el terror del mundo entré al café y, después de una ojeada rápida, no pude hallarlo en ninguna de las mesas. Respiré aliviada y salí, como quien dice, huyendo. Fue gracioso. Al dar media vuelta me di de bruces con él, que apenas iba entrando.
Jaime (ése es su nombre) estuvo más encantador que la tarde anterior. De nuevo me tomó de la mano y me llevó por caminos que no había transitado nunca. Sin dogmas, sin leyes grabadas a sangre y fuego, sin culpa, sin zozobra, sin gritos, sin imposiciones. Su voz me arrullaba, sus ojos me transmitían una paz que no conocía. Y con sus maneras de campesino ilustrado, me fue enseñando a vivir en el centro de todo, no en la periferia.
Conozco de maravilla tu cinismo e imagino que estás pensando que todas las estrategias son válidas cuando se trata de llevarse a una mujer a la cama. No niego que había algo de ello en sus avances. Pero sabes algo: yo lo deseaba con toda mi alma. Necesitaba hacer el amor con alguien que no fueras tú.
Pasaron los meses. Jaime y yo teníamos ya una relación formal, por llamarlo de alguna manera. Nos veíamos poco. Cada que podía, se escapaba de Los Horcones (así se llama la comunidad) para encontrarnos en la ciudad. Yo no iba a visitarlo, a pesar de su insistencia. Aún tenía bien arraigado el sentimiento de desengaño y prefería seguir viendo ese paraíso a través de sus ojos, de sus palabras. Algún día tendría que enfrentarme a esa forma de existencia poblada por seres como Jaime.
Para entonces, no tuve más remedio que asimilar un hecho que al principio me pareció devastador, pero que con el pasar de los días se convirtió en otro motivo de esperanza. Para entonces el hecho había crecido lo suficiente en mi interior y no podía ocultarlo más.
Estaba embarazada. Llevaba en mis entrañas a tu hija. ¿Puedes imaginarte el terror que me asaltó cuando confirmé el embarazo? Saqué cuentas y concluí que me preñaste cuatro o cinco días antes de tu partida. Cuando conocí a Jaime tenía casi tres meses de embarazo.
Tuve que juntar el valor para confesárselo. Pensé que lo perdería. Durante una semana no supe de él. Pero al octavo día me citó en el mismo café donde nos habíamos conocido y me confesó que estaba dispuesto a intentarlo. No le hablé de ti. No le hablé de los lazos que nos unen. Para Jaime eres y serás una aventura de una noche. Me puso una condición: tendría que mudarme a Los Horcones y tener a la bebé allá.
La verdad, no lo pensé mucho. ¿Qué podía perder que no hubiera ya perdido? Cada día, al abrir los ojos, me invadía ese sentimiento de estar detenida en el momento en que entré en aquella cocina y leí la nota que dejaste. Una nota que te pintaba de cuerpo entero. Sin explicaciones, sin argumentos. No como esta carta que decidí escribirte después de días de debatir conmigo misma, para que supieras que tienes una hija.
Te preguntarás si nació sana, sin ninguna tara dadas las circunstancias. Sanísima y bella. Se llama Luisa, como la madre de Jaime. Cuando nació le revisé cada centímetro de su cuerpo en busca de algún defecto. Es perfecta. Y a sus casi cuatro meses ha demostrado ser muy inteligente. Tal vez te parezca una crueldad que te cuente de la existencia de Luisa y al mismo tiempo te diga que nunca sabrá de ti. Si te soy sincera, no sé muy bien por qué lo hago. Empecé esta carta con la idea de que tenías derecho a saber que eras padre. Que la noticia podría llevarte un cierto consuelo. Al menos al RQ que jamás renunció a mí, a ese hombre que podía amar con una intensidad abrumadora, inquebrantable. Me pregunto si queda algo de ese sujeto. Me pregunto si quedaba un ápice de ese hombre cuando decidió abandonarme.
Pero no es la de reprocharte nada la intención de esta carta.
Únicamente quería que supieras que mi vida es mucho mejor de lo que podía haber sido después de tu partida. Porque tengo la certeza de que hay una parte de ti que sufre pensando en el daño que pudiste hacerme. Quizás una muy pequeña parte enterrada bajo todo ese vacío que te ha ido tragando. No he conocido un hombre más brillante que tú. No he conocido un hombre más asustado.
Quiero que sepas que soy una mujer que ha logrado mantener a raya todos los monstruos que la acosaron desde niña. Ahí están, lo sé, nunca bajo la guardia. Cuando asoma alguno de ellos, sólo tengo que dejar que Luisa estreche con su manita mi dedo índice para que regrese al agujero donde los enterré. ¿Cursi? Mucho. Cuando vives en una casa de madera que la comunidad construyó con sus propias manos es inevitable no volverse una cursi de primera.
No sé si vuelva a escribirte. No sé si alcances a leer esta carta. Sólo puedo desearte que encuentres la paz o lo que sea que te haga falta para querer despertar cada día sin el deseo de matar a alguien.
Te quiere, C.
El gran espejo colgado de la pared del fondo le devolvió la imagen de cuerpo entero. Una imagen que le fascinaba. Se había delineado los ojos. Se había pintado los labios. Se había aplicado rubor. La minifalda ceñía su cadera estrecha. El top apenas se sostenía de su pecho liso. Caminó de arriba abajo con aquellos tacones demasiado altos para su impericia. Caminó torpe. Caminó sensual. Se detuvo y ensayó una pose vulgar.
Me gustaría ser una puta, se dijo. Soy una puta.
Le incomodó el pene adherido al escroto con cinta adhesiva. Le incomodó el hilo de la tanga clavado en el ano. Ensayó un diálogo con un hombre imaginario. Éste le preguntó cuánto. Le contestó que mil por una mamada. ¿Y por metértela? El doble. Sin dejar de contemplarse en el espejo, se imaginó en un carro con un desconocido, se imaginó el miembro del desconocido en su boca. Se imaginó al desconocido penetrándola en la parte trasera del auto.
Soy una puta, se dijo una vez más.
El ruido de pasos en el pasillo hizo pedazos la escena. Se desnudó enfurecido. Se quitó el maquillaje con rabia. Guardó todo en una caja y la caja al fondo del ropero. Se enfundó en unos pantalones de mezclilla. Se puso una camiseta, se calzó unos tenis. Se despeinó. Descorrió el cerrojo de la puerta de su cuarto. Cerró la puerta tras de sí bajo llave. Caminó a la sala. Sus abuelos habían vuelto a casa y veían televisión. Pasó a un lado sin despedirse.
—¿A dónde vas, Pedrito? —preguntó la abuela.
No contestó. Cruzó el patio, alcanzó la calle, se echó a andar rumbo a la noche. Con la rabia de unos pasos que no eran suyos. Con la furia de una excitación que tendría que ir reprimiendo a medida que se acercara a la tienda de la esquina.
Ahí estaban todos bajo la luz mortecina de un farol renegrido. Fumaban, tomaban cerveza caliente. Lo saludaron alegres.
Uno contó que venía de echarse un palo con la Luly, una vecina famosa por caliente.
Otro habló de la madriza que le habían puesto a un cabrón de la colonia de enfrente por gandalla.
Pedrito prendió un cigarro y guardó silencio.
Uno se regodeaba en explicar cada una de las posturas que había ensayado con la Luly.
Otro presumía haber mandado al hospital al cabrón gandalla de la colonia de enfrente.
Pedrito siguió callado. Aburrido, se terminó el cigarro y de inmediato prendió uno más. Rechazó la cerveza. Fumaba ausente. Pedrito siempre hablaba poco. Pero era quien movía a la banda.
—Ya es hora —dijo al fin.
Y caminó hacia un Tsuru negro, con rines cromados y llantas anchas. Sólo dos se desprendieron del grupo. Lo siguieron sin decir palabra. A Pedrito no le gustaban las palabras. Era flaco y alto. De caminar elástico y un algo afeminado. A sus espaldas murmuraban. No se le sabía nada. Y salía con un pedazo de mujer que ya la quisieran todos. Abordaron el auto. Pedrito de copiloto. Apenas se limitaba a dar las indicaciones. El conductor prendió el estéreo: el Vale. La voz nasal del cantante le cagaba a Pedrito. Pero concedía. Esos dos cuates que recorrían la ciudad junto a él en unos minutos más le cubrirían las espaldas. Una ciudad que Pedrito llevaba tatuada en el cuerpo. Una ciudad que conocía de memoria. Iban al oriente, a un vado seco y agrietado en el que la compañía constructora del alcalde había edificado media docena de fraccionamientos para clase media alta. Se llamaban Venecia, Costa Azul, Mónaco, Florencia. Casas idénticas de dos pisos, una cochera y un patio trasero. Fáciles de robar. Televisiones, computadoras, estéreos, algo de efectivo, algo de joyas. Pedrito había vigilado una durante un par de semanas. Una pareja joven sin hijos. Los jueves salían a eso de las nueve y no regresaban antes de medianoche. La casa estaba en la esquina de la privada. Desde la avenida principal que atravesaba el fraccionamiento era fácil saltar al patio trasero. Una vez dentro, podían forzar una puerta o una ventana en cuestión de minutos. El chofer del Tsuru no se estacionó para no despertar sospechas. Recorrería la avenida a baja velocidad hasta recibir un mensaje en el celular para regresar al mismo punto.
Pedrito era un mago de las ganzúas y el desarmador. Abrir la puerta corrediza de cristal no le llevó ni tres minutos. Nada de luces dentro. Las farolas de la privada les permitían moverse con bastante precisión. Una mochila montañera a la espalda de cada uno. Le habían pegado al gordo. Esa parejita de tórtolos amaba la tecnología. Un animalón de 42 pulgadas. Un DVD Sony. Dos laptop HP; negra la del hombre, blanca la de la mujer. Pedrito calculó veloz. Veinte mil pesos malvendidos. En el segundo piso un clóset con vestidos de noche, casuales, ejecutivos, sport. Buenas marcas. Joyas. Más plata que oro. Nada de efectivo, no se usaba. Vénganos tu reino. Su colega ya no le preguntaba por qué esa obsesión de llevarse siempre ropa de mujer. Para mi chava, le explicó una vez. No le creyó. Tampoco le importaba demasiado.
No recordaban un botín como ése. Pedrito estaba inspirado. Nunca antes había elegido una casa así. La cocina era una colección de electrodomésticos. Una cafetera de lujo para expresos y capuchinos. Un horno de microondas que parecía una nave espacial. Batidora. Licuadora con seis velocidades. Una televisión portátil sobre la barra desayunadora.
Brincar el cerco con todo aquello les llevó más tiempo del habitual. Pedrito contaba con que en la ciudad la gente cerraba los ojos, veía a otro lado, callaba. Llamar a la policía era peligroso. El denunciante debía identificarse. Los delincuentes saldrían un día con la dirección y el nombre de quien les había puesto el dedo. Todo tiene un precio. Eso, si la policía acudía al llamado a tiempo. Llenaron la cajuela del Tsuru y el resto lo amontonaron en el asiento trasero del carro, incluso en el del copiloto. Se alejaron del fraccionamiento muy despacio, como quien sólo huye de su sombra.
Tenía en sus manos un vestido asimétrico color negro Armani. Lo observaba con codicia, con devoción. Lo ajustó a su cuerpo y se contempló en el espejo del cuarto. La tela, la caída, el corte. Un ensueño. Imaginó la caricia del vestido en su cuerpo. Imaginó el vaivén de la falda al caminar. Se imaginó enfundado en esa pieza exclusiva. Supo que nunca podría usar una prenda como aquélla. La dobló y la guardó en la caja junto con los otros vestidos. Puso la caja al fondo del clóset y la ocultó bajo el desorden de su ropa masculina. Se sentó en la cama y se concentró en el vacío. El mejor golpe de su vida. Los aparatos ya estaban en el almacén del Gordo. Había pagado sin regatear. No eran baratijas. El Gordo podía ser un hijo de puta, pero ante todo se trataba de un buen comerciante. Dinero fresco en el bolsillo. Había que empezar a planear el siguiente robo. Había que soñar con algo más grande. Un banco tal vez. Una joyería. Un par de trabajos más y se largaría de ese basurero. Del estigma de haber nacido en ese basurero.
El norte de la ciudad: la inmundicia. El norte de la ciudad: un par de patrullas de la policía judicial a las puertas de su casa. En una de ellas, el Gordo con la cara hecha pedazos. En la otra, los cómplices de Pedrito esposados y con los rostros ensangrentados. El norte de la ciudad: agentes de la policía judicial rodeando la casa de los abuelos y gritando abre hijo de tu puta madre. El norte de la ciudad: chotas tumbando a patadas una puerta sin orden de cateo. Entrando en tromba en casa de Pedrito. Despedazando muebles, tirando golpes. El norte de la ciudad: polis reventando los dientes de Pedrito de un cachazo. El norte de la ciudad: Pedrito esposado, cabizbajo, puteado, abordando una patrulla de la policía judicial.
Los vecinos comentaron:
—Pobres muchachos, quién sabe si regresen. Pobres abuelos de Pedrito, a ver si no los mata el disgusto.
Los vecinos se asombraron:
—Hacía tiempo que los chotas no se dejaban venir. Han de haber regado feo el tepache estos plebes.
Y en la patrulla:
—Ya te cargó la chingada. Le robaste a un caca grande, hijo de tu chingada madre. Al juniorcito del dipu, baboso. ¿Sabes la que te espera, pinche puto?
El escarmiento.
Hay que ser un imbécil para saquear la casa del hijo de un diputado. Un sujeto que levanta el teléfono y pide que lo comuniquen con el comandante de la judicial.
—A sus órdenes, mi lic. Haremos todo lo que esté en nuestras manos.
Sin límites.
Le cayeron al Gordo. El billete que repartía cada mes entre los agentes de la ley no cubría casos especiales. No hizo falta mucho. Antes de preguntar, unas patadas en el hocico. Soltar la sopa rápido, a ver si así. Fulanito y fulanito y menganito.
—Ellos me vendieron la mercancía.
—Tú nos llevas, pinche Gordo.
Lo mismo con fulanito. Lo mismo con menganito. La policía judicial desplegando todos sus recursos. En el norte de la ciudad. Una calentada tras otra. Y apenas empezaba el show.
En la comandancia esperaban los más duchos de la corporación. Expertos en la picana. Hábiles con la bolsa de plástico. Amorosos a la hora de envolver los cuerpos desnudos en la cobija y golpear en los rincones más inverosímiles. En menos de dos horas confesaron todo. Pero ya estaban ahí. Había que aprovechar. La filosofía de la corporación siempre ha sido la de colgar la mayor cantidad posible de muertitos al malandrín en turno. Para refundirlo en el bote de una vez. Es un malviviente. Mejor dentro que afuera.
Confiesa, hijo de tu puta madre, tú asaltaste equis y ye tienda. Tú robaste aquí y allá. Tú violaste a la morrita hace una semana. Tirabas droga en el cantón. Secuestraste a don Mengano.
No, no, no.
—Cómo que no, hijo de tu chingada madre.
Una noche nada más. Una noche.
—¿Dónde firmo?
—Aquí y aquí y aquí.
Luego llegaba el defensor de oficio. Firmaba la declaración sin voltear a ver al detenido.
Listo.
Ya más repuestos de la madriza, posaban ante los medios. Foto, foto, foto, foto. Al día siguiente, los pasquines de la nota roja se venderían como pan caliente al norte de la ciudad.
—Hay que ser un pendejo para robarle al hijo de un diputado —le dijo su tío Arnulfo.
A Pedrito no se lo llevaron a la grande. En lugar de treparlo a la patrulla junto con el Gordo y los otros dos, lo pasaron a la oficina del eme pe. Lo sentaron, le quitaron las esposas, le dieron un par de palmadas en la espalda.
—Ah, qué muchacho este. Haber dicho que eras sobrino del buen Arnulfo.
Luego entró su tío.
—Hay que ser un pendejo para robarle al hijo de un diputado. Órale, muévete, nos vamos.
Pedrito observaba incrédulo al hermano menor de su madre. Su madre hacía años que había partido al gabacho. Se incorporó como pudo. Le dolían lugares que nunca pensó que podrían dolerle. Que existían. El tío Arnulfo le dio un abrazo al eme pe y le dejó un casete sobre la mesa.
—Cortesía de la casa, mi lic. Me acaba de llegar una venezolana que no tiene madre de lo buena que está. Usted me dice adónde se la mando, mi lic. Por mi cuenta, ya sabe.
—Yo le aviso, Arnulfito.
—Órale, pinche plebe pendejo, vámonos antes de que me arrepienta.
—Escucha a tu tío, chavalo —le dijo el eme pe a Pedrito y le dio un zape en la coronilla.
Cabizbajo, Pedrito arrastró su cuerpo tras los pasos de su pariente. El pasillo desconchado los llevó a la calle. La ciudad era un incendio forestal. Se cruzaron con uno de los agentes que lo había torturado.
—Ése mi Arnulfo. Ahí nos disculpas, ¿no? Pero pues no sabíamos.
—Está bien, para que aprenda el pendejete.
Cruzaron el estacionamiento. Pedrito renqueaba. A su tío no se le caía el saludo.
—¿Tienes hambre? —le preguntó al tiempo que desactivaba la alarma de una Van Express blanca de modelo reciente. Pedrito asintió.
La taquería estaba al norte de la ciudad. Una ciudad ahogada en ruidos, en gritos, en un tráfico chatarra, en transeúntes heridos por un sol insaciable.
—Mira, cabrón, yo le prometí a tu madre que te cuidaría y me sales con estas pendejadas. Si le vas a entrar al negocio, hazlo con estilo. Tú mismo viste cómo me tratan. No ando de hocicón. Tú viste el respeto. Come, baboso, come. El mero billete. El secreto: el sexo. ¿Otro? A ver, tú, pelo chino, tráele otro al plebe. Todo mundo quiere culear. Así que hoy mismo en la noche paso por ti y nos vamos al sur. Sirve que te desapareces un rato y se enfría el asunto. Al hijo de un diputado… si serás… La vamos a hacer en grande. ¿Podrás manejar la camioneta esa?
Las tenían en un cuarto aparte. Cinco muchachas de entre quince y diecisiete años. La humedad del trópico brillaba en la piel morena de las adolescentes. Estaban sentadas en el piso, la espalda recargada en la pared. Los ojos desorbitados de espera. Los ojos eran unos planetas errantes. Cuando se abrió la puerta, se apeñuscaron como cachorros. Dos hondureñas, una ecuatoriana, una salvadoreña y una costarricense.
—Es un buen lote, señor, vos mismo podés mirarlo. No acepto menos de lo acordado —dijo el agente de migración.
Una veintena de centroamericanos, en el cuarto de al lado, rogaba por que los deportaran. Los más viejos serían arrojados al otro lado de la frontera. Las mujeres jóvenes, vendidas a los prostíbulos del país. Los hombres terminarían en campos agrícolas o en fábricas textiles.
Por las cinco adolescentes pagarían su peso en oro.
Arnulfo las examinó de arriba abajo. Una vez limpias y arregladas les sacaría en un mes el doble de lo que le iban a costar. Además, estaba cansado de regatear con el agente ese de mierda. Un tipo cortés que lucía el uniforme de migración con pulcritud. Que hablaba de lotes, costos, beneficios y márgenes de ganancia. Que se empalagaba de palabras incomprensibles. Con una mirada que a Arnulfo lo ponía nervioso, aunque no se la hubiera sostenido en todo el tiempo que permanecieron en aquella oficina del Instituto Nacional de Migración perdida en la selva.
Pedrito, sentado en el lugar del piloto, vio venir a las muchachas en fila india, escoltadas por su tío Arnulfo y un indio enano enfundado en un uniforme.
—Muy bien, señoritas, este señor las va a llevar al norte para que puedan cruzar al otro lado, todo está arreglado ya —alcanzó a escuchar Pedrito.
Las cinco jóvenes abordaron la Van Express blanca y se acomodaron en los asientos traseros.
—¿Tienen hambre? ¿Sed? En esas bolsas hay algo de botana y unos refrescos —les indicó Pedrito.
—Ah, cómo eres puñal, ni pareces mi sobrino —dijo Arnulfo mientras ocupaba el asiento del copiloto—. Dale que la tirada es larga. Y ustedes, mis ladies, chitón, no quiero escucharlas en todo el camino, ¿oyeron?
Pedrito puso en marcha la camioneta. La selva quería tragarse la carretera. Una carretera que con las horas iría transformándose en un desierto.
RQ puede escuchar a la ciudad. El imperio de sus ruidos. Acostado en el catre, afina el oído para no perderse ninguno de los sonidos que vienen de afuera. Afuera es una palabra con un millón de significados. Acostado en el catre, a las tres de la mañana, el bloque entero duerme y RQ puede escuchar a la ciudad. Su monólogo rutilante y perfecto. Sus intrigas. Después de un año, se ha ganado una litera en una celda. Los primeros meses se los echó en la baldosa del baño. Quinientos sujetos en un bloque para doscientos. Poco a poco adquirió derecho de piso. Tuvo suerte. Torció gente del difunto Arnulfo. Lo arroparon. Entonces vino el correr de los días en una rutina desquiciante. Inventarse la realidad. Moldearla a horarios ajenos. Al de los custodios, al de las reglas. Ha vuelto al perico. En cada esquina hay un tipo que vende calidad. RQ tiene labia y voz de funcionario. Cada mañana se presenta en la oficina, toma la lista de números, un celular de prepago y comienza a enviar mensajes de texto: usted se ha ganado… No falta el ingenuo que pica. Entra la llamada y…
—Secretaría de Gobernación, Dirección General Adjunta de Juegos y Sorteos, le atiende el licenciado Gutiérrez.
La estafa hasta donde la codicia y la imbecilidad del incauto lleguen. Hay días de tres y cuatro mil pesos. Hay días de más. Días de cero. A cambio: privilegios, protección, coca. Una celda con una litera y poder escuchar las voces agudas de la ciudad que brincan los muros de la prisión y llegan hasta sus oídos. Vale la pena esta penitencia del marasmo a cambio de haber sido un pequeño dios. Aunque extraña patear las calles en la madrugada y el olor putrefacto de sus habitantes. Ahí dentro huele a orines. Todo el día. Un aroma espeso que flota en cada pasillo de ese laberinto ensimismado. Un laberinto donde la memoria es peligrosa, una trampa mortal. RQ poco a poco la ha ido cancelando. Sólo le queda un fajo de papeles bajo el colchón. No ha vuelto a la carta de Celeste, pero necesita saber que está ahí, guardada en un sobre con una dirección. Su único lazo con el exterior. ¿Pero qué es el exterior si no su memoria? Por eso se concentra en los pocos sonidos de la ciudad mientras espera la primera lista del día. La vieja gorda de la maestra de creación literaria, con su cara de pez globo, lo recomendó a la dirección. El maestro universitario asesora a los internos para que obtengan su certificado de primaria o secundaria. Sujeto y predicado. Las leyes de reforma. Base por altura. Fuerza es igual a masa por aceleración. Los símbolos patrios. Los internos presentan el examen, lo aprueban y le regalan perico y cigarros. De vez en cuando hay despedidas lindas, tipos transparentes que únicamente saben robar o asaltar. Un buen día les llega la libre, empacan sus cosas y se van dejando un reguero de esperanza. La mayoría vuelve. Afuera es un paréntesis en sus vidas. Hay quien lo intenta. Después de trabajar de velador, de franelero, de lavacoches, de repartidor, de bracero, de cualquier cosa, un buen día le estalla la cabeza, agarra un fierro, se lo pone en la boca a un transeúnte y le arrebata la cartera y el reloj. Tuerce de nuevo, sale al patio, se forma para la yegua, traga y juega naipes sin tirar la sonrisa. Ya qué, dice. Ya qué. Asesinos a los que la madrugada sorprende llorando. Secuestradores que se quieren colgar del techo de la celda porque su vieja los ha abandonado. Y ya qué. Esperar que un minuto suceda al otro. Jugar a que el mundo los recuerda.
Pero RQ saldrá hecho un venerable anciano. Con la próstata agusanada, con los pulmones negros, con la hipertensión galopante. Dentro de un millón de años. Mientras, escucha a la ciudad, él, su más fiel apóstol. Y le asaltan los recuerdos. Entonces cambia de postura sobre la cama y trata de conciliar el sueño. Pero la ciudad lo persigue. Lo reta. Aquí estoy, le dice, testimonio de tu insignificancia. Tengo ya más de cien devotos mientras te pudres en una celda. Ni siquiera tu nombre recuerdan. RQ hubiera preferido que lo mataran en el canal del norte. Porque esa celda, ese pasillo, ese patio, esa normalidad es mucho peor que un balazo en la cabeza. Y, sin embargo, llamarán a lista y acudirá el primero. Y se lavará como si no pasara nada. Y desayunará como si no pasara nada. Y se ganará el pan con el sudor de su frente estafando a desconocidos y no pasará nada.
Presente.
Jueves de visita. De once a una los internos compartirán un patio con gente que está afuera. Que toma el camión, camina por la calle, entra a una taquería, a una cantina, se emborracha, se droga, tiene sexo gratis, sexo pagado. Gente que parlotea del exterior, esa dimensión paralela donde el mundo no se detiene. Fotos de niños que crecen pasan por las manos de los internos.
Jueves de visita.
A RQ nadie irá a visitarlo. Así que se abraza a la rutina. Termina de desayunar y se dirige a su oficina. Puede ser una celda, un baño o el comedor. Hay media docena en esa cárcel. Cada una tiene un encargado que reporta la lana de las estafas al maicerón. Éste le entrega una parte al comandante de la prisión.
—Qué bueno que llegaste, poeta, vas a ser testigo de una chulada de transa —le dice el encargado a RQ.
Dos reos sentados en el piso de la celda frente a frente. Cada uno con un celular en la mano. A sus pies, esparcidas unas hojas con anotaciones. A una señal, cada uno marca un número. Contestan casi al mismo tiempo.
—Tenemos a tu hija. Si no haces todo lo que te decimos, la matamos. Escucha —dice uno.
—Tenemos a tu madre. Si no haces todo lo que te decimos, la matamos. Escucha —dice el otro.
Ambos acercan su teléfono al del otro y los empatan.
La madre escucha a su hija decir:
—Bueno, bueno, ¿mamá, mamá?
La hija escucha a su madre decir:
—Bueno, bueno, ¿hija, eres tú?
Los reos ajustan los teléfonos a sus orejas y se apegan al guion. Ambas víctimas, presas de la histeria, han oído la voz de su familiar y creen que está en manos de los secuestradores. Los reos meterán presión con amenazas brutales: violación y muerte. Las dos mujeres seguirán al pie de la letra las instrucciones. Un contacto exterior ubicado en la ciudad donde viven las víctimas (lejana de la ciudad que alberga la prisión) les habrá proporcionado una serie de señas precisas sobre comercios, plazas y calles, de forma que las víctimas crean que está sucediendo realmente. Este mismo contacto habrá abierto una cuenta en un banco con estándares bajos de seguridad. Las víctimas acudirán a sus respectivos bancos y retirarán en ventanilla diez o veinte mil pesos cada una, que depositarán a distintas horas en la entidad financiera convenida. La clave de la estafa es que las víctimas nunca cuelguen. Para ello hay que ser convincentes. Despiadados con la imaginación. Mantenerlas al teléfono a cualquier costo.
—¿Cómo la ves, poeta? Esto está más chingón que lo de los sorteos, ¿no?
RQ se descubre fascinado. Se imagina al teléfono jugando con el terror del estafado. Con la angustia que significa para alguien pensar que un ser querido está encapuchado, en un cuarto, en manos de sujetos que pueden cortarle una oreja, un dedo, vejarlo, humillarlo, quitarle la vida. Y todo a golpe de palabra. Y le encanta saber que a partir de ese momento los días le depararán momentos luminosos, casi tan luminosos como cuando era el rey de las calles de esa ciudad incansable en sus rituales.
—Quiero entrarle —le dice al encargado.
Un custodio se presenta a la puerta de la celda. Se hace de la vista gorda ante la estafa que está a punto de acabar.
—Tienes visita, poeta.
RQ lo mira con desprecio y extrañeza. No se mueve.
—¿No me oíste, cabrón?, que tienes visita, güey.
RQ se encoge de hombros y va tras los pasos del guardia. El bloque está semivacío. La mayoría se encuentra en el área mixta atendiendo a la gente que vino a verla. RQ teme que sea su madre o su padre. Tal vez Mamá Chela con noticias de su casa. RQ no quiere enfrentarse a ninguno de ellos. No hay vergüenza. Sólo hastío. Y una ira que crece a cada paso, que puede estallar cuando vea a su padre sentado en una de las mesas de plástico del patio, con todo el decálogo estampado en el rostro. RQ recuerda la carta de Celeste. Donde le dice que siempre temió que terminara matando a sus padres. RQ detecta ese cosquilleo letal que precede al momento de apretar un gatillo, blandir una navaja, penetrar a una mujer. Llega al patio y lo recorre con la mirada. Ni padre ni madre ni Mamá Chela.
No es hasta la segunda ojeada que la distingue. Sentada bajo un toldo, con las piernas cruzadas y una minifalda que ha puesto nerviosos a todos los internos.
Sofía levanta la mano y saluda como si fuera montada en una carroza cruzando entre una multitud de súbditos. Sofía, la reina de los ojos grises. Sofía, que se levanta para mostrar un vestido blanco y entallado, abrupto en los muslos, generoso en el escote. Que abre los brazos hacia RQ, que ha perdido el paso, timorato, desaliñado, incrédulo, extraviado en todas las preguntas que se le vienen agolpando.
Sofía lo abraza tiernamente.
RQ le corresponde el abrazo sólo para constatar que no se trata de una aparición.
Hombre y mujer se sientan al mismo tiempo. Cada uno en el extremo opuesto de una mesa en cuya superficie dice Coca-Cola. Se observan como si únicamente se tratara de eso, de mirarse a los ojos e instalarse un par de horas en el mutismo.
Es Sofía quien rompe el silencio.
—Hola, ¿cómo te va? —Y sonríe cómplice.
RQ se rasca la coronilla. Tamborilea con los dedos sobre el plástico sucio. Hace ademán de incorporarse.
—Espera, no te vayas, por favor —le ruega Sofía.
RQ vuelve a sentarse. Guarda silencio.
—Hijos de la chingada, querían revisarme hasta el fundillo —dice Sofía y en el tono RQ descubre que ya no es la puta de los ojos grises. La mujer vuelve a sonreír cómplice. Susurra:
—No he dejado de pensar en ti todo este tiempo.
—Mira qué casualidad, yo tampoco dejo de pensar en que debí haberte matado aquella noche.
Es un farol. La mujer lo intuye. RQ nota de inmediato la falta de convicción, de furia. Y se sabe desarmado. Y descubre que por primera vez en ese encierro no quiere que el tiempo siga su curso.
—¿A qué viene tanta violencia si estamos pisteando tranquilos?
Sofía ha aprendido a deslizar una sonrisa que es como un veneno. Cuando la ensaya, su rostro se deforma en una mueca algo repulsiva.
—Mira qué sarcástica se volvió la putita —dice RQ. Y siente cómo se le empequeñecen los testículos.
Sofía se carcajea.
—¿Cuál es el chiste?
—Hacía mucho tiempo que no me llamaban puta. Ahora lo piensan, pero no me lo dicen.
No dejes de hablar, se obliga RQ. No dejes de hablar para que no te envuelva en esa bruma espesa que emana de sus gestos.
—Una puta siempre será una puta.
—Y un pendejo siempre será un pendejo, ¿no crees?
—No tengo por qué aguantar esta mierda.
—Pensé que estábamos poniéndonos al día.
—Pues no hay mucho que decir. Nos chingaste bien y bonito; a ti te va poca madre y yo estoy refundido en el bote. Ah, y a la Muñeca la mataron.
—Dicen que te salvó la vida.
—Qué carajos te importa si me salvó la vida. La idea era que nos mataran a todos, ¿no?
—No. La idea era que mataran a Arnulfo.
—Pues se fueron de largo.
—Yo no sabía.
—¿A qué viniste?
—A visitarte. A saber cómo estás, si necesitas algo.
—No me chingues. ¿A qué viniste?
RQ reprime el impulso de golpear la mesa ante la mirada adusta de un custodio.
—Fue un error. Mejor me largo.
Sofía se incorpora. Todos los reos y los custodios clavan sus ojos en el cuerpo de la mujer. La mujer no se intimida. Está acostumbrada a esas miradas lameronas.
—¿Así de pelada?
—Me prometió que nada más quería a Arnulfo. Y se lo puse, y lo volvería a hacer. Es más, quería que muriera lentamente, o mejor, que no muriera para poder torturarlo el resto de su puta vida —dice Sofía mientras se sienta de nuevo.
—¿Conocías a don Arnulfo?
—Él hizo de mí lo que soy. Esta puta que ves aquí es obra del incomparable del gran Arnulfo. Su obra, de nadie más. Su pinche obra. Todos estos años de mamar vergas y abrir las piernas se los debo al gran Arnulfo.
—Seguramente el hijo de puta de Conrado Pesqueira era mejor, ¿no?
—No seas mamón. Conrado fue un instrumento, tú fuiste un instrumento, la Muñeca, todos. Cuando lo vi cosido a balazos, por primera vez en mi vida respiré sin miedo, sin asco, sin vergüenza.
—¿Por qué no tienes los huevos de asumir quién eres?
—Porque nunca tuve elección, grandísimo pendejo. Para ti no era más que un juego. Yo no tenía otra vida.
—¿Y quién te dice que yo tenía elección? Mira, esta plática no tiene caso, la neta. Así se dieron las cosas. Tú jugaste tus cartas, yo las mías. Yo estoy en el bote y a ti, al parecer, te va muy bien. Si no viniste a nada en concreto, mejor aquí lo dejamos.
—Vine a proponerte un trato.
—¿Un trato, tú?
—En el fondo eres un pobre machito como todos. Conrado no cumplió con lo prometido: sacarme de las calles. Lo único que hizo fue ponerme en el espectáculo estelar de su puto antro. Tres noches por semana cogía en vivo y en directo con un pinche semental. Pero mira cómo es la vida. Su brazo derecho, el Rojo, se enamoró de mí. No pongas esa cara, cabrón, si tú también lo estabas. Cuando te despachaste a Conrado, pues el Rojo se convirtió en el jefe de la plaza y yo en su amante. Y ya sabes lo que puede conseguir una mujer cuando le habla al oído a un sujeto caliente y empalmado.
—¿Cuál es el trato?
—Uta, qué genio. Convencí al Rojo de que saque de la jugada al Licenciado y te pase el control de todo aquí dentro. Te la debía.
—¿Al Licenciado? Estás loca. Ese cabrón controla hasta cuando los internos van a cagar. No creo que sea tan pelada.
—¿Te interesa o no?
—Hay gente de don Arnulfo que torció hace unos meses y que me hizo el paro. Tendría que chingármelos.
—Pues te los chingas. Mira, querido, el Rojo no quiere saber nada de sacarte de aquí, no confía en ti. Lo más que pude lograr es que seas el maicerón. ¿Le entras o no?
—Le entro.
—Eres un amor. Ya verás que todo va a estar al chingadazo. Ya me voy, corazón.
—¿Volveré a verte?
—No, querido. Le prometí al Rojo que ésta sería la primera y la última. Toma, te traje una foto, cuando me extrañes la miras.
En la foto aparecen RQ, la Muñeca, Felipe taxista y Sofía en el palco improvisado del almacén donde se celebraban las peleas clandestinas.
Hija de tu pinche madre, murmura RQ mientras Sofía se aleja.