Capítulo 14

 

 

 

 

 

EL DÍA era malo y lluvioso y el sol no proporcionaba nada de calor. Pero el oeste de Tasmania era así en invierno. Dominique se abrochó el abrigo, abrió la puerta trasera del coche y sacó las flores que llevaba con ella. Rosas amarillas. Las preferidas de su madre.

Caminó por la tierra húmeda tratando de no mirar las lápidas caídas. Pero era difícil no darse cuenta del mal estado del cementerio de Keats Ridge. Aunque no había mucha diferencia con el pueblo, que estaba más abandonado de lo que ella recordaba.

Se dirigió al lugar donde sabía que estaba la tumba, temerosa de que el lugar de descanso de su madre ni siquiera tuviera una lápida. No había vuelto allí desde hacía diez años y no tenía ni idea de lo que habría hecho su padre después de marcharse ella.

No tenía ni idea de lo que había hecho en lo referente a la tumba de su madre, pero sabía lo que sí había hecho. Se había buscado un trabajo decente y una nueva mujer que le había dado otros dos hijos a los que ayudaba de buena gana. Eso era lo que había hecho.

Dominique aún luchaba por comprender esa parte del informe. ¿Por qué su padre no habría sido capaz de hacer eso por su madre, o por ella? ¿Por qué habría dejado que se las apañaran las dos solas mientras él se gastaba el poco dinero que tenía en alcohol?

Cualquiera que fuese la razón, seguiría siendo un misterio. Porque no pensaba ir a buscarlo para preguntarle a qué se debía tan milagrosa transformación, a pesar de que el pequeño pueblo en el que vivía estaba a menos de una hora de de camino. No sabría qué decirle. Lo había odiado durante demasiado tiempo como para confiar en sí misma para no ser brusca. No tenía sentido presentarse allí sólo por curiosidad. Iba a volver a tierra firme ese mismo día, y allí tendría el valor suficiente para llamar a Charles para ver cómo lo llevaba.

Hacía un mes que se había marchado. Parecía una eternidad. Había estado la mayor parte del tiempo en una casa de huéspedes de un pueblecito costero al oeste de Melbourne, un lugar que había visitado una vez y que le había parecido muy tranquilo.

Pero no había paz para los malvados, y Dominique se había pasado los días y las noches con remordimientos y arrepentimiento. Leer aquel informe y escuchar de boca de Rico el daño que le había causado a Charles le había hecho darse cuenta de lo inconsciente que había sido en los últimos diez años, desde que su madre había muerto. Había utilizado a la gente, quizá no con crueldad pero sí con egoísmo. Y sólo había tenido una meta. El dinero.

A pesar de que le hubiera gustado sumirse en la autocompasión de que su matrimonio había fracasado, le resultaba imposible. Era totalmente culpable de aquello de lo que Rico la había acusado. No había excusas, sólo razones. Y la principal razón yacía allí, en el cementerio.

Dominique se detuvo sorprendida, pues no encontró lo que tanto temía. No había ningún montículo destartalado cubierto de malas hierbas y con una cruz cutre que marcara el lugar, sino una tumba perfectamente conservada, cubierta con una losa de mármol gris y una lápida a juego.

Las palabras que había sobre la lápida le tocaron a Dominique el corazón.

 

Tess Cooper, amada esposa de Scott Cooper, amada madre de Jane Cooper. Una mujer hermosa. Descanse en paz.

 

Se arrodilló junto a la tumba y tocó con la mano el nombre de su madre. La culpabilidad la inundó al darse cuenta de que era la primera vez que la visitaba desde el funeral. Tal día como ése, hacía diez años, su madre había sido enterrada. Diez años y no había regresado. Ni una vez.

–Oh, mamá –se lamentó–. Perdóname.

Aunque alguien la había visitado hacía no mucho. Había algunas flores secas que indicaban que había venido alguien en algún momento.

–Perdóname –volvió a decir. Las lágrimas le inundaron los ojos mientras retiraba las flores muertas y las sustituía por las suyas.

–Esperaba encontrarte hoy aquí.

Dominique se puso en pie de un brinco y se dio la vuelta.

–¡Charles! –exclamó limpiándose las lágrimas con las manos para ver al hombre que amaba. Santo cielo. Estaba muy delgado y cansado. Aparentaba cada uno de sus cuarenta años–. ¿Pero cómo…?

–No preguntes –la interrumpió él con voz temblorosa por la emoción–. No discutas. Sólo vuelve a casa.

–¿Volver a casa? –repitió ella, paralizada. Había hecho todo ese trayecto para buscarla. Debía de amarla realmente si aún quería que regresara–. Pero…

–Nada de «peros» –dijo él–. Cuando me casé contigo me casé para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe. Ese informe fue lo malo, pero no me voy a divorciar de ti, Dominique. Te quiero. Siempre te querré. Si tú me quieres, entonces volverás a casa conmigo. Hoy. Porque no podré soportar otro día sin ti. Y Rusty tampoco. No podemos soportarlo un día más, cariño. Te necesitamos. Vuelve a casa conmigo. Pero primero… ven aquí –dijo él, y le tendió la mano.

Ella rompió a llorar y se echó a sus brazos.

Charles la abrazó con fuerza y la mantuvo así hasta que no le quedaban fuerzas para seguir llorando.

–No más lágrimas –ordenó–. Vamos a regresar juntos y ser felices en nuestra casa feliz. Sí que he comprado la casa. Ésa fue mi intención desde el principio. Rico se arrepiente de haber insinuado lo contrario. No tuve intención de vengarme desde después de la primera noche. Ésa es la verdad. Firmé el contrato la semana pasada y ya he trasladado los muebles del ático. Rusty estuvo encantada de volver a su casa hasta que descubrió que tú no estabas. Entonces dejó de comer.

–Parece que tú también has dejado de comer, Charles.

–Necesito que cocines para mí –dijo él con una sonrisa.

–¿Quién está cuidando de Rusty mientras tú estás aquí?

–Rico se ofreció voluntario. Pobre hombre. Renée ya no le habla. Lo culpa por arruinar nuestro matrimonio. Las noches de póquer de los viernes han estado muy tranquilas y aburridas. No me daba cuenta de lo divertidas que eran las disputas entre Rico y Renée hasta que cesaron. Entonces…

–¿Jane? ¿Jane, eres tú?

Dominique giró la cabeza, aún entre los brazos de Charles, y volvió a girarla de nuevo al confirmar con los ojos lo que sus oídos ya le habían advertido.

–¿Eres tú? –dijo su padre–. Dios mío, había olvidado lo mucho que te pareces a Tess.

Dominique se quedó ahí de pie mirándolo. Tenía buen aspecto. La verdad es que tenía un aspecto increíble a pesar de su pelo gris y unos kilos de más. Tampoco era tan viejo. Sólo tenía dieciocho años cuando ella nació. O sea que tenía cuarenta y seis. No mucho mayor que Charles.

Primero lo miró a la cara y luego vio el ramo de rosas amarillas que llevaba consigo.

–¿Entonces eras tú el que ha estado viniendo? –preguntó ella con incredulidad.

El hombre asintió con la cabeza y se acercó para poner los dos ramos juntos.

–Vengo cada dos meses, más o menos –dijo–. Me aseguro de que todo esté bien para ella. Ya sabes que a ella le gustaba que todo estuviese bien.

Dominique lo recordaba. Su madre era muy particular, tanto con su persona como con su casa. Lástima que su casa hubiese sido sólo una choza.

–¿Cómo te atreves a venir aquí? –preguntó ella–. De todos los días, hoy. ¿Cómo puedes ponerte frente a su tumba después de lo que hiciste?

Sintió cómo Charles le apretaba el brazo.

–¿Recuerdas lo que decías en tu carta? –preguntó Charles–. ¿Eso de que las personas hacen las cosas pro alguna razón? Deja que se explique. Merece eso, al menos.

–Gracias –dijo el padre–. Se lo agradezco. ¿Y usted es…?

–Soy Charles Brandon. Soy el marido de Dominique.

–¿Dominique? Pero…

–Me cambié el nombre tras marcharme de aquí –dijo ella con rapidez. Su padre asintió lenta y tristemente.

–Lo comprendo. Querías olvidar. No te culpo. Yo también quería.

–Pareces haberlo conseguido. Una nueva mujer. Dos nuevos hijos.

–¿Lo sabes? –dijo su padre desconcertado.

–Lo sé todo. También sé de tu nuevo y fantástico trabajo. Así que dime, papá, ¿cómo lo conseguiste, teniendo en cuenta que cuando te dejé aquí el día del funeral de mamá no eras más que un patético borracho sin orgullo ni agallas?

–Por el amor de Dios, Dominique –dijo Charles.

–No –dijo el padre–. Tiene todo el derecho a sentirse así. Me había convertido exactamente en lo que ella dice. Un borracho patético. No pude soportar la enfermedad de su madre ni sus miedos. Nunca debí prometerle lo que le prometí. Fue una debilidad, pero yo era débil en lo que concernía a Tess. La quería demasiado como para negarle ningún deseo, y más después de perder mi empleo. Me sentía inútil. Beber era el camino fácil y lo tomé. Lo tomé y dejé que mi mujer llevara la carga que debía haber sido mía.

–Eso no tiene ningún sentido –dijo Dominique impacientemente–. ¿De qué deseos hablas? ¿De qué miedos? Mamá era muy valiente cuando se estaba muriendo. Más valiente de lo que yo seré jamás. Y mucho, mucho más valiente que tú.

–Sí. Era valiente. Pero era una valentía innecesaria.

–¿Perdón? Si la hubieras llevado a algún médico en condiciones no habría muerto.

–¿Te crees que no quería hacerlo? Le rogué que fuera al médico, pero se negó. No pensaba ir al médico. No después de la experiencia que tuvo estando embarazada de ti.

–¿Qué tipo de experiencia?

–Dijo que el médico que la atendía durante su embarazo la tocaba de forma indebida cada vez que la examinaba. No me dijo nada hasta después de tenerte a ti. Cuando me lo dijo lloró durante días. Después de eso empezó a tener miedo de muchas cosas. La ciudad, las multitudes, los hombres. Nos fuimos a vivir a Keats Ridge porque estaba apartado. Desafortunadamente algunos de sus miedos la siguieron. Su miedo a los hombres y a los médicos. A pesar de que el médico de allí era un buen hombre. Tú lo conocías, Jane. El doctor Wilson. Tess te llevaba a ti a verlo, pero ella nunca fue para sus propios problemas. Cuando comenzó a tener abortos le rogué que fuera a hacerse pruebas, pero se negó. Dijo que se pondría bien, y lo hizo durante algún tiempo, pero no volvió a quedarse embarazada nunca más. Más o menos cuando perdí mi trabajo, a ella le salió un bulto en el pecho. Dijo que no podía ser cáncer porque no le dolía. Pero no estaba bien. Poco después comenzó el dolor. Creo que, para entonces, el cáncer ya le había llegado a los huesos. Finalmente se le extendió a los pulmones y ése fue el principio del fin.

Dominique no podía creer lo que estaba oyendo.

–Pero mamá me dijo que sí había ido al médico. Me dijo que no había nada que pudieran hacer, que era demasiado tarde para operar. Cuando le pregunté por qué no la llevabas al hospital de Hobart a ver a un especialista en cáncer para una segunda opinión, me dijo que habías dicho que no nos lo podíamos permitir.

–¡Eso no es verdad! La habría llevado enseguida. Y no nos habría costado nada puesto que yo no tenía trabajo. Pero ella no habría ido. Ni siquiera quería dejar el pueblo para que yo pudiera encontrar trabajo. Su miedo al exterior y a los médicos era más grande que su miedo a la muerte.

–¡Eso es una locura!

–Sí, lo sé. Lo fue. Y casi me volví loco yo viendo cómo se moría. Pero tú no sabes cómo era cuando no estabas presente, el modo en que me rogaba que me quedara y que no hiciera nada. Al final yo no puede hacer mucho, como sabes. Conseguí algunas pastillas de morfina que le proporcionaron alivio para el dolor. Después de que ella muriera y tú te marcharas me tomé el resto de las pastillas y casi fui yo el que se muere. Pero no fue así porque el doctor Wilson me salvó y me asignó una trabajadora social como se hace en los intentos de suicidio. Era muy chica muy amable y comprensiva. Se llamaba Karen y me ayudó a poner mi vida en orden. Me fui a Holt Mountain, fui a Alcohólicos Anónimos, conseguí un trabajo y, dos años después de la muerte de Tess, Karen y yo nos casamos.

Dominique no supo qué decir. A pesar de que la historia de su padre había resuelto muchas dudas, aún no podía dejar de lado el odio con el que había crecido casi toda su vida.

–Que bien –dijo.

Los ojos de su padre delataron tristeza y ella comenzó a odiarse a sí misma por ello.

–Lo siento, Jane. Siento haber decepcionado a tu madre. Pero sobre todo siento haberte decepcionado a ti. Lo he pasado muy mal estos últimos diez años pensando lo triste que estabas en el funeral y lo mucho que me odiabas. Ahora veo que pensabas que toda la culpa era mía, que podía haberla salvado si hubiese sido más fuerte y la hubiese llevado a Hobart para que viese al médico. Y tienes razón. Eso es exactamente lo que debería haber hecho. Pero no lo hice y no puedo volver atrás. Lo hecho, hecho está. Lo único que puedo hacer ya por ella es venir aquí y asegurarme de que su tumba está como a ella le hubiera gustado que estuviese.

Cuando se acercó un poco a ella, Dominique se juntó más a Charles para advertirle a su padre que mantuviese la distancia.

Su padre movió la cabeza en actitud de derrota.

–No puedes imaginarte la de veces que he deseado encontrarte aquí. Verte aquí hoy, ver que estás viva y… –se detuvo con la voz temblorosa. Apretó los puños–. Significa mucho para mí, Jane. He estado muy preocupado por ti, aunque me atrevería a decir que ni siquiera me crees. Sé que no fui muy buen padre. Pero, si puedes encontrar en tu corazón la capacidad para perdonarme, yo… –se detuvo de nuevo y miró al suelo–. Oh, Dios.

Cómo ella acabó de pronto en sus brazos fue un misterio y un milagro. Quizá Charles la había empujado hacia él o quizá había ido ella sola empujada por la necesidad de perdonar a su padre y así perdonarse a sí misma por todas las cosas que había hecho durante su vida y que tanto lamentaba.

–Está bien, papá –susurró ella abrazándolo con fuerza. Ambos tenían mucho de lo que arrepentirse–. Te perdono. Está bien. Todo está bien.

Charles los observó con lágrimas en los ojos. Pero sus lágrimas eran lágrimas de alivio, no de disgusto. Porque lo que decía Dominique era la verdad. Todo estaba bien. Para ella, para su padre y para él mismo.

Todo estaba maravillosa e increíblemente bien.