PERO, mamá, a mí ese jamón no me gusta! ¿Por qué no puedo llevar chocolate? ¡Todo el mundo en mi clase lleva una chocolatina para el recreo! ¡Yo soy la única que lleva asquerosos bocadillos de jamón!
–El jamón y el pan te hacen crecer –contestó Charlotte Chandler, acostumbrada a las quejas de su hija de ocho años. Llegaba tarde al trabajo y no tenía ganas de ponerse a discutir sobre el valor nutricional del chocolate–. ¿Dónde tienes los deberes, Gina?
–En mi habitación.
–Pues ve a buscarlos. Venga, date prisa que es tarde.
Charlotte esperó, golpeando el suelo con los tacones y mirando el reloj, impaciente.
A veces, en momentos como aquél, se sentía asaltada por una sensación de soledad que la dejaba abrumada.
¿Y si las cosas hubieran sido diferentes ocho años antes? ¿Y si no hubiera decidido visitar a Riccardo por sorpresa? ¿Y si se hubiera quedado con sus amigas, con las que ahora no mantenía contacto, esperando que volviese? ¿Y si Riccardo la hubiera amado como lo amaba ella?
Pero había encontrado un método para lidiar con el triste pasado. Visualizaba una caja y dentro de la caja metía todos los recuerdos tristes. Y luego se veía a sí misma cerrando la tapa y sellándola con lacre.
Aunque, en general, su vida era tan ajetreada que no tenía tiempo para remordimientos ni penas. Cuando Gina era más pequeña, sólo tenía tiempo para trabajar y cuidar de su hija. Pero ahora Gina se estaba haciendo mayor y Charlotte tenía más tiempo para pensar. Aunque no era justo que los recuerdos que deberían haber muerto hacía años volviesen a aparecer en su mente, torturándola.
Gina apareció con los deberes en la mano y el cabello revuelto, aunque sólo media hora antes Charlotte se lo había peinado con esmero.
–Bueno, ¿lo llevas todo?
–Sí.
–¿Estás segura?
–¡Que sí, mamá! –sonrió la niña.
Otro lunes. Charlotte llevó a su hija al colegio y luego tomó la autopista para ir a la agencia de Henley, a las afueras de Londres, sin dejar de darle vueltas a la cabeza.
Sabía por qué le pasaba, claro. Era por Ben. Porque por fin estaba intentando volver a vivir y no quedarse a un lado, mirando cómo pasaba la vida e inventando excusas cuando sus amigas intentaban animarla para que saliera con alguien.
Era inevitable que se acordase de él. Y era imposible no comparar a cualquier hombre con Riccardo.
Aunque las comparaciones eran injustas porque después de tanto tiempo no podía recordar a Riccardo di Napoli con detalle. Le había hecho fotografías, algo por lo que estaría eternamente agradecida… pero las tenía guardadas en un cajón.
Aún seguía viendo su sonrisa, que no olvidaría nunca, y recordaba cómo le latía el corazón cada vez que él se acercaba.
Pero debería pensar en Ben. Ben, un hombre encantador y un buen partido, además. Sin embargo, no podía dejar de pensar en Riccardo. Riccardo, que se quedó tan sorprendido al verla en la puerta de su casa como si hubiera sido un paquete imprevisto y desagradable.
Entonces no era Charlotte sino Charlie. Charlie la adolescente sin una sola preocupación en el mundo, locamente enamorada y suficientemente ingenua como para pensar que el hombre del que se había enamorado la quería también. Después de todo, la deseaba ¿no? Se lo había dicho mil veces. Pero entonces Charlie no sabía que una cosa no tenía nada que ver con la otra.
Encontrar la casa de su madre había sido una pesadilla. Había hecho la mitad del camino en autobús y la otra mitad a dedo. Hacía mucho calor y era uno de esos días en los que caminar durante largo rato te pone enferma. Los pantalones largos y la camiseta se pegaban a su cuerpo como si tuviera pegamento.
Aunque habían pasado ocho años, aún seguía recordando el mareo que sentía… Claro que entonces no sabía a qué era debido ese mareo.
Pero pensó que si no encontraba la casa pronto tendría que gastarse el dinero en algún restaurante en cuanto llegase a Florencia.
Porque Florencia era su destino. O, más bien, las afueras de Florencia.
Había querido demostrarle que lo quería, que no le importaba la situación económica de su familia… qué tonta había sido.
Al final, perdida, tuvo que tomar un taxi. Con el calor y la angustia había olvidado la dirección, pero sabía el apellido de Riccardo, di Napoli. Y ésa fue la llave que, al final, le abrió la puerta.
El taxista conocía bien ese apellido. De hecho, sabía perfectamente cómo llegar a la casa. Cuando llegaron era de noche, pero aun así Charlie se dio cuenta de que aquélla no era la casa de una mujer de clase trabajadora.
–¿Seguro que éste es el sitio? –le preguntó al taxista–. ¡Debe de haber cientos de di Napoli en Florencia!
Delante de ella había una mansión de color terracota… pero no era una simple mansión, sino una especie de palazzo con pórticos de piedra, ventanales, portalones de madera. Rodeando la casa había un jardín bien cuidado, con flores y árboles que parecían centenarios.
El taxista estaba diciendo algo, pero hablaba tan rápido que Charlie no pudo entenderlo. Lo que sí entendió fue el nombre «Elena di Napoli».
Se le encogió el estómago al recordar la escena. La señora mayor que abrió la puerta… la señora mayor que no era la madre de Riccardo sino una de las criadas. Después su madre, luego Riccardo. Y a partir de ahí su sueño se había convertido en una horrible pesadilla.
Charlotte encendió la radio, pero no consiguió distraerla.
Riccardo se había mostrado literalmente horrorizado al verla y mientras ella se quedaba inmóvil, sujetando su mochila, incapaz de decirle que había querido darle una sorpresa, él la miraba como si no la conociera de nada. Su madre, una mujer de aspecto aristocrático a quien las incomodidades diarias de la vida no parecían haberle afectado nunca, la miraba como si fuera un insecto. Era alta, muy recta, de nariz aquilina.
En cuanto Charlie consiguió quedarse a solas con Riccardo le exigió una explicación. Por qué le había dicho que no tenía dinero, por qué conducía un viejo coche y se hacía pasar por un vagabundo…
–Yo no te he mentido. Dejé que pensaras lo que quisieras porque no quería complicar las cosas.
Charlotte subió el volumen de la radio porque aquel recuerdo en particular era el más doloroso. Cómo se había abrazado a él, con los ojos anegados en lágrimas, suplicándole que le explicara por qué se mostraba tan frío. Entonces era tan joven… pero incluso después de ver cómo vivía, quién era, seguía esperando que eso no pudiera separarlos.
«Qué tonta», pensó, con el corazón encogido.
La niebla empezaba a levantarse. Iba a ser uno de esos días fríos, oscuros, de los que te recordaban que el sol no salía en enero en Inglaterra. Incluso con la calefacción puesta, el frío se colaba a través de su jersey. Y de su corazón.
Pero cuando llegó a la oficina era la misma de siempre. Nadie podría adivinar que llevaba una hora recordando el pasado.
Aubrey, el propietario de la agencia en la que trabajaba, con cinco oficinas en los alrededores de Londres, le pidió disculpas por sacarla de su despacho.
–Tú eres la experta en mansiones, cariño.
–No te preocupes, no pasa nada.
Sí pasaba. Había perdido mucho tiempo yendo hasta allí y tenía mucho trabajo esperándola, pero al fin y al cabo Aubrey era su jefe y la persona que le había dado trabajo cuando estaba embarazada de cuatro meses, sin una carrera universitaria y sin experiencia en el negocio inmobiliario. Le debía mucho y no estaba dispuesta a decepcionarlo.
–¿Cómo está tu hija? ¿Ya tiene novio?
–Calla, por favor –sonrió Charlotte–. Le he dicho que nada de novios hasta la universidad.
–Cariño, no debes dejar que tu experiencia influya en la vida de tu hija…
–Intento que no sea así, Aubrey, pero es difícil. Bueno, vamos a hablar de la casa. ¿Éstas son las fotografías? Vaya, qué maravilla.
–Desde luego. Ni siquiera está en el mercado todavía.
–¿Y ya tienes un cliente interesado?
–Varios, de hecho.
–Entonces, es un mito que ya no se venden las casas grandes –murmuró Charlotte, observando las fotografías con ojo de experta y haciendo las convenientes preguntas. Muchas casas estupendas estaban en el mercado durante años por algún problema de humedades o cañerías viejas. Aparentemente, no era el caso.
Aubrey era una de las pocas personas que conocían su historia con Riccardo di Napoli. Era, además, el padrino de Gina, de modo que tenía derecho a opinar, aunque no solía hacerlo a menudo.
–¿Sigues viendo a ese hombre… Ben?
–Aubrey…
–Soy mucho mayor que tú y tengo derecho a darte alguna charla –sonrió él–. Las ventajas de ser un anciano.
–Sí, bueno… sigo viendo a Ben, pero quiero ir despacio.
–Me parece estupendo.
–Eso espero.
–Bueno, tienes todos los detalles de la casa en ese sobre. El cliente es una mujer. Llámame cuando le hayas enseñado la casa. Y, por cierto, vamos a buscar un día para que vayas a cenar a casa con la niña. Diana dice que hace siglos que no la ve.
–De acuerdo.
–Y puedes llevar a tu amigo…
–Bueno, eso me lo pensaré.
Presentarle a Aubrey y Diana sería como presentarlo a la familia, un enorme paso que Charlotte no sabía si estaba dispuesta a dar. Por el momento, Ben y ella habían ido al cine, al teatro, a cenar en alguna ocasión… nada más que eso. Sólo llevaban tres meses saliendo. ¿Para qué adelantar nada?
–¿Sabes si la clienta es de la zona?
–No, no es de aquí.
Charlotte subió al coche y tomó una carretera vecinal. El campo estaba precioso a pesar del frío. Los árboles levantaban sus ramas desnudas hacia el cielo, pero en primavera todo aquello estaría cubierto de flores.
Daba igual los pisos que vendiera en Londres, nada podía compararse con una casa allí. En Londres uno podía gastarse millones y aun así tendría vecinos al lado. Pero allí el dinero podía comprarte total tranquilidad.
Cuando llegó a la casa vio un coche aparcado en el patio, un Bentley muy elegante; el tipo de coche que costaba casi lo mismo que un piso en Londres.
Pero la mujer no estaba dentro. Y tampoco podía estar en la casa, a menos que hubiera decidido tirar la puerta abajo.
Suspirando, Charlotte se acercó a la entrada y miró alrededor. Estaba admirando vagamente los jardines cuando oyó una voz masculina a su espalda. En el primer momento no la reconoció. Pero luego se quedó inmóvil.
Y cuando por fin logró volverse, allí estaba: el hombre que seguía visitándola en sueños. Su pesadilla durante los últimos ocho años. Aquella misma mañana había estado pensando en él… ¿habría sido una premonición?
Charlotte parpadeó, incrédula. Luego cerró los ojos y, por primera vez en su vida, perdió el conocimiento.
Despertó tumbada en el suelo, con la cabeza apoyada sobre algo blando, como una almohada. Y había alguien mirándola fijamente. Oh, no. Nerviosa, intentó levantarse…
–Vaya, vaya, vaya. Así que eres tú –sonrió Riccardo.
–¿Qué estás haciendo aquí?
No había cambiado mucho. Cuando imaginaba un encuentro con él, y lo había imaginado muchas veces, siempre lo veía calvo, gordo y envejecido, cuidando de los bambinos que su madre le había dicho que tendría algún día con una chica italiana de su misma clase y no con una extranjera sin un céntimo.
Pero aquellos ocho años lo habían hecho aún más atractivo. Ahora llevaba el pelo corto y tenía algunas arruguitas alrededor de los ojos, pero seguía siendo un hombre extraordinariamente bien parecido.
Sonriendo, Riccardo di Napoli se inclinó para limpiarse de arena las rodilleras del pantalón. Un pantalón de claro diseño italiano.
–Me dijeron que la clienta era una mujer… la señora Dean.
–Has cambiado –dijo él, mirándola a los ojos.
Unos años antes esa mirada profunda le habría afectado, pero ya no era una niña. Ahora era una mujer de veintiséis con una hija de ocho… Gina.
Gina.
Tendría que librarse de él lo antes posible, pensó, asustada. No quería que Riccardo supiera que tenía una hija. Se había marchado de Italia ocho años antes con la vida destrozada y no pensaba dejar que eso le ocurriera de nuevo.
–Siento que esto te parezca poco profesional, pero creo que lo mejor será llamar a otro agente…
–¿Por qué?
–¿No es evidente? Tuvimos una desastrosa relación hace ocho años y eso tiene que influir en mi actitud hacia ti.
–Si me gusta la casa, la compraré. Sea cual sea tu actitud.
–Lo siento, pero yo no estoy preparada para… estar en tu compañía –replicó Charlotte.
–Pues es una pena. Me ha costado mucho llegar hasta aquí y no me apetece marcharme sin ver la casa, así que vas a tener que enseñármela habitación por habitación. ¿Está claro?
–¿Me estás amenazando, Riccardo?
–Si no lo haces, me quejaré a tu jefe. Le diré que ha perdido un buen cliente por tu culpa –contestó él.
Suspirando, Charlotte sacó la llave del bolso.
–Muy bien, de acuerdo.
Riccardo se había quedado sorprendido al verla. Y mucho más por su reacción. Pero era como si el círculo se hubiera cerrado, como si hubiera estado esperando aquel momento.
Aunque no era así. Aquel episodio de su vida había pasado a la historia. Charlie había sido la chica con la que mantuvo una relación de juventud sin importancia y que, de repente, apareció en la puerta de su casa, decidida a no dejarlo escapar. Aun así, era curioso ver cómo había cambiado. El pelo largo había desaparecido, como la sonrisa franca. En su lugar había una melenita corta y una expresión cautelosa. Seguía siendo tan delgada como antes, pensó, estudiando el cuerpo que había bajo el traje de chaqueta. Como si hubiera sido el día anterior, casi podía sentir su cuerpo bajo el suyo sobre la hierba y se sintió desconcertado por el impacto de ese recuerdo.
Abruptamente, se volvió, sin saber qué decir.
–Supongo que deberías saber que la finca… –Charlotte fue explicándole los detalles de la casa, según los leía en el informe.
–Agente inmobiliario. Nunca lo habría imaginado –dijo él–. Pero claro, entonces apenas nos conocíamos, ¿verdad, Charlie?
–Me llamo Charlotte –lo corrigió ella.
Riccardo no le hizo caso.
–Yo pensando que estaba tratando con una mujer y al final resultó ser una cría.
Charlotte se negó a contestar. Ella no se había sentido como una cría con él. Se había sentido como una mujer. Pero después de todo sólo era una adolescente. Y lo había amado como sólo puede amar una adolescente.
La madre de Riccardo descubrió que tenía dieciocho años mientras estaba en la ducha porque revisó su mochila y se puso a gritar al ver el pasaporte.
–La madera de roble del suelo sigue siendo la original –siguió Charlotte, sin mirarlo–. Las balaustradas también son de roble. Si no te importa seguirme, te enseñaré la cocina. Hay una bodega…
–No pienso guardar aquí gran cantidad de botellas de vino.
Charlotte habría querido decirle que le importaba un bledo lo que pensara tener allí porque él y lo que pensara hacer con la casa no eran asunto suyo.
–¿Por qué? –preguntó, intentando disimular un gesto de aburrimiento.
–¿Por qué no me miras, Charlie?
–Porque fuiste un terrible error en mi vida –contestó ella–. ¿Y por qué iba a mirar a un error del pasado?
Riccardo olvidó por un momento que, con los años, había convertido su recuerdo en un «escape por los pelos». Nadie se había referido a él como un error. Nadie. Y eso le molestó. El éxito y el poder se habían acumulado rápidamente con los años y tenía un círculo de devotos que lo aislaban de la realidad.
–Éste es el office –siguió Charlie.
–¿Y has conseguido rectificar el error? –le preguntó Riccardo, colocándose delante para interrumpirle el paso.
–Mira, ésta es precisamente la razón por la que no me parece buena idea que yo te enseñe la casa –suspiró Charlotte–. No quiero recordar el pasado, no quiero hablar de mi vida… Todo eso ya está olvidado.
Riccardo apretó los dientes. No le gustaba su tono condescendiente. Afortunadamente, su relación había terminado como terminó. Porque aquella chica tan dulce se había convertido en una mujer dura, seca.
–Sí, claro –asintió–. Disculpa, no tengo derecho a hacerte preguntas personales.
Charlotte lo miró, suspicaz. No lo imaginaba pidiendo disculpas a menudo. Pero ¿qué sabía ella de Riccardo di Napoli? Una cosa era segura, no quería discutir con él. El instinto le decía que sería un enemigo peligroso. Le enseñaría la casa y luego hablaría con Aubrey para que, si estaba interesado, llevara las negociaciones él mismo.
–Sí, bueno… supongo que a los dos nos ha sorprendido esta extraordinaria coincidencia.
–¿Por qué no empezamos otra vez? –sugirió Riccardo.
Pero sentía gran curiosidad. ¿Se habría casado? No llevaba alianza en el dedo, pero hoy en día eso no significaba nada. Quizá estaba divorciada.
–¿Qué quieres decir?
–Tienes buen aspecto. Supongo que la vida te va bien. ¿Te has casado?
Justo en ese momento sonó el móvil de Charlotte. Y era Ben. Murmurando una disculpa, se dio la vuelta para hablar en voz baja un momento.
–Perdona. No, no me he casado… todavía. Pero voy a hacerlo.
Esperaba que eso crease una barrera entre los dos. Porque tenía que crear alguna barrera. Tenía que apartarse de aquel hombre.