Capítulo 8

 

 

 

 

 

JED NO dejaba de preguntarse qué excusa podía encontrar para estar a solas con Cryssie sin despertar sospechas. Ella no quería que nadie en Hydebound supiera nada sobre su nuevo puesto de trabajo como ayudante personal, de modo que cuando hablaba con ella lo hacía de manera fría y circunspecta.

Desde el día que pasaron en Londres unas semanas antes no había sido capaz de quitársela de la cabeza y estaba empezando a obsesionarse… o, más bien, a estar obsesionado con poner en marcha su plan lo antes posible.

Jed no quería perder el tiempo.

Porque, a pesar de la insistencia de Cryssie en su falta de interés por los hombres, simplemente no la creía. Aquel beso en el apartamento lo había convencido de que estaba sexualmente viva… o deseaba estarlo con él. Y era vulnerable. Cryssie Rowe no era un bloque de hielo. Él sabía lo suficiente sobre el sexo opuesto como para estar seguro de eso.

El otro factor que hacía imposible que se vieran era que Cryssie pasaba todos los fines de semana con su familia. Pero debía hacer algo o estaría como al principio.

Entonces, un sábado por la mañana, ocurrió algo inusual que lo obligó a visitar una de sus propiedades… y aunque sabía que a Cryssie no le haría mucha gracia acompañarlo, estaba seguro de que no se atrevería a decirle que no.

 

 

En la cocina, Cryssie estaba haciéndose el primer té de la mañana cuando sonó el teléfono. Al oír la voz de Jed, le dio un vuelco el corazón. Se estaba viendo obligada a vivir dos vidas y eso no era fácil. No dejaba de pensar en aquel beso… y no dejaba de pensar que Jed Hunter era su jefe. Cuando estaban a solas se comportaba como si estuviera loco por ella y, sin embargo, en la oficina se mostraba frío. Sobre todo si había gente delante. Pero ella no quería perder su trabajo, de modo que estaba entre la espada y la pared.

–¿Cryssie? Siento llamar tan temprano, pero te necesito para hoy. Tengo que ir a Gales a visitar uno de nuestros hoteles. Parece que hay un problema.

–¿A Gales? Pero yo tengo muchísimas cosas que hacer en casa…

–Lo siento, pero tengo que resolver este problema y no podemos ir un día de diario porque tus compañeros se sorprenderían si te llevara conmigo, ¿no te parece?

–Sí, claro –murmuró ella, pensativa–. ¿A qué hora tenemos que irnos?

–A las diez. Así tendrás una hora para… hacer lo que tengas que hacer.

Suspirando, Cryssie subió a la habitación de su hermana.

–Polly, tengo que marcharme. Es un asunto de trabajo. ¿Puedes hacerte cargo de Milo por hoy?

–Sí, claro –contestó su hermana, abriendo un ojo–. Últimamente siempre tienes «asuntos de trabajo»… ¿vas a ir con el señor Hunter?

–Pues sí, claro. Va a venir a buscarme dentro de una hora.

Polly se sentó en la cama. Después de la inesperada visita de Jed Hunter, su hermana se había mostrado inusualmente interesada en su vida profesional y, especialmente, en su nuevo y atractivo jefe.

–Bueno, pues entonces tú lo pasaras mejor que yo.

Milo entró entonces en la habitación, con su Baby Traviesa en las manos, y Cryssie se agachó para abrazarlo y explicarle que tenía que irse.

–Pero yo no quiero que te vayas –protestó el niño–. Por favor, Cryssie, no te vayas…

–Tengo que hacerlo, cielo. Tengo que trabajar. Pero mañana podemos ir a tomar una pizza, ¿qué te parece?

A las diez en punto, Jed apareció en la puerta. Cryssie se había puesto la única falda decente que tenía, de lana gris, y un jersey de cachemir beige que le había regalado Polly por Navidad. Comprado en Latimer, donde su hermana solía ir de escaparates cuando estaba de buen humor. Pero el mismo chaquetón sin forma tenía que completar el atuendo, el único chaquetón de invierno que tenía.

Cryssie subió al Porsche y tuvo que sonreír.

–¿De qué te ríes?

–Estaba comparando tu coche y el mío. El tuyo arranca como la seda, el mío… prácticamente hay que empujarlo.

–¿Quién te enseñó a conducir? –preguntó Jed.

–Mi tía abuela Josie. Para algunas cosas era muy anticuada, pero para otras era la más moderna del mundo… mi hermana y yo vivimos con ella desde que murieron nuestros padres. Entonces éramos muy pequeñas.

–Supongo que debió de ser terrible para vosotras.

Cryssie se encogió de hombros.

–Sí, bueno, ya sabes que los niños son muy duros. Y Josie siempre fue muy cariñosa con nosotras.

–¿Tu hermana se queda hoy con el niño?

–Sí, creo que va a llevarlo al cine –suspiró Cryssie–. Bueno, ¿qué vamos a hacer exactamente?

–Quiero que veas uno de nuestros hoteles en Gales. Estoy tan liado en Hydebound que no he tenido tiempo de pasarme por allí últimamente y hay que solucionar un par de cosas.

–¿Qué cosas? Yo no sé nada de hoteles.

–Creo que hay un problema con el personal. Y ya es suficientemente difícil intentar sacarle beneficios a un hotel como para, además, tener problemas de personal.

–El «personal» son seres humanos, Jed. Personas con sentimientos –le recordó Cryssie–. Si hay algún problema será por algo.

–Sí, ya lo sé. Y eso es lo que debo averiguar. Pero no creas que es fácil. La gente no suele decir lo que piensa de verdad… a mí, por lo menos. Por eso me alegro de que vengas conmigo. Y, por cierto, la semana que viene te daré tu primer cheque… evidentemente no puedo dártelo en la oficina.

–No, claro –murmuró ella, sintiéndose culpable.

–Además, hoy pasaremos por Bath para comprarte un chaquetón decente. Ése que llevas es…

–Ya sé que no es una buena prenda –lo interrumpió ella–. Pero he visto el precio de los abrigos y no puedo permitírmelo. Además, yo no tengo el menor interés en llevar algo que esté de moda.

–De todas formas tenemos que pasar por Bath –insistió Jed.

De modo que no quería ser visto con ella tal y como iba vestida aquel día… Cryssie apretó los labios, indignada. Pero no sabía cómo negarse sin ofenderlo.

En cuanto entraron en la tienda, todas las dependientas se acercaron a Jed.

–¿Está la señora Fletcher? Soy Jeremy Hunter.

–Ah, sí, señor Hunter –sonrió una de las más jóvenes–. Está en el almacén.

–¿Podría pedirle que viniese un momento?

Casi enseguida apareció la señora Fletcher.

–¡Jeremy! ¿Por qué no has llamado para decir que venías? ¡Habría sacado la alfombra roja!

Él se inclinó para darle un beso en la mejilla.

–Hola, Lucinda. Me alegro de volver a verte. Te presento a Cryssie Rowe, mi ayudante personal.

–Encantada –dijo la mujer.

–Lo mismo digo.

–La señorita Rowe necesita un chaquetón… Venga, impresióname, sólo tenemos media hora.

Cryssie estaba atónita. No sólo le decía que necesitaba un abrigo nuevo… además, no parecía creerla capaz de elegirlo por sí misma.

Irritada, siguió a la mujer hacia el probador y, por fin, eligieron un abrigo de lana de diseño italiano. Era de color berenjena, con un cuello que podía levantarse sobre el cuello y la cara. Era perfecto. Pero, de repente, Jed decidió que un par de botas negras de tacón eran absolutamente necesarias. Y ella no supo cómo negarse.

Mirándose al espejo, Cryssie tuvo que admitir que nunca había estado tan guapa en toda su vida.

Pero cuando Jed sacó su cartera se sintió avergonzada. No quería que él le comprase nada. No tenía derecho a hacerle regalos. Pero Jeremy Hunter, el hombre que siempre se salía con la suya, se negaba a escucharla y Cryssie no quería hacer una escena delante de Lucinda.

–¿Por qué no lo estrenas hoy mismo? –sugirió Jed–. En Gales hace frío y así estarás más calentita.

Con el chaquetón y los zapatos planos guardados en una bolsa, salieron de la tienda. Cryssie no sabía qué decir. Jed estaba intentando controlar su vida y ella, que siempre había tenido que defenderse por sí misma, no sabía cómo salir de la trampa.

–¿Sabes dónde hay una juguetería? Me gustaría comprarle algo a Milo.

–Buena idea –asintió él–. Creo que hay una en la esquina.

Estuvieron en la tienda más tiempo del que Cryssie había esperado. Pero no porque ella hubiera tardado en elegir un juguete, sino porque Jed no dejaba de encontrar cosas que lo divertían. Cryssie ya había pagado el libro de cuentos y el puzle cuando él apareció en el mostrador con una especie de ordenador diminuto.

–Yo creo que a Milo le gustará. Tiene un montón de juegos.

–Sí, pero no hace falta. Ya te has gastado mucho dinero…

–No te preocupes por eso. Me gusta hacer regalos. Además, últimamente no hago más que privar al pobre niño de su tía…

Cryssie dejó escapar un suspiro.

–Si algún día tienes una familia, te arruinarás.

–Sí, es una posibilidad –asintió él, mirándola de arriba abajo. El abrigo se ajustaba provocativamente en las caderas y luego caía en capa por debajo de las rodillas. Y el color… el color era perfecto.

–¿Qué pasa?

–Nada. ¿Por qué?

–Me estabas mirando de una forma…

–Es que ese abrigo te queda muy bien.

–Es muy bonito. Y tiene unos bolsillos grandes… la verdad, es la prenda más bonita que he tenido nunca.

Los ojos de Jed brillaban como los de un niño. Le habría gustado decir que era dinero bien gastado, pero no se atrevió. Seguramente Cryssie había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para aceptar el regalo.

Cuando llegaron al hotel, Cryssie se quitó el cinturón de seguridad y se volvió para sacar el chaquetón de la bolsa.

–¿Qué haces?

–Yo nunca me pongo algo nuevo nada más comprarlo –contestó ella–. Me gusta colgarlo en mi armario… para acostumbrarme a la idea. Es una de mis manías.

Jed se encogió de hombros.

–Como tú quieras.

Un hombre de mediana edad, con el pelo lleno de brillantina, los recibió en la puerta. A Cryssie le cayó mal desde el principio, aunque no sabía por qué.

–Kevin, te presento a la señorita Rowe, mi ayudante. Kevin es el gerente y lleva este sitio como si fuera un cuartel.

–Señor Hunter, debería habernos advertido que iba a venir –protestó el hombre. Y Cryssie se percató de que Jed no había llamado a propósito.

–Pensé que no podría venir hasta mañana… y me gustaría revisar algunas cosas contigo. Pero antes querríamos comer algo.

–Sí, claro… el comedor no está lleno. Y Max está hoy en la cocina.

–Ah, Max… –Jed se volvió hacia Cryssie–. Max es el jefe de cocina cuando libra el chef, pero ha resultado ser un genio. Estoy muy impresionado con él.

–Espero que sirva langosta y perdices con guarnición –bromeó ella.

Mientras comían, Jed deseó estar allí de vacaciones… quizá ir a dar un paseo después de comer, irse a la cama temprano…

Eso, por el momento, no iba a ser posible. Pero seguía encontrando el total desinterés de Cryssie absolutamente desconcertante. Aquella chica era, desde luego, el proverbial soplo de aire fresco.

Mientras él iba al despacho con el gerente, Cryssie decidió darse una vuelta por el edificio. Era un hotel rural, pero con todas las comodidades de un hotel de cinco estrellas. Rodeado de campo, además, y sin el molesto tráfico de la ciudad.

Cuando volvió a la recepción, vio a Jed saliendo del despacho del gerente.

–¿Lo has solucionado todo?

–Según Kevin todo va como la seda.

–¿Quién te dijo que pasaba algo? –preguntó Cryssie, mientras subían al Porsche.

–Recibí un anónimo en el correo.

–¿Un anónimo?

–Por eso quería venir sin avisar a Kevin. Pero aunque le he hecho muchas preguntas, supuestamente sin despertar sospechas, él me ha asegurado que todo va perfectamente. Quizá el anónimo era de algún malicioso… o de alguien que ha sido despedido. Además, yo me fío de él. No es fácil encontrar gerentes como Kevin.

–Nadie es indispensable. Si tuvieras que contratar a otro, seguro que lo encontrarías.

–¿Por qué dices eso?

–Pues… he estado dando una vuelta por el hotel y, sin querer, he escuchado cierta conversación.

–¿Qué conversación?

–Había dos chicas, dos camareras, hablando en el pasillo…

–¿Y?

–Me parece que tienes un problema de verdad, Jed. Por lo visto, tu maravilloso Kevin tiene una aventura con la mujer de Max. Ella también trabaja en el hotel, ¿no? Como camarera.

–Sí, creo que sí.

–Pues el pobre Max no tiene ni idea… pero los demás empleados se han enterado de todo. Por lo visto, la mujer de Max se porta como si fuera una princesa. Kevin le da más días libres que a las demás y la trata como si fuera la jefa. Naturalmente, el resto de las empleadas están celosas.

Lo que Cryssie no le contó fue que las empleadas lo culpaban a él, Jeremy Hunter, por no prestarle atención personal al negocio.

–No me lo puedo creer… ¡pero si Kevin está casado y tiene cuatro hijos! –exclamó Jed–. Pensé que podía confiar en él, pero veo que estaba equivocado.

Luego condujo en silencio durante largo rato, perdido en sus pensamientos.

–Menudo lío –murmuró después–. No quiero perder a Kevin, pero tampoco quiero que se vaya Max. Es un cocinero excelente y los clientes dicen maravillas de él cuando se van del hotel. Todo iba tan bien… o eso creía yo. ¿Quién dijo que el infierno eran los otros?

–No sé quién lo dijo, pero tenía razón –sonrió Cryssie.

«Sí, Jeremy Hunter, el infierno son los otros».

Y si les preguntase a los empleados del hotel, todos lo señalarían a él.

Después de dejar a Cryssie en casa, Jed se dirigió a Shepherd’s Keep, la mansión de sus padres. No sabía cómo iba a solucionar el problema… menudo idiota era Kevin. ¿Y cómo reaccionaría Max cuando supiera que su mujer lo engañaba con el gerente?

Mientras aparcaba el Porsche frente a la casa, dejó escapar un suspiro. Estaba enfadado y no le apetecía nada pasar el día con sus padres… quienes, naturalmente, querrían saber qué había estado haciendo todo el día. Le habría gustado más charlar con Cryssie, los dos solos.

La recordó cuando salía del probador, con aquel abrigo nuevo y las botas de tacón… estaba preciosa.

Jed sonrió para sí mismo. Al principio no entendió por qué se había quitado el abrigo antes de entrar en el hotel, pero debería haberlo adivinado enseguida. Él había hecho imposible que rechazara el regalo, pero cuándo y cómo lo llevase lo decidiría Cryssie y no él.