RICCARDO observó la botella de vino que parecía mirarlo con reproche desde la encimera de granito negro de la cocina. Un poco de alcohol para armarse de valor, algo que no había necesitado nunca, pero que ahora necesitaba porque estaba a punto de ver a su hija por primera vez.
Después de que Charlie rechazase su propuesta de matrimonio, algo que lo había dejado completamente estupefacto, se había marchado de la oficina sin decir una palabra más. Y él se quedó donde estaba, aprisionado por su propio orgullo, que le impedía ir tras ella para suplicarle que reconsiderase su decisión.
Cuatro horas después la había llamado por teléfono para decirle que respetaba su decisión, pero exigió que le hablase de él a la niña.
–Claro que voy a hacerlo. Y puedes venir a visitarla mañana, después del colegio. No quiero pelearme por esto, Riccardo.
–Qué generosa –dijo él, irónico.
Pero habían llegado a un acuerdo y ahora estaba más nervioso que nunca. Suspirando, tomó la gabardina del sofá y se dirigió a la puerta.
Tenía un chófer a su disposición veinticuatro horas al día, pero decidió tomar un taxi. George era un conductor fabuloso y un hombre muy discreto, pero… ¿una hija secreta? Eso sería llevar la tentación demasiado lejos, pensó. Riccardo tenía que acostumbrarse a la idea antes de abrir la puerta a los inevitables cotilleos.
Por el camino, mirando las oscuras y tristes calles de Londres, intentó calmarse. Lo primero sería eliminar a su prometido. Bueno, no eliminarlo literalmente, sino convencer a Charlie de que cortase con él. No pensaba compartir a su hija con otro hombre y eso era algo que ella tendría que aceptar.
Aunque convencer a Charlie de algo no era tarea fácil. ¡Rechazar su proposición de matrimonio… dejarlo con la palabra en la boca!
Bueno, el prometido sería algo del pasado aunque tuviera que acampar en su casa y supervisar sus movimientos como una niñera. Sí, ésa podría ser buena idea.
El taxi se detuvo delante de la casa y Riccardo tragó saliva. Estaba tan nervioso como un niño a punto de entrar en el despacho del director del colegio. Nunca le había ocurrido nada parecido. Claro que nunca antes había descubierto que tenía una hija de la que no sabía nada.
Le había comprado un peluche enorme. ¿Qué otra cosa podía comprar para una niña a la que no conocía a pesar de ser su padre?
Se sentía completamente idiota y absolutamente aterrado mientras llamaba al timbre y esperaba encontrarse con su hija.
Charlotte abrió la puerta y tras ella estaba Gina.
–¿Qué es eso? –preguntó, señalando el perro de peluche con cara de susto. En realidad, era una cosa enorme con las patas colgando, como si de repente se hubiera quedado dormido.
–Es un muñeco.
–Gina, ven a conocer…
–Te he traído esto –dijo Riccardo.
–Es muy bonito, ¿verdad, Gina? Es el muñeco de peluche más grande que he visto nunca. Es casi tan grande como tu habitación. ¿Dónde vamos a ponerlo? –preguntó Charlotte, mirándolo con cara de pocos amigos–. Deberías darle las gracias a… a…
–Papá –dijo la niña. De repente sonrió y Riccardo se sintió absurdamente feliz. Nada que ver con la felicidad de cerrar un trato o de un balance de beneficios. Era otro tipo de felicidad. Algo completamente nuevo para él.
–¿Por qué no subes a tu habitación y le enseñas… a tu padre dónde vas a poner el perro?
Fue tan fácil como eso. La puerta se cerró tras él, Riccardo se quitó la gabardina y siguió a su hija escaleras arriba.
Charlotte le había hablado a Gina de su padre, pero había dejado tantas cosas por contar que era un milagro que no se hubiera atragantado con su propia historia. Pero Gina no le había hecho demasiadas preguntas. Los niños eran así a veces. Cuando se trataba de algo importante, lo aceptaban sin cuestionar. Y aquello era muy importante.
Charlotte cerró los ojos y se apoyó en la barandilla de la escalera. Unos minutos después, subió a la habitación. Gina le estaba enseñando su consola, que había sido el regalo de cumpleaños, explicándole cómo funcionaba mientras Riccardo la escuchaba con expresión fascinada.
Charlotte observó la escena durante unos segundos desde la puerta y luego se aclaró la garganta.
–Se me ha ocurrido que estaría bien salir a cenar.
–¿Patatas fritas y hamburguesas? –sugirió Gina–. ¿Te gustan las patatas fritas con hamburguesas, papá?
«Papá». Le resultaba tan nuevo, tan… emocionante.
–Me encantan.
–Buen intento –bromeó Charlotte–. Estoy intentando limitar la ingesta de grasa y Gina lo sabe, así que iremos al italiano de la esquina. Hacen una pizza de tomate y albahaca muy rica.
–Mi madre odia la comida basura –suspiró Gina–. ¿A ti tampoco te gusta?
–¿La comida basura?
–Las hamburguesas y todo eso.
–No creo que tu padre haya comido eso en la vida.
–¿Nunca has comido comida basura? –exclamó Gina, mientras se ponía el abrigo.
Unos minutos después estaban en la pizzería de la esquina.
–¿Y qué comes entonces? –insistió la niña, tomando la carta como si fuera una adulta.
–Todo tipo de cosas –contestó Riccardo–. Pero casi siempre como fuera de casa.
–¿Y eso no es muy caro?
–¡Gina, por favor!
–Mi madre dice que no estás casado. ¿Tienes novia?
–Pues… no.
La niña sonrió, triunfante, mirando de uno a otro.
–Bueno, vamos a dejar el tema ahí –sugirió su madre.
Más tarde, con una emocionada y nerviosa Gina en la cama, Charlotte salió de su habitación y encontró a Riccardo en la cocina, mirando los dibujitos de la nevera.
–Creo que tenemos que hablar.
–¿De qué? –preguntó ella, nerviosa.
–¿Por dónde empiezo?
–Espero que no empieces con acusaciones.
–Entonces, vamos a hablar de ese prometido tuyo.
–Muy bien, pero…
–Nada de peros, Charlie.
Riccardo pensó en la risa de su hija, en su forma de andar, en su forma de sonreír, en cómo se erguía cuando estaba hablando de algo serio. Cuando pensaba en otro hombre compartiendo esos momentos se ponía enfermo.
–Has evitado que conociera a mi hija durante ocho años y no quieres casarte conmigo. Yo no puedo obligarte…
–Estaría bueno.
Riccardo hizo una mueca.
–Mira, esta noche ha sido una de las más difíciles de mi vida. He tenido que mirar a mi hija pensando en todo lo que me he perdido durante estos años –murmuró, pasándose una mano por el pelo–. No voy a permitir que otro hombre cuide de ella. Tienes que librarte de ese tal Ben.
–¿Y si no qué? –le preguntó Charlotte, cruzándose de brazos.
–¡Si no, me vendré a vivir aquí y acamparé en tu salón! ¿Te gustaría eso? ¿Te gustaría tener mi ordenador en tu mesa de la cocina? ¿Mis zapatos en la escalera? Sé que a Gina no le importaría…
–No serás capaz.
–¿Cómo crees que reaccionaría si le preguntase qué le parece que su madre y su padre vivan juntos?
–Dos adultos responsables no le preguntan a un niño lo que deben hacer con sus vidas –replicó Charlotte.
–No, ya lo sé. Y sé que no sería justo, pero estoy dispuesto a hacerlo. Sé que es un golpe bajo, pero estoy dispuesto a todo, Charlie.
–Pero eso es absurdo…
–Rompe con Ben –insistió Riccardo, abriendo la nevera para sacar una botella de vino.
–Estás en tu casa –dijo ella, irónica.
–Pienso hacerlo. ¿Dónde tienes las copas?
Charlotte levantó un brazo para sacarlas del armario y el jersey que llevaba se levantó, mostrando su ombligo. Riccardo tuvo que apartar la mirada.
–¿Crees que es lógico que cambie mi vida por ti? ¿Te parece normal que corte con un hombre que se ha portado tan bien conmigo?
–¿Que se ha portado tan bien contigo? –repitió Riccardo–. Eso lo dice todo, Charlie.
–¡Deja de llamarme así!
–¿Por qué? ¿Te recuerda demasiado a la época en la que no podíamos apartarnos el uno del otro?
De repente, fue como si todo el oxígeno de la cocina hubiera desaparecido. Una sensación erótica, prohibida, pareció abrumarlos a los dos y a Charlotte le temblaba la mano mientras dejaba las copas sobre la mesa.
–¿Vas a casarte con un hombre porque se ha portado bien contigo?
–No puedo decir eso de todos los hombres de mi vida –contestó ella–. Además, el afecto es muy importante en una relación. Claro que tú no sabes nada de eso.
–También lo es la pasión. Y de eso sí sé algo.
–Ah, por cierto, hablando de pasión. ¿Dónde está la rubia tonta ésa con la que fuiste al club? –sonrió Charlotte.
–¿Por qué crees que es tonta?
–Ah, perdona, ¿es físico nuclear?
–No –contestó Riccardo–. De hecho, no creo que sepa escribir esas palabras sin faltas de ortografía. Y ya no estoy con ella.
–¿En serio?
–En serio. Y cortar con ella fue mucho más difícil de lo que debería… gracias a ti.
–Lo siento, no pude resistirme. No deberías haberme molestado en el club.
–Pero tenía que hacerlo. Tenía que vigilar a la competencia.
–Ben no es la competencia. O, más bien, tú no eres competencia para él.
Riccardo apretó los dientes. No podía entender qué veía en aquel hombre.
–Mira, no tenemos que casarnos… inmediatamente. Pero deberíamos vivir juntos. De esa forma, Gina tendrá la familia que no ha tenido durante ocho años.
–¡No!
–¿Por qué no? ¿Ese hombre vive contigo?
–No, Ben no vive con nosotras.
–Entonces, ¿cuál es el problema?
–¿Es que no lo entiendes, Riccardo? Sí, es importante que Gina tenga un padre y una madre. Y ahora que te ha conocido, casi me alegro. Pero tienes que ver esto desde el punto de vista de una persona divorciada envuelta en una situación de custodia. Eso es lo que es… nada de matrimonio, nada de vivir juntos. Tienes que ser razonable.
–¿Por qué?
–No quiero casarme contigo sólo por la niña. Dos personas se casan o se van a vivir juntas por amor, por respeto, por cariño. Por el deseo de estar juntos. No puede ser una circunstancia obligatoria. Eso sería terrible para todos, sobre todo para Gina. Cuando me case, lo haré por amor y sólo por eso.
Riccardo apartó la mirada.
–La mayoría de los matrimonios acaban en divorcio. La gente cree que todo va a ser un cuento de hadas y, al final, no saben lidiar con la realidad. ¿Qué tiene de malo un acuerdo entre dos personas que tienen una hija en común? Para mí tiene sentido…
–Para mí no. Y no quiero seguir discutiendo sobre esto, Riccardo. No quiero casarme contigo y no quiero vivir contigo.
–Hubo una vez en la que eso te habría encantado.
–Eso fue hace mucho tiempo –replicó ella–. Entonces era una persona diferente y tú también. Los dos hemos cambiado.
–¿Quieres decir que tú te has convertido en una adulta responsable que ha decidido mantener una relación con un hombre por el que no siente nada?
–Ben es un hombre maravilloso.
–No digo que no lo sea. Lo que digo es que tú no sientes nada por él. ¿No dices que quieres amor?
Charlotte apretó los dientes.
–A mí me gusta la gente buena, Riccardo. La gente seria.
–¿Porque es lo más seguro?
–Por la razón que sea. Y sí, Ben es una persona seria. ¿Qué hay de malo en eso?
–Nada, pero ahora mismo… –Riccardo se inclinó hacia ella–. La vida es poco convencional, ¿no te parece? Y las situaciones poco convencionales piden a gritos medidas poco convencionales. Además… lo que hubo entre nosotros fue una gran pasión. ¿Quien sabe si sigue ahí?
–No seas ridículo –murmuró Charlotte, apartándose un poco.
Sólo era una manera de convencerla, pensó. De salirse con la suya a toda costa.
–¿Cuándo quieres venir a ver a Gina?
–Sigues sin decirme lo que piensas hacer con tu novio.
–No pienso poner mi vida patas arriba sólo para que tú te salgas con la tuya. Puede que te rías de Ben porque no es como tú, pero podrías pensar que él es justo lo que yo necesito. Y lo que deseo.
–Ah, qué interesante. Porque no pareces nada convencida de lo que dices. Te has puesto colorada.
–¿Y qué esperas? ¿Crees que ésta es una conversación agradable para mí?
–¿Sabes una cosa, Charlie? Creo que sigue habiendo algo entre nosotros –murmuró Riccardo, alargando una mano para acariciarla. Charlotte se apartó de golpe. El roce de su mano había hecho que le ardiese la cara.
–No hagas eso.
–¿Por qué no?
–Vete, Riccardo. Te llamaré dentro de unos días.
–Estás temblando. ¿Por qué? ¿Ese novio tuyo te hace temblar así? –murmuró él, acercándose un poco más–. Recuerdo el olor de tu piel… de Italia, de aquel verano.
–¡No!
Charlotte había querido que fuese una orden, pero en lugar de eso había sonado como una súplica. Nerviosa, puso una mano en su torso, pero fue un error, porque enseguida se sintió invadida por los recuerdos.
–¿Por qué no? ¿Tienes miedo?
–No puedes venir a mi casa y hacer lo que te dé la gana…
–No, pero me alegraría hacer lo que te diese la gana a ti –la interrumpió él. Era increíble descubrir cuánto la deseaba. Cuánto la había deseado desde que la vio.
Sí, le había dado la espalda ocho años antes porque no estaba preparado. Porque entonces estaba convencido de que no quería una relación seria con ninguna mujer. Pero nunca había logrado reemplazar a Charlie. Debería haberla olvidado y, sin embargo… jamás había tenido una relación seria con ninguna otra mujer. Aunque su madre insistía en ello cada día, no lo había hecho. En lugar de eso salía con unas y con otras, siempre con mujeres que no podrían ocupar un lugar en su corazón. Y allí estaba otra vez, con Charlie.
Charlie.
Riccardo se inclinó para rozar sus labios. Y ella no se apartó. No le devolvió el beso, pero no se apartó.
Aquello era una locura. Charlotte deseaba apretarse contra su pecho, besarlo hasta perder la cabeza. En lugar de eso lo apartó con la mano. Tenía que ser madura, tenía que ser fuerte.
–Mañana –dijo Riccardo.
–¿Mañana?
–Te llamo mañana.
Riccardo di Napoli, acostumbrado a salirse siempre con la suya, a dar órdenes, entró en el taxi sintiendo más miedo que nunca en toda su vida. Charlie no quería casarse con él y se mostraba muy convencida de ello. Aunque había dejado que la besara… ¿por qué?
Podría terminar siendo uno de esos padres que sólo veían a sus hijos un par de veces al mes, de los que los llevaban a un restaurante e intentaban mantener una conversación. De los que intentaban ser parte de sus vidas sin conseguirlo. Y ésa era una idea que le aterrorizaba.
Y, al final, Ben, el que cocinaba para Charlie, el hombre amable y bueno, entraría en su casa y se convertiría en el verdadero padre de Gina. El que la vería crecer, el que la ayudaría con sus problemas…
No ocurriría de golpe, sino poco a poco. Charlie haría todo lo posible para que él se llevara bien con la niña. No porque quisiera sino porque quizá se sentía culpable a pesar de todo. Pero Riccardo conocía bien la naturaleza humana y sabía que las buenas intenciones duraban poco y el sentimiento de culpa menos.
De modo que no tenía alternativa. Debía convencerla de que se casara con él. Como fuera.
Lo bueno del dinero era que podía comprar cosas que uno no puede ver o tocar. Un par de llamadas y Riccardo había hecho los arreglos necesarios para que llevasen su oficina a casa de Charlie.
Podría haberlo solucionado todo con su ordenador personal, pero eso parecería una solución temporal, de modo que decidió llevárselo todo, incluida una línea de teléfono particular y una línea de alta velocidad para Internet.
Llamó a Charlie a la oficina al día siguiente y le dijo que se encontrarían en su casa en una hora.
Al otro lado del hilo, Charlotte preguntó para qué quería verla con tanta prisa, pero Riccardo ya había colgado.
Y no estaba preparada para lo que vio: una furgoneta, hombres con mono de trabajo sacando muebles. Y Riccardo en medio de todo eso.
–¿Se puede saber qué significa esto?
–Ya sé que es un poco de lío, pero enseguida habrán terminado. En cuanto entremos lo conectarán todo…
–¿Qué?
–No podemos entrar en la casa sin la llave.
Charlotte sacó la llave del bolso sin pensar y Riccardo se la entregó a uno de los hombres.
–¿De qué estás hablando?
–Mira, tengo una idea. Vamos a buscar a Gina al colegio y luego iremos a algún sitio divertido.
–¿Quieres decirme qué haces aquí y qué significa esa furgoneta? ¿Quiénes son esos hombres?
Riccardo detuvo un taxi y prácticamente la empujó dentro.
–Vamos a buscar a Gina.
–Pero…
–Venga, luego te lo cuento.
Charlotte fue protestando durante todo el camino, pero enseguida llegaron al colegio de la niña.
–Vuelvo en cinco minutos. Y cuando vuelva espero que tengas una respuesta para mí.
–Sí, señora –sonrió Riccardo.
Ella dejó escapar un suspiro. Sí, su vida había sido un poco aburrida durante aquellos ocho años, falta de algo tan vital como el amor. Pero esencialmente tranquila.
Y eso estaba bien. ¿O no?