DOMINIQUE se despertó y se dio cuenta con rapidez de que Charles estaba en casa. Podía oírlo caminar por el ático.
Inmediatamente se sentó en la cama, ahuecó las almohadas y tomó el libro que se le había resbalado al quedarse dormida. Había intentado permanecer despierta viendo dos películas en la televisión y luego leyendo uno de esos thrillers que prometen mantenerte despierto hasta la última de sus cuatrocientas páginas. Pero éste no había logrado su objetivo y Dominique se había quedado dormida antes de llegar a la página veinte.
Miró el reloj de la mesilla y vio que era la una y diez.
No consideró que fuese muy tarde. Muchos hombres jugaban al póquer toda la noche. O eso era lo que había oído.
No era que todos los compañeros de juego de Charles fueran hombres. Uno de ellos era la hermosa señora Renée Selinsky, una viuda adinerada propietaria de una de las agencias de modelos más importantes de Sidney llamada simplemente «Renée’s».
Dominique había conocido a la señora Selinsky en las carreras, una semana antes de su boda con Charles, y se había quedado bastante preocupada ante la idea de que su marido pasaría muchas horas con aquella mujer cada viernes por la noche cuando la luna de miel hubiese terminado. La mujer no sólo era llamativa, sino evidentemente lista y sin ataduras. No había llevado ningún acompañante a las carreras, ni a la boda, lo que le hizo suponer a Dominique que era libre como el viento.
El primer ataque de celos de Dominique se había producido al ver a Charles hablando con Renée en la recepción, que se había celebrado allí mismo, en el ático. Ambos habían estado charlando íntimamente en la terraza y parecían más que amigos a los ojos verdes de Dominique.
Cuando le había preguntado a Charles sobre el asunto, tratando de parecer interesada y no celosa, él le había explicado más detalles sobre su relación con la deslumbrante Renée. Cuando supo que llevaban cinco largos años siendo amigos y que ella había sido viuda todo ese tiempo, a Dominique no le hizo ninguna gracia. Al igual que tampoco se la hizo el comentario de su marido de que Rico la llamaba la viuda alegre.
Ese apodo implicaba que había llevado una vida ostentosa desde la muerte de su rico y anciano marido. A pesar del aspecto distante de Renée, Dominique sospechaba que había tenido tantos amantes en esos cinco años como acciones tenía en los caballos de carreras. No tener una pareja pública o permanente no era sinónimo de celibato. Dominique comenzó a pensar que, a lo mejor, Charles se había acostado con ella en alguna ocasión. No sólo parecía probable sino lógico, teniendo en cuenta que jugaban juntos a las cartas cada semana. No requería mucha imaginación pensar que después seguirían jugando en la cama en una de las habitaciones de ese lujoso hotel.
Eso era lo que más la había molestado a Dominique de la idea de que Charles fuera a jugar al póquer aquella noche. Estaría mucho más tranquila si todos sus colegas fueran hombres.
Claro que eso no se lo iba a decir a su marido. Estaba dispuesta a no sucumbir ante los celos, lo cual no sólo era nuevo para su naturaleza, sino perjudicial para su mente. Las mujeres celosas y las viudas amaban demasiado, y amar demasiado a alguien era peligroso y, a veces, mortal. Dominique no quería tomar parte de aquellos sentimientos.
No podía dejar de amar a Charles. Lo había intentado con ganas pero siempre había fracasado. De igual forma se negaba a que los celos la sobrepasaran también.
Sin embargo, al ver que Charles no aparecía en el dormitorio, se encontró a sí misma agarrando con fuerza la cubierta del libro y preguntándose el por qué. ¿Qué lo mantendría fuera? Seguramente habría visto la luz encendida por debajo de la puerta. Seguro que sabía que estaba despierta esperándolo.
Al oír agua corriendo por las cañerías se dio cuenta de que Charles había abierto un grifo en alguna parte; su corazón comenzó a acelerarse y su mente se llenó de malos pensamientos. ¿Acaso estaba lavándose para eliminar la fragancia de otra mujer? ¿O borrando las huellas de pintalabios?
Los celos irrumpieron de nuevo y se hacían cada vez más fuertes. Quizá ni siquiera había ido a jugar al póquer. Quizá la historia no era más que una artimaña. Quizá empleaba cada viernes por la noche en la cama con la viuda alegre, jugando a juegos eróticos en los que una mujer como ella estaría bien versada.
Rico protegería a su amigo si en alguna ocasión ella preguntara. ¿Pero y el príncipe Alí? Dominique creía que no. Alí no era amigo íntimo de Charles. Su relación era más bien en torno a las apuestas.
Aun así no iba a llamar a aquel hombre para interrogarlo sobre sus actividades de los viernes. Sólo había visto al príncipe una vez, el mismo día que había conocido a Renée, y lo había encontrado bastante intimidante. No había ido a la boda, lo cual ella agradeció mucho. Ya había sido bastante difícil resistir la desaprobación del padrino y la presencia inquietante de la viuda alegre.
De pronto el grifo se cerró, pero Charles seguía sin aparecer en la habitación. Todo se quedó en silencio. Pasaron cinco minutos. Luego diez. Dominique estuvo tentada de levantarse e ir a ver dónde estaba y qué hacía pero algo, probablemente el miedo irracional, hizo que no se moviera de la cama.
«Estoy siendo ridícula», se dijo a sí misma. «Estoy haciendo lo que había dicho que nunca haría. Atormentándome con los celos. Charles me ama. Lo sé. Habrá entrado directamente al salón sin mirar hacia el pasillo, de modo que no habrá podido ver la luz bajo la puerta. Pensará que estoy dormida y ha preferido utilizar el baño principal y no el de la habitación para no molestarme. Es un hombre muy considerado».
Dominique tenía dos opciones. Quedarse allí hasta que finalmente apareciera, o levantarse e ir a buscarlo para demostrarle que estaba bien despierta y deseosa. No de hacer el amor con ella necesariamente, si es que estaba muy cansado, sino deseosa de su compañía, de su conversación, de sus abrazos.
Apartó las sábanas, se levantó y se dirigió hacia los armarios que flanqueaban la entrada al cuarto de baño de la habitación. A pesar de que no se ponía nada para dormir, tenía dos preciosas combinaciones que había comprado pensando en la luna de miel. El camisón que había llevado en su noche de bodas era largo y estaba hecho de satén blanco perla. El que eligió esta vez también era largo pero estaba hecho de encaje negro semitransparente.
Dominique se lo puso y luego se puso la bata a juego, convenciéndose a sí misma de que no estaba intentando seducir a Charles. Pero al verse reflejada en el espejo de la puerta se dio cuenta de lo irónico de ese pensamiento. La seducción era el único objetivo de aquel atuendo. Era ésa la razón por la que lo había comprado.
–Sé sincera –murmuró para sí–. Quieres hacer el amor con él. No, necesitas hacer el amor. Ahora. Esta noche.
Dormir sería imposible hasta que no tuviera la certeza de que él también la deseaba en ese momento. Un beso y un abrazo no serían suficientes. Tenía que saber que no había estado con esa mujer. Tenía que estar segura.
El tiempo era esencial en ese caso. Debía darse prisa. Deslizó los pies en las pantuflas de satén negro que iban a juego con el conjunto y se apresuró hacia el tocador, donde se pintó los labios y se echó perfume. Luego salió a buscar a su marido.
Charles estaba desplomado de espaldas sobre el enorme sofá de cuero negro que dominaba el enorme salón mirando por la ventana junto a un vaso de brandy. De pronto se dio cuenta de que ya no estaba solo.
Giró la cabeza lo suficiente para ver a Dominique apoyada en el arco que comunicaba el vestíbulo con el salón.
Así que la buscadora de oro estaba despierta, pensó, aunque en su interior ardía de deseo al verla con ese atuendo tan sexy.
Charles había ido directo al dormitorio al llegar a casa, dispuesto a comenzar a ejecutar su venganza. Pero al verla dormida se había echado para atrás. Parecía tan dulce bajo las sábanas. Tan delicada. Tan… inocente.
No pudo evitarlo. Casi se derrumbó al verla y tuvo que salir de la habitación para ir a limpiarse las lágrimas. Después se había servido una cantidad enorme de brandy buscando paz en su efecto anestésico.
Pero no había paz cuando vivías con la traición, cuando tu amor era falso. No había nada más que vacío en el interior.
La miró mientras se acercaba a él y vio que bajo la bata llevaba un camisón no apto para cardiacos. Era semitransparente, con el escote que llegaba hasta su ombligo y sólo un pequeño nudo sujetaba el pedazo de encaje que cubría sus pechos.
Pocos minutos antes parecía una chiquilla inocente, durmiendo desnuda en la cama. Ahora, con eso encima, parecía la seductora que realmente era.
A pesar de conocer su verdadera personalidad, Charles sintió como su cuerpo reaccionaba ante aquella visión.
–No tienes que decírmelo –murmuró ella al detenerse frente a él. Luego se arrodilló sobre la suave alfombra–. Has perdido.
Él la miró, luchando por mantener el odio y el deseo alejados de su cara. Claro que había perdido. Todo. Todo excepto lo que aún podía ver y tocar frente a él. Sus labios. Sus pechos. Su cuerpo, que siempre estaba listo para él. Siempre lo estaba.
Se preguntaba cómo lo haría. Qué truco utilizaría.
–Pobrecito –dijo ella mientras acercaba una mejilla al muslo de Charles y mirándolo al mismo tiempo.
–No importa –murmuró él–. Sólo es dinero.
Charles levantó una mano y se la puso a Dominique sobre la cabeza, deslizando los dedos entre su pelo y sorprendiéndose de que aún sintiera placer al tocarla. ¿Por qué su piel no se erizaba con repulsión?
–No había visto ese conjunto antes –señaló él mientras seguía bebiendo el brandy–. ¿Hace cuánto que lo tienes? –preguntó, pues la idea de que lo hubiera comprado para seducir al hombre anterior a él le daba ganas de arrancárselo de golpe.
Ella le dirigió una sonrisa. Una sonrisa adorable. Unos labios adorables.
–Lo compré para nuestra luna de miel –dijo ella–. Pero, después de nuestra noche de bodas, me dijiste que no querías que llevara nada en la cama en el futuro. Jamás.
–Es cierto.
Charles fantaseó con la idea de pedirle que no llevara nada de ropa cuando estuvieran los dos solos en casa. Al fin y al cabo el ático tenía aire acondicionado. No se sentiría incómoda siempre que no saliese fuera, aunque la piscina estuviera climatizada. Charles decidió que insistiría en que no llevara nada cada vez que se bañaran juntos, a pesar de que la piscina estaba a la vista de varios bloques de oficinas. Si los extraños la veían desnuda, eso demostraría el grado de su codicia.
¿Lo haría?, especuló él.
Su cara se oscureció ante la certeza de que sí que lo haría.
–¿Te gusta? –preguntó ella frunciendo el ceño.
–Es muy sexy –comentó él con una sonrisa de arrepentimiento–. Ponte de pie otra vez para que pueda verlo mejor.
Su instantánea obediencia hizo que se excitara aún más. Podría acostumbrarse sin problemas a tener su propia esclava del amor. Estaba claro que la información era poder. Jamás se habría atrevido a pedir cosas como las que iba a pedirle si no hubiera sabido lo que realmente era.
La advertencia de Rico de que la venganza era autodestructiva apareció de pronto en su mente. «¿Realmente quieres hacer esto?», se preguntó Charles una última vez. «¿Utilizar su hermoso cuerpo para satisfacer cada deseo que se te pase por la cabeza?»
Al verla allí, de pie, mirándolo con amor fingido, su respuesta sólo podía ser una… «Sí».
Hasta ese momento había sido muy pacífico, haciendo el amor con ella con dulzura y ternura. Había estado más preocupado por el placer de ella que por el suyo propio. Se había considerado a sí mismo el mejor compañero de cama durante todos los días y noches que habían compartido. Qué tonto había sido. Todo era falso, todo. Había estado jugando con él. Jugando a un juego sucio, perverso, mercenario y manipulador.
Pero era él el que iba a empezar a jugar. Ella se había convertido en la presa. Era una idea muy satisfactoria.
«La venganza no es destructiva, Rico. Es deliciosa y muy, muy excitante».
–Quítate la bata –ordenó él–. Déjala caer al suelo.
Lo hizo.
Santo Cielo. No cabía duda de que estaba cautivado por ella. Tenía el cuerpo más espectacular que había visto en su vida.
–Ahora deshaz el nudo –dijo con frialdad, aunque ardía por dentro.
Ella obedeció, tras un momento de duda, con los dedos temblorosos. Era una bruja muy lista. Tenía el movimiento bien aprendido. Recordaba que lo había utilizado en su noche de bodas.
–Ahora quítatelo. No, más lejos. Quiero verte.
Ella abrió mucho los ojos y, con el temblor en los dedos de nuevo, obedeció.
Aquella falsa ingenuidad comenzaba a molestarlo.
–Ven aquí –dijo él con brusquedad–. Arrodíllate entre mis piernas.
De nuevo aquella brillante vacilación. Pero obedeció como él sabía que haría. Incluso respiraba aceleradamente. Buen truco.
Después de dejar el vaso sobre la mesita, Charles se inclinó hacia delante y tomó sus pezones con los dedos pulgar e índice. Luego se los retorció y tiró de ellos al mismo tiempo.
El sonido que escapó de los labios de Dominique fue mitad grito mitad gemido.
–¿Te gusta eso? –preguntó él con frialdad, casi distante.
–Sí –susurró ella con voz grave.
«¡Mentirosa!».
Lo volvió a hacer. Una y otra vez.
Cuando ella empezó a gimotear se detuvo, elevó las manos hasta los tirantes del camisón y los deslizó por sus hombros. Entonces le quitó la prenda con un movimiento rápido y la observó, desnuda frente a él.
Sus pezones estaban rojos en contraste con la palidez de su piel, casi tan rojos como sus labios, de un intenso escarlata. Recordó que no estaban tan rojos cuando la había visto dormida hacía unos instantes. Antes no llevaba maquillaje. No llevaba ningún tipo de artificio.
Sin duda había solucionado eso tan pronto como se había despertado, volviendo a su aspecto de siempre.
A pesar de todo, tenía que admirar las tácticas de Dominique. Y su actuación. Cualquiera que no supiera la verdad habría pensado que estaba realmente excitada en ese momento. Sus ojos poseían un ligero brillo, sus labios se habían separado y respiraba cada vez más deprisa fingiendo excitación.
Charles colocó la mano derecha sobre sus caderas y la deslizó por ellas.
No dejaron de mirarse mientras él le introducía un dedo en la boca, luego dos.
–Chúpalos –susurró, y comenzó a mover los dedos dentro y fuera de la boca.
Ella parpadeó y se tambaleó ligeramente sobre sus rodillas antes de cerrar los ojos y hacer lo que le ordenaba.
A Charles se le encendió el cuerpo al sentir cómo le chupaba los dedos. Era más que excitante, lo cual era lo último que necesitaba en ese momento si pretendía permanecer al mando.
Fue entonces cuando recordó el collar y la escena que se había imaginado aquella noche.
–Charles –gimió ella cuando él retiró la mano para alcanzar la chaqueta, que yacía sobre el respaldo del sofá.
Casi sonrió al oír aquel tono de frustración en su voz. ¡Qué actriz tan maravillosa!
–Acabo de recordar –dijo él– que compré algo para ti antes –añadió. Sacó la caja negra y la abrió para que ella pudiera ver el contenido.
–¡Oh, Charles! No… no tenías por qué.
No podía haber dado más en el clavo. Pero se prometió a sí mismo que le sacaría partido a su dinero durante el mes próximo.
–¿Pero… pero de dónde has sacado el tiempo? –preguntó ella tras observar los ópalos–. Quiero decir que… pensé que ibas a jugar al póquer esta noche.
Charles quedó desconcertado por el tono suspicaz en su voz. ¿Pensaría quizá que ése era un regalo por sentirse culpable? ¿Que había estado metido en otros asuntos en vez de jugar a las cartas?
¿Con quién, por el amor de Dios? Frunció el ceño al recordar cómo Dominique le había preguntado sobre su cercanía con Renée el día de la boda y se preguntó si acaso ella pensaba que tenía una aventura con la viuda alegre. Charles supuso que ese tipo de gente siempre pensaba lo peor de los demás. Dominique no tenía ni idea de lo que era el amor verdadero y la lealtad. La gente como ella no vivía para otra cosa que no fuera conseguir dinero y cosas materiales como ese collar. Si estaba preocupada por Renée sería sólo por miedo a perder a su marido y de ese modo perder su fortuna en pos de otra mujer.
Aun así Charles dejó pasar de momento esa debilidad de Dominique para usarla quizá más adelante.
Mientras tanto seguiría jugando al marido encantador.
–Hay una tienda de Ópalos Whitmore en el vestíbulo del Regency –le dijo mientras sacaba el collar de su lecho de terciopelo–. Los viernes por la noche abre hasta las nueve. Vi esto en el escaparate mientras pasaba y no pude resistir comprárselo a mi adorada esposa. Recógete el pelo, cariño. Quiero ver cómo te queda.
En esa ocasión ella obedeció sin ninguna vacilación.
«Muy cooperativa», pensó Charles con mordacidad.
Le colocó el collar alrededor de la garganta y recordó el temor de Rico de que fuera a estrangularla.
Pero a Charles no le interesaba la muerte de Dominique. La quería bien viva durante el próximo mes. Y durante el momento en que le dijera que sabía lo que realmente era. Quería ver la cara que pondría al saber cómo había empleado esa información, sabiendo que ella haría todo lo que él quisiera. Como en ese mismo instante, por ejemplo.
Una satisfacción salvaje cruzó su mente al enganchar el collar, y luego se sentó para ver cómo le quedaba el regalo.
El suspiro fue exquisitamente decadente y muy erótico.
–Ya puedes soltarte el pelo –dijo él mientras se desabrochaba los pantalones lentamente.
Ella tardó un momento en obedecer. ¿Acaso se atrevería a resistirse o a protestar? No lo hizo, a pesar de que nunca la había tratado de esa forma. Era increíble lo que podía hacer un collar de cuarenta mil dólares.
Cuando ella comenzó a recorrer su miembro con la boca la odió y, al mismo tiempo, la deseó. Era una bruja, de acuerdo, pero él estaba bajo su hechizo. Quizá siempre fuese a estar bajo su hechizo sexual.
Ésa era la verdad, la horrorosa verdad. Trató de reconcentrar su ira anterior, pero había desaparecido en favor de su intensa necesidad de liberación. Con un gemido se recostó en el sofá, rindiéndose ante aquella mujer con la que se había casado.
Los sentimientos que ella desataba en él eran muy fuertes y, a la vez, muy débiles. Físicamente era un éxtasis, mentalmente era una agonía. Pero el dolor de Charles pronto se disipó y fue sustituido por el placer, y su ira se derritió por el efecto de la boca y las manos de Dominique.
¿Cómo podía no amarlo cuando le hacía el amor de aquella manera?
Charles gimió y acarició el brazo de Dominique con la mano. Ella alzó la cabeza y lo miró con ojos brillantes y labios húmedos.
–¿Quieres que pare? –preguntó ella con voz profunda.
¿Quería? ¿Podía soportar que continuara? ¿Podía soportar que no lo hiciera?
Entonces volvió a ver el collar brillando como si fuera el collar de algún perro exótico y todo volvió a dar vueltas en su cabeza. Todo el dolor del descubrimiento que había realizado esa noche. La humillación.
Su necesidad de liberación física cesó con la vuelta de otra necesidad. La necesidad de venganza.
–No –dijo él con amargura–. No, no quiero que pares.
Ella volvió a bajar la cabeza como él sabía que haría. Con obediencia. En esa ocasión él jugó con su pelo de manera fría y mantuvo el control durante un buen rato. Pero, al final, su control comenzó a hacer aguas y, a partir de ahí, todo fue muy rápido.
Pero, incluso aunque Charles sabía que no podía retrasar el clímax por más tiempo, se prometió a sí mismo que ése no sería el final de aquella noche.
No dejaría que la bruja se fuese a dormir tan pronto.
Ni tampoco se iría a dormir el ejecutor de la venganza, ¿o quizá era el embrujado? No importaba. El resultado final sería el mismo. Iba a pagar con su debilidad la debilidad que le había causado a él. Iba a poner sus habilidades como mentirosa al límite. Él no pensaría en nada más que en su propio placer. No haría más que exigir, siendo el macho más egoísta posible.
Sería interesante ver si alguna vez ella se atrevía a decirle que no.
Lo dudaba.
Y, al día siguiente, cuando él se hubiera repuesto de los excesos de la noche, su juego de la venganza volvería a comenzar de nuevo.