ESTÁS enfadado conmigo –dijo ella según llegaron a casa.
Charles cerró la puerta y luego la miró.
–No estoy enfadado contigo –dijo él, desconcertado.
Se había negado a hacer el amor con él cuando la había llevado al baño de aquella casa. Había dicho que no podía con aquel hombre en la parte de abajo. Al insistir él en el asunto, se había puesto tan tensa que Charles había tenido que parar. Quizá había sido todo una actuación. Quizá no. No sabría decirlo.
En cualquier caso, era demasiado para su teoría o sus expectativas. Imaginar que haría cualquier cosa que le pidiera. Era obvio que tenía un límite.
–Tenías todo el derecho a negarte –dijo él, intentando sonar calmado en vez de confuso–. Nunca te obligaría a hacer nada que no quisieras hacer.
–Tú no lo comprendes –dijo ella meneando la cabeza–. No es que no quisiera. Sí quería. Y mucho –añadió. Se dio la vuelta y comenzó a andar desconsolada por el vestíbulo.
Él la agarró por los hombros y la dio la vuelta para mirarla.
–¿Qué? ¿Qué es lo que has dicho?
–Ya me has oído, Charles –dijo ella llorando–. Quería hacerlo, con muchas ganas. Te he deseado con intensidad desde que te conocí. Nunca había sentido nada parecido a lo que siento cuando estoy contigo. A veces me asusta. No estoy acostumbrada a no tener el control sobre mi vida o mis sentimientos. ¿Entiendes lo que te digo, Charles?
–Sí –dijo él mientras una euforia salvaje recorría sus venas.
Así que sí que sentía algo por él. Quizá no era amor pero, al menos, lujuria. Y desde el principio. No había mentido en eso. Lo había deseado como no había deseado a ningún otro. Podía sentir cómo temblaba en ese instante, sentir su miedo a perder el control.
Era como arcilla en sus manos, como una vez él había imaginado.
Era un pensamiento altamente corruptivo. Era evidente que la codicia había pasado a un segundo puesto en su vida y el deseo había tomado el poder.
La agarró con más fuerza de los hombros y la besó salvajemente. Ella se agarrotó pero no opuso resistencia y pronto se encontró sumisa ante su lengua. Hasta que Charles no estuvo seguro de que ella no tenía ningún control, no apartó su boca. Su propio control comenzó a tambalearse al verla ahí de pie, aturdida, mientras él la desnudaba.
–Charles –gimoteó ella cuando la apretó contra su cuerpo, aún vestido.
–Pronto –dijo él–. Pronto.
Había algo increíblemente erótico en mantenerla así. Más aún cuando Charles se dio cuenta de que se reflejaban en los espejos de la entrada. Las nalgas de Dominique parecían extremadamente pálidas en contraste con los pantalones grises oscuros de Charles. Él agarró sus pechos y los apretó con fuerza. Ella hundió la cabeza en su cuello y gimió. Charles ardía por dentro, pero estaba decidido a llevar las cosas con calma. Estaba dispuesto a disfrutar de su nueva certeza de que ella no fingía, al menos en lo que respectaba al sexo. Finalmente le dio la vuelta para poder verse a sí mismo acariciándola.
–Oh –susurró ella al mirarlo a los ojos a través del espejo, gimió con más fuerza y se encogió al sentir cómo él frotaba las manos sobre sus pezones.
–¡Oh, Dominique! –exclamó él, y retiró las manos al darse cuenta de que todavía tenía los pezones doloridos tras la última noche. Se estremeció al pensarlo.
Ella parpadeó y volvió a colocarle las manos sobre sus pechos.
–Estoy bien –dijo con rapidez–. Ya no me duelen tanto. No pares, Charles. Por favor, no pares.
Su excitación lo excitaba a él al máximo, pero no podía volver a tocarle los pechos. Recordaba entonces lo mucho que había dicho que le dolían aquella mañana. Sin embargo hizo lo que le pedía. No paró, y deslizó las manos sobre su estómago, presionándole las nalgas contra su erección y colocando los dedos entre sus muslos.
–Ah, sí –gritó ella incluso antes de que él introdujese los dedos en busca de la fuente de su placer. Incluso el propio placer de Charles estaba al límite; se dio cuenta de que, si se movía lo más mínimo, aquello acabaría muy pronto, así que se quedó quieto mientras seguía moviendo la mano.
Dominique tuvo un escalofrío, echó la cabeza para atrás y abrió la boca. Temblaba violentamente. Gritó con fuerza mientras sacudía su cuerpo contra el de Charles.
Charles no pudo evitarlo. Oírla y sentirla era bueno. Pero verlo en el espejo al mismo tiempo era increíble. Él no aguantó más y, durante unos segundos, todo pensamiento desapareció. Sin embargo, en cuanto la pasión finalizó, su mente comenzó a torturarlo de nuevo.
¿Qué iba a hacer con aquella mujer a la que todavía deseaba? No tenía sentido seguir engañándose a sí mismo. Su amor no se había convertido en odio y su necesidad de venganza comenzaba a desvanecerse. Su deseo inicial de hacérselo pagar había sido una reacción al descubrir que era una cazafortunas. Había querido contraatacar como habría querido cualquier hombre.
Pero, mientras estrechaba el cuerpo de Dominique en sus brazos, se dio cuenta de que todo había cambiado. Ella tenía sentimientos por él. Posiblemente sólo fuese algo sexual, pero ¿qué importaba? Un hombre podía pasarse mucho tiempo buscando una mujer que respondiera como ella lo hacía. Así que deseaba su dinero tanto como su cuerpo. Podía aprender a vivir con eso. Y, al menos, estaba dispuesta a darle un hijo.
Estaba claro que Rico diría que estaría tonto al no considerar la idea de divorciarse. Un loco obsesionado con Dominique. Y quizá tenía razón. Pero estaba atravesando una fase muy cínica. Era posible que Dominique no tuviera intención de divorciarse tras tener al bebé. Quizá quisiese hacer un alto en el camino hacia la fortuna. De ser así, ¿por qué habría de deshacerse de ella? Al fin y al cabo la amaba.
«Sí, pero ella no te ama», recordó entonces el motivo de su defensa. «El que se sienta atraída por ti es sólo causa del destino. Te mintió, te engañó y te tomó por tonto. ¿Puedes vivir con eso para siempre sin decirle nada, sin decirle que sabes la verdad?».
No estaba seguro. Su orgullo siempre había sido una ventaja y, a la vez, una debilidad en lo que a él se refería. Odiaría pensar que realmente lo tomaba por tonto.
Era hora de leer el informe y ver las pruebas que la acusaban. Entonces podría tomar una decisión más acertada.
Mientras tanto tendría que hacer algo con el estado de su ropa interior.
–Tengo que ducharme y cambiarme –dijo mientras la llevaba por el pasillo hacia el dormitorio principal–, y tú, señorita, tienes que ponerte algo encima.
–¿Por qué? –murmuró ella.
–Porque verte desnuda es una tentación irresistible, y tengo que ir a leer el informe. ¿No me dijiste que Rico llamaría esta noche? Querrá saber lo que opino y no podré decírselo si no lo he leído.
–Complaces a Rico demasiado –dijo ella.
–Es mi mejor amigo. Y un hombre de negocios muy astuto. Me gusta hablar las cosas con él.
De pronto los ojos de Dominique se aclararon, dejando paso a la inteligencia que había detrás de su pasión.
–Soy tu mujer y no un muñeco. ¿Por qué no puedes hablar las cosas conmigo? Al fin y al cabo yo también trabajé para Brandon Beer.
–Sí, pero ya no –dijo él, y le dio un beso en la frente–. No quiero que andes dándole vueltas a tu cabecita con asuntos de negocios.
–No me trates como a una rubia estúpida, Charles. No me gustaría eso.
–Qué pena. Siempre quise a una rubia tonta por esposa –dijo con una sonrisa, haciendo un esfuerzo por disipar su interés en discutir el informe con él. Deseaba no haberle comentado nada sobre el maldito documento.
–No lo dices en serio –dijo ella.
–No estés tan segura –contestó él en broma, la dejó en la cama y se dirigió al baño.
–¿Qué te gustaría cenar? –preguntó antes de que él pudiera escapar.
«A ti», pensó Charles.
–Cualquier cosa –dijo él sin darse la vuelta–. Soy fácil de contentar.
Era demasiado fácil en lo que a ella concernía. Cualquier otro hombre ya la habría mandado a paseo, pero él no hacía más que justificarla y se agarraba a cualquier pensamiento que se ajustase a su deseo de mantenerla como su esposa. Tenía que parar. Tenía que leer el informe, hablar con Rico y tomar una decisión.
Tan pronto como se cerró la puerta del baño, Dominique se tumbó sobre la manta y hundió la cara entre las manos. Estaba a punto de llorar pero no sabía muy bien por qué. No había razón para estar asustada otra vez, no había razón para pensar que su matrimonio fuese directo al desastre.
Sin embargo estaba preocupada.
¿Sería por el tipo de sexo que, de repente, le gustaba a Charles? ¿O sería el pánico a amar a alguien tanto como amaba a su marido?
Había estado a punto de dejar que se saliese con la suya esa tarde en aquel mausoleo de casa. No cabía duda de que su insistencia la había excitado. Sin embargo no habían hecho el amor en todo el día y había estado deseándolo sin parar. Era evidente que se había convertido en una adicta de su tacto.
Lo que había ocurrido en el vestíbulo no era más que la evidencia del poder de Charles sobre ella y de su creciente vulnerabilidad ante él. Por eso había dicho que no esa tarde. Si Charles hubiera comenzado, ella habría sido incapaz de negarse y pronto le habría dado igual que el agente inmobiliario entrara.
Ese tipo de amor era una maldición para ella. Quería escapar de eso y, al mismo tiempo, perderse en ello. Le encantaba la mujer en que se convertía estando en sus brazos, una criatura incontrolada y apasionada que no tenía que ver con la mujer fría y calculadora en que se había convertido durante los años. Era un alivio sentirse arrastrada por el deseo sin más, y no por el dinero.
El dinero…
Dominique se dio la vuelta y miró al techo.
¿Realmente quería dinero? Sí, sí, claro que debía quererlo. Nada podría librarla jamás de ese miedo a ser pobre. Preocuparse porque se habría casado con Charles, fuese pobre o no, era una estupidez. Charles era Charles porque tenía éxito y era inteligente. Un hombre entre todos los demás, impresionante y decidido, con una seguridad que ella encontraba increíblemente sexy.
Charles…
Lo necesitaba. Necesitaba sus brazos a su alrededor, y su boca. Sólo entonces se sentía totalmente segura y satisfecha.
Las lágrimas inundaron sus ojos cuando la necesidad de estar con el hombre que amaba se enfrentó a la vergüenza de parecer tan necesitada ante sus ojos. Era obvio que se había quedado desconcertado cuando lo había rechazado aquella tarde. Ella nunca había dicho que no a nada que él le pidiera. Y cada vez querría más de ella. La noche anterior parecía haber liberado a un Charles más oscuro y exigente. ¿Qué es lo que le diría cuando quisiese más?
A Dominique le daba miedo que su respuesta fuese siempre «sí».
Entonces se levantó de la cama de un salto y se dirigió a la puerta del baño. La cara que puso al comprobar que el picaporte giraba sin problemas era un reflejo de su tormento interior. ¿Por qué Charles no había echado el pestillo? ¿Por qué tenía que hacer que fuese tan fácil para ella sucumbir a su debilidad?
Abrió la puerta y entró. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Vio a Charles bajo el chorro de la ducha, con la cabeza inclinada y las manos apoyadas contra los azulejos. Él no vio cómo lo miraba a través de la mampara empañada por el vaho. Y cuando deslizó la mampara de la ducha, Charles alzó la cabeza de golpe.
–¿Pero qué…? –exclamó, y entonces la vio con la cara llena de lágrimas–. ¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre?
¿Que qué ocurría? Si supiera lo que era…
–Necesito… necesito que me hagas el amor –dijo ella, casi sin voz–. Ahora, en condiciones. Por favor.
Un escalofrío recorrió su columna al ver cómo el cuerpo de Charles respondía ante su plegaria, casi automáticamente, como si no tuviera nada que opinar. Dominique abrió mucho los ojos al comprobar que él estaba bajo su poder tanto como ella bajo el de él.
–Tú también quieres –susurró ella, asombrada por la erección instantánea.
–Siempre –contestó él y le tendió una mano.
Dominique puso su mano en la de él y sonrió.
–Me quieres, ¿verdad?
–¿Cómo puedes dudarlo? –contestó Charles, y la metió en la ducha con él.
«No lo haré más», pensó ella mientras la besaba, sintiendo la seguridad que le proporcionaba su boca al igual que sus brazos. «Voy a dejar de pensar tonterías de una vez por todas. Voy a ser feliz y a confiar en el amor de Charles de ahora en adelante. No más miedos. No más preocupaciones».
–Dominique –gimió él cuando sus bocas se separaron.
–Sí, sí –dijo ella mientras presionaba su cuerpo contra los azulejos.
Era maravilloso sentir su cuerpo dentro, sentir cómo le arrebataba todo atisbo de pensamiento.
–Charles –volvió a gemir, colocando los brazos alrededor de su cuello–, bésame más.
La besó, dispersando sus miedos y llevándola a un lugar donde no existía nada más que ellos dos, juntos. A Dominique le latía el corazón con felicidad y su cuerpo respondía con placer.
Charles la amaba y ella lo amaba a él. ¿Qué más podía pedir?