CHARLOTTE apoyó una mano en la barbilla para mirar a Ben, un hombre tan agradable y tan normal que empezaba a resultarle aburrido. Pero estaba decidida a no encontrarlo aburrido. Todo eso del sexo, de la pasión, del deseo… estaba sobrevalorado. Y ella había pagado un alto precio por caer en esa trampa. Además, Ben y ella empezaban a tener una relación seria. Aún no se habían acostado juntos, pero se habían besado. Él había intentado algo más, pero Charlotte le dijo que era demasiado pronto y él, galantemente, había respetado su decisión.
Afortunadamente, Riccardo había desaparecido de su vida. Después de contarle a Aubrey lo que había pasado, no había vuelto a saber nada más.
Y el hecho de que su reaparición hubiera despertado tantos recuerdos era lógico.
–¿Charlotte?
–¿Qué? Perdona, no te había oído…
–Te preguntaba si querías bailar.
–Sí… –murmuró ella, distraída.
–Muy bien. A algunas mujeres no les gusta ser las primeras en la pista, pero veo que tú no eres de ésas.
Charlotte descubrió, horrorizada, que había aceptado bailar con él. Estaban en un club de jazz, pero no había nadie en la pista. Y ella estaba a punto de hacer el ridículo.
–Perdona, no te había oído…
Pero Ben ya se había levantado y estaba tirando de su mano.
–Deberías haberme advertido que te gustaba bailar. Me habría preparado.
–¿Cómo?
–¡Bebiendo dos botellas de vino!
–Pero si lo haces muy bien –sonrió Ben.
Charlotte podría haber jurado que la banda alargaba la canción mucho más de lo necesario. Pero lo que más le mortificó fueron los aplausos de los demás clientes, que parecían más divertidos viéndolos bailar que participando ellos mismos.
Afortunadamente, durante la segunda canción otras parejas se animaron. Como solía ocurrir, después de dejar que los primeros hiciesen el ridículo.
Estaban a punto de volver a la mesa cuando alguien le dio un golpecito en el hombro. Charlotte giró la cabeza y… allí estaba, mirándola con un brillo de burla en los ojos.
Riccardo di Napoli. Su pesadilla.
¿Qué demonios hacia Riccardo en un club de jazz en el centro de Londres? ¿No tenía que dirigir imperios y conquistar el universo? ¿Y cómo era posible que después de ocho años sin verse se encontrasen dos veces en quince días?
–¿Puedo? –preguntó, mirando a Ben. Y, pobre inocente que era Ben, estaba sonriendo–. Soy un viejo amigo.
Charlotte abrió la boca para protestar, pero entonces recordó que Ben y ella eran, supuestamente, prometidos. ¿Y si Riccardo empezaba a hacer preguntas?
–Ben, ve a pedirme una copa. Uno de esos cócteles rosas.
–Muy bien. Te espero en la mesa.
–Un cachorrito obediente, ¿eh? –sonrió Riccardo, tomándola por la cintura.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–¿Hay desaprobación en esa pregunta? Me parece que no necesito un pase especial para venir a un club de jazz. Además, no sé si te acuerdas, pero siempre me ha gustado el jazz.
Charlotte estaba recordando muchas cosas, pero su amor por el jazz era lo menos desconcertante. Recordaba haber bailado con él muchas veces. En medio del campo, oyendo la música que salía de la radio del coche. Recordaba el calor de su cuerpo apretado contra el suyo y su propia risa, sabiendo lo que habría después del baile.
–Te he visto en la pista con tu prometido. Sois muy valientes.
–Sí, bueno… Ben es un poco aventurero.
–Ese hombre es un ejemplo para todo.
–¿Con quién has venido?
–Con una rubia muy atractiva, Lucinda –contestó él.
Charlie apretó los labios.
–¿Y has dejado a la pobre chica sola para bailar con alguien que no quiere bailar contigo?
Riccardo apartó un poco la mano de su cintura. Bien. La respuesta le había molestado, como ella quería. Al gran Riccardo di Napoli no le gustaba que una mujer le dijera que no estaba interesada en él. El gran Riccardo di Napoli, con su atractiva rubia que, probablemente estaría molesta en alguna esquina. Mejor. Esperaba que se marchase lo antes posible.
–Ben es exactamente como yo lo había imaginado –suspiró Riccardo entonces. Por el rabillo del ojo podía ver a Lucinda mirándolo con cara de enfado. Se estaba volviendo muy exigente y eso no le gustaba nada. Tendría que lidiar con eso, pero más tarde. Por el momento estaba disfrutando de Charlie, la mujer que se le quería escapar de las manos a toda costa–. Parece un hombre muy sensible.
–No pienso tener esta conversación contigo.
–Tú creías en el destino. ¿Sigues creyendo?
–Eso era entonces, Riccardo.
De modo que aquélla era su novia del momento, pensó Charlotte, mirando a la rubia. Debía de medir un metro ochenta y llevaba tacones de aguja y el pelo por la cintura. El tipo de mujer acostumbrada a que todo el mundo la mirase. Charlotte habría deseado llevar tacones, aunque sólo fuera para sentirse un poco más segura de sí misma. Pero para trabajar llevaba zapatos con un poco de tacón y los fines de semana le gustaba estar cómoda.
Desgraciadamente, se sintió en desventaja cuando tuvo que levantar la cabeza para mirar los ojos oscuros de Riccardo.
–Dejé de creer en el destino hace ocho años. Pensé que el destino me había empujado a hacer aquel viaje… y no podría haber estado más equivocada. Ahora prefiero tomar mis decisiones de forma más racional.
–Entonces, ¿no crees que el destino tenga nada que ver con este encuentro?
¿Estaba coqueteando con ella? ¿Jugando con ella como un gato con un ratón?
–Sólo si el destino tiene un perverso sentido del humor.
La música terminó en aquel momento y Charlotte se apartó en cuanto vio que la rubia se abría paso en la pista con cara de pocos amigos.
–Creo que tu novia te está buscando, Riccardo. Y no parece muy contenta. Yo que tú tendría cuidado.
–¿Por qué?
–Es una chica grande. Podría tirarte al suelo de un puñetazo.
No había nada más satisfactorio que decir la última palabra, decidió mientras volvía con Ben, que obedientemente, había ido a pedir un cóctel a la barra.
–Tenemos un pequeño problema. Ese hombre…
–Baila muy bien, ¿no? Siempre he pensado que ése es el problema de los ingleses, que no sabemos movernos.
–Tú lo haces muy bien –suspiró ella–. Pero es que ese hombre es… el padre de Gina.
Ben la miró, boquiabierto, y Charlotte le contó lo que había pasado. Y su pequeña mentira.
–Lo siento mucho, Ben. Sé que no debería involucrarte en esto, pero no sabía qué hacer. Él no sabe nada sobre Gina y tenía miedo… Le dije que estamos prometidos.
–¿No se ha dado cuenta de que no llevas un anillo de compromiso?
Charlotte se encogió de hombros.
–No lo sé. Ah, y hay otra cosa. Riccardo es… en fin, es un hombre muy arrogante, muy rico. Y yo le dije que tú eras todo lo contrario. Le dije que te gustaba cocinar, que no estabas obsesionado con ganar dinero… En fin, ya sabes.
–Pero no sé cocinar –sonrió él–. Y no estamos prometidos. Pero somos buenos amigos y si tengo que fingir que soy tu novio, no es ningún problema para mí.
–Gracias –sonrió Charlotte, apretando su mano–. Aunque no creo que tengamos que hacerlo.
Sin embargo, cuando giró la cabeza vio a Riccardo y a su fabulosa novia acercándose a la mesa. Juntos hacían una pareja fabulosa y, como Charlotte había predicho, la rubia se agarraba a su brazo como si no quisiera soltarlo nunca.
–¡Riccardo! ¿Sigues aquí? Ah, y tú debes de ser su prometida.
–No es mi prometida.
Charlotte hizo como si no lo hubiera oído.
–Riccardo no ha dejado de hablar de ti mientras estábamos bailando. Dime, ¿debo felicitaros? ¿Ya tenéis fecha para la boda?
Si las miradas matasen, Charlotte estaría a dos metros bajo tierra para entonces.
–Pues si es así, ya somos cuatro –intervino Ben–. Yo he encontrado a la mujer perfecta –añadió, inclinándose hacia Charlotte para revolverle el pelo. No era el gesto más romántico del mundo, en su opinión, pero por la cara de Riccardo parecía haber logrado su objetivo.
–Charlie me ha hablado mucho de ti –dijo el italiano, soltándose del brazo de la rubia–. ¿Podemos sentarnos?
Charlotte y Ben se miraron.
–Sí, sí, claro. ¿Así que te ha hablado de mí?
–Sí, me ha contado muchas cosas sobre su prometido.
–Le he dicho que eras una joya. Siempre a mi lado, cuidando de mí, haciendo unas cenas maravillosas…
La rubia parecía aburrida, pero incluso aburrida era guapa. Tenía una forma de mover la melena, de poner morritos…
–Riccardo también cocinará para ti, supongo –le dijo a la rubia con toda intención.
–Ric no cocina –contestó ella.
–¿Ah, no?
–No –dijo Riccardo, irritado–. ¿Para qué cocinar cuando otra persona puede hacerlo mucho mejor que yo?
–Eso depende del dinero que tengas para gastarte en restaurantes.
–Tengo un chef personal.
–Y yo también –sonrió Charlotte, abrazando a Ben.
–Una mandona, ¿verdad? –dijo Riccardo, sin poder disimular su irritación.
–A mí me gusta así –sonrió Ben.
Charlotte podría haberlo besado. Pero no lo hizo. No quería complicar las cosas.
–Aubrey me ha dicho que no lo has llamado sobre la casa –dijo, para cambiar de tema–. ¿Has encontrado una inversión mejor?
–Sigo pensándolo –dijo Riccardo, mirándola a los ojos. Seguía siendo una mujer muy sexy. Lucinda era guapísima, pero Charlie era divertida e inteligente y eso siempre le había gustado. De hecho, había olvidado cuánto le gustaba.
Ben se levantó entonces.
–Bueno, nosotros nos vamos. Se hace tarde.
Aquel hombre era un aburrido o un tonto porque no parecía darse cuenta de nada. Él despertaba la pasión de Charlie mucho más que su prometido. Su prometido que, evidentemente, no tenía mucho dinero, ya que ni siquiera le había regalado un anillo de compromiso.
Claro que podrían sentir un amor que no fuera apasionado. Algo que a él no le pasaría nunca. Cuando volvió a mirar a Charlie, el club desapareció. Desapareció Lucinda, Ben… Estaba de nuevo en Italia, su cuerpo ardiendo, pensando en cuándo, cómo y dónde iba a acostarse con ella.
–Estaremos en contacto.
–¿Qué?
–Sobre la casa. Estaremos en contacto –dijo Riccardo.
–Bueno, sí. Tienes el número de Aubrey, ¿no?
Charlotte se dio la vuelta, dejando a una Lucinda mucho más interesada ahora en la conversación.
–Se ha puesto malo –le confió a Ben mientras salían del club–. A la rubia le ha interesado mucho el tema de la casa. Pobre chica. Evidentemente, tampoco ella es la signorina italiana que su madre busca para él. Por muy guapa que sea, no hay sitio para ella en ese mundo suyo tan cerrado, tan clasista…
Sólo cuando llegaron a casa se dio cuenta de que estaba aburriendo a Ben con su conversación. Pero la niñera estaba esperando y no había tiempo para disculpas. Sólo para darle un besito en la mejilla por haberla rescatado de un hombre que podría haber sido su ruina.
No había esperado que Riccardo se pusiera en contacto con Aubrey. No había ninguna razón para que comprase aquella casa en Inglaterra. De modo que el sábado por la mañana, una hora después de haber dejado a Gina jugando con una de sus amiguitas del colegio, Charlotte no pensó nada cuando sonó el timbre. Vivía en una casita baja en una calle muy tranquila y estaba acostumbrada a que llamasen al timbre para intentar venderle cualquier cosa.
Vestida con un vaquero viejo, el pelo sujeto con una cinta y el bote de cera para los muebles en una mano abrió la puerta…
–Vas a preguntarme qué hago aquí. Ya lo sé –dijo Riccardo, mirando el suelo de madera y las paredes blancas. Luego volvió su atención hacia la cara de Charlie, que estaba pálida.
–No puedes… no puedes aparecer aquí de esta forma. Si quieres hablar de la casa llama a Aubrey. ¿Cómo has conseguido mi dirección? ¿Cómo sabes dónde vivo? ¿Aubrey te lo ha dicho?
–¿No vas a invitarme a entrar?
Charlotte lo pensó un momento. ¿Qué debía hacer? Podía darle con la puerta en las narices, pero Riccardo volvería, estaba segura. O podía quedarse en la puerta y arriesgarse a que Gina volviera inesperadamente. O podía invitarlo a entrar, escuchar lo que él tuviera que decir y luego despedirse amablemente. Sin ninguna duda, la opción número tres.
–¿Cómo has descubierto dónde vivo? –le preguntó, haciendo un gesto para que entrase.
–Tengo mis métodos –contestó él–. Bonita casa, por cierto.
Se dirigía hacia la cocina, pero Charlotte señaló el salón. En la puerta de la nevera había dibujos infantiles, imanes de Disney, horarios escolares… Una zona muy peligrosa.
–Si quieres pasar el salón… pero no tengo mucho tiempo. Iba a salir.
–¿Con un bote de cera para los muebles en la mano?
Charlotte había olvidado eso.
–Sí, bueno… antes iba a limpiar un poco el polvo. Y a cambiarme, claro. Es que suelo hacer la limpieza los sábados.
–Me sorprende que tu prometido no te ayude. Parece el tipo de hombre al que le gusta limpiar el polvo y pasar la escoba. ¿Dónde está, por cierto?
–¿Qué es lo que quieres, Riccardo? ¿Por qué has venido?
–Porque no he dejado de pensar en ti –contestó él.
Sus ojos se encontraron y Charlie sintió que se le encogía el estómago. Estaba tan guapo… En otro hombre, el pantalón y el jersey gris habrían parecido insípidos. Sin embargo, Riccardo di Napoli estaba guapísimo. Tenía un cuerpo que parecía hecho para aquella ropa italiana. Alto, de hombros anchos, caderas estrechas… Charlotte tragó saliva para concentrarse en la conversación.
–¿Ah, sí?
–Ah, sí –repitió él, dejándose caer en uno de los sofás.
Comparado con aquel hombre tan sofisticado, el salón que Charlotte había decorado en tonos beige, miel y crema parecía soso y aburrido.
–Por cierto, la otra noche te portaste muy mal.
–¿Yo? ¿Por qué?
–Tú sabes por qué. Querías meterme en líos con Lucinda.
–No me gusta cómo tratas a las mujeres. Si sólo quieres acostarte con ella, deberías decírselo claramente.
–Y en caso de que yo no se lo diga, estabas dispuesta a decírselo tú, ¿no? O al menos a meterme en un lío. Mi castigo por encontrarme contigo después de ocho años.
–Mira, si has venido buscando una disculpa, me disculpo. ¿Satisfecho?
–No –Riccardo estiró las piernas y puso una mano sobre el respaldo del sofá–. Ya te he dicho que he estado pensando en ti.
–No me interesa, lo siento.
–¿No? ¿Por es estás temblando? ¿Porque te soy indiferente?
–¿Se puede saber para qué has venido? –preguntó Charlotte, pasándose una mano por el pelo–. Te he pedido disculpas por lo de… Lucinda. Lo que hagas con tu vida no es asunto mío.
–Y lo que tú hagas no debería ser asunto mío pero, por alguna razón, yo creo que lo es.
Charlotte empezó a ponerse nerviosa. Por el rabillo del ojo veía las manecillas del reloj moviéndose sin parar. El tiempo pasaba y Riccardo no daba señales de querer marcharse.
Entonces se dio cuenta de que había cometido un error. Había esperado saciar su curiosidad presentándole a su prometido, pero debería haber imaginado que Riccardo di Napoli no se detendría ahí. Él no era una persona amable y no se conformaba con cualquier cosa. Si no se hubieran encontrado en el club, tarde o temprano la habría buscado porque querría conocer al hombre con el que creía que estaba prometida.
Riccardo miró alrededor entonces y vio la fotografía de una niña.
–¿Quién es, tu sobrina?
Charlotte no podía contestar porque se le habían cerrado las cuerdas vocales. Y tampoco podía levantarse y quitarle la fotografía de la mano porque en ese momento sonó el timbre. Y ésa era la respuesta.
–¿No vas a abrir? –preguntó él–. Podría ser algo importante.
Ella lo miró, temblando.
–Sí, sí, seguro que lo es…