Sebastián estaba impaciente al otro lado de la puerta de los aposentos de su madre, esperando el momento en que le dejaran entrar. Incluso él debía esperar porque, como su madre le había dicho a menudo, ella no tenía jamás el lujo de ser algo menos que la Viuda.
Sin embargo, Sebastián a veces deseaba poder ser otra cosa que un príncipe. Para empezar, hubiera hecho que las cosas con Sofía fueran más sencillas.
Mientras estaba allí, apenas podía creer que hubiera hecho todo lo que Angelica había dicho sobre ella. Que había venido aquí hecha una furia buscándolo y que acabó hiriendo a Ruperto. No había querido pensar que fuera real, pero también era lo que decían los guardias: que la habían perseguido después de que ella hubiera atacado al príncipe.
Sebastián tragó saliva al pensar eso, pensando en lo que podría haber pasado si la hubieran atrapado. Se alegraba de que no lo hubieran hecho, incluso aunque hubiera atacado a Ruperto. Conocía a su hermano, y costaba creer que él no hubiera hecho algo para merecerlo.
La parte más dura que había ido a allí para decirle lo mucho que lo odiaba. Esa parte era imposible de superar. Una parte de Sebastián quería creer que eso no podía ser cierto, pero todo el mundo en palacio había visto allí a Sofía. La habían visto escapar, todo o que había sucedido. Sabía que tenía que odiarlo.
Merecía su odio, después de todo lo que había hecho al echarla. Merecía el dolor de sus heridas, pues no eran ni de cerca suficiente castigo por no tener la valentía de pedirle que se quedara. Cuando conoció a la hermana de Sofía, supuso que intentaría matarlo y lo cierto era que, si lo hubiera hecho, no hubiera sido más de lo que merecía.
Pero ahora no había tiempo para pensar en eso, pues los sirvientes escogieron ese momento para salir de la habitación de su madre y abrir las puertas de par en par para que él entrara.
—Príncipe Sebastián —anunció uno, como si, para empezar, no hubiera sido su madre la que lo había hecho llamar. Allí él iba a ver a un gobernante, su reina más que solo su madre.
—Entra, Sebastián —gritó su madre y en ello había una familiaridad que no concordaba con el resto. Ella estaba allí, en la zona de asientos de su suite de habitaciones, sentada de forma informal en la punta de un diván con un conjunto de cosas para el té dispuesto en una pequeña mesa delante de ella. Sebastián no tenía ninguna duda de que sería el mejor que las Colonias Lejanas podían ofrecer.
Se levantó para ir a su encuentro, anticipándose a su intento de hacer una reverencia rodeándolo con sus brazos. Era una de las pocas veces que Sebastián pudiera recordar que su madre le abrazara de esa manera. Normalmente, antes había habido sirvientes o cortesanos, otros que hacían los trabajos que implicaba su educación, mientras que simultáneamente parecían descartar la cercanía con su misma presencia.
—Me alegro de que estés a salvo —dijo su madre, aguantando el abrazo durante un instante más.—. Cuando oí todo lo que dijeron los mensajeros… no quería creerlo. Les dije que si me mentían acerca de que mi hijo estuviera en peligro, haría que los echaran con deshonra.
Sebastián podía imaginarla haciéndolo, pero eso no le hacía sentirse mejor. Incluso en lo que sospechaba que era una declaración de amor maternal, había todavía un recordatorio de que la formalidad de la corte nunca podía desaparecer completamente.
Sebastián odiaba esto. Normalmente, podía hacer frente a toda aquella falsedad y superficialidad, la necesidad de no hacer solo lo que estaba bien, sino lo que se esperaba. Pero había sido todo esto por lo que él no se había sentido capaz de casarse con Sofía. Había sido todo esto lo que le había obligado a dejarla a un lado, haciendo que ella lo odiara. Ahora mismo, cualquier cosa que se lo recordara era demasiado.
—Sebastián, ¿estás bien? —preguntó su madre, alargando el brazo para tocarle la cara. Sebastián se dio cuenta de que estaba examinando el corte que tenía en la mejilla —. ¿Te duelen mucho tus heridas?
—Un poco —confesó Sebastián, aunque ahora mismo quería el dolor, pues parecía concordar con el resto de su ser. Lo que evidentemente Sofía sentía por él le había partido el corazón en dos. ¿Qué era un poco de dolor físico comparado con eso?
—Mandaré traer a uno de los mejores físicos —le aseguró su madre—. Te coserán esta herida y no parecerá más que una hermosa cicatriz de duelo. Será elegante.
—¿Elegante? —repitió Sebastián. Podía oír lo llana que era su voz, el dolor que sentía dentro le quitaba la emoción—. ¿Esa era la apariencia que querías que tuviera cuando me mandaste a una expedición para masacrar granjeros, Madre?
Su madre se puso otra vez de pie, con gesto serio por un momento.
—Esos granjeros se habían declarado contrarios a la corona —puntualizó—. Eran traidores.
Sebastián pensó en remarcar que los días en los que el rey o la reina habían podido decidir arbitrariamente se habían terminado hace tiempo.
—¿Piensas que no debería haberte mandado? —preguntó su madre—. Estaba claro que eran un enemigo de la corona. Luchar contra ellos era una oportunidad para demostrar a la gente de tu alrededor que eres un príncipe fuerte, útil para el reino.
—¿Con la gente de mi alrededor, te refieres a la Asamblea de los Nobles? —exigió Sebastián—. Después de lo que sucedió en las guerras civiles, ¿piensas que les impresionará un príncipe que va por ahí masacrando a los súbditos de su madre?
Su madre le clavó una mirada a la misma altura que poco tenía que ver con el calor o la preocupación que había mostrado antes.
—La gente respeta la fuerza, Sebastián. La amabilidad, la generosidad y todas las otras cualidades buenas que tengas solo son útiles si tienes la fuerza para hacer algo con ellas. Como gobernante, puedo hacer más bien que muchos otros en mi reino, pero solo es posible si tengo la fuerza de mantener mi posición.
—Hablas como si estos granjeros pudieran haberte derrocado —dijo Sebastián.
Su madre se quedó en silencio durante uno o dos instantes.
—¿Solos? No, por supuesto que no —dijo—. Si no importara para nada, incluso podría dejarles tener su pequeña isla cubierta de matorrales. Pero importa, pues si otros oyeran que su sublevación les resultó bien, ¿entonces qué? De vez en cuando, ya hay sicarios e idiotas que cantan sus canciones contra la monarquía. Una buena parte de los nobles de la Asamblea estaban en el bando equivocado en las guerras, o tenían padres que estuvieron, por lo menos. ¿Crees que no volverían a luchar en todas si pensaran que podían ganar?
Sebastián no tenía respuestas para eso. Él no recordaba las guerras civiles, aunque había oído historias sobre ellas, igual que todos. A veces había visto las tensiones duraderas, expresadas en viejos rencores y cometarios incisivos.
—Y por eso me mandaste a librar una lucha fácil contra unos granjeros —dijo Sebastián—. Igual que mandaste a Ruperto a batallas fáciles.
—¿Piensas que sinceramente debería poner en peligro a mis hijos? —replicó su madre—. ¿Quién haría eso?
La mayoría de los súbditos de su madre no tenían elección en ello. Aun así, Sebastián lo dejó pasar, pues podía entender la necesidad de mantener a alguien a salvo. ¿Qué hubiera hecho él si Sofía hubiera estado en peligro? Además. lo cierto era que en las Islas de los Estrechos habían encontrado mucho más.
—Allí estaba el Nuevo Ejército —dijo.
—Eso dijo tu mensajero —respondió su madre. Fue hasta el diván, se sentó y le hizo un gesto a Sebastián para que hiciera lo mismo. Sirvió té como si Sebastián no hubiera dicho nada. Así, podría haber sido la imagen de una noble viuda mayor en una especie de semiretiro, con poco más que hacer más allá de planear el próximo baile o visitar sus haciendas. Pero no se trataba de una noble menor. Era su madre. la Viuda.
—¿Qué tienes pensado hacer al respecto? —preguntó Sebastián.
—Ya he dado instrucciones para encargarse de la amenaza inmediata —dijo su madre—. En cuanto a lo que podría venir a continuación… nos ocuparemos de ello cuando sea necesario. No estamos sin hombres para luchar. Las compañías libres, por mucho que declaren imparcialidad, no van a quedarse quietas y a dejar que destruyan sus hogares.
A Sebastián, confiar en los mercenarios le parecía una apuesta. Aún más, parecía un intento para hacer que se quedara a salvo de nuevo en casa, cuando lo último que quería era seguridad. No la merecía. Si Sofía le odiaba, indudablemente no la quería.
—Manda a la caballería real —dijo—. Deja que mantengamos las cosas como están. He luchado antes con el Nuevo Ejército y he triunfado.
—Ganar una batalla no significa que tienes que ganarlas todas —replicó su madre—. Este reino tiene muchos soldados, pero muy pocos príncipes. No tengo suficientes hijos para empezar a ponerlos en peligro.
—Ruperto es el heredero —insistió Sebastián—. Y aun así le reservaste su lugar en el ejército. Si yo lucho contra los invasores, será bien visto. Tú misma dijiste que la gente respeta la fuerza.
Lo dijo, aunque la verdad era que no le importaba nada de eso. Solo era lo que tenía que decir para que lo lanzaran en dirección al conflicto. Si Sofía lo odiaba, entonces Sebastián quería perderse en esa violencia y que se lo llevara. Si hubiera sabido lo mucho que lo odiaba cuando estaba en las Islas de los Estrechos, tal vez incluso se hubiera quedado quieto en aquella playa y hubiera dejado que el siguiente mosquete lo alcanzara.
O quizás no. Sebastián no quería vivir sin Sofía, pero tampoco quería desperdiciar su vida. No, se lanzaría a sí mismo a las partes más duras de la batalla. Lucharía contra el enemigo con todas sus fuerzas y, sencillamente, tendría que esperar que en algún lugar hubiera alguien con la fuerza, la habilidad o la suerte de acabar con el auténtico vacío que llenaba su interior cuando pensaba en todo lo que había perdido.
—Yo no quiero perderte —dijo su madre—. Sebastián, sé que las cosas no salieron bien con la chica que trajiste a verme, pero esa no es una razón para que te lances al corazón de una guerra.
Desde la posición de Sebastián, parecía la mejor razón que pudiera haber. No era una sorpresa que su madre se hubiera dado cuenta de que Sofía no estaba pues, al fin y al cabo, todos los sirvientes y los guardias la habían informado de ello. Pero se preguntaba qué pensaría ella si lo supiera todo.
—Madre —dijo—, estoy decidido. Tengo mi cargo con la caballería real y haré mi parte en cualquier conflicto que venga.
—Tú harás lo que se te diga —dijo su madre—. Recuerda que este es un regimiento real. Irá donde yo ordene y, si piensas que será en algún lugar cerca de un peligro verdadero, entonces está claro que no estás escuchando, Sebastián.
—¿Por qué, madre? —exigió, poniéndose de pie—. ¿Qué importa eso?
Ella se levantó y le cogió las manos.
—Importa porque eres mi hijo y te quiero. Además, tengo asuntos más importantes para ti que simples batallas.
Ahora mismo, Sebastián no podía pensar en nada más importante. Nada de eso parecía significar nada, así que ¿qué podía tener en mente su madre que fuera más importante que una invasión?
—¿Qué estás planeando, Madre? —preguntó.
—Cuando anunciaste que querías casarte con aquella chica, me alegré por ti —dijo su madre. Sebastián se dio cuenta de que no usó el nombre de Sofía—. Y cuando los planes fracasaron, vi lo molesto que estabas. Quiero hacer algo que te hará feliz.
Sebastián se quedó en silencio, pues tenía una horrible sensación de que sabía lo que su madre estaba a punto de decir.
—Estaba contenta con el compromiso, pues lo cierto es que ya es hora de que te casaras, Sebastián. Está claro que Ruperto no va a sentar cabeza todavía, así que te corresponde a ti, como una cuestión de deber. De honor.
—No puedo casarme —dijo Sebastián—. Sofía no está.
Vio que su madre negaba con la cabeza con evidente desespero.
—Lo dices como si ella fuera la única chica adecuada del mundo. No lo es. Ni de cerca, por eso me he tomado el tiempo para buscar a la chica adecuada yo misma.
Sebastián la miró fijamente, incrédulo.
—¿Qué?
Supuso que probablemente debería haberlo imaginado. No es que los hombres jóvenes de su rango tuvieran el lujo de acordar sus propios matrimonios, cuando estas cosas podían contener muchos matices de diplomacia y sucesión, alianza y dote. Era solo que no esperaba que su madre viera el hueco que había dejado la ausencia de Sofía y decidiera que tenía que llenarse, como un niño que recibe un nuevo cachorro para sustituir al perdido.
—Madre, esto no es… —empezó Sebastián, pero su madre ya estaba hablando otra vez.
—He buscado una pareja —dijo—. Y una mucho más adecuada que esa, aunque no te preocupes, la chica en cuestión es bastante hermosa. He hablado con sus padres y el compromiso está hecho, con excepción de la formalidad de la aprobación de la Asamblea. Incluso conoces a la chica, lo que estoy segura de que suavizará algo las cosas.
—¿Quién? —preguntó Sebastián, aunque mientras lo preguntaba, las posibilidades empezaban a tomar forma en su mente.
—Pues Milady d’Angelica, por supuesto —dijo su madre—. Estoy segura de que será perfecta para ti. desde luego, será perfecta para el reino.
Sebastián se quedó en silencio. Finalmente, hizo lo único que se le ocurrió hacer: se dio la vuelta y se marchó, dejando a su madre mirando cómo se iba.