GINA había estado en la tienda de caramelos de la esquina con Amy y su madre y volvía a casa con una bolsa llena de dulces. A pesar de llevar una dieta sana en casa, como todos los niños ahorraba dinero cada semana para su ración de azúcar.
Y, por una vez, Charlie no sacudió la cabeza ni le dijo que no iba a comerse todo aquello de una sentada. De hecho, abrió la puerta y se quedó parada, mirando a la niña que tanto se parecía al hombre que estaba sentado en el salón.
–¿Estás mala, mamá? Puedes comerte uno de estos caramelos, si quieres. Pero de los naranjas, no.
–Entra, cariño.
Gina la miró, alarmada. Aquélla no era la rutina de todos los sábado. Nerviosa, se metió un caramelo de naranja en la boca y esperó. Su madre no dijo una palabra.
–Te prometo que voy a ordenar mi habitación ahora mismo.
–Quiero presentarte a una persona, cariño.
–¿Es el señor Forbes? ¡Porque no es culpa mía que se me olvidara hacer los deberes!
–¿Se te ha olvidado hacer los deberes? –Charlotte se distrajo momentáneamente, pero enseguida recordó a Riccardo–. No, no es el señor Forbes.
Gina se quitó el abrigo. Debajo llevaba vaqueros y un jersey negro. Charlotte había dejado de intentar que su hija vistiera de rosa tiempo atrás. Según ella, el rosa era «para las niñas pequeñas».
Cuando entró en el salón, Riccardo estaba frente a la ventana, de brazos cruzados. Las dos se detuvieron en la puerta.
–Riccardo, quiero presentarte a Gina.
–Qué nombre tan bonito –dijo él, sin mostrarse demasiado interesado–. ¿Cuántos años tienes?
–Gina tiene ocho años –contestó Charlotte, esperando su reacción. Pero no hubo reacción alguna. Claro que Riccardo no tenía por qué pensar que Gina era su hija y, sin tener esa información, sería una simple niña para él. Aunque debía de preguntarse qué hacía una niña en su casa.
–Soy la primera de mi clase en matemáticas y en literatura –dijo Gina, orgullosa–. La semana pasada me dieron un premio. ¿Verdad que sí, mamá?
Charlie observó la expresión de Riccardo, que la miraba sin entender. Se quedó muy quieto y luego miró a Gina, observando los rizos oscuros, los ojos castaños, la piel bronceada… y pareció sumar dos y dos.
Después de haber roto el hielo, Gina, tan segura de sí misma como su padre, empezó a hablar del colegio, del premio… ofreciéndose a enseñárselo mientras Riccardo la miraba en silencio.
–Ocho años –dijo por fin–. ¿Y cuándo es tu cumpleaños?
–Gina, tienes que ir a ordenar tu habitación. Y puedes llevarte la bolsa de caramelos. ¡Pero sólo por esta vez! Tengo que hablar en privado con Riccardo, cariño. Cuando hayas terminado de limpiar tu habitación puedes… puedes –podía sentir los ojos de Riccardo clavados en ella–. ¡Puedes jugar con la Playstation!
Su hija la miró con los ojos muy abiertos. Jugar con la Playstation estaba terminantemente prohibido hasta que terminase los deberes, de modo que salió corriendo escaleras arriba sin decir una palabra y Charlotte cerró la puerta. Pero tuvo que apoyarse en ella para encontrar apoyo.
–Dios mío, dime que no… No puede ser verdad. ¡Dios! Dime que no estabas embarazada cuando…
Por primera vez en su vida, Riccardo sentía como si la vida le hubiera dado una patada en el estómago. Confuso, se dejó caer en el sofá y apoyó los codos en las rodillas. Los pensamientos iban y venían tan rápido que se sentía enfermo.
–Mira… –empezó a decir Charlotte–. Yo no quería que te enterases de esta forma.
–¡Lo que quieres decir es que no querías que me enterase en absoluto!
Aquella niña lista y simpática era su hija. Su hija. Su propia sangre. Riccardo sintió una rabia que lo llenó por completo y tuvo que respirar profundamente para controlarse.
Charlotte no dijo nada. Estaba empezando a asustarla; no porque temiera que le hiciera algo sino por la frialdad que había en sus ojos, mucho más amenazadora.
–¡Tú no lo entiendes!
–Entonces, ¿te importaría explicármelo?
Charlotte sabía que Riccardo no iba a escuchar su explicación. No estaba preparado para escuchar nada, pero de ninguna manera iba ella a permanecer en silencio.
–Cuando me marché de Italia no sabía que estaba embarazada. Teníamos tanto cuidado… bueno, casi siempre. Pero un par de veces no lo tuvimos. Y eso fue todo lo que hizo falta.
–Y entonces, cuando descubriste que estabas embarazada, decidiste eliminarme de la película –dijo Riccardo.
–Tú habías dejado perfectamente claro que yo no había sido más que una aventura de verano. No querías saber nada de novias, de modo que tampoco habrías querido saber nada de un hijo.
–Mi propia hija –murmuró Riccardo–. ¿Cómo te atreves a decirme lo que yo habría querido o no habría querido cuando se trata de mi propia sangre?
–¿Y como te atreviste tú a tratarme como lo hiciste en Florencia? –Charlotte miró hacia la puerta y bajó la voz–. Cuando me marché de Italia estaba destrozada. ¿Cómo imaginas que me sentí al descubrir que estaba embarazada? ¡A los dieciocho años! Estaba sola, Riccardo. Sola, sin dinero…
–Pero…
–Tuve que olvidarme de la universidad, olvidarme de todos mis planes –siguió ella–. ¿Crees que no pensé ponerme en contacto contigo para pedirte ayuda? Sí, lo pensé. Muchas veces. Pero cada vez que lo pensaba imaginaba cuál sería tu reacción. Tú no querías saber nada de mí y de repente, te verías cargado con un hijo…
–Ésa no es excusa. ¿Qué clase de monstruo crees que soy?
–En realidad, no te conocía en absoluto. Descubrí quién eras cuando nos vimos en Florencia. Y no te portaste como un caballero precisamente.
–¡Pero yo no te habría echado de mi casa si me hubieras dicho que estabas embarazada!
–¿Por qué no? Muchos hombres salen corriendo en cuanto se enteran de que su novia está embarazada. No habría sido una reacción muy original.
–¡Yo no soy como esos hombres!
–¿Ah, no? ¡Pues como esos hombres me echaste de tu casa cuando fui a verte a Florencia!
–Entonces era diferente. Tú y yo no teníamos una relación…
–¡Pero de eso que no fue una relación ha nacido una niña! –Charlotte respiró profundamente para calmarse–. Mira, Riccardo, estaba asustada. Estaba sola, sin saber qué hacer, tú no querías saber nada de mí… –le seguía doliendo recordar aquello–. No me querías y pensé que si volvía a Italia con la noticia me echarías de tu casa otra vez. O peor, que querrías quedarte con mi hijo…
–¡Nuestro hijo!
–Mira, no tiene sentido discutir eso ahora. Lo hecho, hecho está.
–¿Y no se te ocurrió en ningún momento informarme de que había sido padre?
–He construido mi vida sin ti. No elegí la opción más fácil, te lo aseguro.
Riccardo se levantó abruptamente y Charlotte tardó un segundo en darse cuenta de cuál era su intención.
–¡No vas a quitarme a mi hija! –exclamó, levantándose a su vez–. No creas que vas a poder usar tu dinero y tu influencia para llevarte a Gina.
–No puedo quedarme aquí más tiempo. Tengo que irme, tengo que pensar.
–¿Pensar en qué?
Riccardo se volvió para mirarla con frialdad.
–Volveré, Charlie. Y cuando vuelva, créeme, habré encontrado una solución.
–¿Una solución?
¿Qué clase de solución? ¿Creía que aquél era un problema económico que podía resolver llamando a su consejo de administración?, se preguntó.
Pero se sintió aliviada al ver que no corría escaleras arriba para llevarse a Gina. Aunque sabía que había llegado el momento de hablarle a la niña de su padre…
Claro que Gina había hecho preguntas en el pasado, pero no demasiadas. Era feliz con ella y Charlotte había decidido esperar para contarle a su hija quién era y cómo había llegado al mundo.
Durante los días siguientes, sin embargo, estuvo angustiada. Esperaba que Riccardo y su abogado aparecieran de un momento a otro, exigiendo la custodia de la niña. Aunque sabía que eso no podía ser. Claro que Riccardo podía conseguir cualquier cosa… o al menos ésa era la impresión que daba.
Al final, llamó a Aubrey y le contó su problema. Quería que la consolase, que calmara sus miedos, pero no fue suficiente. Tenía que averiguar qué estaba tramando Riccardo.
–Aubrey, tengo que saber dónde está. Tengo que ponerme en contacto con él.
–Muy bien, yo me encargo de todo, no te preocupes.
Dos horas después tuvo la información que necesitaba. Durante todos aquellos años podrían haberse encontrado en cualquier momento. Había vivido su vida sin saber que el peligro estaba a la vuelta de la esquina. Porque Riccardo tenía oficinas en Londres, no muy lejos de su agencia. Seguramente se habrían encontrado mucho antes si ella hubiera llevado una vida social más o menos normal. Pero no la había llevado nunca. Sólo cuando Gina se hizo un poco mayor. Cuando conoció a Ben.
Tuvo que reunir valor para tomar al toro por los cuernos y enfrentarse a Riccardo. Mientras se vestía para una reunión que nunca había anticipado, intentaba controlar los nervios.
Había enviado a Gina al colegio con una chocolatina además del bocadillo. No sabía por qué. Quizá para pedirle disculpas.
No sabía si Riccardo estaría en la oficina o no y cuando el taxi la dejó frente al elegante edificio casi deseó que no estuviera, que se hubiera ido a China, por ejemplo.
Pero si estaba allí, con toda seguridad la recibiría de inmediato. Era un poco como el conejo entrando en la guarida del león.
Una analogía en la que no debería haber pensado, decidió en cuanto la recepcionista le dijo que el señor di Napoli la recibiría de inmediato.
Más que eso, su secretaria personal iría a buscarla al vestíbulo. La chica de recepción miro a Charlotte con renovado respeto. Quizá aquella joven rubia con el aburrido traje de chaqueta era más interesante de lo que parecía a primera vista, debía de pensar.
El aburrido traje de chaqueta de Charlie había sido cuidadosamente planeado. El propósito era mostrarle a Riccardo que en lo que se refería a Gina, iba completamente en serio, pero que no quería atacarlo. Por eso había elegido el color gris. Tenía que mostrarse firme, convencida.
Si pudiera calmarse un poco, pensó, mientras subía con la secretaria en el ascensor.
Pero era imposible. Riccardo la asustaba. Y algo más. Ojalá pudiera odiarlo, eso sería más sencillo. Pero Charlotte sabía que seguía sintiéndose atraída por él. Peor, sospechaba que nunca había dejado de sentirse atraída por él. Y ahora que había vuelto a aparecer en escena, esa atracción había aumentado.
Pobre Ben. Había quedado con él la noche anterior para decirle que debería pensar en buscarse otra chica.
–No te merezco –le había dicho–. Eres un hombre estupendo y necesitas una mujer que no tenga estas complicaciones.
–Quieres decir una mujer que no venga con un rival.
–¡No! ¿Riccardo un rival? No, de eso nada. Pero ahora mismo estoy metida en un lío y no es justo que tú estés en medio.
–A lo mejor es bueno que sepa lo de Gina.
–Si lo conocieras no dirías eso.
Se habían despedido como amigos y más tarde se preguntó si algún día podrían haber sido más que eso. Seguramente no.
El ascensor se detuvo y Charlotte se preguntó qué diría la amable secretaria de pelo gris si le contase la verdad: que había ido allí para discutir la custodia de una niña de ocho años, la hija secreta de Riccardo di Napoli. Seguramente su pelo gris se volvería blanco del todo.
El despacho de Riccardo estaba al final de un largo pasillo, a cada lado del cual había puertas que parecían indicar que la gente que había dentro era muy importante. Y la puerta doble que había al final, naturalmente, indicaba que quien trabajaba allí era el dueño de todo.
Y, por supuesto, el dueño de todo no haría algo tan normal como levantarse para recibirla. Estaría mirando a través de los ventanales que daban al centro de Londres. Mirando a todos esos pobrecillos que tenían que arrastrarse para ganarse la vida. Y eso era precisamente lo que Riccardo estaba haciendo cuando entró en su despacho.
«Qué predecible», pensó.
Charlotte oyó que la puerta se cerraba tras ella y respiró profundamente mientras Riccardo se volvía. Para él los últimos días habían sido los más confusos de su vida. Podía contar con los dedos de una mano las horas que había dormido.
Se había dado una semana para absorber la situación, para intentar entenderla y decidir qué iba a hacer. No confiaba en sí mismo. Sabía que no podía volver a casa de Charlie y discutir el asunto de forma civilizada. Ahora se alegraba de que ella hubiera ido a verlo porque al menos así estaban en su territorio.
–Sé que dijiste que te pondrías en contacto conmigo, pero ha pasado casi una semana y… no puedo quedarme esperando a que tú encuentres una solución.
–Siéntate –dijo él, señalando una silla frente a su enorme escritorio de caoba–. ¿Y bien? ¿Qué has pensado?
–Mira, no quiero hablar del pasado. Sé lo que sientes, sé que crees que debería haber ido a Italia embarazada para decirte que estaba esperando un hijo, pero las cosas no son tan sencillas. Entonces yo tenía dieciocho años y era una cría desilusionada y muerta de miedo… pero supongo que tú seguirás pensando que debería haber ido a Florencia para aceptar lo que hubiera decidido tu madre sobre mi futuro.
Riccardo hizo una mueca. Dicho así casi podía sentir simpatía por ella. De hecho, dicho así empezaba a no gustarle nada el hombre que había sido en el pasado.
Debió de haber sido horrible para ella aparecer sin avisar y encontrarse con aquel rechazo. Claro que ésa no era excusa para haberle negado sus derechos como padre, pero casi empezaba a entender su punto de vista.
–Pero no lo hice y sí, es verdad que pensé muchas veces ponerme en contacto contigo cuando Gina nació –siguió Charlie.
–Pero conseguiste matar esa tentación.
–«Tentación» no es precisamente la palabra que yo usaría –replicó Charlotte–. Pensaba que era mi deber, pero luego… en fin, cada día me resultaba más difícil. Imaginaba cómo reaccionarías tú, qué diría tu madre… y decidí que lo mejor sería olvidarme del asunto.
–¿Habrías encontrado valor alguna vez o le habrías contado a Gina que su padre había muerto?
Charlotte lo miró, horrorizada.
–¿Qué clase de persona crees que soy?
–La clase de persona que toma el camino más fácil.
–¿Tú crees? ¿Tú crees que fue fácil para mí tener a mi hija y criarla sola? –suspiró Charlotte–. En cualquier caso, estaba dispuesta a contarle la verdad cuando empezase a preguntar…
–¿Para qué has venido, Charlie?
Ella respiró profundamente.
–Creo que soy yo quien debería contarle a Gina quién eres. Y luego podrás conocerla. Porque imagino que querrás conocerla…
Charlotte tenía visiones de Riccardo convirtiéndose en una especie de figura paterna, un hombre que no querría saber nada de ella, pero que quizá, con un poco de suerte, podría hacer su papel de padre con Gina.
–No pienso poner obstáculos para que la veas. Podemos negociar cómo y cuándo, pero pienso ser generosa. Y no quiero dinero. Hace ocho años tu madre me acusó de ser una buscavidas, aunque le expliqué que yo no sabía quién eras…
–¿Cuándo?
–Cuando me llevó a la habitación.
–Yo no sabía eso.
Charlotte se encogió de hombros.
–Ya da igual. Quiero que entiendas que no quiero nada de ti. Ni un céntimo.
Su madre había hecho más daño del que él creía. ¿Qué más le habría dicho? ¿Cuánto daño le habría hecho sin que él lo supiera?
–Muy bien. Entonces, ¿puedo ver a mi hija una vez por semana? ¿Dos veces por semana? ¿Cuando esté en Londres? ¿Cuánto tiempo podré verla, un par de horas después del colegio? Aunque supongo que tendrá deberes que hacer…
–Tenemos los fines de semana –le recordó Charlotte–. Podrías verla dos fines de semana al mes.
–Salvo cuando tenga exámenes, supongo. O cuando tengas que llevártela a algún sitio. O cuando vaya de campamento…
–Riccardo, ¿por qué te estás poniendo difícil? Esto funciona para mucha gente.
Él se levantó para acercarse a la ventana.
–Para mí no. Para mí no funciona, Charlie.
–¿Por qué no?
–Yo no quiero ser uno de esos padres a tiempo parcial. De ésos que intentan crear un lazo con su hijo teniendo que mirar el reloj continuamente. Y no pienso dejar que otro hombre críe a mi hija.
Charlotte tardó un momento en darse cuenta de que estaba hablando de Ben. Abrió la boca para protestar, pero Riccardo no le dejó decir nada.
–Gina es mi hija, de modo que llevará mi apellido y tendrá todos los privilegios que le corresponden.
–¿Qué estás diciendo?
–Que vamos a casarnos. De esa forma veré a mi hija todos los días y seré un padre de verdad para ella.
Charlotte lo miro, atónita.
–Lo dices de broma, claro.
–¿Por qué iba a decirlo de broma?
–Porque es una sugerencia ridícula.
–Para ti es posible, pero no para mí. Yo puedo darle a Gina todo lo que quiera. Y, a la vez, podré cumplir con mi obligación como padre, tomar parte en las decisiones que afecten a su vida. Cuando nos casemos no tendrás que trabajar, puedes quedarte en casa cuidando de la niña. Y no me mires así…
–¿Cómo no voy a hacerlo? ¿De qué estás hablando?
–Tú seguirías siendo su madre. Seguirás haciendo lo que has hecho hasta ahora.
–O sea, que tengo que cambiar mi vida de arriba abajo sólo para que tú te salgas con la tuya.
–No tiene sentido discutir, Charlie. Vamos a casarnos.
–¿Cuándo te has vuelto así, Riccardo?
–¿Así cómo?
–Así, arrogante, intransigente. Crees que puedes conseguir todo lo que quieras con sólo mover un dedo.
Él apartó la mirada.
–¿Por qué dices eso? ¿Porque no creo en la teoría de que los hombres deben llorar? Eso no me convierte en arrogante. Mi solución es la mejor para todos.
–¡Tu solución es absurda! –le espetó Charlotte, levantándose de golpe–. Sé que crees que te he privado de tu hija, pero no dejaré que me robes la vida porque quieres crear una familia falsa.
–¿Robarte la vida?
–¡Sí, Riccardo! La vida que me ha costado tanto levantar –replicó ella–. Casarse por un hijo puede que sea la manera italiana de hacer las cosas. Pero no es mi manera.