El camino de vuelta a palacio de Sofía fue largo, no menos porque en su mayor parte lo pasaba mirando alrededor, intentando asegurarse de que nadie la seguía. Ahora, a cada paso, esperaba que alguien la agarrara. A fin de cuentas, había pasado antes.
Eso significaba que, para cuando llegó a palacio, sus nervios parecían estar tan tensos como las cuerdas de un arpa y que echara un vistazo alrededor a cada ruido mientras se dirigía hacia las puertas. Intentaba no pensar en el aspecto que tenía. La ropa que había cogido del carro era mejor que el atuendo del orfanato, pero ya dudaba de que se pareciera mucho a la noble que había fingido ser.
No ayudaba que aún le dolía mucho la espalda y la larga caminata desde las afueras de la ciudad no había mejorado las cosas. No estaba segura de la impresión que daría que se desplomara en los escalones de palacio, pero Sofía dudaba que fuera buena. No estaba segura de que, dado el aspecto sucio y raído que debía tener ahora, alguien la dejara entrar.
Se le encogió el corazón al pensarlo y al ver a los guardias de las puertas, pero se animó de nuevo al cabo de muy poco. Reconoció a uno de los guarias que había allí como al que Sebastián había mandado para que la siguiera por la ciudad cuando ella había ido a encontrarse con su hermana.
—Hola —dijo—. Me sorprende verte en la puerta.
—Vamos a donde nos mandan, mi señora —dijo el guardia.
Sofía distinguió la sorpresa por el aspecto que ella tenía en sus pensamientos, pero no pensaba en ella como una especie de intrusa. Las noticias sobre lo que había sucedido todavía no habían llegado a palacio.
«El Príncipe Sebastián querrá que la tratemos con cortesía» —escucho Sofía, reconociendo los pensamientos con su talento. Se atrevió a relajarse, solo un poco. Tal vez esto funcionaría.
—Estoy aquí para ver a Sebastián —dijo ella.
—Sí, mi señora —dijo el guardia—. ¿Puedo preguntar de qué se trata? No se la esperaba.
¿Cómo podía responder a eso Sofía? Si le decía a ese hombre que estaba allí para declarar su amor por el príncipe, probablemente se reiría de ella, o supondría que era solo una más de serie de mujeres jóvenes que reclamaban la atención de la familia real. Sabía que con Ruperto pasaba muy a menudo. Probablemente los guardias estaban acostumbrados a prohibir la entrada a las chicas a estas alturas, una vez él se hubiera cansado de ellas, aunque Sebastián no era para anda así.
—Sencillamente necesito verle —dijo Sofía, intentando que sonara como si tuviera la seguridad de la nobleza y que no hiciera falta que los guardias le dijeran dónde podía ir.
Tal vez incluso funcionó, pues el guardia se apartó y la dejó pasar sin hacer más preguntas.
Se giró cuando ella se disponía a entrar.
—Debo decir, mi señora, que el Príncipe Sebastián no está aquí. Se marchó de palacio esta mañana y aún no ha regresado. Pero si desea esperarlo, estoy seguro de que a nadie le molestará.
Sofía estaba segura de que había mucha gente a quien molestaría, pero iba a hacerlo de todas formas. La decepción de que Sebastián no estuviera allí crecía en su interior, porque ella quería hablar con él ahora, aquí, antes de que perdiera la valentía de hacerlo.
Pero podía esperar. De hecho, esperaría. Iría a los aposentos de Sebastián y estaría allí para cuando regresara. Incluso si le pidiera otra vez que se fuera, por lo menos de este modo tendría una oportunidad de decirle lo mucho que lo amaba.
Sofía empezó a andar a través del palacio y se sorprendió un poco de la facilidad con la que ahora se orientaba. Se había acostumbrado a ello en el poco tiempo que había pasado con Sebastián. Había aprendido a encajar allí, incluso aunque nunca había sentido realmente que ese fuera su lugar. A Sofía no le importaba si algunos de los sirvientes que pasaban la miraran sorprendidos. Lo importante era que iba a ver de nuevo a Sebastián.
Había otras personas con las que Sofía estaba menos deseosa de hablar.
Milady d’Angelica estaba fuera de los aposentos de Sebastián, con la mirada de alguien que intenta dar la impresión de que simplemente pasaba por ahí, pero que llevaba allí algún tiempo. Estaba resplandeciente con un vestido color crema y oro que se había cortado para que le favoreciera y que contrastaba completamente con la sencilla ropa de Sofía. Sofía intentó esconderse en una hornacina, pero no se movió con suficiente rapidez para evitar la mirada de Angelica.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Angelica, sin ningún esfuerzo por ocultar su aversión—. Particularmente con el aspecto de haber robado tu ropa en un prostíbulo.
Sofía se forzó a, por lo menos, mantenerse civilizada. La manera de tratar con gente como Angelica era no alterarse con su provocación.
—Estoy aquí para ver a Sebastián —dijo, tan tranquilamente como pudo.
Angelica resopló.
—¿Y qué tendrías que decirle tú a mi prometido?
La última palabra pareció caer sobre Sofía como una piedra.
—Tu… no, no me lo creo —dijo Sofía—. Mientes.
—Cree lo que quieras —dijo Angelica—. Pero mientras hablamos, se está preparando la boda. Así es como se hacen las cosas entre la gente civilizada.
Sofía deseaba decir de nuevo que era una mentira, pero había conocido a la Viuda y al círculo en el que se movía. Sabía cómo se hacían las cosas entre las familias nobles del reino y más allá. Ella se había propuesto aprenderlo para poder hacer el papel de la noble desplazada, escapando de las guerras del otro lado del mar.
—Sebastián no lo aceptaría —probó.
—¿Casarse con alguien tan adecuado? —replicó Angelica—. Sabes cómo es Sebastián con su deber. Y te prometo que este será un deber con el que disfrutará cumpliéndolo.
Lo peor era que Sofía podía imaginarlo. Sebastián la había dejado a un lado por su deber, ¿o no? ¿No tenía sentido que también hiciera esto si su deber se lo exigía? Y Angelica también tenía razón con el resto. Ella era digna. Era de noble cuna, inteligente, hermosa y elegante. La parte en la que era cruel y calculadora no era parte de esto. Posiblemente ni tan solo jugaba a su favor, en Ashton.
—La verdad duele, ¿no? —dijo Angelica.
Dolía más de lo que Sofía podía haber imaginado. Más que su dolor de espalda. Más que todas las pérdidas que había sufrido, pues daba la sensación de que esto cerraba una puerta de un modo que no podía volverse a abrir. Sofía luchaba contra las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos, pero no sabía durante cuánto tiempo podría controlarlas.
—Y pensar que creí que tú eras una amenaza —dijo Angelica—. Mírate. Tan solo eres una cosa débil e inservible con un vestido que ni tan solo le va bien.
—Yo… —empezó Sofía, pero lo cierto era que no sabía lo que haría. Si hubiera sido Catalina, probablemente hubiera pegado a Angelica en aquel momento. Si hubiera sido la noble que había fingido ser, hubiera aplicado el peso de sus contactos y su posición. Tal y como estaban las cosas, lo único que podía hacer era quedarse allí de pie.
—¿Qué harás tú, Sofía de Meinhalt? Si es que ese es tu nombre. —Angelica le sonrió—. ¿Por qué no te vas? Corre. —Su expresión se volvió amenazante—. O corres o haré que te saquen de aquí arrastrándote y te lancen a la alcantarilla, que es tu lugar.
Sofía corrió, y no solo porque Angelica se lo hubiera dicho. Corrió porque no podía enfrentarse a la situación que tenía delante. Porque el pensar en Angelica con Sebastián era sencillamente demasiado terrible para enfrentarse a él. Corrió porque ese no era su lugar realmente y había sido una estúpida al pensar que podría serlo.
Corría a ciegas, en parte porque las lágrimas le dificultaban ver hacia dónde iba y, en parte, porque Sofía no tenía ningún lugar al que ir ahora mismo. Se adentró más en el castillo, sin importarle el no saber hacia dónde estaba corriendo.
—¿Lady Sofía? —dijo la voz de una mujer y la familiaridad de la voz detuvo a Sofía. Miró a su alrededor y se encontró mirando fijamente a Laurette van Klet, la artista cuyo cuadro había echado a perder la personalidad que ella había trabajado tanto en crear. Allí estaba, vestida con una bata de artista, con las manos manchadas de pintura, como si Sofía la hubiera pillado a medio pintar su nueva obra.
Sofía se quedó mirándola, debatiéndose entre la necesidad de correr de nuevo y el deseo de dar un paso adelante y darle una bofetada por haber hecho tanto por estropear la vida de Sofía. Todo había sido perfecto hasta que Laurette había divisado la marca que la señalaba como esclava.
—¿Estás bien? —preguntó Laurette.
¿Cómo podía contestar a eso Sofía? No podía y se dio la vuelta para irse otra vez, pues allí no había nada para ella.
—Espera —exclamó Laurette—. Por favor, no te vayas.
Sofía se detuvo.
—¿Por qué? —preguntó. Pensó por un momento—. ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que Sebastián te despidió.
—Lo hizo —dijo—. Pero no me fui muy lejos. Quería hablar contigo.
—Si es sobre lo que pintaste, es demasiado tarde para cambiarlo —dijo bruscamente Sofía.
Vio que la artista fruncía el ceño. Sofía estaba demasiado enfadada como para empezar a indagar en los pensamientos de la mujer, pero la confusión parecía auténtica.
—¿Por qué iba a cambiarlo? —preguntó—. Yo pinto lo que hay.
Sebastián había dicho lo mismo. Que este era el don de la artista, y su maldición. Había sido la razón por la que la había mandado a pintar en las altas colinas de las montañas del norte.
—Si no es eso, ¿entonces qué es? —exigió Sofía.
—Vi algo —dijo Laurette—. Y pensé que tú deberías verlo también. Lo siento, estás molesta. Me dicen que debería fijarme más en estas cosas.
Le pasó un pañuelo a Sofía, que probablemente había sido algo muy refinado antes de que hubiera pintura en él. Aun así, era un momento de generosidad en los últimos dos días escaseado.
—¿Quieres venir conmigo? —preguntó Laurette—. Tengo algo que mostrarte.
Sofía fue con ella, siguiéndola por salas que Sofía reconocía. Habían albergado cuadros cuando ella y Sebastián habían estado allí. Ahora, tan solo albergaban un bosque de caballetes vacíos, esperando con la expectativa de que los llenaran.
—La mayoría de mis cosas todavía están guardadas —dijo Laurette—. Dime, ¿crees que Sebastián querrá que yo pinte también en su nueva boda? Sé que me despidió, pero creo que solo estaba enfadado por lo que estaba sucediendo.
—Yo… no lo sé —dijo Sofía, intentando contener su mal genio solo porque era evidente que la mente de la artista no funcionaba igual que lo hacía la de las otras personas—. Dijiste que tenías algo que mostrarme.
—Sí, sí, por supuesto —respondió Laurette, dirigiéndose hacia una bolsa que más bien era un saco con asas, lleno de accesorios de arte y viejos lienzos. Empezó a rebuscar entre ellos y escogió uno envuelto en papel para evitar que se estropeara en el camino. Lo sacó y empezó a desenvolverlo y lo colocó en uno de los caballetes.
—¿Qué es lo que estoy mirando? —preguntó Sofía.
—Anoche me detuve en la hacienda del Marqués de Bruthel —dijo Laurette—. Y, por supuesto, quiso que le mostrara sus cuadros. Y… bueno, mira.
El cuadro que colocó en el caballete mostraba a un hombre y una mujer de mediana edad, que vestían lo que parecía ropa cara pero ligeramente anticuada. Sofía reconoció sus rasgos al instante, pues veía esas caras en sus sueños cada vez que se iba a dormir. La misma conmoción bastó para que continuara mirando.
—Esos son mis padres —dijo Sofía, incapaz de apartar la emoción de su voz.
—¿Estás segura? —preguntó Laurette—. Quería que vieras el cuadro porque vi el parecido, pero también porque… no querían que yo lo viera. Decían que no debían mostrármelo, pero yo le dije que quería estudiar las pinceladas, y le dije que restauraría un lugar en el que se había desdibujado.
Sofía frunció el ceño al escuchar eso.
—¿Quién lo dijo?
—El Marqués —dijo Laurette—. Dijo que ni él incluso no debería tener el cuadro, pero era demasiado bueno para destruirlo. Un Hollarde, dijo. El antiguo pintor real, antes de las guerras civiles.
Otra vez las guerras. Parecía que habían dado forma a cada aspecto del reino tal y como era ahora, convirtiéndolo en algo que no era ni una cosa ni la otra, atrapado entre diferentes lados de un baile constante que parecía hacer daño a todo el mundo.
—¿Sabes quién son? —preguntó Sofía, mirando al cuadro en busca de pistas. El hombre parecía fuerte pero amable. La mujer era hermosa y serena, con los mismos rasgos que Sofía veía siempre que se miraba en un espejo. Necesitaba saber. Podría decírselo a Catalina. Estaba segura de que su hermana querría saber incluso más que ella. Al fin y al cabo, había llevado a todos lados el medallón con el dibujo de su madre durante años.
Laurette asintió y dio la vuelta al cuadro para leer la etiqueta.
—Lord Alfred Danse y su esposa, Cristina, en su finca de Monthys, con ocasión del cuadragésimo aniversario de su señoría.
A Sofía le parecía más un evento formal que una celebración, pero esa parte apenas tenía importancia ahora. Lo único que importaba era descubrir la verdad.
—¿Monthys? —preguntó.
—Está en el norte —dijo Laurette—. En las laderas de las tierras de la montaña. Una vez fui cerca de allí, para pintar molinos de agua.
—¿Estás segura? —dijo Sofía—. Supongo que podría comprobarlo en la biblioteca.
—No —dijo Laurette y Sofía notó la sensación de pánico que había detrás—. No, no debes.
«Es demasiado peligroso. ¿No lo sabe?»
—¿Saber el qué? —preguntó Sofía, y entonces fue cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo—. Actúas como si fuera peligroso, Laurette.
—Lo es —dijo—. Lord Alfred y Lady Cristina eran personas importantes y… no sé si ahora están vivos, pero al Marqués le daba miedo incluso nombrarlos. Estuvieron tan cerca del trono y ahora… ahora es como si nunca hubieran estado vivos.
—¿Cerca del trono? —dijo Sofía.
Laurette negó con la cabeza, pero sus pensamientos la delataron.
«Sus hijas podrían haber heredado de no ser por las guerras, de no ser…».
La conmoción golpeó a Sofía con ese pensamiento. Si sus padres tenían sangre real, entonces ella tenía sangre real, igual que Catalina. La idea parecía absurda, el mundo parecía dar vueltas bajo sus pies.
—¿Estás bien? —preguntó Laurette.
—Es solo que… estoy intentando encontrarle algún sentido a esto —dijo Sofía.
No tenía sentido. Ella era solo una chica de un orfanato, que jugaba a ser noble. La idea de que realmente podría ser todo lo que afirmaba era ridícula. ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Cómo podía haber acabado ella en la Casa de los Abandonados?
La respuesta a ello le vino con los recuerdos de las llamas y la necesidad de correr.
Entonces Sofía supo lo que tenía que hacer. Tenía que ir hacia el norte. Tenía que encontrar Monthys y descubrir la verdad de todo esto. Le pareció que era el tipo de cosa al que Catalina se hubiera lanzado, y tal vez aún lo haría, pero Sofía sabía que era ella la que tenía que hacerlo. A Catalina le hubiera encantado. Hubiera visto la idea de atravesar medio país caminando como una aventura. Sin embargo, era Sofía la que tenía que hacer el viaje y lo haría lo mejor que pudiera.
—¿Qué harás ahora? —preguntó Laurette.
—Imagino… que intentaré descubrir la verdad –dijo Sofía.
—Ve con cuidado —respondió la artista—. ¿Sabes?, la Viuda quiere que yo pinte en la nueva boda, a pesar de cómo se sienta Sebastián. Pienso que esto será extraño. ¿Conoce a Milady d’Angelica?
—Sí —dijo Sofía firmemente—. La conozco.
—No creo que ella sea tan buena modelo como tú _dijo Laurette—. Buena suerte, y… siento haberte causado tantos problemas.
Sofía negó con la cabeza.
—No fuiste tú —dijo—. Fue mi estupidez.
Pero ahora tal vez tenía la posibilidad de enmendarlo. Tal vez pudiera encontrar un modo de arreglarlo. Tal vez pudiera descubrir la verdad.
Partió a través de palacio, decidida a continuar y a encontrar un camino hacia el norte. Avanzaba por los pasillos de palacio y, solo hasta que una mano la cogió por el hombro, Sofía no se dio cuenta de que no había tenido todo el cuidado que debiera.
—¿Y dónde crees que vas? —preguntó el Príncipe Ruperto.