Sebastián estaba en sus aposentos, lanzando cosas en una bolsa de viaje e intentando decidir qué era importante. El dinero sería útil. Ropa de recambio para el viaje, pero no las ropas elegantes de la corte. Sebastián miró alrededor. ¿Cuánto de esto importaba? Tal vez si se hubiera dado cuenta de esto antes, no se hubiera llegado a esto, para empezar.
Podía sentir la presión del tiempo mientras guardaba las cosas. cada momento era uno en el que su madre podría decidir mantenerlo en palacio a la fuerza, invocando su autoridad como su madre, su reina, la comandante de su regimiento. Probablemente las únicas razones por las que no lo había hecho ya fueran que realmente no pensaba que fuera posible que él se marchara, y le preocupaba el escándalo que podría venir de un príncipe herido intentando salir de su propio palacio.
Pero él se iba a ir, porque tenía que hacerlo. Si no lo hacía, no tendría jamás la oportunidad de encontrar a Sofía. Ni la oportunidad de arreglar jamás esto.
—Tal vez no haya una oportunidad —dijo Sebastián, pero esperaba que eso no fuera cierto. Sabía que no merecía a Sofía. Su hermana se lo había dejado plenamente claro, aunque Sebastián no hubiera sabido por sí mismo el daño que había causado. Había dejado a un lado a Sofía, anteponiendo su deber a lo que sentía por ella. La había echado a la calle, donde la habían tomado por poco más que una esclava, a pesar de lo que las leyes del reino dijeran acerca de los contratos de sirvientes. Le había dicho que no podía amarla, aunque eso era de todo menos cierto.
Él no merecía poder mejorar eso, pero tenía que encontrar un modo. Si eso significaba dejar Ashton y viajar a ciegas hasta que encontrara noticias de ella, lo haría. Sebastián haría lo que fuera para recuperarla.
—¿Sebastián? ¿Qué estás haciendo?
Sebastián se giró y vio a Angelica entrando en sus aposentos. Ahora que conocía los planes de matrimonio, podía entender la sencillez de su vestido, su amable comportamiento, por lo que era: nada más que un intento de cazarlo siendo algo que él pudiera encontrar aceptable.
—¿Qué parece que estoy haciendo, Angelica? —exigió—. Estoy preparando una bolsa para irme.
Vio que ella fruncía el ceño ante eso. Lo hizo de forma hermosa, por supuesto, pero su belleza nunca había sido el problema. Debería haber sabido que había algo más que simple amabilidad al ayudarle con su herida.
—¿Irte? —dijo—. ¿No te mandarán a luchar de nuevo antes de la boda?
—Así que tú lo sabías —dijo Sebastián. No le sorprendía. Solo era la confirmación de todo lo que había pensado desde que su madre lo anunció.
—¿Lo de la boda? —dijo Angelica—. Sí. Tu madre me contó el acuerdo que había hecho con mi padre. No te lo conté porque… bueno, pensé que ella querría decirte algo así y porque podría estar bien conocer por lo menos un poco de tu verdadero yo.
Todo sonaba bastante creíble, pero en la corte, la credibilidad era una moneda común. Sebastián no estaba seguro de qué creer ahora mismo.
—¿Así que no encontraste tú la manera de hacer que este matrimonio sucediera? —preguntó Sebastián—. ¿No forzaste a mi madre a ello?
—¿Cómo iba a hacerlo? —preguntó Angelica y la mirada modesta que le lanzó podría haber sido más creíble si no la hubiera visto exactamente así en montones de fiestas—. ¿Realmente piensas que yo tengo el poder suficiente para hacer que la Viuda haga algo que no quiere hacer?
Tenía razón en eso y Sebastián se calmó un poco. Ni tan solo Angelica podía forzar este matrimonio. Era cosa de su madre.
—Tu madre me convocó —dijo Angelica—. Me dijo que había planeado el matrimonio con mis padres y que el asunto estaba decidido. Sí, yo le dije que estaba feliz ante la perspectiva, pero yo no lo había organizado ni tenía elección.
—¿Y eso no te enfurece? —preguntó Sebastián. Su propia rabia estaba borboteando bajo la superficie: por lo que su madre había hecho, por la situación a la que se enfrentaba y por su propia estupidez al rechazar a Sofía. Si no lo hubiera hecho, las cosas podrían ser diferentes. Ahora mismo podrían casarse.
—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó Angelica, extendiendo las manos—. ¿Crees que no he sabido toda mi vida que toda mi valía se reduce a encontrar como pareja a un señor apropiado? ¿Qué probablemente no tendré ni voz ni voto en ello? Contigo, sé que voy a casarme con un hombre amable, dulce y guapo. Un príncipe, nada menos. ¿Tanto importa que no tenga elección? Sé que me tú me harás feliz.
Sebastián no estaba tan seguro de ello. Había conseguido destrozar la felicidad de Sofía totalmente.
—Yo también puedo hacerte feliz —dijo Angelica, y dio un paso adelante para rodear con sus brazos a Sebastián por el cuello—. Lo prometo.
Entonces ella lo besó y fue un beso diferente a los que había tenido con Sofía. Había soltura detrás de él y control. Fue un buen beso, pero fue bueno porque era algo bien practicado, no a causa de que hubiera alguna conexión entre ellos.
—No estuvo mal, ¿verdad? —preguntó Angelica—. Sé que debes pensar todo tipo de cosas sobre mí, Sebastián, pero tendrás tiempo de conocer a mi verdadero yo cuando estemos casados. Ahora —dijo, tirando de él hacia el dormitorio—, sé que debes tener en cuenta tu herida, pero encontraremos el modo de evitarla. Te ayudará a olvidar tus reparos.
Entonces Sebastián la empujó y probablemente más fuerte de lo que pretendía, pues ella tropezó.
—No, Angelica. No. Yo no quiero olvidar a Sofía. ¿Cómo puedes pensar que querría? ¿Crees que sencillamente puedo meterme en un matrimonio y esperar ser feliz?
—¿Qué elección nos queda? —replicó Angelica—. ¿No deberíamos al menos intentar sacar el mayor provecho de ello?
—Los dos tenemos elección —dijo Sebastián. Le gustaría haberse dado cuenta de ello hace mucho tiempo—. Yo voy a tener la mía. Lo siento, Angelica, no es que tú hayas hecho nada malo, pero es a Sofía a quien yo quiero. Voy a ir tras ella, diga lo que diga mi madre. Voy a encontrarla y voy a convencerla para que me perdone. Ella es todo lo que necesito. Lo único que necesito.
Visto así, probablemente no tenía que pasar más tiempo preparando su bolsa. Se dirigió hacia la puerta, cogiendo unas cuantas posesiones de camino hacia ella. Siempre y cuando encontrara a Sofía, el resto no importaba.
***
Intencionadamente, Angelica escogió un jarrón caro para romperlo primero. Una joya esmaltada de la segunda era, por su apariencia, que probablemente les había llevado días crearla a los mejores artesanos hace cien años. Se rompió en trocitos con un satisfactorio chasquido.
Evidentemente, Sebastián no estaba allí para oírlo. Angelica no iba a permitir que él viera esto, pues sería la prueba del dolor que le podía causar y ella no estaba por la labor de dejar que la gente viera eso. En cualquier caso, la clase de mujer por la que él se sentía atraído era modesta y delicada, no dada a ataques de rabia cuidadosamente calculados.
Como no había terminado, a continuación rompió un espejo, sin importarle los brillantes fragmentos que se esparcieron por el suelo. Muy pronto los recogería un sirviente.
¿Cómo había pasado esto? La pregunta incordiaba en los pensamientos de Angelica. ¿Cómo la había rechazado Angelica? Esa idea había parecido tan imposible antes que ella ni tan solo la había pensado. Había dado por sentado que el solícito príncipe se hubiera casado con un caballo si su madre se lo hubiera ordenado y ella distaba mucho de eso.
Ella era refinada, ella era hermosa, ella era educada. Ella había trabajado cuidadosamente todas las destrezas que una joven debía tener, desde los idiomas a la música, del buen gusto al baile. Traía consigo una conexión a una de las antiguas familias del reino y, por lo menos, una fortuna moderada. Si Angelica no acabara de romper el espejo que tenía más cerca, podría haber medido en ello y ser vista como el ejemplo perfecto de nobleza, construido con todo el cuidado de una buena casa o una hermosa fruslería. Cualquier hombre debería perder la cabeza por su mano.
Pero Sebastián la había rechazado. Había dado la vuelta y se había ido como si ella no estuviera allí.
Eso era impensable. Angelica había hecho un esfuerzo especial por él, teniendo en cuenta de que no le gustaba la ropa llamativa, intentando mostrar un lado más humano de ella, incluso besándolo con toda la destreza y pasión que le daban las horas de práctica en rincones discretos de reuniones nobles. Debería haber suplicado casarse con ella pero, en cambio, se había marchado a una misión imposible.
Todo por Sofía, la chica que indudablemente no era de Meinhalt, que no era la clase de noble que debería ser, que se había metido en el camino de Angelica desde el momento que en que llegó.
Angelica no podía entender lo que Sebastián veía en ella. No tenía nada, no era nada. Probablemente, Angelica podía encontrar a un montón de chicas igual de hermosas en cualquier lugar de Ashton en el que mirara. Ella no tenía destrezas. El hecho de que Sebastián fuera tras ella era más que un insulto por esa razón.
Era más que un insulto –era peligroso.
Angelica todavía recordaba estar de rodillas en el suelo de los aposentos de la Viuda, escuchando hablar a la vieja bruja sobre la máscara de plomo como si no fuera nada. Angelica no sabía si cumpliría con la amenaza, pero recordaba el miedo que había sentido en aquel momento, la certeza de que su vida iba a terminar del modo más espantoso posible.
Había dicho que haría cualquier cosa, y la Viuda le había impuesto una tarea que, en ese momento, le había parecido bastante sencilla: asegurarse de que su hijo olvidaba por completo a Sofía. A la Viuda no le gustaría saber que Angelica había fracasado incluso en retener a Sebastián dentro del edificio.
Angelica se sentó en una de las sillas de los aposentos de Sebastián, para intentar decidir lo que podía hacer a continuación. No entró en pánico. ella se negaba a entrar en pánico, porque entrar en pánico es lo que las chicas tontas e inferiores hacían cuando se enfrentaban a los problemas. Chillar y desmayarse tenían su lugar, pero solo como armas para atraer la compasión o la atención, no como algo para hacer cuando no había nadie por allí. Ahora era el momento de sentarse tranquilamente, pensar en las consecuencias y, a continuación, actuar.
¿Debería escapar? Esa idea parecía absurda, pero si estaba a punto de provocar la ira de la Viuda, tal vez era la única opción que tenía. Si Angelica pudiera llegar hasta el campo, lo suficientemente lejos de cualquier perseguidor… no, eso no funcionaría. No existía un lugar donde la influencia de la Viuda no alcanzara dentro de su reino, incluso algunas partes normalmente estaban fuera de su atención.
¿Al extranjero, entonces? Angelica podía coger lo que necesitaba y marcharse, atravesar el Puñal-Agua o ir a una de las colonias, cerca o lejos. La dificultad que tenía eso era que no habría nada esperándola. Su padre participaba en negocios en el extranjero, pero Angelica empezaría indudablemente con nada. No tenía ningún deseo de hacerlo.
Eso dejaba, sin duda, una opción: tenía que matar a Sofía.
El pensamiento estaba en su mente tan fríamente como una piedra y Angelica se sorprendió un poco de lo tranquilamente que lo consideraba. Había hecho otras cosas menores en el pasado, por supuesto. Había envenenado rivales y los había avergonzado, había usado secretos para controlar a los demás y había comprado deudas simplemente para poder destrozar a los que a ella le hacía falta. El asesinato, sin embargo… hasta el momento, siempre había parecido una línea que no podía pasarse.
Pero ¿qué alternativa había? Podía encontrar otro modo de librarse de la chica, pero entonces Sebastián probablemente continuaría buscándola. Podía tener esperanzas de que no la encontrara, pero eso podría llevar años. No, Angelica necesitaba algo decisivo. Algo que no pudiera dar pistas hacia ella, por supuesto, pero algo definitivo, tras lo cual Sebastián pudiera ir corriendo hacia ella durante el duelo.
Angelica se levantó, un poco sorprendida con ella misma. Si hubiera sabido que tramar un asesinato sería tan sencillo, tal vez lo hubiera hecho hace años.
Solo tenía que encontrar a Sofía antes de que lo hiciera Sebastián.