PEDRO Y LOS PÁJAROS

Cuando Pedro conoció a Mina, sus animales preferidos eran los perros. Al llegar Pong a vivir a casa de Mina, su deseo de tener un perro, un gato o un hámster creció y creció, pero sus papás se negaron a meter un animal en el departamento. Simplemente, no había espacio. Ni un centímetro. Además, estaba el asunto de la señora Benedicta, que era una casera muy estricta. Tanto que cuando el jardinero podaba las plantas salía con una regla para medir el tamaño del pasto. No, los papás de Pedro no querían saber nada de mascotas. Con sus hijos tenían más que suficiente trabajo.

La señora Maru se dio cuenta y una mañana, mientras los niños estaban en la escuela, tocó la puerta del departamento tres para ver si podía ayudar a Pedro en algo. Y sí pudo. Las señoras se pusieron de acuerdo y esa misma tarde la mamá de Pedro, la señora Tere, le dijo:

—Pedro, asómate a la ventana de tu cuarto.

—¿Por qué?

—Tú ve, ándale.

Pedro fue. Al asomarse vio un bebedero para colibrís, colgando a poca distancia de su mano. Estaba lleno de néctar artificial color rojo. Extendió el brazo. No alcanzó a tocarlo, pero casi. Pedro sintió que una puertita se le abría en el pecho, una puerta por la que podrían entrar los colibrís, las tórtolas, los gorriones, los mirlos. Era como si el bebedero fuera parte de su recámara. En ese mismo instante llegó un mirlo pardo, con el pecho y la cabeza rojos. Revoloteó alrededor del bebedero como diciendo “Dame permiso, quita la mano”.

Pedro metió la mano y el mirlo se posó en el borde del bebedero y hundió el pico en el néctar. Pedro le preguntó:

—¿Te gusta ese alimento?

El mirlo lo miró. Pedro tuvo la sensación de que entendía. Era la misma sensación de cuando miraba a Pong a los ojos. El pajarito tenía el pico cerrado porque ya había terminado de beber y no lo volvió a abrir hasta que, de pronto, comenzó a cantar. La pequeña garganta del pajarito vibraba y su gorjeo llenó los oídos y el corazón del niño. Llegaron gorriones, primaveras, una paloma, una tórtola. Volaban y cantaban y cuando Pedro, sin poder resistirlo, sacó la mano, sintió cómo pasaban cerca de sus dedos las plumas sedosas de sus alas. Él estaba tan contento que comenzó a reír. Y entonces escuchó la voz de su mamá que decía:

—¿Ves? Hay forma de estar cerca de los animales, sin necesidad de jaulas.

Las aves se alejaron. Pedro y su mamá se quedaron abrazados y felices.

Como Pedro dormía en la parte superior de la litera, desde allí veía el bebedero. Entonces le dio por hacer la tarea en su cama, ya no en casa de Mina. Luego bajaba a contarle acerca de las aves, o Mina subía a casa de su amigo y se asomaba por la ventana. Siempre había algún pájaro. Pedro los llegó a conocer a todos. Además de tener siempre lleno el bebedero, sacaba una rama de alpiste. Los pájaros venían a comer y poco a poco se acostumbraron a Pedro. Llegaron tórtolas, gorriones, colibrís —que no se alimentaban más que con néctar—, mirlos y pinzones. La señora Maru le regaló un libro de aves y Pedro se ponía feliz cada vez que identificaba una. Cuando ya picoteaban el alpiste sin miedo, Pedro se puso semillas en la palma de la mano. “A ver qué pasa”, se dijo. Cerró con seguro la puerta para que sus hermanos no fueran a entrar y espantaran a los pajaritos y se asomó a la ventana.

Llegaron los pájaros. Revolotearon alrededor de Pedro, buscando la rama de alpiste. El extendió la mano y les mostró las semillas, pero a los pájaros les dio miedo y aletearon cerca del bebedero. Solo uno, el mirlo que había llegado el primer día, se atrevió y ¡se posó en la mano de Pedro!

—Piru piru piri —cantó.

Pedro no se atrevía ni a respirar. Sentía el peso del pajarito en la mano, su pico entre las semillas de alpiste.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Pedro.

—Piru pirri piri piri.

Al otro día Pedro se echó el alpiste en la cabeza. El pajarito se posó sobre ella y empezó a comer. Pedro se reía porque el pico del mirlo se sentía como un lápiz que le picoteaba el cráneo. Y así al día siguiente. Pedro buscó fotos de aves en internet y averiguó sus nombres. El tercer día, cuando el mirlo se le acercó y se puso a cantar, Pedro decidió llamarlo Mirlo. No era un nombre muy original, pero le quedaba muy bien. El ave se convirtió en una especie de mascota. Una mascota secreta, como Pong. A veces se posaba en la mano de Pedro, otras en su cabeza, pero llegaba todas las tardes a comer acompañado por pajaritos de distintas especies. La señora Tere no sabía por qué su hijo andaba con el pelo lleno de alpiste; cuando preguntaba, Pedro se encogía de hombros. Mirlo era muy tímido y cuando Mina subía a ver a los pájaros no se acercaba.

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Los amigos se reunían en la ventana. Pasaban ratos muy divertidos dando de comer a los pajaritos que acudían al bebedero antes de hacer la tarea o jugar con Pong. Mina estaba encantada con tantos animales.

En cambio, esos días fueron un poco difíciles para Pedro, ya que por las tardes tenía que entrenar con Mina y eso no le gustaba nada. La cosa es que el maestro de deportes había dividido al grupo en dos equipos para jugar futbol: los Camaleones y los Pingüinos. Pedro quedó del lado de los Camaleones y Mina y Pepita del lado de los Pingüinos. A Pedro no le gustaba jugar contra Mina, la prefería de su lado. Mina decidió ayudarlo con un poco de práctica por las tardes.

Para empeorar las cosas, Pepita lo molestaba con más enjundia de la acostumbrada cuando iba a visitar a Mina. Le gritaba “panzón” y “ballenita”, mientras los otros dos entrenaban. Una tarde se puso a jugar con ellos y le propinó tres balonazos. Uno en el trasero, otro en la espalda y el tercero en la panza. Pedro estaba furioso:

—¡Ya deja de faulearme!

—Es mi deber. Soy delantera de los Pingüinos. Además, no se dice “faulear”. Se dice “balonear” —respondió Pepita, mirándose las uñas.

—Esa palabra no existe —intervino Mina.

—¿No? ¿Y qué es esto? —¡pac!, Pepita pateó el balón y ¡zaz!, este dio contra la frente de Pedro.

—¡Es faulear!

—Es “cabecear”, niño tonto. —dijo Pepita burlonamente.

Pedro se quedó con la boca abierta. Mina le puso la mano en la espalda y le dijo al oído:

—No le hagas caso. Vamos a la casa. A ver si mi mamá hace galletas.

Una tarde Pepita le pidió a Pedro que jugaran en el subibaja. A Pedro se le hizo raro, pero como Mina estaba en los columpios, aceptó. Pepita, muy sonriente, le dijo:

—Gracias por subirte conmigo.

Pedro se encogió de hombros y se sentó en su extremo. Subieron y bajaron, subieron y bajaron y a la tercera, mientras Pedro estaba arriba, Pepita exclamó:

—¡Ya me aburrí! —y se bajó sin equilibrar el subibaja. Pedro se dio un sentón horroroso.

—¡Aaaaaaaaah! —gritó, mientras se frotaba el adolorido trasero.

—¡Jaaaaa Jaaaaaa! —rio Pepita como una bruja.

Mina corrió a ver qué pasaba y tomó a Pedro del brazo:

—¿Qué pasó? ¿Por qué estás pálido?

—Me dejó caer —dijo Pedro.

—¡Pepita! ¡No seas grosera! —exclamó Mina—. No se vale. Confió en ti y tú lo dejas caer. Qué horrible. Qué malvada.

—Oye, tú, no seas cursi y tonta —respondió Pepita.

Pedro, fastidiado, le dijo a Mina:

—Me voy a mi casa. Luego nos vemos.

Desde ese día las bromas de Pepita se tornaron insoportables: una tarde, le metió a Pedro en la camisa un hielo que sacó del refri; otra, modeló una caca de plastilina y se la puso sobre el cuaderno. Pedro estaba harto. Mina intervino. Una tarde, mientras las dos veían la televisión, Mina dijo:

—Pepita, te quiero decir una cosa, pero no te vayas a enojar. Pedro también es mi amigo y siento horrible cuando eres grosera con él. ¿Qué te ha hecho?

—Ser un gordo matado. Por eso me cae tan mal, por matado y ñoño —respondió Pepita y se puso a hacer bombas de chicle. Masticaba chicle como una rumiante. En la escuela estaba prohibido.

Mina, que sabía que Pedro no tenía un pelo de ñoño, había respondido:

—No lo conoces bien. No hables así de él.

Pepita gritó:

—¿Lo prefieres? ¡Qué mal! ¡Tú y yo somos amigas desde kínder!

—¿Por qué tengo que escoger? Quiero ser amiga de los dos.

Pepita sintió que se le torcía el hígado. Resopló y ¡paf!, se reventó la bomba que estaba haciendo. El chicle se le pegó en el pelo y la nariz. Pasaron el resto de la tarde quitándoselo a Pepita mientras miraban la tele de reojo. Mina estaba aburrida, Pepita estaba muerta de celos y llena de chicle: el único momento en el que sonrió fue cuando la señora Maru pasó cerca del sofá y se sentó un rato a platicar.

A las siete sonó el teléfono. Era la mamá de Pepita, quien la esperaba abajo en el coche. Nunca subía a saludar. Mina la había visto pocas veces en la vida. Pensaba que era guapa, amable y distraída. Ni siquiera se sabía bien el nombre de Mina: siempre le decía “Nina”.

—Adiós, Marcelina —dijo Pepita, con cara seria y todavía rastros de chicle en el pelo.

—¿No quieres que baje contigo? —preguntó Mina, pero ya Pepita cerraba la puerta detrás de ella.

Pasaron unos días en los que Pedro y Mina entrenaron muy a gusto y sin que Pepita se apareciera por casa de Mina. Ella se dio cuenta de que estaba más contenta cuando Pepita no iba de visita y eso la puso triste, aunque, la verdad, se le olvidaba cuando ella y Pedro jugaban con los pájaros o con Pong. Además, Pedro había mejorado su futbol.

Pero una tarde la mamá de Pepita llamó y pidió permiso para llevar a la niña un rato. La señora Maru dijo que sí, y Pepita llegó con un pastel de chocolate, el favorito de Mina.

Las niñas estaban en la sala platicando cuando alguien tocó la puerta. Era Pedro. Mina le abrió y Pedro entró en la sala:

—Hola, Pepita —dijo.

A Pepita se le borró la sonrisa. Puso cara de mala. Miró a Pedro, frunció la boca y le señaló la cabeza:

—¡Qué asco! ¡Tienes caca de pájaro en el pelo!

Era verdad. Pedro había pasado un rato conversando con los pájaros. Una especie de pasta blanca y verde le manchaba la cabeza. Como rayo entró en el baño y se lavó el copete, mientras Pepita le decía a Mina:

—Marcelina, te lo digo en serio: no sé cómo puedes ser amiga de un niño que trae la cabeza llena de caca de pájaro. Fúchila. A ver si te consigues amigos más limpios.

Pedro la alcanzó a oír y le dieron ganas de llorar, pero se aguantó y disimuló. Decidió que no le diría nada a Pepita sobre Mirlo, ni sobre el bebedero. Nada de nada, nunca.

—Pedro es muy limpio. ¿Tú nunca has pisado caca de perro o te ha caído caca de pájaro? Porque a mí me han pasado las dos cosas. Bueno, no. No pisé caca de perro, pero pisé un chicle y anduve toda la tarde con el zapato pegajoso, que es casi lo mismo. Y un día en el parque una paloma me manchó el suéter y lo tuvimos que lavar llegando a la casa —dijo Mina.

Pedro entró en el cuarto y Pepita le sonrió burlonamente:

—¿Ya te lavaste? ¡Ja!

Pedro, sin responderle, miró a Mina y dijo:

—Voy a mi casa. Luego nos vemos.

—¿No quieres pastel? —preguntó, hipócrita, Pepita.

Pedro la miró en silencio y salió del departamento dos antes de que Mina pudiera decirle nada. Subió a su casa y se encerró en su cuarto. Estaba muy enojado.

Al rato llegó Mirlo y se posó en la ventana:

—¿Pirri piri piriii?

Pedro lo miró. ¿Le había preguntado si estaba triste?

—Prométeme que nunca más te vas a hacer mientras estés parado sobre mi cabeza —dijo Pedro.

—¡Poooo! ¿Po? ¿Pi?

Mirlo voló a la cabeza de Pedro, lo cual resultó un poco raro, pues Pedro no se había puesto el alpiste. Allí se quedó. Pedro se puso a trabajar en la tarea con Mirlo en la cabeza. Estaba feliz, a pesar de Pepita. Cuando uno de sus hermanos tocó la puerta y dijo: “Es hora de comer, enano”, Mirlo salió volando por la ventana. Pedro se dijo a sí mismo: “Esto casi es mejor que jugar con Pong”.

En la tarde, mientras se entretenían con el hámster, Pedro le contó a Mina acerca de Mirlo. En ese momento, Pong comenzó a saltar. Pedro metió la mano en la jaula y Pong subió por su brazo y se sentó exactamente donde Mirlo se había posado.

—¡Mira! ¡Es como si entendiera! ¡Deja que le cuente a Pepita!

Al oír el nombre “Pepita”, Pong abrió mucho los ojos, bajó de la cabeza de Pedro y corrió a su jaula. Allí se metió debajo de la camita.

—¿Pong? —preguntó Mina—. ¿Qué pasó?

—Le tiene miedo a Pepita —dijo Pedro.

Pong hizo “iii iii iii”.

Mina se puso seria. Pedro le dijo:

—No le cuentes nada a Pepita de Mirlo, ni le digas que Pong hizo esto. No quiero que me diga mentiroso o que le haga algo a Mirlo. O a Pong.

—¿Cómo crees que le haría algo a Mirlo? Es un poco sangrona a veces, pero no es mala. Sabe que quiero muchísimo a Pong —respondió Mina.

Pero al día siguiente, a la hora del recreo, Mina se enteró de que Pepita era capaz de ser malvada con los animales.

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El patio de recreo del Instituto Héroes de la Constitución era muy grande y tenía una parcela en la que algunos grupos cultivaban frijoles, tomates y otras verduras para la clase de Ciencias Naturales.

Esa mañana, cuando Pedro y Mina pasaban por allí comiéndose su torta, se dieron cuenta de que Pepita estaba muy ocupada cerca de la parcela, rodeada por un pequeño grupo de niñas que gritaban y hacían caras de asco.

Se acercaron a ver y descubrieron a Pepita echándoles chamoy en polvo a unas pobres lombrices, que se retorcían, y las Maléficas las pisaban.

—¡Pepita! ¿Qué haces? —preguntó Mina.

—Mira nada más qué asco —respondió Pepita con una sonrisa—. Estoy exterminando a las lombrices. Les echo chamoy y se mueren. Ja.

—¿Por qué? Las lombrices son necesarias para que crezcan las plantas, eres una tonta y una malvada —exclamó Pedro, furioso.

Una de las amigas de Pepita, Bárbara, lo remedó:

—¡Ay!, pobrecitas lombrices, te han de gustar tanto que hasta te las has de comer. Ya sabemos que eres un cochino que anda por todas partes con caca de pájaro en el pelo y de perro en el tenis.

—¿Yo? —preguntó Pedro, sorprendido.

—Yo les dije. Y qué. Eres un cochino. ¿Qué no estabas el otro día con el pelo todo lleno de caca de pájaro? Y ayer pasé junto a ti y olías a caca de perro, seguro la pisaste en la calle —mintió Pepita.

—Lo del pelo sí es cierto. ¡Fue un accidente! Pero lo de ayer es mentira. ¡Mentirosa! —gritó Pedro.

Mientras, Mina miraba a Pepita con la boca abierta. No lo podía creer.

Pepita le devolvió la mirada y le dijo:

—Oye, búscate un novio más presentable. Menos tonto y cochino. Un niño que sea mejor deportista, no este panzón. Vas a ver cómo tu Pedrito hace el ridículo en el partido que vamos a jugar contra los Camaleones a fin de mes. Yo me encargo de eso, van a ver.

Mina le tomó la mano a Pedro y dijo:

—Pedro es mi mejor amigo, no es mi novio. Estamos muy chicos para ser novios. Y tú no pareces mi amiga, porque dices cosas horribles. No seas así.

Bárbara canturreó:

—No seas así, no seas así, ¡ay!, pobre de mí, ¡aaay! ¡aaay! Eeeh, los novios cochinos, Mina y Pedro. —y todo lo decía mirando a Pepita, a ver si ella aprobaba su crueldad. Dos gestos cruzaron rápidamente la cara de Pepita: primero, vergüenza y luego, una sonrisa fingida:

—Mina, si te importa más una lombriz que ser mi amiga, ¡mira lo que soy capaz de hacer! —dijo y aplastó de un zapatazo a las lombrices que quedaban.

Pedro y Mina se quedaron helados. Pepita parecía una mala de película. Aunque era una niña muy guapa, Pedro le vio cara de bruja. Todavía tomados de la mano, se dieron la vuelta y se alejaron, dejándola rodeada por las Maléficas.

Esa tarde ni Pedro se asomó a la ventana ni Mina jugó con Pong. Después de hacer la tarea se pusieron a ver la tele, aunque ninguno de los dos le prestaba la menor atención. Pensaban en Pepita y sentían horrible.