GINA se mostró, como era de esperar, encantada al saber que iba a saltarse la clase de matemáticas. Y más que encantada al saber que iba a pasar la tarde con Riccardo. Con su padre.
Charlotte miró a la niña y tuvo que sonreír. Era sorprendente lo fácil que le había sido acostumbrarse a la idea de que tenía un padre. Había aceptado la historia que ella le había contado sin discutir. Si hubiera tenido un par de años más, estaba segura de que todo habría sido diferente.
Pero cuando veía a su hija tan feliz no podía dejar de sentirse culpable.
Riccardo estaba esperando en el taxi y en cuanto subieron Gina sonrió de oreja a oreja. Riccardo le preguntó dónde quería ir porque, según él, estaban «trabajando» en la casa y aún no podían volver.
–¿Trabajando? –repitió Charlotte–. Espero que eso no signifique algún regalo absurdo…
Empezaba a imaginar gigantescos muñecos de peluche, pantallas de televisión. Algunas veces los padres ricos podían ser muy poco prácticos y Riccardo, que se veía a sí mismo como la víctima en aquella historia, podría tomar el camino equivocado. Aunque ella no pensaba permitirlo, claro.
–Los regalos son para ocasiones especiales. ¿Verdad, Gina? Navidades, cumpleaños… una recompensa cuando saca muy buenas notas.
–Sí, mamá –suspiró la niña, muy poco convencida.
–Me parece muy bien –asintió Riccardo–. Es absurdo comprar cosas para los niños sólo porque puedes hacerlo. Les quita la motivación para hacer cosas y no les enseña el valor del dinero.
Gina suspiró, resignada.
–Entonces, si lo que está pasando en la casa no tiene que ver con Gina…
–Pero yo no he dicho que no tenga que ver con ella. Bueno, ya hemos llegado –sonrió Riccardo–. Mira, ¿ves ese edificio? –le preguntó, señalando un spa–. Tienen una piscina estupenda. ¿Te apetece nadar un rato?
–¡Pero no he traído el bañador!
–Con un poco de suerte, podremos comprar uno dentro. Tienen una tienda.
–Riccardo…
–Hablaremos enseguida.
–Muy bien –murmuró Charlotte, enfadada–. Muy bien, ya ha pasado el minuto. ¿Qué estamos haciendo aquí?
–Este sitio no es mío. Aunque admito que sólo se puede entrar si eres socio…
–No me refiero a eso.
–En fin, yo habría preferido que fuera una sorpresa, pero… –Riccardo se inclinó para mirar a su hija a los ojos–. Gina, tu mamá te ha tenido para ella durante ocho años. No fue culpa suya, pero ahora yo estoy aquí y me gustaría mucho vivir con vosotras. Me gustaría mucho verte todos los días.
Gina le echó los brazos al cuello. Sobre su cabeza, Riccardo oyó un sonido estrangulado, pero decidió no hacer caso. Sentir los bracitos de su hija lo llenaba de una sensación desconocida.
–¡Un momento! –exclamó Charlotte.
–¡Papá va a vivir en casa!
–Gina… me parece que tu papá no lo ha pensado bien.
–¿Qué quieres decir, mamá?
–Quizá deberíamos sentarnos para discutir esto. ¿No te parece?
La niña, muy bien educada, asintió con la cabeza.
–Sé que te gustaría que Riccardo viniera a vivir con nosotras, pero eso no es posible, cariño. Y estoy segura de que él estará de acuerdo en cuanto me haya escuchado.
–Pero todas mis amigas tienen un papá.
–Y tú también lo tienes, cariño.
–Pero sus papás viven con ellas.
–Sí, bueno… cada uno tiene circunstancias diferentes –insistió Charlotte–. Estoy segura de que a tu padre le gustaría vivir con nosotras, pero él es un hombre muy ocupado. Tiene que llevar su empresa y no puede hacerlo desde una casa tan pequeña –añadió, mirándolo a los ojos.
–Claro que puedo.
Ella lo fulminó con la mirada.
–¿Cómo que puedes?
–Tu madre tiene razón, Gina. Tengo que llevar una empresa muy grande. Ésa es la razón por la que no deberíamos volver a casa de inmediato.
–¿Por qué?
–Porque hay unos hombres colocando mis cosas allí ahora mismo.
–¿Qué?
–Están colocando mi mesa, mi ordenador, mi teléfono, mi fax…
Charlotte tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a gritar. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a invadir su territorio, su vida, sin pedirle permiso?
–No puedes hacer eso, Riccardo.
–Puedo hacerlo y lo voy a hacer –replicó él, tomando a Gina de la mano para entrar en el spa–. Gina, ve a comprarte un bañador…
–Pero no tengo dinero.
Riccardo sacó unos billetes del bolsillo.
–Toma.
Cuando la niña entró en la tienda, Charlotte lo fulminó con la mirada.
–¡Llamaré a la policía!
–¿Para decirles qué? ¿Que el padre de Gina quiere compartir la casa con su hija?
–¡Es mi casa!
–Que incluso estaría dispuesto a comprarle a su familia una casa más grande para disfrutar del sencillo deseo de tener una familia.
–¿Desde cuándo has hecho tú algo que pudiera ser considerado sencillo?
«Una vez te quise». El pensamiento apareció en la mente de Riccardo y desapareció enseguida, dejándolo momentáneamente sorprendido. Entonces recordó que ese tiempo había pasado y la mujer que estaba delante de él sólo era la madre de su hija. La mujer que quería interponerse entre Gina y él.
–No discutas conmigo, Charlie.
–¿Cómo? ¡Eres el hombre más arrogante y más engreído que he conocido en toda mi vida!
–Lo tomo como un cumplido –dijo él.
–¿Dónde crees que vas a dormir?
–En el dormitorio de invitados. Para empezar.
–¿Para empezar?
–Puede que decida ampliar la casa, aunque sería mejor mudarnos a una más grande. Y tú tienes el trabajo perfecto para encontrarla. ¿Por qué no lo piensas? De esa forma no te molestaría tanto…
–¡No puedes hacerme esto!
Riccardo dejó escapar un suspiro.
–¿Otra vez vamos a discutir? Estás luchando contra lo inevitable, Charlie.
Gina volvió entonces con dos bañadores en la mano. El de Charlotte, de color azul… y diminuto. Pero Charlotte decidió que prefería verlos nadar desde las gradas.
Riccardo se dedicó a tirar a la niña al aire, a colocarla sobre sus hombros… No miró a Charlotte ni una sola vez. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Había conseguido lo que quería después de todo.
Aquella tarde fue una pesadilla. Cenaron en un restaurante, con Riccardo haciendo el papel de padre encantador, y cuando volvieron a casa, a Charlotte le dolía la cara de disimular.
Pero, como había prometido, el trabajo estaba hecho. Todo estaba perfectamente colocado por su ayudante personal, le había contado luego. Y, afortunadamente, Gina estaba agotada. Demasiado agotada como para que le leyesen un cuento.
De modo que Charlotte y Riccardo se quedaron solos.
–No puedo creer que hayas hecho esto.
–¿Por qué no intentas llevarme la corriente? No creo que sea tan horrible.
–¿Cómo? ¿No nos caemos bien y, sin embargo, debo estar contenta de vivir contigo?
Por alguna razón, eso le dolió.
–Si te consuela, mi rutina en la oficina será la de siempre.
–¿Qué significa eso?
–Que sólo estaré en casa por las noches, pero si este arreglo no funciona, me lo pensaré.
–¿Qué quieres decir?
Riccardo se encogió de hombros.
–Que nos pondremos de acuerdo para compartir la custodia de Gina y yo tendré que conformarme con la idea de no estar todos los días con mi hija.
–Deberías haber pensado eso en lugar de embarcarte en esto. Eso es lo que habría hecho un hombre maduro.
–Voy a darme una ducha –suspiró él–. Si me necesitas estaré trabajando en mi habitación.
Riccardo cerró la puerta del salón, dejando a Charlotte angustiada y nerviosa. Aunque al menos había aceptado marcharse de allí si las cosas no funcionaban. Y no funcionarían, naturalmente.
Riccardo y ella no se gustaban. Había demasiados problemas, demasiada amargura, quisiera admitirlo él o no.
Pero…
Había habido momentos en la piscina en los que Charlotte olvidó su rabia y experimentó lo que podría haber sido la vida si fueran una familia de verdad. La risa de su hija, otra persona compartiendo sus problemas. Sería muy fácil acostumbrarse a aquello…
Nerviosa, salió del salón. Era una casa pequeña. Sólo tres dormitorios y un cuarto de baño… y Riccardo estaba en él. Pero no oía el ruido de la ducha y había luz bajo la puerta de su habitación. Al menos durante unos días tendría que acostumbrarse a tenerlo allí, pensó.
Suspirando, abrió la puerta del baño…
Riccardo, desnudo y afeitándose delante del espejo, se quedó helado al verla.
–¡Riccardo!
–¿Qué pasa? Me has visto desnudo antes.
Charlotte apretó los labios.
–¿Qué haces aquí?
–¿Querías usar el baño?
–¡Pues sí, quería darme una ducha!
–¿Por qué me miras así?
Ocho años antes también se había puesto colorada como una cría. Como estaba haciendo ahora. Riccardo había salido con mujeres dispuestas a hacerlo todo. Mujeres que nunca habían parecido desear que se las tragase la tierra.
–¿Hay algo en mí que no te guste?
–¡No pienso mantener una conversación contigo así… desnudo!
–¿Por qué no?
–¡Estamos en un cuarto de baño!
–¿Y desde cuándo eres tan convencional? Si no recuerdo mal, nunca te importó dónde lo hiciéramos…
Charlotte miró hacia atrás, asustada de que Gina pudiera oírlos.
–Tengo una hija pequeña. Y, si no te importa, cierra la puerta con llave cuando estés desnudo.
–Perdona, no me he dado cuenta.
–Ésta es mi casa. Puede que tú te hayas atrincherado en ella durante unos días, pero sigue siendo mi casa. Y mientras estés bajo mi techo, te portarás como un hombre adulto. Gina no pidió venir al mundo sin un padre y estoy haciendo esto para darle una oportunidad de tener algo parecido a una familia. Por nada más. ¿Lo entiendes?
–Muy bien, de acuerdo. Pero dime una cosa, Charlie. ¿Dices eso porque ahora te llamas Charlotte y tienes una vena puritana que no tenías antes o porque tienes miedo de que yo haga esto?
Riccardo dio un paso adelante y la besó. No un beso suave, sino uno fiero, urgente y hambriento, apretándola contra la pared.
Charlotte podía sentir la dureza de su erección entre las piernas y, sin pensar, levantó las manos y las enredó en su pelo mojado. Y cuando Riccardo la apretó contra él no se resistió. No podía hacerlo. Era como si hubiera esperado aquel momento durante ocho largos años.
Para Charlotte nada había sido tan maravilloso como aquellos momentos. Pero, claro, nadie la había tocado como él. Esas manos que le resultaban tan familiares eran el paraíso.
Sin decir una palabra, Riccardo metió la mano por debajo de su jersey y apartó el sujetador. Sus pechos, suculentos como fruta madura, parecían suplicarle que los tocase.
Y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. No sabía cómo habían llegado a ese punto después de discutir, pero en aquel momento era como si los ocho años no hubieran pasado. Charlie era igual que entonces. Sus pezones tan rosados y tan definidos como antes. Los acarició con un dedo, disfrutando de sus gemidos de placer, y luego los metió en su boca, chupando, mordiéndolos suavemente.
Más tarde, le quitó el sujetador y los acarició con las dos manos. Estaba tan excitado que se puso de rodillas en el suelo del baño para levantar su falda. Y Charlotte se dejó hacer. Quería estar desnuda con él.
Riccardo sopló suavemente sobre los rizos rubios que cubrían su parte más íntima y ella enredó los dedos en su pelo, cerrando los ojos. Cuando Riccardo levantó la cabeza y vio que se arqueaba, su respiración agitada… metió la cabeza entre sus piernas como había hecho tantas veces y la saboreó; un roce lento que la hizo apretarse contra su cabeza. Recordando, empezó a moverse rítmicamente contra él arriba y abajo mientras la llevaba al orgasmo con su lengua. Pero cuando estaba a punto de terminar Riccardo se incorporó, dispuesto a penetrarla. Sólo entonces Charlotte abrió los ojos. Sólo entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
–No podemos…
–No te pares a pensar ahora.
–Eso es lo que nos metió en esta situación. Hacerlo sin preservativo.
¿Y si volviera a ocurrir? La idea dejó a Riccardo sin habla.
–Entonces tendremos que buscar uno.
–No tengo ninguno.
Una frase que despertaba más preguntas, pero no era el momento. Riccardo estaba ardiendo y tenía que hacerle el amor. En aquel preciso instante.
–Yo sí tengo.
Charlotte intentó sentir asco por un hombre que iba de un lado a otro con preservativos en el bolsillo, pero también ella estaba ardiendo. Sin decir nada, Riccardo la llevó a su habitación.
–Pero Gina…
–La niña está durmiendo –murmuró él, cerrando la puerta.
Y cuando Charlotte oyó el sonido del cerrojo, sintió una nueva oleada de deseo. No sabía por qué estaba haciendo aquello, quizá porque no lo había hecho en ocho años. Quizá porque nunca había dejado de pensar en él. Quizá porque la situación era irreal, absurda.
O quizá porque se había vuelto loca.
Riccardo no encendió la luz ni se molestó en echar las cortinas. La luz de la luna iluminaba la habitación y el cuerpo desnudo del hombre…
Automáticamente, Charlotte se quitó la blusa. El sujetador había quedado en el suelo del baño. Luego se quitó la falda y quedaron los dos desnudos, frente a frente. Riccardo le ofreció su mano para llevarla a la cama. Era una cama pequeña, pero para Charlotte era el sitio más romántico del mundo.
–¿Lo retomamos donde lo habíamos dejado?
–Esto es una locura.
–¿Para qué sirve la vida si uno no puede hacer una locura de vez en cuando? ¿Dónde estábamos?
–Estabas…
–¿Sí?
–Sigues tomándome el pelo, como siempre –murmuró Charlotte.
Riccardo le hizo el amor despacio, con dulzura, acariciándola por todas partes. Y cuanto más la tocaba más recordaba el pasado; casi como si su imagen hubiera estado siempre en su mente, como si no se hubiera borrado nunca. Incluso recordaba cómo se movía, cómo suspiraba. Y los ruiditos que hacía para expresar su placer.
–Bueno –dijo después, enredados el uno en el otro–. Dime que esto no puede salir bien, Charlie.
–Voy a tener que rendirme. No eres capaz de llamarme Charlotte.
Riccardo apartó el pelo de su cara.
–Charlotte parece demasiado… apropiado. Demasiado serio. Estamos a gusto juntos, ¿no?
–Estamos a gusto en la cama –replicó ella–. Y sigo teniendo que darme una ducha.
–Eso puede esperar.
–¿Por qué? Nada ha cambiado, Riccardo.
–Acabamos de hacer el amor –contestó él, sin dejar de acariciar su pelo–. ¿Lo has hecho…?
–¿Qué?
–Con Ben. ¿Has hecho el amor con él?
–No metas a Ben en esto –contestó Charlotte, apartándose un poco, como si su proximidad le molestase.
–¿Lo has hecho? No, olvídalo. Olvida que he preguntado. Ve a darte una ducha, Charlie. Tienes razón. Nada ha cambiado.
–No. No lo he hecho –suspiró ella–. No era ese tipo de relación.
–¿Y qué tipo de relación era entonces?
De modo que no estaba equivocado. No había pasión entre ellos, pensó, triunfante.
–Ya te lo he dicho. Después de lo que pasó entre nosotros me pensé mucho lo que quería de una relación y supe que no era sólo sexo. Daba igual que el sexo fuera tan… interesante, al final no vale de nada.
Acababa de estar en la cima del mundo y Charlie volvía a ponerlo en su sitio. No estaba interesada en él. Quizá no lo estaría nunca. Él no era un santo, pero tenía la impresión de que estaba encapsulada entre cuatro paredes de hielo.
–Mira, estoy dispuesta a poner a Gina por delante de todo lo demás. Voy a dejar que te quedes durante unos días para que podáis conoceros mejor. Pero tengo que poner una condición.
–¿Cuál?
–Que no volvamos a hacer esto nunca más –dijo Charlie, levantándose para buscar su ropa. Una vez vestida, lo miró, desnudo sobre la cama–. Ha sido un error. Supongo que era un error que los dos teníamos que cometer… pero esto ya no funciona para mí.
–¿Qué quieres decir?
Charlotte se encogió de hombros.
–El mismo Riccardo de siempre, el buen amante que no piensa más que en eso.
–¡Pero si te he propuesto matrimonio! –le recordó él.
¿Y dónde estaba el amor? ¿Por qué no hablaba de amor?
–No lo entiendes. Pero da igual. Como te he dicho, estoy dispuesta a pensar en Gina durante unos días. Nada más. Lo demás no es importante.
¿Qué no era importante?, pensó Riccardo cuando salió de la habitación. ¿Lo que había pasado no era importante? ¿Cómo podía Charlie pensar que la atracción física que había entre ellos no era importante?
Suspirando, se llevó una mano a la cara. Charlie. Estaba empezando a pensar que Charlie había sido un error del que no se había recuperado nunca.
Pero el destino le había dado una segunda oportunidad y no pensaba meter la pata dos veces, porque había mucho en juego.