CRYSSIE subió corriendo las escaleras que llevaban a la planta de juguetería. Había cola en el ascensor y como llevaba zapatos planos decidió ganarlos a todos subiendo por la escalera.
El día de Nochebuena… la pesadilla de todos los años. Era su última oportunidad para comprar los regalos. Había llamado antes para preguntar si les quedaba alguna Baby Traviesa, una muñequita basada en unos dibujos de televisión que tenían locos a todos los niños y que Milo, su sobrino de cuatro años, había pedido como regalo de Navidad. El niño no se perdía el programa ni un solo día y estaba desesperado por tener una de esas muñecas. Y Cryssie haría lo que fuera para conseguirla.
No la tenían en stock desde hacía meses, sorpresa, sorpresa, pero había vuelto a aparecer en Navidad y sabía que la vendían en los Grandes Almacenes Latimer. Sólo esperaba que no las hubieran vendido todas.
Abriéndose paso frenéticamente entre las hordas de compradores, Cryssie llegó al mostrador y miró las estanterías. Sí, allí estaba. Había cuatro, todas sonrientes dentro de sus cajitas de celofán. ¡Por fin! Estaba pidiéndole a la dependienta que le diera una cuando oyó una voz masculina:
–Sí, muy bien, me llevo las cuatro. Póngalas en mi cuenta.
–Muy bien, señor Hunter –dijo la chica, bajando los ojos con coquetería.
Cryssie se quedó boquiabierta mientras la dependienta tomaba las cuatro cajas y las ponía, una encima de otra, sobre el mostrador. Con las prisas, ni siquiera se había fijado en el hombre, que debía de haber llegado un segundo antes que ella.
Pero entonces miró al dueño de la voz autoritaria.
Era el típico ejecutivo con traje de chaqueta y corbata. Bueno, el típico ejecutivo no, porque era altísimo y mucho más guapo de lo normal. Ella medía un metro sesenta y ni siquiera le llegaba a los hombros. Tenía una abundante mata de pelo oscuro y una mandíbula firme, muy masculina. Y sus ojos… eran negros y brillantes. Ojos calculadores, incluso peligrosos.
Aclarándose la garganta, Cryssie se dirigió a la dependienta.
–Espero que no sean las únicas que les quedan. Yo sólo quiero una y he llamado antes para preguntar si tenían.
La chica miró a Cryssie.
–Lo siento, señorita –se disculpó, mientras metía las muñecas en una enorme bolsa–. Éstas son las últimas. Nunca habíamos tenido tal demanda para nada…
–Pero yo llamé esta mañana para preguntar y me aseguraron que no habría ningún problema.
–Teníamos muchas, pero se las han llevado todas. El jefe de planta decidió que no podíamos reservar ninguna por teléfono…
–Pero yo necesito esa muñeca.
–A finales de enero volveremos a recibir otro pedido…
–¿Y para qué la quiero yo a finales de enero? –la interrumpió Cryssie mirando al hombre, que le devolvió una mirada rápida y sin ningún interés. Como si no existiera, como si le diera exactamente igual lo que los demás quisieran mientras él se saliera con la suya. Al menos, podría disculparse, pensó, irritada.
Luego, con una mano grande y bronceada, tomó la bolsa y se volvió. Ni había pagado en efectivo, ni sacó una tarjeta de crédito ni firmó nada. Y eso que las muñecas eran carísimas. Cryssie era la única que trabajaba en su casa y había aprendido a ahorrar para momentos como la Navidad o los cumpleaños. Ella no tenía una cuenta en Latimer ni en ningún otro sitio. Pagar en efectivo siempre era lo más seguro.
Cuando los dos se apartaban del mostrador, él pareció vacilar un momento.
–Lo siento mucho. Evidentemente, el departamento de compras pidió menos de las que deberían… o todos deberíamos comprar con antelación.
Y luego, con un apenas perceptible gesto de arrogancia típicamente masculina, se volvió abruptamente, dejando a Cryssie allí, derrotada.
De modo que deberían comprar con antelación… pues él también. Sólo que él había llegado a la tienda unos segundos antes.
Cryssie miró alrededor sin saber qué hacer. Milo se llevaría un disgusto tremendo si no encontraba bajo el árbol de Navidad una de esas muñecas. Habría otros regalos, pero aquella muñeca era lo que más ilusión le hacía y llevaba meses hablando de la famosa Baby Traviesa.
Suspirando, Cryssie tomó unas botas de fútbol, las examinó para comprobar el número, y se preguntó si Milo se conformaría con eso. Milo era un loco del fútbol y aún no tenía unas botas de verdad, de modo que se pasaba el día dando patadas con las zapatillas de deporte, que también eran carísimas. Quizá las botas y un nuevo balón servirían para consolarlo.
Suspirando, se apoyó en el mostrador, enfadada y desilusionada. A los veinticinco años, a veces sentía que las responsabilidades que la vida había cargado sobre sus hombros eran demasiado para ella. Tras la muerte de sus padres diez años antes en un accidente de coche, Cryssie y su hermana, Polly, dos años más joven que ella, habían vivido con su tía abuela Josie, hasta que ésta murió. Afortunadamente, eso fue antes de saber que Polly estaba embarazada y que su novio había desaparecido del mapa.
De modo que ahora Polly y ella vivían en una casita alquilada a las afueras de la ciudad y Cryssie era la única que ganaba un sueldo, porque su hermana tenía muchos problemas de salud desde que nació Milo.
Unos minutos después, Cryssie decidió olvidar su enfado. Evidentemente, el hombre que se había llevado las cuatro muñecas debía de tener cuatro hijos. No podría comprar tres y dejar al cuarto sin ella.
–Lo siento mucho, señorita –se disculpó la dependienta.
–No, bueno… qué se le va a hacer. Es que estoy agotada… –suspiró Cryssie, dejando las botas de fútbol y el balón sobre el mostrador–. ¿Quiere envolverme esto para regalo?
–Sí, claro –sonrió la chica–. Podría dejarme su teléfono. En cuanto recibamos otro pedido, la llamaremos.
–Muy bien –dijo Cryssie, anotando su número y su dirección en un papel–. No es culpa suya. Sólo espero que los hijos de ese hombre aprecien la suerte que tienen.
–¿Hijos? No, no tiene hijos… no está casado. ¿No sabe quién era?
–No. ¿Debería saberlo?
–Ah, pensé que todo el mundo lo sabía. Era Jeremy… Jed Hunter. El dueño de todo esto –anunció la dependienta, señalando alrededor.
Cryssie sabía que los Grandes Almacenes Latimer pertenecían a la familia Hunter, pero nunca había visto en persona a ninguno de ellos. Y, desde luego, no había visto nunca a ese hombre. De haberlo hecho, se acordaría.
–Hasta el año pasado yo tampoco lo conocía –siguió la dependienta–. Pero parece que ha tomado el puesto de sus padres, que se están haciendo mayores. Algunos le tienen miedo porque se pone muy autoritario si las cosas no van como él quiere. Suele ser amable, pero exigente, y no tiene mucha paciencia. Claro que, alguien tan rico y tan guapo como él puede ponerse impaciente cuando quiera.
–Sí, claro –murmuró Cryssie, que no quería sumarse al coro de admiración del señor Hunter, que le había robado la muñeca de su sobrino.
–Bueno, ya tengo su dirección y su número de teléfono. En cuanto llegue el nuevo pedido, la llamaremos.
–Muy bien… oiga, si el señor Hunter no tiene hijos, ¿para qué se ha llevado las muñecas?
–No tengo ni idea. ¿Tiene usted más hijos?
–No, no… yo no tengo hijos. La muñeca era para mi sobrino. Mi hermana está enferma y soy yo quien tiene que comprar los regalos de Navidad –contestó Cryssie, preguntándose por qué le estaba contando todo aquello a una desconocida.
–Espero que no sea nada grave.
–Sí, bueno… no se encuentra bien, así que sólo puede trabajar a tiempo parcial. Es esteticista.
–Ah, qué bien –la chica miró a Cryssie con curiosidad y ella supo de inmediato lo que estaba pensando: «Si tu hermana es esteticista, ¿por qué no te maquilla un poco?».
Porque su insignificante apariencia no era de las que llamaban la atención precisamente. Polly era la belleza de la familia, con su esbelta figura, su pelo rojo y sus ojazos grises.
–¿Y usted trabaja por las dos?
–Sí, trabajo en Hydebound. Llevo tres años allí.
–Ah, un sitio estupendo. Me regalaron un bolso de allí por mi cumpleaños… un poco caro, pero merece la pena. Son de los que duran para siempre.
Cryssie sonrió.
–Claro que, somos una empresa pequeña. No como este sitio.
Después de pagar, Cryssie se dirigía a las escaleras cuando un delicioso aroma a café le llegó de la cafetería. No había comido nada desde el sándwich de queso del almuerzo… Aquel día habían tenido tanto trabajo en la tienda que nadie tuvo tiempo de hacer café siquiera.
Cryssie miró su reloj, el deseo de cafeína era casi irresistible. En fin, quizá si se sentaba allí un rato, el tráfico estaría menos imposible.
Y decidió que, además de tomar un café, le iría bien un donut. Tardaría horas en hacer la cena y Polly no tendría nada hecho cuando llegara a casa.
–Permítame… –oyó una voz masculina cuando iba a pagar.
–¿Perdón? –Cryssie se volvió, confundida.
–Permita que la invite al café. Es lo mínimo que puedo hacer.
Era Jed Hunter, el propietario de los Grandes Almacenes Latimer.
–No, por favor… no se sienta obligado.
–No me siento obligado, pero me gustaría pagar su café.
–No sé por qué…
–Por lo que ha pasado antes. Siento que no pudiera comprar la muñeca.
–Sí, bueno…
–¿Puedo sentarme con usted?
Cryssie se sentía incómoda sentada con aquel hombre tan guapo. Y la mesa era tan pequeña que sus rodillas se rozaban. Aunque, por muy guapo que fuera, le daba exactamente igual. Esa parte de su vida estaba cerrada por el momento.
–¿Qué le parece el donut? ¿Está rico?
Cryssie tragó, nerviosa, antes de contestar, limpiándose el azúcar de los labios con una servilleta.
–No está mal. Pero la verdad es que los pasteles de aquí no son buenos. Siempre están un poco secos.
–¿Ah, sí?
–Unos grandes almacenes como éstos deberían prestar más atención a esas cosas. ¿Quiere probarlo? –preguntó Cryssie, sabiendo cuál sería la respuesta. El todopoderoso Jed Hunter no se rebajaría a clavar los dientes en un bollo azucarado delante de todo el mundo.
–No, gracias. No quiero dejarla sin su donut –sonrió él–. Aunque tengo la impresión de que le hace más falta una buena cena.
Cryssie lo fulminó con la mirada. ¡Menuda cara! ¿Cómo se atrevía a decirle eso? Sabía que debía de estar pálida y con aspecto cansado, pero no le hacía ninguna gracia que aquel extraño se lo recordase.
–Pues voy a tardar un rato en disfrutar de mi cena, porque aún tengo que ir a recoger el pollo a la tienda, luego tengo que hacer el relleno y cortar las verduras…
–¿Para quién era la muñeca?
–Para Milo. Tiene casi cinco años. Y la verdad, Latimer me ha decepcionado este año. Evidentemente, no han sabido ver que la demanda de esas muñecas sería superior al pedido que habían hecho. Y ésta es la tienda más grande de la ciudad, no una juguetería de barrio.
–Pero si la demanda hubiera sido inferior a la oferta, la tienda habría perdido dinero.
–¿Perder dinero? No creo que los Grandes Almacenes Latimer hayan perdido dinero en toda su historia. Y, la verdad, deberían arriesgarse un poco y no dejar que los niños se queden sin sus juguetes favoritos el día de Navidad.
Jed la miraba sin dejar de sonreír. No sabía por qué aquella chica lo hacía sonreír. Aunque no llevaba ni gota de maquillaje, resultaba más bien atractiva. Aunque su atuendo, un chaquetón pasado de moda sobre una falda marrón, no era precisamente lo último en las pasarelas de Milán. Su largo pelo rubio estaba sujeto firmemente en una coleta, acentuando una frente alta y unos ojos verdes que dominaban su rostro ovalado. Las únicas joyas que llevaba eran unos diminutos pendientes dorados.
Una sincera descripción de aquella chica sería: normal y corriente. No era en absoluto una chica memorable. Y sin embargo…
Cryssie se terminó el café, esperando que él dijera algo más, pero no fue así. Y fuese el efecto de la cafeína o que le daba todo igual después de quedarse sin Baby Traviesa, decidió olvidarse de la discreción y decirle lo que pensaba. Ésa sería su pequeña venganza por dejar a su sobrino sin la muñeca.
–Hay un montón de cosas que deberían cambiar en los almacenes Latimer. Por ejemplo, no suelen tener los mismos productos dos veces. Si te gusta algo que has probado y lo buscas otra vez… ya no lo tienen. Y si le pides ayuda a algún dependiente, son invisibles o miran para otro lado. Eso anima a los rateros, no sé si lo sabe. Cualquiera puede llevarse lo que le dé la gana y no se entera nadie.
Sus ojos brillaban, apasionados.
–Yo trabajo en Hydebound, ¿conoce la tienda? Sólo vendemos productos de piel hechos por artesanos locales y…
–Sí, la conozco. Está a las afueras de la ciudad, ¿no?
–Pues sí. Nuestros bolsos y maletas se venden muy bien y todo el mundo es responsable de lo que hace. Y, sobre todo, de la atención personal.
–Bueno, veo que tiene opiniones muy firmes –sonrió Jed Hunter–. Y me da la impresión de que en Hydebound son muy afortunados por tenerla a usted.
Cryssie se mordió los labios. Hydebound, como todos los negocios pequeños, a veces atravesaba malos momentos. La piel cada día era más cara y con las importaciones baratas del extranjero empezaban a tener serios problemas.
–Bueno, tengo que irme. Gracias por el café… y por el donut.
–¿Trabaja usted en Hydebound desde hace tiempo? –le preguntó Jed Hunter.
–Sí, desde hace tres años.
–Muy bien. Espero que usted y… Milo tengan unas felices Navidades.
–Gracias.
Aquello era lo último que Cryssie había esperado que le pasara el día de Nochebuena. ¡Decirle al propietario de Latimer cómo dirigir sus grandes almacenes! La verdad, quizá había sido un poquito dura. Porque, en realidad, le gustaba comprar allí y tenían una buena selección de casi todo. Pero decirle eso le había dado una extraña satisfacción.
Jed Hunter la observó salir de la cafetería con una enigmática sonrisa en los labios. Había conocido a muchas mujeres, demasiadas, pero ninguna como ella. Una mujer con carácter, pero vulnerable a la vez. Mientras le decía cómo llevar su negocio se le habían encendido las mejillas, iluminando su cara…
Encogiéndose de hombros, Jed se levantó. Llevaba allí más tiempo del que debería y aún tenía que llevar las malditas muñecas.
Jeremy, o Jed, como lo llamaba todo el mundo salvo sus padres, maniobraba su Porsche plateado por el pesado tráfico de Londres deseando estar en su apartamento y no tener que ir al campo, a casa de sus padres. Pero era impensable no pasar el día de Navidad con sus padres, Henry y Alice, que adoraban a su hijo, cuyo único defecto, en su opinión, era lo mal que elegía a las mujeres.
–¿Cuándo vas a sentar la cabeza, hijo mío? –solía preguntarle su padre–. Tienes que buscar una mujer que tenga dos dedos de frente, para variar. Los demás atributos no tienen tanta importancia.
Henry Hunter era un hombre que solía decir lo que pensaba, desde luego.
Jed admitía que era más bien «susceptible» con el sexo opuesto. Era difícil no serlo cuando las mujeres caían a sus pies sin vergüenza o reticencia alguna… y a él le encantaba. Pero ahora era diferente. Había cometido un gran error y a los treinta y seis años era hora de hacerse adulto.
El tráfico empezaba a despejarse y Jed pisó el acelerador para llegar a la mansión de sus padres donde Megan, el ama de llaves, lo tendría ya todo preparado. Se sentarían juntos a cenar, los tres alrededor de una enorme mesa ovalada, para hablar del negocio, del estado de la economía…
Muchas veces había deseado tener un hermano para no ser el único beneficiario del afecto de sus padres. ¿Podría «demasiado» ser peor que «demasiado poco»? Jed sabía perfectamente que era una persona muy afortunada. Había tenido todo lo bueno de la vida: una educación privilegiada, viajes alrededor del mundo sin preocuparse jamás por el dinero…
Hasta un par de años antes no había pensado dedicarse en serio al negocio familiar; además de los Grandes Almacenes Latimer, dos tiendas en Midlands y dos hoteles rurales en Gales. No había sido fácil para él acostumbrarse a la vida estructurada de un ejecutivo pero, al final, decidió que era hora de tomar las riendas. Sus padres se estaban haciendo mayores y Henry empezaba a tener problemas de salud.
Mientras esperaba en un semáforo, Jed volvió a pensar en aquella chica… Era diferente a las demás. Nada de coqueteos, nada de pestañeos, nada de darle la razón en todo mientras jugaba con su pelo… el tipo de cosas que las mujeres solían hacer en cuanto descubrían quién era. Aquella chica no había dejado de mirarlo a los ojos mientras le decía cómo debía llevar su negocio.
Jed se preguntó entonces con qué tipo de hombre se acostaría… con el padre de Milo, seguramente. Y esperaba que ese hombre tuviera un poco de carácter. La imaginaba ahora, entrando en casa para hacerles la cena a su marido y a su hijo… después de haber trabajado todo el día en una tienda.
Desde luego, no era una seductora; él era un experto reconociendo a ese tipo de mujeres. Aunque probablemente tendría poderes de persuasión escondidos en alguna parte.
Jed se movió en el asiento, irritado. Un encuentro casual con una mujer insignificante nunca le había robado tanto tiempo. Entonces frunció el ceño. Lo que ella había dicho sobre los grandes almacenes… si había alguna forma de mejorar el funcionamiento de Latimer, era su obligación tenerlo en cuenta.