Sofía vio el momento en el que la ciudad empezaba a dar paso a las Vueltas que la rodeaban, al disminuir las casas y al cambiar el patrón de las sacudidas cuando las ruedas impactaban contra más surcos. El avance hacia delante hacía que su miedo creciera, pues sabía todas las cosas que le esperaban cuando el carro se detuviera.
Ahora hacía tiempo que habían pasado las viejas murallas de la ciudad, la continua extensión de casas significaba que no había una línea clara que declarara dónde terminaba la ciudad. Por poco tiempo, Sofía se preguntó qué sucedería si las guerras del otro lado del mar vinieran al reino. ¿La gente tendría que intentar amontonarse tras las viejas murallas, o simplemente construirían barricadas en las calles? ¿Servirían de algo las murallas de piedra respecto a los cañones?
Entonces se dio cuenta de que no le preocupaba. Ninguna de las personas por las que pasaron intentó ayudarla a ella o a las otras chicas. Ninguna las miró con otra cosa que no fuera desprecio, la pena inútil o el peligroso interés que habían estado allí desde que empezaron este viaje.
Ahora el carro estaba más lleno, pues el esclavista había hecho un montón de paradas a lo largo del camino. Al parecer, en Ashton había mucha gente que estaba preparada para vender sirvientes o aprendices, niños abandonados o incluso hijas, sin importarles lo que les pasara a continuación. Tal vez se convencían a sí mismos de que la venta solo era temporal y no tenía importancia. Tal vez ni tan solo lo pensaran.
Un par de guardias con aspecto de matones se les unieron al llegar a los límites de la ciudad, cabalgando al lado del carro. Puede que Meister Karg se hubiera sentido seguro mientras conducía haciendo sus recados mientras había casas, pero ahora Sofía detectaba pensamientos acerca de gatos del bosque y bandidos, padres que se pensaban mejor lo de vender a sus hijas, o incluso esclavistas rival que podrían intentar aumentar sus existencias sin el trabajo de rastrear orfanatos.
—No os preocupéis, queridas —les pidió Karg, con una voz empalagosa, como si estuviera hablando con un puñado de queridas sobrinas en lugar de esclavas vendidas—. Hop y Burro procurarán que lleguéis sin problemas a vuestro destino.
Sofía dudaba que aquellos dos hombres pudieran entregar a alguien ileso. Ambos eran fornidos y chulescos, con rostros llanos y cicatrices en la piel. Llevaban jubones de cuero y pecheras abolladas, con puñales y espadas con empuñadura de cesta en el cinturón. Uno incluso llevaba una ballesta de aspecto endiablado.
Guiñó el ojo a Sofía cuando esta lo miró, su expresión le dejó claro que, en aquel momento, no deseaba mirar a sus pensamientos. Probablemente nunca pudiera limpiar de nuevo su mente. Los dos cabalgaban a lado y lado del carro, mirando fijamente a las mujeres que había dentro tan a menudo como al camino.
Sofía se obligó a ignorarlos, mirando en cambio fijamente al camino y al campo que había más allá de la extensión de la ciudad. Tal vez por eso fue la primera en ver la silueta que venía corriendo hacia ellos, y se dio cuenta de que no se trataba de un chico de los recados que llevaba un mensaje desde una de las granjas de más allá de los círculos exteriores de casas. Esta silueta llevaba una espada en la cadera y se movía más rápido de lo que Sofía hubiera pensado.
Aún había más, le resultaba familiar.
Sofía frunció el ceño y, por primera vez desde que la lanzaron al carro, se atrevió a sentir algo de esperanza.
—¿Catalina
***
Catalina iba a toda velocidad, siguiendo la llamada de la brújula de sangre. Cuando vio el carro, la sangre prácticamente saltó del cuenco, manchando al caer con un tono más oscuro el barro del camino.
La carreta parecía una especie de carro prisión. No, peor que eso, un barco negrero. Entonces la rabia ardió en el interior de Catalina y agarró con fuerza la empuñadura de su espada, a pesar de los guardias que no se separaban de ambos lados del carro.
«¿Sofía?» —envió.
«¡Estoy aquí! ¡Ayuda!»
Esa era toda la confirmación que Catalina necesitaba. Avanzó a pasos largos y tal vez debería haber intentado ser sutil, pero ahora mismo no deseaba ni intentar pasar a hurtadillas ni esconderse. En cambio, se puso en medio del camino, desenfundó su espada y esperó hasta que la carreta se detuvo delante de ella.
—Apártate del camino, chico —gritó el hombre gordo que conducía.
—No soy ningún chico —replicó Catalina— y tienes una oportunidad para seguir con vida. Deja salir a todo el mundo del carro y no te mataré.
Los dos guardias bajaron del caballo. Uno sacó una ballesta y apuntó hacia Catalina.
—Las niñitas no deberían amenazar —dijo bruscamente. Echó un vistazo al hombre gordo—. ¿La quieres para el carro?
El esclavista encogió los hombros.
—Parece demasiado problemática. Mátala.
El guardia no lo dudó. Catalina vio el destello de sus pensamientos cuando decidió disparar y había pasado el tiempo suficiente con Siobhan, esquivando flechas fantasmales para ponerse en movimiento y balancearse hacia un lado cuando la flecha pasó con un zumbido. Dio un golpe seco contra el barro del camino, quedando enterrada casi hasta las plumas.
—Gracias —dijo Catalina, girándose hacia ellos— por hacerlo fácil.
Entonces fueron corriendo hacia ella y Catalina se metió en medio de su carrera, evitando que la cortaran con un sable y le clavaran un cuchillo largo. Ella alzó su espada, bloqueó otro ataque, se apartó de un amplio barrido y dio un puntapié desde abajo a uno de los matones en los pies.
—Esto no se os da muy bien, ¿verdad? —preguntó.
Uno de los hombres rugió y fue corriendo hacia ella, intentando arrollarla solo con su fuerza. Catalina se quedó allí, con los pies clavados al suelo, sintiendo que la fuerza del bosque la inundaba mientras paraba cada golpe. El hombre se le acercó más y ella le dio un puntapié en la rodilla, después se agachó para esquivar un golpe del segundo matón.
Catalina giró rápido la muñeca y la espada danzó para cortarle el cuello. Ella había pensado que sería más difícil hacerlo, pero la sangre que latía bajo su piel parecía querer salir. Ella solo le estaba abriendo el camino.
Mientras caía, el primer matón la atacó con toda la furia de un hombre que no tenía nada más. Catalina retrocedió, apartándose eficientemente de sus ataques y, a continuación, se lanzó. La afilada punta de su sable se coló en el agujero de entre su armadura y el cuero de detrás, hasta encontrarse con la carne de debajo. Catalina oyó su jadeo al sacarla.
Se dirigió hacia el esclavista y este bajó a toda prisa de su asiento, sacando un látigo y un cuchillo. Catalina se quedó mirando fijamente al látigo con rabia. Ya había sentido suficientes azotes en su vida.
—Te di una oportunidad —dijo. Su rabia se había convertido en algo tan caliente que ahora parecía frío. del mismo modo que el metal podía pasar del rojo vivo al blanco. Iba flotando en ella a medida que avanzaba—. Podrías haber vivido.
—Te destrozaré —prometió él—. ¿Crees que no he destrozado pequeñas cosas salvajes antes?
—Estoy segura de que lo has hecho —dijo Catalina—. ¿Por qué no lo intentas?
Él blandió el látigo y Catalina ni tan solo se molestó en meterse dentro de su arco. En su lugar, levantó un brazo, ignorando el dolor del golpe, dejando que se le enrollara en el antebrazo. Dio un tirón, tirando del esclavista hacia delante a pesar de su volumen. Con él en movimiento, lo único que tuvo que hacer fue tender la espada que sostenía. Apenas notó el impacto cuando se coló en su corazón.
Hasta que no hubo pasado Catalina no empezó a sentir de nuevo. Observó cómo caía y la adrenalina de la lucha empezó a correr en su interior. Se forzó a moverse lentamente, limpió su espada y la envainó. La sensación de horror que había tenido cuando mató al chico del orfanato estaba allí, pero esta vez era menos. Estos hombres lo merecían.
Lo principal que sentía era euforia, por su fuerza, por su velocidad. Era todo lo que podía haber esperado. Las pruebas de Siobhan deberían habérselo mostrado, pero esta, esta si que era la prueba real de ello.
Se dirigió hacia las puertas del carro prisión, las abrió de golpe y dejó que entrara la luz del sol. Sofía fue la primera en salir, rodeando con sus brazos a Catalina y mirándola atónita. Catalina se cogió con fuerza a ella.
—Gracias —dijo Sofía—. Pensaba…
—No importa —dijo Catalina—. Ahora estás a salvo.
Se sentía tranquila por tener a su hermana aquí. Se sentía bien. Catalina deseaba poderse quedar así allí para siempre.
—Gracias a ti —dijo Sofía—. Me iban a vender.
—¿Qué pasó? —preguntó Catalina—. ¿Esto lo hizo tu príncipe?
De ser así, Catalina lo mataría. Nadie le haría eso a su hermana y se libraría de ello. A nadie que pudiera hacer esto se le debería permitir dar vueltas por ahí con la oportunidad de volverlo a hacer.
—¡No! —dijo Sofía y Catalina notó la conmoción—. Sebastián nunca haría algo así. Fue la Casa de los Abandonados. Me encontraron; no sé cómo, pero lo hicieron. Me dieron latigazos en el patio y me vendieron al mejor postor.
Catalina sintió que su ira estallaba de nuevo. Miró al vestido de Sofía y ahora vio que estaba manchado de sangre. La Casa de los Abandonados no había ocupado su atención durante el tiempo que había sido la aprendiz de Tomás y, más tarde, de Siobhan. Ahora, llenaba sus pensamientos.
Observaba mientras las chicas y las mujeres salían desparramadas del carro del esclavista. Salían parpadeando por la luz del sol, parecían asustadas y felices a partes iguales. Catalina veía que no estaban seguras de qué hacer con las cosas que les estaban sucediendo. La mayoría de ellas se habían rendido ante sus destinos y ahora su futuro entero había cambiado.
Catalina fue hacia el esclavista y sus matones, sacó las armas de sus cinturones y las puso con fuerza en las manos de las mujeres que allí había.
—Sois libres —dijo—. No voy a deciros lo que tenéis que hacer, pero sé que al final alguien vendrá a mirar. Si os quedáis aquí, os venderán de nuevo en el mejor de los casos, os colgarán en el peor. Podéis iros a esconder a la ciudad, o a encontrar a vuestras familias, si las tenéis. Podéis tomar los caminos y construir unas vidas.
Era un mensaje duro, pero alguien debía decírselo. Notó la mano de Sofía sobre su hombro.
—Mi hermana tiene razón—dijo—. Ahora sois libre y no sé lo que esto significa a partir de ahora, pero sí que significa algo. Significa que tenéis la oportunidad de algo mejor. —Se dirigió a Catalina—. Encontraré un modo de explicárselo, y después… ¿qué hacemos después de esto?
—Pensaremos algo —dijo Catalina—. ¿Puedes quedarte un rato aquí con ellas?
—¿Por qué? —preguntó Sofía y Catalina notó que sospechaba algo.
Catalina echó la vista atrás hacia la ciudad.
—Hay algo que debo hacer antes de marchar.
***
Catalina fue corriendo hacia la ciudad, yendo a toda velocidad por las afueras y a lo largo de calles estrechas y saltando por los tejados, donde podía ir más rápido y estar fuera de la vista de las multitudes que había por abajo. Usaba ahora sus habilidades de sigilo y agilidad como un modo de evitar responder preguntas o inventar mentiras.
No tenía tiempo para que los que estaban alrededor de ella frenaran su marcha. Ahora era una flecha, lanzada por una mano invisible hacia su objetivo. Una flecha que traería venganza, pero que también liberaría a aquellos que estaban dentro de su objetivo.
Estaba allí delante. Catalina hubiera reconocido la Casa de los Abandonados aunque hubiera regresado después de mil años, y ahora sobresalía del resto de la ciudad con su achaparrada fealdad. Parecía la prisión que era en todo menos en nombre. Pensó en los que estaban allí dentro. Pensar en los niños que estaban allí atrapados hacía arder su necesidad de liberarlos. Pensar en las monjas que le habían hecho daño a ella y a su hermana…
… hacía que su rabia ardiera.
Catalina saltó hasta la calle, fue andando hasta las puertas delanteras que estaban abiertas para mofarse de los que estaban dentro con la libertad que nunca podrían tener de verdad. Dentro, había unas velas esperando a que anocheciera, las manos reticentes de algún niño llenaba los candeleros. Catalina cogió uno, ignorando las miradas de la monja enmascarada que había en la puerta cuando la encendió.
Fue andando por el orfanato, y algo en la decisión con la que lo hacía apartaba de ella a la gente. Muy a propósito, fue hacia la capilla, donde estaban expuestos los símbolos de la Diosa Enmascarada, las monjas murmuraban oraciones fervientes ante las telas dispuestas con los símbolos, telas de las mejores sedas que colgaban de las paredes.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó una de las monjas, levantándose. A pesar del velo, Catalina reconoció a la Hermana O’Venn. Tras un instante, pareció que la monja enmascarada también la reconocía—. ¡Tú!
—Sí —dijo Catalina—. Yo.
Podía haber dicho mil cosas ingeniosas. Mil comentarios que enumeraran todo el daño que las monjas habían hecho. Mil injusticias que enmendar. Podría haber exigido respuestas por lo que le habían hecho a Sofía. Podría haberles dicho que ella era una especie de castigo divino, que había venido para resolver con ellas lo que habían hecho. Podría haberles preguntado incluso si estaban orgullosas de ella, pues ¿no se suponía que los huérfanos seguían sus aprendizajes o sus contratos?
Al final, nada de eso parecía adecuado, así que Catalina acercó su vela a las telas y se echó hacia atrás mientras prendían, las telas de seda se convirtieron en telas de fuego.
—¿Qué has hecho? —exigió la Hermana O’Venn—. Tú, niña malvada, ¡haré que supliques que te vendamos antes de que acabe contigo!
Catalina inclinó la cabeza hacia un lado, esperando. La monja era más grande que ella, pero eso no fue una diferencia una vez Catalina desenfundó su espada.
—¿Qué vas a hacer con eso? —exigió la monja enmascarada—. ¡Niña malvada! ¡Te colgaremos, o algo peor, por eso!
—Ya habéis hecho algo peor —dijo Catalina—, a mí y a muchos otros.
Blandió su espada, haciendo un corte en el brazo a la monja mientras se apartaba cuando la monja intentó cogerla. No le hizo un corte profundo, todavía no. De todas ellas, la Hermana O’Venn no merecía la misericordia de una muerte rápida. Catalina le hizo un corte en la pierna y, a continuación, se apartó como un remolino, rasgándole la máscara con un corte de sable que dejó al descubierto una cara contundente.
Catalina continuó haciéndole cortes a la monja, uno cada vez, uno por cada injusticia, cada golpe de látigo, cada declaración de que ella y las demás eran cosas malvadas e inútiles. Cuando la monja se desplomó sobre una rodilla, Catalina no se detuvo, pues su furia no se lo permitía. La Hermana O’Venn merecía esto, y mil veces más peor que esto. Alrededor de la sala, las telas en llamas continuaban ardiendo, el fuego crecía cada vez más.
—Deberías suplicarme tú a mí —dijo Catalina—. Suplica una muerte rápida. ¡Suplica!
—Por favor… —consiguió decir la Hermana O’Venn.
Catalina le dio una patada en la espalda.
—No.
Las otras monjas ahora gritaban de un modo que no lo habían hecho cuando Catalina había empezado el fuego. Fueron corriendo hacia la puerta, y Catalina las atacaba casi aleatoriamente al pasar. No tenía el tiempo suficiente para escoger a las que le habían hecho daño y, en cualquier caso, solo por lo que habían hecho allí, ya habían hecho daño a alguien.
Salió hecha una furia de la capilla y cerró de golpe la puerta tras ella. Poner el cerrojo en su sitio, ignorando los gritos de dentro, fue la cosa más sencilla del mundo. Lo merecían, con tanta certeza como una respiración seguía a la otra. Catalina deseaba tener tiempo para una venganza individual contra cada una de ellas. Pero tenía que liberar a unos niños. Se dirigió hacia el orfanato mientras el humo salía de la puerta que había tras ella.
—¡Corred! —exclamó a los niños que había allí—. ¡Esta es vuestra oportunidad! ¡Escapad!
Algunos de ellos corrieron. Muchos más no lo hicieron. Muchos de ellos se encogieron de miedo ante Catalina, como si les preocupara que los pudiera matar, cuando ella nunca les haría ningún daño.
—¡Corred! —vociferó, con una mirada amenazadora. Si no podía hacer que estuvieran a salvo con la amabilidad, quizás pudiera hacerlo con el miedo. Ahora corrieron más, escapando de verla caminar hecha una furia por las instalaciones.
Catalina se fue camino a las habitaciones de la Casa de los Abandonados, abriéndolas una a una para liberar a los que estaban dentro. La mayoría de ellos la miraban confundidos mientras Catalina los arrancaba de las manivelas de las ruedas de moler y los empujaba hacia la puerta. De vez en cuando, había monjas, que dirigían a los que estaban a su cargo con bastones y correas. Catalina las empujaba para apartarlas de su camino, pero ahora solo morían las que intentaban atacarla. Ese primer ataque había hecho mucho para saciar su sed de violencia.
Pero vio que allí había algunos de los chicos a los que les gustaba pegar a los demás, y su odio cobró vida. Uno de ellos fue corriendo hacia ella y Catalina le golpeó con la empuñadura de su espada, dejando el metal ensangrentado.
—¿Qué problema hay? —exigió Catalina—. ¿No es tan fácil cuando estás indefenso?
Lo golpeó de nuevo, haciéndolo caer al suelo y después dio una patada a otro desde debajo. Los chicos dieron la vuelta y se fueron corriendo. Catalina los dejó ir, pues tenía cosas más importantes que hacer. Ahora lo importante era liberar a los demás.
Por lo menos, lo fue hasta que abrió una puerta de un empujón y se encontró a una monja enmascarada golpeando a una de las chicas de allí. Ya tenía la espalda ensangrentada por ello, pero aun así ella continuaba.
—¡Malvada! ¿Cómo te atreves a dudar de la voluntad de la Diosa? ¡La que escapó merecía su castigo, y tú lo compartirás hasta que te arrepientas!
Al instante, Catalina se puso a pensar en su hermana. Con una mirada a los pensamientos de la monja, a Catalina no le quedaba ninguna duda de que esta chica estaba sufriendo porque se había atrevido a cuestionar el castigo de Sofía. Tampoco tenía ninguna duda de que no era mejor que la Hermana O’Venn, disfrutando igual del dolor.
Catalina se estampó contra ella por detrás, haciéndola chocar de cara contra la pared. Catalina agarró el látigo cuando le cayó de la mano a la monja, golpeó con él y le dio en la cara. Catalina la golpeó de nuevo, ignorando sus gritos. Si hubiera tenido el tiempo suficiente, hubiera golpeado a la mujer hasta que no quedara nada de ella. En cambio, atacó con su espada y aquella cayó decapitada.
—Aguanta —dijo Catalina, esforzándose por desatar a la chica—. Te soltaré.
Era un poco más alta que Catalina, de complexión ancha y del montón, con el pelo color arena y los ojos oscuros. Catalina pensó que la recordaba vagamente de las clases. No habían sido amigas, ni enemigas, ni nada en realidad. Ni tan solo se habían conocido. ¿Por qué esta chica se alzaría en defensa de Sofía?
—¿Cómo te llamas? —preguntó Catalina.
—Rosalinda —logró decir la chica—. Y tú eres Catalina, ¿verdad?
Catalina asintió.
—Espera. Voy a sacarte de aquí.
—¿Para ir a dónde? —preguntó Rosalinda.
Catalina todavía no había resuelto esta parte, pero no importaba. La liberó y la ayudó a ponerse de pie.
—Encontraremos algún lugar. Vamos.
Podría haber continuado en la Casa de los Abandonados. Podría haberla acechado alegremente, matando a todos aquellos que la habían mortificado. En cambio, dejó que Rosalinda se apoyara en ella y se dirigieron hacia la puerta, dejando que la Casa de los Abandonados ardiera tras ella.