Capítulo 8

 

 

 

 

 

EL INFORME reveló que su verdadero nombre era Jane Cooper. La única hija de Scott y Tess Cooper, dos adolescentes de diecisiete años que se habían fugado de su ciudad natal en Tasmania para vivir juntos en Hobart y que nunca volvieron a ser aceptados por sus familias. Un magistrado les permitió casarse cuando Tess se quedó embarazada a los dieciocho.

Jane nació en Hobart pero la familia pronto se trasladó a Keats Ridge, al oeste de Tasmania. Allí su padre trabajó durante varios años en la construcción de una presa cercana. Una vez que la presa estuvo terminada las posibilidades de empleo desaparecieron y Keats Ridge se convirtió casi en un pueblo fantasma. La familia se mantuvo gracias a la Seguridad Social hasta que Jane cumplió los once años.

Charles frunció el ceño al leer eso. ¿Por qué aquel hombre no se mudó a algún sitio donde hubiera trabajo? ¿Qué era lo que le pasaba? ¿Es que no tenía agallas, o metas, o sentido común?

Al parecer no.

Charles volvió a centrar su atención en el informe y siguió leyendo.

La madre de Jane nunca había trabajado, salvo un escaso periodo de tiempo en una tetería local. Aunque el investigador no había logrado fotografías de ella, la gente del lugar decía que Tess Cooper era una mujer muy hermosa con una estupenda melena rubia y un cuerpo de escándalo. Decían que Jane era la viva imagen de su madre.

Jane fue a la escuela de primaria local y luego al instituto, donde su asistencia fue mínima. Pasó la escuela pero nunca terminó el instituto. Su madre murió de cáncer de pulmón cuando ella tenía diecisiete años. La gente del lugar decía que Tess Cooper estuvo enferma durante años. Existía el rumor de que el cáncer se había iniciado en otra parte pero que luego se había extendido a los pulmones, donde había sido terminal. Se decía que, hacia el final de la enfermedad, Jane había dejado de ir a clase definitivamente para cuidar de su madre, que murió a la edad de treinta y cinco años. Scott Cooper, también según la gente del lugar, había sido una carga para su familia y se había pasado los años bebiendo en el único hotel del pueblo que funcionaba.

Tras la muerte de su madre, Jane se fue a Launceston, donde trabajó en una tienda de comida rápida. A los dieciocho se mudó a tierra firme y encontró trabajo como asistenta en un hotel de Melbourne. Poco después se cambió el nombre por el de Dominique y comenzó a ir a la escuela nocturna, haciendo cursos de secretariado e informática para empezar, y luego consiguiendo varios diplomas en ventas y marketing.

Durante los seis años siguientes trabajó por su cuenta en el negocio de la hostelería, ejerciendo de relaciones públicas en varios hoteles de Melbourne antes de conseguir trabajo como asistente personal de Jonathon Hall a los veintiséis años. Ese trabajo le había durado dos años.

Charles no necesitaba leer lo que le había ocurrido al mudarse a Sidney. Esa parte ya se la sabía.

Los detalles reales sobre la infancia y la vida laboral de Dominique iban seguidos por las transcripciones de las conversaciones grabadas con algunas de las personas de su pasado, diez en total. Charles no tenía tiempo de escuchar las cintas en ese momento, Dominique había dicho que la cena estaría lista en una hora, así que echó un vistazo a las transcripciones.

Las tres primeras conversaciones eran con tres mujeres que habían trabajado en los mismos hoteles que Dominique, en su periodo de recepcionista. Las tres la describían como una chica lista y ambiciosa con un único objetivo en la vida: hacerse rica. Hablaban de cómo flirteaba con los huéspedes más ricos de los hoteles y de cómo probablemente se acostaba con ellos. Aunque luego admitían que eso eran suposiciones suyas. No tenían pruebas reales. Sí, Dominique había tenido novios durante aquel tiempo e incluso proporcionaban algunos nombres.

Cuatro de ellos también habían sido entrevistados por el investigador. Todos eran chicos de clase trabajadora, más jóvenes que Dominique. Todos admitían que habían estado locos por ella y se habían acostado con ella.

Uno de ellos había dicho:

–Era el amor lo que no le gustaba. El día después de que le dijera que la quería rompió conmigo y dijo que yo iba demasiado en serio. Dijo que lo sentía, que yo le gustaba mucho pero que no quería casarse conmigo.

Charles meneó la cabeza consternado al leer aquello. El pasado de Dominique había despertado cierta compasión en él. ¿Pero cómo podía perdonar a alguien que usaba a los chicos jóvenes de aquella manera? Era evidente que no eran más que material de prueba para conseguir ser buena en la cama. Se quedó alucinado al leer que ninguno de sus supuestos novios le deseaba nada malo. Los cuatro decían que le deseaban lo mejor.

Sus compañeras, sin embargo, no tenían ninguna compasión por ella. Las tres la consideraban una mercenaria con un solo objetivo en la vida, y que no hacía otra cosa más que intentar conseguirlo. Todas le deseaban lo peor.

Hasta que Charles no leyó la primera de las entrevistas con una de sus antiguas compañeras de piso en Melbourne, Sandie, no se dio cuenta de que los celos podían haber influido mucho en la opinión que tenían de Dominique. Mientras leía se dio cuenta de que era imposible separar la verdad de la pura malicia.

Charles dejó de leer en ese punto y decidió que, tal vez, escuchando la cinta podría deducir por el tono de esa tal Sandie lo que era verdad y lo que no. Una vez que encontró la cinta titulada Compañeras de piso de Dominique en Melbourne giró su silla, introdujo la cinta en el reproductor portátil que guardaba en la estantería detrás de su escritorio y pulsó el play. Se recostó en la silla y comenzó a escuchar.

No le llevó mucho tiempo descubrir que tenía razón. Todo era malintencionado. A Sandie le encantaba hurgar en la llaga. Especialmente disfrutaba contándole al investigador lo que Dominique supuestamente había dicho sobre que su próximo objetivo sería más viejo, menos guapo y más agradecido que Hall.

–¿Y qué ha ocurrido? –preguntaba ella en la entrevista–. ¿Ha seducido a algún viejo rico y asqueroso en Sidney y la familia está escandalizada?

Charles se sintió agradecido de que el investigador hubiese declinado contestar.

La segunda compañera, llamada Tricia, era incluso peor. Sus comentarios eran feroces.

–Claro, las mujeres como ella tienen hielo en las venas, no sangre. Nunca he conocido a alguien más falso que Dominique Cooper. Sólo hay que ver su pelo y sus pechos para saber eso. Era una falsa increíble.

Charles puso cara de dolor, aunque no porque alguna de esas acusaciones fuera cierta. Aparte de su conocimiento intimo y personal sobre el asunto, se deducía por el informe que Dominique había heredado esa belleza de su madre. Era una cuestión de genes y no de cirugía.

A pesar de eso no podía olvidar que mucho de lo que habían dicho las dos compañeras de piso probablemente sería cierto, y eso lo disgustó aún más.

–Tomó un montón de cursos, ya sabe –decía Tricia–. Cualquier cosa que la hiciera más interesante para los hombres. Arte, cata de vinos e incluso cursos de cocina. Cuando le pregunté por qué hacía un curso de cocina se rió y me dijo que, si el sexo fallaba, tendría que conquistar a los hombres por el estómago. Quizá debería haber empleado la cocina con Jonathon, porque es evidente que el sexo con él falló. Al final la plantó, ¿verdad? He de confesar que no ha habido nada que me hiciera más feliz en toda mi vida.

Sólo una de las compañeras resultó tener opiniones más objetivas. No era tan tajante. Era menos condenatoria y más comprensiva. Se trataba de Claudia, la prima de Rico.

–Hay que comprender –decía Claudia en la entrevista– que Dominique era una persona herida. Una noche me confió que nadie que no hubiese vivido su vida podría entender su actitud con el dinero. No es sólo que hubiese sido pobre de niña. También había algo sobre la muerte de su madre que la afectó en gran medida y que insinuó, pero no lo explicó. Deduje que su madre había estado enferma durante largo tiempo antes de morir. Creo que Dominique nunca lo superó.

Charles estaba seguro de que ése era el caso. La muerte de su propia madre también había sido muy trágica y lo había afectado mucho. Podía imaginarse que cuidar de una madre enferma terminal durante tantos años y en malas circunstancias económicas podía trastornar a una chica joven. Quizá Dominique hubiera pensado que el dinero habría salvado a su madre. Y probablemente habría sido así.

–Creo que, en realidad, era una chica muy triste –continuaba Claudia–. A mí me daba pena. No es una mala persona. La verdad es que me caía bastante bien, pero las demás compañeras de piso la odiaban. No eran más que unas celosas. Quiero decir que Dominique es despampanante. Todos sus novios intentaban volver con ella. No es que ella hiciera nada por animarlos. No le gustaba mucho flirtear. Pero, seamos sinceros, sólo con entrar en una habitación todos los hombres se quedaban con la boca abierta. Supongo que era por su cuerpo. También por su pelo, sus ojos, sus labios, sus piernas, su piel. Podría seguir, pero supongo que sabe usted lo que quiero decir. No me da mucha pena ese hombre con el que se ha casado. Por lo que deduzco será un rico obsceno y no muy joven. Probablemente quería una esposa de exposición a su lado y ese cuerpazo en su cama. Rico me dijo que se había casado con ella en nada de tiempo, así que ¿qué esperaba? Debería haberla conocido un poco más primero. Pero, la verdad, no quería llegar a conocerla, ¿verdad? Sólo quería acostarse con ella.

Charles se encogió al escuchar ese comentario tan brutal. Porque era en parte verdad. No se había molestado en llegar a conocer a Dominique. No había indagado en su pasado. Quizá, en su inconsciente, no había querido saberlo. Había elegido mantener las cosas de forma superficial. Se había engañado a sí mismo más de lo que ella lo había hecho.

–Ella consiguió lo que quería y él también –decía Claudia con una franqueza brutal–. Me parece un intercambio justo. Casarse por amor no es tan fácil. Lo sé, lo he intentado y salió mal. Oiga, espero que Dominique no vaya a oír nada de esto. Rico dijo que no lo haría. No me gustaría que pensara que no me caía bien, porque no era así. Me hubiera gustado llegar a ser amiga suya, pero ella nunca dejaba que nadie se acercara tanto. Creo que le daba miedo el amor. Sí, estoy segura de eso.

«¡Eso es!», pensó Charles poniéndose en pie de un salto. «Eso lo explica todo». Le daba miedo enamorarse. Le daba miedo enamorarse de él.

Pero sí que lo amaba. ¿Por qué si no iba a haber ido llorando al baño hacía un rato? ¿Por qué si no iba a preocuparse por quererlo demasiado?

Quizá él había suavizado sus miedos haciendo el amor con ella tiernamente primero en la ducha y luego en la cama. Después ella se había quedado mucho más tranquila.

–Dime que me quieres –había murmurado ella mientras lo miraba.

Charles se alegraba entonces de haber dicho que sí, aunque en ese momento sus motivaciones no estuvieran del todo claras. En ese momento aún no había tenido claro si iba a seguir adelante con eso o no.

Ahora sí sabía lo que iba a hacer.

Charles le dio al stop y rebobinó. Estaba metiendo el informe y las cintas en el sobre de nuevo cuando oyó las pisadas de Dominique, que se acercaba al estudio. Tuvo tiempo de guardar el sobre dentro de un cajón antes de que ella asomara la cabeza por la puerta.

–¿Puedo entrar o aún no has acabado?

Charles intentó actuar con normalidad y no como si en realidad la estuviese viendo por primera vez.

–Ya he terminado –dijo.

–¿Y…? –preguntó ella. Abrió la puerta del todo y entró.

Charles trató de no mirar. Ella llevaba el pelo recogido en una coleta y un chándal azul claro. No llevaba maquillaje, sólo algo de pintalabios rosa. Parecía fresca, joven y muy guapa. Todas sus lágrimas habían desaparecido y se habían convertido en una sonrisa cálida y relajada.

–Retiro eso –se apresuró a decir–. No quiero saber nada sobre ese informe hasta que tú no quieras contármelo. ¿Te llamó Rico? No he oído el teléfono.

–No. Aún no.

–Entonces, ¿por qué no lo llamas tú y acabas con esto? Lo último que quiero es que nos interrumpa en mitad de nuestra velada.

–¿Cuánto queda para la cena?

–Unos diez minutos.

–¿Y qué tipo de delicias voy a degustar? –preguntó él.

–Risotto de pollo con champiñones seguido de tarta de queso con fruta de la pasión, que encontré en el congelador. Todo acompañado por un Chardonnay Margaret River que tenías oculto en el fondo del frigorífico. Sé que prefieres el tinto, pero no se puede tomar tinto con el risotto, Charles. Te lo prohíbo.

Charles intentó no pensar mal sobre sus habilidades con el vino y la comida, pero le resultaba difícil teniendo en cuenta lo que acababa de escuchar.

–Rico estaría de acuerdo contigo –dijo él.

–Rico, Rico –dijo ella irritada–. Nunca sabré qué es lo que ves en ese tipo.

–Rico tiene cosas que no imaginarías.

–¿Rico? No me hagas reír. Rico es una sombra, sin sustancia. Apuesto a que no sabe ni cocinar.

–Te equivocas, pero no pienso discutir contigo.

–No, por favor. Estoy demasiado feliz esta noche como para discutir con alguien. No te retrases. Es la hora y mi pobre estómago se lamenta. Te doy quince minutos como mucho.

–Estaré contigo en diez.

–Te tomo la palabra.

Salió de la habitación pero su perfume se quedó, al igual que el recuerdo de su sonrisa. Charles no podía negarle lo que había dicho de la felicidad. La verdad era que parecía muy feliz.

Quizá había decidido que ya no tenía miedo de amarlo. Le había dicho que lo amaba. Primero en la ducha y luego en la cama. Se lo había dicho una y otra vez.

Y él había hecho lo mismo. ¿Cómo no iba a hacerlo si su amor por ella crecía cada vez que hacían el amor? La verdad era que nunca había sido más feliz que cuando conoció a Dominique. ¿Qué más daban las fuerzas que habían hecho que se juntaran? ¿A quién le importaba si al principio iba detrás de su dinero? Estaba seguro de que sus prioridades habían cambiado, de que ella había cambiado.

Claro que Rico no se creería una palabra de eso. Lo llamaría «basura sentimental». Diría que lo había estafado de lo lindo.

Charles no quería escuchar los argumentos de Rico. Rico conocería la verdad sobre Dominique con el tiempo. Probablemente para su décimo aniversario de boda ya se lo creyese.

Mientras tanto evitaría cualquier tipo de discusión sobre Dominique. Dejaría que Rico pensara que la iba a mantener como su esposa hasta que pudiera sacarla de su vida. Sería mejor que tener que escuchar a su amigo diciéndole todo el tiempo que tenía que deshacerse de ella.

Charles alcanzó el teléfono y marcó el número de Rico. No hubo respuesta. Lo intentó con el móvil, y estaba a punto de colgar cuando Rico contestó arrastrando las palabras.

Oh, no. Rico sólo bebía de vez en cuando, cuando estaba triste por algo.

–Soy Charles –dijo Charles con un suspiro–. Ya veo que no has ganado en las carreras.

Rico se carcajeó.

–La verdad es que sí que gané.

–¿Y en qué sentido no ganaste?

–Digamos que la viuda alegre me arruinó el día.

–¿Cómo?

–Como siempre. Es tan sarcástica…

–¿Sabías que iba a estar allí? –preguntó. La vacilación de Rico al contestar confirmó lo que Charles ya sospechaba–. Lo sabías. Por eso fuiste. Estás colgado de ella, ¿verdad?

–No seas ridículo. No puedo soportarla. Tiene todo lo que odio en una mujer.

–Sí, lo sé –dijo Charles con amargura.

–¿Has leído el informe? –preguntó Rico de pronto.

–Sí.

–¿Y…?

–Es condenatorio.

Pues sí. ¿Qué vas a hacer al respecto?

–Nada. Por ahora.

–Sabía que dirías eso. Haz lo que quieras, Charles. Ya estás advertido. Sólo recuerda que la venganza es no es el mejor camino. Podría acabar haciéndote más daño aún.

–Me encanta que te preocupes. Y me encanta el informe. Perdona por explotar la otra noche. Hiciste bien en decírmelo.

De ese modo su matrimonio tenía una oportunidad de salvarse. Porque iba a esforzarse por conocer a Dominique, e iba a empezar contándole más cosas sobre él mismo. Iba a contarle cosas que no le había contado a nadie, ni siquiera a Rico. Así, algún día, cuando estuviese segura de su amor, quizá le contaría cosas sobre ella.

–Desearía que alguien me hubiese dicho lo mismo sobre Jasmine –murmuró Rico–. Antes de la maldita boda.

–No habrías hecho caso. Estabas embobado.

–Es un defecto que tengo. Me enamoro de las que no debo. No, olvida lo que he dicho. No me he enamorado de la viuda alegre. Sólo me gustaría…

–Meterte en sus bragas –concluyó Charles por él.

–No. No quiero que lleve bragas. No quiero que lleve nada –gimió Rico–. Olvida eso también. He estado bebiendo.

–Ya lo he notado. Espero que no vayas a tomar el coche más tarde.

–No juegues al hermano mayor conmigo, Charles. Puedo cuidar de mí mismo. Para tu información estoy en el bar del vestíbulo del Regency, al que te llevé la otra noche. He venido en taxi y no pienso marcharme hasta mañana por la mañana. Leanne estará aquí dentro de nada.

–¿Quién es Leanne?

–Una rubia muy agradable que conocí la otra noche. No muy distinta a tu Dominique. Sólo que ésta ya es rica. Todo lo que quiere es mi cuerpo. Lo cual no está mal.

Charles suspiró.

–Renée se equivocó la otra noche. El dinero es la causa de todos los problemas. Aunque el sexo lo sigue muy de cerca.

–Cierto. De otro modo no seguirías atado a esa mujer fingiendo que lo haces por venganza. Es patético. Espero que lo valga, tío, porque cada día que la mantengas a tu lado de ahora en adelante te va a costar. Las mujeres como ella nunca se cansan, y el juez con el que algún día tendrás que hablar se preguntará por qué no te libraste de ella una vez que tuviste el informe en tus manos. Perderás tu mejor arma si sigues viviendo con el enemigo. Lo sabes, ¿verdad?

–Es mi vida, Rico. Yo no te digo lo que has de hacer. Así que no me lo digas tú.

–De acuerdo. Muy bien. Sé un tonto entonces. Ya verás como no me importa –dijo, y colgó.

Charles puso cara de preocupación. ¿Estaba siendo un tonto? ¿Estaba Dominique estafándolo aún?

No. No. Se negaba a pensar eso. Ella lo quería y él la quería. Sólo era que no se conocían muy bien el uno al otro. Sólo eso.

Pero el tiempo remediaría eso. Empezando esa misma noche.