CHARLES se dio la vuelta y apretó los puños.
–Mira, Rico, te lo advierto. Para de una vez por todas. El que Jasmine te tomara el pelo no significa que Dominique esté haciendo lo mismo conmigo. Mi mujer me quiere. Renée tiene razón. Estás celoso.
Las puertas del ascensor se abrieron al llegar a la planta baja y Charles le dirigió a Rico una última e inflexible mirada.
–Sugiero que te disculpes antes de salir del ascensor o puedes considerar nuestra amistad por finalizada –dijo con ira.
Rico parecía más preocupado que arrepentido.
–Lo siento, Charles. Lo siento más de lo que puedes imaginar. Pero no puedo dejar que te tomen por tonto. Y no puedo dejar que sigas adelante y que tengas un hijo con esa mujer. Tengo pruebas de lo que digo. Pruebas definitivas.
Charles echó la cabeza para atrás antes de que explotara toda su rabia.
–¿Pruebas? ¿Qué tipo de pruebas? –preguntó acalorado.
–Pruebas irrefutables.
–¿Como por ejemplo…?
–El tipo de pruebas que proporciona un buen investigador privado. Hechos y cifras. Conversaciones grabadas con sus antiguas compañeras de piso en Melbourne, gente con la que ha trabajado, hombres con los que se ha acostado. Puedes oírlas tú mismo cuando te plazca. Al igual que puedes leer un informe escrito. Tu mujer es una cazafortunas, Charles. No te andes con rodeos. Admitió abiertamente a sus compañeras de piso en Melbourne que su objetivo en la vida era casarse por dinero. Tú te convertiste en su objetivo después de que las cosas con su anterior candidato salieran mal y ella se viniera a Sidney.
Charles intentó tragar saliva pero tenía la garganta seca.
–Era su anterior jefe –continuó Rico sin piedad–. Jonathon Hall, un manager deportivo de éxito. Aunque no tan rico como exigía su estilo de vida, así que fue él el que acabó casándose por dinero. Al parecer Dominique se puso furiosa cuando él la plantó. Le dijo a una de sus amigas que la próxima vez no iría a por alguien con el atractivo y el encanto de Jonathon. Dijo que lo intentaría con alguien mayor que no se creyera un dios para las mujeres, alguien que estuviese muy agradecido porque una chica como ella lo hubiera mirado dos veces.
Charles quería gritar que nada de aquello era cierto. Dominique lo amaba.
Pero Rico continuó implacable con la revelación sobre la naturaleza de su adorada esposa.
–Dominique ni siquiera es su verdadero nombre. Es algo más simple, como «Joan» o «Jane». No recuerdo cuál. Se lo cambió por Dominique cuando llegó a Melbourne desde Tasmania a los diecinueve años. Lo que me recuerda que sus padres no murieron en accidente de tráfico como ella te dijo. Su madre murió de cáncer cuando ella tenía dieciocho y su padre aún sigue vivito y coleando. Vive en un pueblecito en la Costa Oeste y trabaja como encargado en una de sus propias minas. Charles, esa mujer es una mentirosa y un fraude en todos los aspectos.
Charles se quedó pálido. Casi no vio el horror en los ojos de Rico y se dio cuenta de que debía de parecer tan destrozado como realmente se sentía.
–Eh, Charles. No te desmayes encima de mí. Tío, no me daba cuenta de cuánto la querías hasta este momento. Creía que sólo era vanidad. Tío, tienes un aspecto horrible. Lo que necesitas es una copa de algo fuerte. Vamos a por una.
Rico llevó a Charles a un bar cercano, lo sentó en uno de los taburetes y le pidió un brandy. Se lo bebió en dos tragos y Rico le pidió otro.
El brandy pronto comenzó a hacer efecto y la sangre comenzó a volver a su cerebro. De pronto la desesperación que Charles sentía se convirtió en curiosidad y se giró en el taburete para mirar a Rico una vez más.
–¿Cuándo averiguaste todo eso? –preguntó de golpe–. Espero que no fuera antes de la boda.
–No. Contraté al detective mientras estabas de luna de miel. El informe completo llegó ayer.
–¿Pero, por qué, Rico? ¿Por qué se te ocurrió hacer algo así?
–Una de las compañeras de piso de Dominique es prima mía. Claudia. Se fue a Melbourne hace un par de años para cambiar de ambiente tras el fracaso de su matrimonio. Hace poco volvió a Sidney y se alojó en casa de una de mis hermanas. Yo estuve en una reunión familiar pocos días después de tu boda y les enseñé las fotos que había tomado. Entonces Claudia reconoció a Dominique. Dijo que tenía esa fijación con ser rica. Al parecer le dijo a Claudia que nunca ganaría suficiente trabajando toda su vida por un sueldo, así que la única solución era casarse por dinero. Todo lo que hacía era con el mismo objetivo. Encontrar un marido rico.
Charles expresó su desesperación con una palabra de cinco letras muy significativa.
–En efecto. Estoy de acuerdo contigo. Pero, al menos, ahora entenderás porque, después de lo que me dijo Claudia, consideré que era mi deber como padrino averiguar todo lo posible.
–Lo cual no podías esperar a contarme –dijo Charles con amargura–. ¿Pero con qué propósito? ¿Crees que me has hecho un favor abriéndome los ojos de esta forma? Podrías haberme dejado viviendo feliz en mi ignorancia. Eso habría sido más agradable.
–Iba a hacerlo. Créeme. Pero no después de lo que dijiste esta noche sobre formar una familia enseguida. No podía quedarme callado y dejar que lo hicieras, Charles.
–No veo por qué no –murmuró Charles.
–Las cazadoras de fortunas se dividen en dos categorías –expuso Rico–. Primero están las Jasmines de este mundo que se casan contigo por tu estatus y que jamás tienen la intención de estropear su figura teniendo bebés. Su plan es aprovecharse durante un tiempo a tu costa hasta que empiezas a hablar de hijos, como hice yo. Entonces se divorcian y te sacan todo el dinero que pueden con la pensión. El otro tipo, en el que está tu Dominique, son las que tienen un bebé tan pronto como pueden para cimentar su posición, asegurándose un acuerdo más fructífero cuando finalmente pidan el divorcio. El niño es un peón, no el preciado regalo que debería ser.
Charles quería llorar al pensar en toda la alegría que le había dado la idea de tener un hijo con Dominique.
–Por eso es por lo que he tenido que contártelo –dijo Rico poniendo una mano comprensiva sobre el hombro de Charles–. No sólo por ti, sino por ese bebé. Ningún niño se merece venir a este mundo por esa razón.
Charles movió la cabeza muy despacio asintiendo, aunque había una parte de él que aún deseaba que Rico hubiera permanecido callado. Probablemente ya nunca tendría un hijo.
–Líbrate de ella, Charles. Plántala. Divórciate. Tendrá suerte si consigue sacar un céntimo después de que el juez haya visto todas las pruebas que tengo contra ella.
Rico tenía razón con aquel consejo. Pero Charles sabía que no haría eso todavía. Quizá ni siquiera podía hacerlo.
Deslizó la mano en el bolsillo y palpó la caja del collar. Entonces su corazón dejó de sufrir y sintió una emoción muy distinta a la desesperación anterior. El amor que se convertía en odio era motivación excelente.
No, no se libraría de su recién estrenada esposa todavía. Tenía que pagar por lo que había costado ese collar, por lo que ella le había costado a él. Su orgullo masculino lo necesitaba. Su odio era el motor para ello.
Charles estuvo a punto de estallar al pensar en lo tonto que había sido. Un tonto ciego y arrogante. Desde el principio lo había manejado como a una cometa. Escabullirse en aquella fiesta de Navidad había sido un truco, al igual que lo había sido mostrarse recelosa a quedar con él, pero rechazar sus acercamientos una vez había aceptado salir con él fue su golpe de gracia.
Se sintió avergonzado al recordar lo triunfante que se había sentido cuando ella había dicho que sí a su proposición de matrimonio. Pero el triunfo había sido de ella, no de él.
Cuánto se habría reído a sus espaldas cuando Charles tomó la decisión de no acostarse con ella hasta la noche de bodas. Su temblor cuando se acercó a él aquella noche probablemente habría estado producido por la risa contenida. Y con respecto a la reacción que había tenido al hacer el amor…
Bueno, él sería el que reiría el último. Ya se vería cómo desarrollaba su mentira durante el mes siguiente.
Porque Charles iba a darse a sí mismo, y a ella, un mes. Un mes de venganza.
Esbozó una sonrisa al imaginar algunas de las cosas que planeaba hacer. Probablemente ella fingiría que se lo pasaría bien, como la manipuladora mercenaria que era.
–No te vas a divorciar, ¿verdad? –dijo Rico con tono de sorpresa.
Charles se dejó el resto del brandy que le quedaba. Emborracharse no estaba en su agenda para esa noche.
–No –dijo con una calma inquietante–. Aún no. Pero no te preocupes. No habrá ningún bebé.
Dominique no era la única que podía mentir y engañar.
–Ahora no sé si sentir pena por ti o por Dominique –dijo Rico.
–Yo no malgastaría tu compasión en ella si fuera tú.
–No harás ninguna estupidez, ¿verdad, Charles?
–¿Estupidez?
–Como estrangularla mientras hacéis el amor.
–¿Realmente crees que iría a la cárcel por una embustera como ella? –dijo Charles tras una fría carcajada–. Mi venganza nunca tomará esos derroteros, ni dejaré que se me vaya de las manos –añadió, se bajó del taburete y puso una mano sobre el hombro de su amigo, en parte para sujetarse y en parte para tranquilizarlo–. No te preocupes por mí, Rico. Sobreviviré. ¿Qué haces mañana?
–¿Mañana? Pues… voy a las carreras.
Charles frunció el ceño.
–Pero ninguno de nuestros caballos corre mañana, ¿verdad? No hasta la primavera.
Charles y Rico normalmente sólo iban a las carreras cuando corría algún caballo suyo.
–Sí, pero corren un par de caballos de Alí que tienen posibilidades. Algo se podrá hacer –añadió Rico–. ¿Por qué?
–Iba a pasarme para recoger el informe y las grabaciones. ¿Podrías dejarlas en mi casa a la que vas de camino a las carreras?
–No creo que sea una buena idea hasta que no te hayas calmado un poco.
–Estoy totalmente calmado –dijo Charles–. Tráelas, ¿de acuerdo?
Rico suspiró con resignación ante la petición de su amigo.
–Muy bien.
–Si por un casual hablaras con Dominique cuando te pases por allí, finge que te gusta. Utiliza ese encanto latino tan famoso que tienes.
–Si insistes.
–Insisto. Ahora debo irme. Dominique debe de estar esperándome como una buena mercenaria. No quisiera pensar que ha hecho el esfuerzo para nada.
–Charles, no me gusta lo que estás haciendo. No es propio de ti. Puedes ser un poco estúpido a veces, pero en general eres un buen tipo, que ya es mucho teniendo en cuenta que eres un millonario hombre de negocios. Mira, sé que estás disgustado y tienes todo el derecho a estarlo. Pero ahora no piensas con claridad.
–Pienso con más claridad de la que he pensado durante meses –dijo Charles mientras se reía.
–Quizá. Pero tu plan está mal. La venganza nunca llega a nada bueno. Es un sentimiento autodestructivo. Confía en mí. Simplemente líbrate de ella.
–Es lo que pretendo. Pero al final. Te veo mañana.
Rico vio cómo su amigo salía del bar. ¿Qué había hecho? Nunca debería haber abierto la bocaza. Había liberado a la bestia y ¿quién sabía en que desembocaría todo aquello?
En nada agradable, eso era seguro.
Gimió, se giró hacia la barra y apuró el brandy de Charles.
–Ponme otra copa –le dijo al barman–. Pero no brandy. Bourbon. Solo, sin hielo.
Podía permitirse emborracharse. Siempre volvía a casa en taxi los viernes por la noche, a su casa vacía con una cama vacía.
Aunque puede que eso fuera mejor que volver a casa con una esposa como Dominique.
Rico echó un vistazo alrededor del bar y vio a una rubia despampanante de unos treinta años sentada en el otro extremo. Le dirigió una sonrisa y ella se la devolvió de ese modo tan especial en que las mujeres llevan siglos sonriendo a los hombres. No era una cazafortunas, era una chica con la que pasar un buen rato.
Rico sabía que no tenía necesidad de irse a casa a una cama vacía aquella noche. La rubio no diría que no. Ni siquiera tendrían que ir lejos. Seguro que el Regency tenía múltiples habitaciones vacías. Mayo no era un mes muy turístico en Sidney, y los viernes por la noche casi todos los hombres de negocios que no eran de allí volaban a casa.
Sólo una cosa lo detenía. La certeza de que llevarse a la rubia a la cama no curaría su frustración en absoluto. Sólo una mujer podía hacer eso en aquel momento. Y no era probable que aceptase ser su compañera de cama.
Renée lo despreciaba casi tanto como él la despreciaba a ella. Rico no entendía por qué la deseaba de aquel modo. Era algo perverso. Y se estaba convirtiendo en algo doloroso.
Quizá…
Volvió a echarle otra mirada a la rubia del bar. No, se parecía demasiado a Dominique como para gustarle. Un hombre de su posición no podía permitirse acostarse con cualquiera. Ya había sido un estúpido en el pasado y no pensaba cometer los mismos errores.
Las mujeres demasiado atractivas inevitablemente trían problemas. Él supo que Dominique traería problemas desde el momento en que puso los ojos en ella. Charles había sido un estúpido casándose. Pero los hombres enamorados cometen estupideces.
Rico agarró su vaso con fuerza. No quería pensar en el amor. No quería pensar en nada.
Maldición. Sólo había una solución a aquel problema, aunque fuera temporal, estúpida y fútil.
Agarró el vaso de bourbon, se levantó y caminó despacio hacia el otro lado del bar para sentarse en un taburete junto a la rubia.
–¿Estás sola, cariño? –dijo con esa sonrisa que cautivaba a toda la audiencia femenina cada semana en la televisión por cable.
Ella lo miró con sus ojos azules brillantes y susurró:
–Ya no.