El viaje hacia la isla había sido largo pero básicamente tranquilo. El de vuelta hizo que a Sebastián le quemaran los brazos por el esfuerzo de remar, tuviera un nudo en el estómago por la falta de agua dulce y que todo su cuerpo estuviera tenso por el terror de que los barcos enemigos pudieran venir tras sus pequeñas barcas en cualquier momento. Eso era incluso antes de que empezara a tener en cuenta la herida vendada a toda prisa de su costado, o el corte de la mejilla.
No sabía por qué ningún enemigo había ido a por ellos. Tal vez era porque daban por sentado que las olas destrozarían las pequeñas barcas en el curso de la travesía. Tal vez era porque sus comandantes tenían cosas mejores que hacer que perseguir a una fuerza en retirada. En sí mismo, eso era un pensamiento preocupante, pues hacía que Sebastián se preguntara cuáles podrían ser esas cosas mejores.
La única cosa que se le ocurría era que derrotaran a las pequeñas barcas al volver al reino.
Las barcas de desembarco que remaban eran robustas para su tamaño, pero desde luego no estaban pensadas para el viaje a través del Puñal-Agua. Las olas se metían en su pequeña flotilla, así que tenían que achicar con cascos y restos de armadura que, por otra parte, no eran más que peso muerto. A medio camino, un hombre cayó por la borda y el peso de la coraza que todavía llevaba lo arrastró hacia abajo, incluso antes de que pudieran pensar en dar la vuelta para ayudarlo. Una de las barcas volcó cuando algo la golpeó por debajo y por lo menos un hombre fue arrastrado bajo el agua en una creciente nube de sangre, antes de que consiguieran enderezarla. Sebastián no llegó a ver a la criatura que lo había hecho.
—Solo eran unas cuantas docenas de kilómetro, pero ahora mismo parecía una eternidad. Sebastián y los demás remaban, pero lo cierto era que en algo diminuto ante la magnitud del mar que los rodeaba, apenas podían controlar hacia dónde iban contra el viento y las corrientes.
Cuando los conocidos acantilados blanquecinos del reino de su madre aparecieron ante su vista, Sebastián solo pudo considerarlo un pequeño milagro. Varios de los otros hombres lo proclamaron exactamente esto, dando gracias a gritos a la Diosa Enmascarada y declarando que harían donativos a sus templos en cuanto estuvieran lo suficientemente seguros para llegar a ellos.
Sebastián sabía que esto no había acabado todavía. Una cosa era divisar una costa, pero otra muy diferente era encontrar un lugar seguro para desembarcar en ella. Todavía tenían que remar la distancia hasta la orilla sin estrellarse contra las rocas o ser tirados hacia el estrecho. le pareció ver edificios salpicando un tramo de la orilla y señaló con el dedo.
—Allí. Vayamos hacia allí.
Tardaron una hora. Otra hora de manos con ampollas y remar agotador, del calor del sol cayéndoles encima y el agua salada raspándoles la piel. Con las olas alrededor de ellos alzándose hasta sus conocidos picos afilados, Sebastián tenía la seguridad de que las barcas volcarían frente a eso.
De alguna manera, consiguieron llegar a la orilla, a una pendiente de desembarco de pizarra que estaba salpicada de barcas de pesca y llevaba unas hileras de casas. Sebastián prácticamente cayó de la barca, sujeto por las manos de unos hombres que no parecían mucho más estables.
—Nos trajo de vuelta —dijo el Sargento Varkin, que parecía perplejo—. estaba seguro de que íbamos a morir, pero usted nos trajo de vuelta. —Le estrechó la mano a Sebastián—. Eso no lo olvidaré, su alteza. Ninguno de nosotros lo hará.
Como era de esperar, los otros hombres se agolparon a su alrededor, al menos la mitad querían darle la mano. Sebastián no estaba seguro de merecerlo. Sin su presencia, no habría habido una estrategia mal planeada para atacar la isla. En cuanto a su fuga, había sido tanto por la fuerza de los hombres como por cualquier cosa que él hubiera hecho.
Alzó la vista y sospechó que no podría hacer su trabajo. Unos soldados rodeaban el pequeño espacio de desembarco o, al menos, el tipo de inusuales que pasaba por ello cuando no había nada mejor. La mitad de ellos parecían pescadores a los que se había forzado a hacer un servicio apresurado, con arpones y guadañas que todavía parecían extremadamente afilados para todo eso.
—¿Quién anda ahí? —gritó un hombre.
—El Príncipe… —La voz de Sebastián estaba rota por el esfuerzo y la falta de agua, pero con un esfuerzo consiguió darle autoridad—. El Príncipe Sebastián y el ejército real. ¡Mira los uniformes si no me crees!
En aquel momento agradeció que no fueran una de las compañías libres; de llevar de hecho el azul, gris y oro de la casa real. Combinado con sus voces, bastó realmente para hacer que los hombres de allá arriba se detuvieran y, a continuación, se mantuvieran alejados cuando Sebastián avanzó.
—Diosa —dijo uno de ellos. Era un hombre robusto que parecía más un mercante que un soldado—. ¡sí que es él! Lo vi una vez en una cena del gremio. Su alteza, perdónenos, no sabía que se trataba de usted.
Ahora que ya sabían quién era, el miedo dio paso a una especie de asombro. Un par de hombres incluso intentaron saludos secos.
Sebastián saludó con la mano en esa dirección.
—Hicisteis lo que yo esperaría que hicierais y lo que puede que tengáis que hacer de nuevo, bastante pronto.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted y sus hombres? —preguntó el soldado mercante—. ¿Agua, comida?
Sebastián asintió.
—Mis hombre se lo agradecerían –dijo—. Pero lo que yo necesito es el caballo más rápido que me puedan encontrar. Mi madre debe saber lo que pasó aquí.
***
Para cuando Sebastián llegó a Ashton, cabalgando a toda velocidad, sentía que iba a caer del caballo por el agotamiento. ¿Realmente necesitaba esforzarse tanto, cuando la aldea había mandado mensajes antes que él con caballos nuevos y pájaros mensajeros?
Probablemente no, pero Sebastián no iba a eludir su deber. Si el Nuevo Ejército no tenía tiempo para ir a la captura de sus barcas que huían, ¿qué estaban haciendo en su lugar? Una posibilidad era obvia: estaban avanzando con un ataque. Debía traer el aviso.
Así que fue como un rayo por las calles de la ciudad, apenas con fuerza para continuar agarrado a su caballo mientras se dirigía al recinto amurallado del palacio. Había una delegación de cortesanos y sirvientes esperándolo, y Sebastián imaginó que los mensajes deberían haber llegado. Debería haberlo esperado.
Lo que no esperaba era el aplauso.
Aplaudían y vitoreaban mientras él cabalgaba entre ellos, ofreciendo reverencias y genuflexiones cuando él bajó a trompicones del caballo con la misma gracia que un saco cayendo de un carro. Parloteaban a su alrededor, lo felicitaban, le ofrecían vino e incluso una guirnalda de flores que le iba mejor a uno de los héroes conquistadores de alguna tierra antigua.
Entonces Sebastián se dio cuenta de que ese recibimiento no era una efusión espontánea de afecto. Probablemente estaba planeada casi desde antes de que partiera hacia las Islas de los Estrechos, para celebrar la gloriosa victoria sobre un puñado de granjeros. Que ahora hubiera una victoria real que celebrar solo hacía que todo aquello pareciera más falso.
—¡Su alteza! —exclamó una chica noble con un grito prácticamente de placer—. ¡Le han herido!
Probablemente ella quería decir que parecía muy apuesto, pero Sebastián no pudo evitar preguntarse si se hubiera alegrado más si el mosquete hubiera acertado un poco más arriba, para darle a ella una excusa para sacar sus mejores vestidos negros para el duelo vendría a continuación.
—Discúlpenme, por favor —dijo Sebastián, abriéndose camino entre ellos, aunque ellos parecían tan reticentes a apartarse que, por un instante, a Sebastián le vinieron recuerdos de cuando las tropas enemigas lo acorralaron. la diferencia era que no tenía permiso para derribar a estas tropas.
—Fuera de aquí, todos —dijo una voz de mujer y Sebastián se quedó atónito al ver a Milady d’Angelica abriéndose camino a través de la multitud hacia él. Parecía sorprendentemente contenida por el modo en el que iba vestida hoy, con un sencillo y elegante vestido color crema en lugar de sus elaboradas confecciones habituales. Se abrió camino hasta llegar a él y le cogió el brazo sin que se lo pidiera—. ¿no veis que está a punto de caer?
Le sirvió de apoyo mientras se abrían camino entre la multitud y eso, por sí solo, fue una sorpresa. Sebastián nunca había concebido que Angelica fuera amable o comprensiva de ningún modo, por no hablar de que prácticamente empujaba a nobles menores para llevarlo a salvo.
—¿Qué te han hecho? —preguntó, y a Sebastián le apreció que había verdadera preocupación en sus palabras—. Sabía que te habías marchado para probarte a ti mismo, ¿pero esto?
Sebastián era muy consciente del aspecto que debía tener, con su uniforme desaliñado y una costra de sangre. Imaginaba que, probablemente, tampoco olía mucho mejor, después de haber pasado tanto tiempo remando a través del Puñal-Agua. Desde luego que no podía oler ni la mitad de bien de lo que lo hacía Angelica, con ese perfume sutil que hablaba de flores y miel, coste y una pizca de algo más.
—Lo siento, su alteza –dijo—. Ya sé que me estoy olvidando de los buenos modales con todo esto. Es un poco impactante verlo así. Espero que no le importe que le ayude.
—No, te lo agradezco —dijo Sebastián, cuando pasaron por fin a palacio. Todavía había gente a lado y lado, aplaudiéndolo como si hubiera presidido una victoria gloriosa en lugar de una retirada apresurada. Suspiró—. Todos actúan como si hubiera ganado todas las guerras del continente a la vez sin ayuda de nadie.
Vio que Angelica sonreía al escuchar eso y tuvo que admitir que tenía una hermosa sonrisa.
—Por lo que decían los mensajeros, salvaste a tus hombres cuando parecía que todos vosotros ibais a morir. creo que, probablemente, esto vale para algo. Venga, vamos a tus aposentos para limpiar esto.
Sebastián negó con la cabeza.
—Tengo que ir hasta mi madre. Tengo que explicarle todo lo que sucedió.
—Después de que nos aseguremos de que no vas a desangrarte hasta morir –dijo Angelica y, un instante después, pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo—. Lo siento, solo me preocupo. Tu madre ya habrá oído los informes de los mensajeros a estas alturas, y estoy segura de que querría asegurarse de que estás entero. Además —arrugó un poco la nariz—, ni tan solo su hijo puede ir ante la Viuda en ese estado.
Sebastián sabía que Angelica tenía razón, así que siguió cogido de su brazo mientras se dirigía a sus aposentos, apoyándose en ella probablemente más de lo que debería. En la puerta, él empezó a apartarse, pero ella lo cogió fuerte.
—Oh, no —dijo ella—. No hasta que esté segura de que estás a salvo.
Sebastián frunció el ceño al oírlo.
—Eso no sería…
—¿Adecuado? —preguntó Angelica—. No te preocupes, Sebastián, no voy a seducirte cuando apenas te mantienes de pie. Y no es que tenga que proteger mi reputación.
Se rió como si eso no fuera nada, pero entonces su expresión se volvió más seria.
—Además –dijo—, hay cosas de las que tengo que hablarte.
Entraron y Sebastián se escondió tras un biombo para limpiarse la herida lo mejor que podía. Se quitó la camisa y se puso manos a la obra con un cuenco de agua, limpió la sangre de alrededor de la herida y, con suavidad, sacó la tela que había usado para taparla.
—A ver, deja que te ayude con esto —dijo Angelica.
—No puedes… —dijo Sebastián, sorprendido de que estuviera allí de esa manera.
—Oh, no seas tonto —dijo. Le quitó el paño y tocó suavemente los alrededores de la herida, haciendo que Sebastián bufara por el dolor—. Sebastián. Esto no es una cicatriz limpia de un duelo. ¡Un poco más arriba y te hubieran matado!
—La próxima vez tendré que decirle al enemigo que vaya con más cuidado —dijo. Sacó una camisa limpia de un cajón y se la puso para que, por lo menos, pudiera estar tapado y hubiera algo de decencia.
—O tendrán que vérselas conmigo —dijo Angelica con una sonrisa.
Esta era una faceta de ella que Sebastián no conocía. Estaba muy acostumbrado a que fuera pícara y formal, luchando para abrirse un camino entre los reinos de la corte en una batalla que no dejaba de ser despiadada por mucho que se librara con palabras en lugar de con cuchillos.
Eso le recordó…
—Dijiste que tenías que tenías que contarme cosas —dijo Sebastián. Vio que Angelica apartaba la vista—. ¿De qué se trata?
—Se trata de Sofía —dijo. Parecía preocupada—. Yo no… tal vez no debería decir nada, pero pensé que querrías saberlo por mí antes que por un rumor.
Eso atrapó el interés de Sebastián. Supuso que tenía algo que ver con la Casa de los Abandonados. Tal vez la gente de palacio había descubierto finalmente de dónde venía, o habían oído las cosas que Catalina había hecho allí.
—¿Qué pasó? —preguntó Sebastián.
Vio que Angelica respiraba hondo.
—Ella: volvió aquí. Iba vestida de forma muy extraña, casi… como si fuera otra persona, yo hubiera dicho que iba vestida como una golfa. También estaba enfadada. Tenía un cuchillo y decía tonterías sobre lo mucho que te odiaba y que necesitaba encontrarte.
Sebastián negó con la cabeza.
—No parece que hables de ella.
—Sé que cuesta creerlo —dijo Angelica—. Parecía muy dulce cuando estuvo aquí, pero daba la impresión… daba la impresión de que le había sucedido algo y te culpaba de ello. Pero hay algo más. No pudo encontrarte a ti, pero encontró al Príncipe Ruperto.
A Sebastián se le tensó la mandíbula al pensar en todas las maneras en las que eso podría haber ido. Conocía a su hermano.
—¿Qué pasó?
—Dicen que ella le atacó —dijo Angelica—. No pudo encontrarte a ti, así que, en su lugar, le hizo daño a él. Podría no ser cierto, pero… bueno, Ruperto sí que estaba herido y los guardias avisados. La estaban siguiendo.
Sebastián continuaba negando con la cabeza. Parecía que Sofía no podía hacer nada de esto. Pero… ¿cómo la conocía de bien? Ni tan solo sabía quién era hasta que Laurette van Klet la pintó. ¿Era posible que realmente le odiara?
Solo la posibilidad de que fuera así daba la sensación de que podía romper algo en su interior. Parecía que el mundo se le escapaba, el suelo que tenía a sus pies descendía a un hoyo de soledad y dolor del que podría no haber escapatoria.
Sebastián notó que Angelica le ponía la mano en el hombro.
—Sé que es difícil –dijo—. Sé que te importaba, pero pasara lo que pasara entre vosotros, tal vez esto sea lo mejor. ¿Qué es lo que pasó?
Sebastián negó con la cabeza. No podía decírselo a nadie.
_No importa.
—No —Angelica le dio la razón—, no importa. Todavía tienes tu futuro por delante, Sebastián. Ella solo es una chica enfadada que solo puede reaccionar con odio. Tal vez ya hemos hecho esperar lo suficiente a tu madre. Deberías ir a verla.
—Es verdad —coincidió Sebastián—. Tiene que saber esto por mí.
—Y ¿quién sabe? —dijo Angelica—. Tal vez ella también tendrá noticias para ti.