Capítulo 9

 

 

 

 

 

RICO no estaba de acuerdo. A él le gustaba anticipar los puentes que pudieran aparecer en su vida. No podía quedarse parado sin preocuparse por las dificultades que pudieran surgir en el futuro si pensaba que tenía la posibilidad de resolverlas por adelantado.

Por ello, en cuanto salió del hotel y fue a su casa, se puso en contacto con la agencia de detectives para que averiguaran el estado de las cuentas de Renée, así cómo lo sucedido en su vida privada durante los pasados cinco años. Necesitaba saber a qué se enfrentaba.

El jefe de la agencia le dijo que tardarían más o menos una semana en conseguir un informe financiero, pero que el otro asunto les llevaría por lo menos otras dos semanas.

–Conseguir ese tipo de información lleva tiempo, señor Mandretti, sobre todo si, como ha dicho, es vital que la señora Selinsky no se entere de que están haciendo preguntas sobre ella.

Cuando colgó, Rico se sintió satisfecho por haber empezado a utilizar finalmente el cerebro en lo referente a Renée. Era asombroso lo que se podía conseguir con un poco de distanciamiento. Alí estaba equivocado respecto a su supuesto enamoramiento de ella. La enfermedad que sufría era de naturaleza exclusivamente sexual. De momento. Con un poco de suerte, se habría curado antes de que se transformara en otra cosa.

Moviendo la cabeza, fue a la cocina a prepararse un desayuno en condiciones. Lo último en que había pensado en las pasadas horas había sido en la comida, y de pronto sentía un apetito voraz. Evidentemente, sus reservas de energía habían quedado muy mermadas a causa de la intensa actividad que había desarrollado durante la noche. Debía recuperar fuerzas si quería mantenerse esa noche a la altura de Renée. No había duda de que cuando la bruja hacía honor a una apuesta lo hacía con todas las consecuencias.

Pero sospechaba que haber ganado aquella no fuera a resolver nada para él. Mucho se temía que al llegar al fin de mes su obsesión sexual por Renée habría crecido en lugar de disiparse.

 

 

A pesar de que no había sido su intención, pues no quería perder ni un minuto de la estimulante compañía de Renée, Rico llegó tarde a las carreras. Había olvidado que aquella tarde no se celebraban en el hipódromo de Randwick, sino en el de Rosehill, que se hallaba en el otro extremo de la ciudad. Casi había llegado a Randwick cuando oyó un comentario en la radio que le hizo comprender su error. Maldiciendo, hizo girar su Ferrari y se encaminó hacia el oeste. Pero para cuando llegó al hipódromo la primera carrera ya estaba en marcha.

Una vez en la zona de socios, fue directo al bar, donde sin duda aparecería Renée entre carrera y carrera. Pidió una cerveza a pesar de que no hacía calor. El cielo se había cubierto de nubes y hacía un poco de frío.

Aunque Rico no tenía precisamente frío. Se sentía como si tuviera una caldera en su interior.

Para cuando terminó su cerveza Renée aún no había dado señales de vida, de manera que se acercó a la galería desde la que se divisaban las gradas y las espaciosas extensiones de hierba por donde deambulaban los asistentes. Los caballos que habían corrido regresaban a los establos. El entrenador del ganador tenía una sonrisa radiante en el rostro y los dueños, un pequeño grupo de personas de mediana edad, charlaban y reían sin parar.

Rico los envidió por un momento. No había nada como tener un ganador. Pero entonces su mirada se vio atraída por una visión que le hizo olvidar de pronto todo lo relacionado con las carreras de caballos.

Renée estaba en el césped, charlando con un desconocido. Pero no era la Renée que Rico estaba acostumbrado a ver en las carreras. No era la Renée que siempre llevaba un traje pantalón de un tono discreto, con unos sencillos zapatos y un ligero maquillaje. Aquella Renée era totalmente distinta.

Para empezar llevaba un vestido, un vestido negro con hombreras, grandes solapas y un cinturón negro ceñido en torno a su esbelta cintura. El resultado final era una forma de reloj de arena que atraía la mirada en primer lugar hacia la cantidad de escote que revelado y en segundo lugar hacia sus piernas, las magníficas piernas que Rico había tenido aquella noche en torno a sus caderas.

Normalmente, Renée las mantenía ocultas bajo los pantalones, pero en aquella ocasión las llevaba cubiertas por unas brillantes medias y podían ser fácilmente admiradas gracias al corto vestido y a la altura de los zapatos. También negros, por supuesto, de tacones altos y abiertos a los lados. Para completar el atuendo se había puesto un cinta de raso negro en torno a la garganta.

Rico apenas podía creer lo que estaba viendo. Y los cambios no se detenían ahí. Su pelo también había cambiado, tanto el color como el peinado. Ya no era castaño oscuro, sino totalmente negro. Seguía llegándole hasta los hombros, pero se lo había cortado a capas, tal y como se llevaba.

Rico no podía decir que no le sentara bien, como el color rojo escarlata que había elegido para pintarse la boca, una boca con la que había saboreado su cuerpo entero aquella noche y que en aquellos momentos hablaba y reía con otro hombre, un caballero mayor de pelo gris que tenía la vista clavada en el escote de Renée. Rico se hallaba lo suficientemente cerca como para darse cuenta de dónde estaba mirando el viejo verde y de lo que estaba pensando.

Renée debió sentir su presencia, porque de pronto volvió el rostro y sus miradas se encontraron, la de Rico oscuramente celosa, y la de ella atrevida y chispeante.

Lo saludó con la mano antes de despedirse de su interlocutor y luego subió las escaleras que conducían al bar. Rico permaneció donde estaba, con los puños cerrados, tratando de mantener la compostura. Era evidente que el propósito del aspecto de Renée era atormentarlo, no satisfacerlo. Había perdido la apuesta, pero aún trataba de ganar la guerra entre ellos. ¿Y qué mejor modo de ganarla que convertirlo en un tipo celoso además de en un obseso embrujado por su encanto?

Era ella la que pretendía seducirlo y corromperlo, comprendió de repente. De eso se había tratado la noche anterior, y eso pretendía seguir haciendo.

Su respiración se agitó ante el descaro de su contraataque. No le quedaba más remedio que admirarla. No había duda de que tenía valor. Y temple. Pero resultaba enloquecedor pensar hasta qué punto habría simulado la noche anterior. Tal vez no se había quedado tan prendada de su técnica como él creía.

Debía asumir su aspecto de vampiresa o caer directamente en su trampa. Pero no pensaba darle el más mínimo indicio de lo que realmente sentía. ¿Renée quería burlarse de él y atormentarlo? ¿Quería jugar juegos eróticos con él? Perfecto. Disfrutaría al máximo de ella cada vez que estuvieran en privado y se marcharía a Italia en cuanto acabara aquel mes, antes de que ella le diera su golpe de gracia, que, sin duda, consistiría en cortar con él radicalmente.

Pero no estaba dispuesto a pasar otros cinco años de tormento. Ni hablar. Se pondría fuera de su alcance.

Pero no ese día. Ese día Renée era toda suya. Y pensaba aprovecharse de ello. Jugaría el juego a la manera de ella, pero al mismo tiempo a la suya.

–Cielo santo, Renée –dijo con voz sedosa mientras ella avanzaba hacia él con su falda ligeramente entreabierta–. No hay duda de que cuando decides interpretar un papel lo haces hasta sus últimas consecuencias. ¿No te parece que te has excedido un poco con ese disfraz de «querida»? Supongo que no querrás que todos los viejos verdes que se crucen hoy contigo piensen que puedes ser suya por un precio. ¿O eso es lo que quieres? –añadió antes de que ella pudiera replicar–. Tal vez, en el fondo siempre hayas sido un poco fulana.

Fue un golpe bajo, tal vez inspirado por el rencor, pero a Renée no pareció importarle.

–Puede que tengas razón, querido. De lo contrario, ¿cómo explicar que disfrutara estando contigo anoche?

De manera que le había molestado lo que le había dicho. Se había delatado con su sarcasmo. Pero, por algún motivo, aquello ya no molestó a Rico. Tal vez había superado aquello después de haberla tenido en sus brazos y haber visto cómo llegaba. Pensándolo bien, estaba bastante seguro de que sus múltiples orgasmos no podían haber sido simulados. Tal vez no se estaba burlando tanto de él como de sí misma.

–Una vez que he aceptado que siento una innegable… inclinación por los chicos malos –continuó ella en tono despreocupado–, he decidido dejarme llevar, por expresarlo de algún modo. Así que, cuando he salido del hotel esta mañana he pensado, ¿qué diablos? Lánzate de lleno. Había visto este modelo en una boutique la semana pasada y tú dijiste anoche que querías que llevara ropa accesible. Te aseguro que no pueden conseguirse modelos mucho más accesibles que éste.

Se inclinó para que Rico pudiera echar un vistazo a su escote.

Y entonces se inclinó un poco más.

–¿Quieres comprobar hasta qué punto lo es? –murmuró mientras apoyaba los labios en el cuello de Rico–. Supongo que podríamos encontrar algún lugar lo suficientemente íntimo por aquí. ¿O quieres esperar a esta noche, cuando ambos nos estemos subiendo por las paredes? –se apartó un poco y sonrió complacida al notar que la respiración de Rico se había agitado–. ¿O tú ya te estás subiendo por las paredes? –añadió, a la vez que deslizaba la mano entre ellos y la apoyaba directamente sobre la abultada bragueta de Rico.

Él sonrió, porque la otra alternativa que le quedaba era gritar.

–Vamos, Renée… –tomó su mano con delicadeza y la apartó–. Ten un poco de decoro. Y no olvides quién es el señor y quién la querida. Yo establezco las reglas, no tú. Lo que me recuerda… ¿cuánto te debo por tu asombroso modelo?

Ella se encogió de hombros, lo que hizo que su escote resultara aún más provocativo.

–Ni un centavo. Soy una querida muy barata.

–Lo has dicho tú, no yo. Por cierto, ¿quién era ese caballero con el que estabas hablando?

–Un viejo amigo de mi marido. ¿Por qué?

–No te quitaba los ojos de encima.

–Lo sé.

–¿Te gusta que los ancianos te coman con los ojos?

–Me gusta que tú me comas con los ojos –dijo Renée con voz ligeramente ronca.

Rico contuvo el aliento. Sus ojos se encontraron y, en aquella ocasión, ninguno dijo nada. Pero el calor y la necesidad palpitaron entre ellos.

Una mano apoyada sobre el hombro de Rico interrumpió el sensual momento.

–¡Rico! ¡Cuánto me alegro de encontrarte! Hace mucho que no nos vemos. ¿Qué tal te va últimamente?.

Rico se volvió y se encontró con un hombre con el que había trabajado hacía tiempo en televisión. Tardó un segundo en recordar su nombre. Davison. Ian Davison.

–No muy mal, Ian. ¿Y a ti?

–No puedo quejarme. Me dedico a rodar documentales sobre la naturaleza. Siempre son populares. Un poco como los programas de cocina.

–Cierto –Rico sabía que debería presentarle a Renée, pero no quería hacerlo. Ya estaba harto del modo en que la estaban mirando los hombres aquel día. Ian no era la excepción. Tampoco era un viejo verde. Era relativamente joven, razonablemente atractivo y no apartaba los ojos de ella.

–Oí que te habías divorciado.

–Sí –contestó Rico escuetamente.

–¿No vas a presentarme a tu encantadora amiga?

–No –replicó Rico–. Creo que no.

Renée puso los ojos en blanco, pasó la larga tira de su bolso por su hombro y extendió una mano hacia Ian.

–Soy Renée –dijo.

Rico apretó los dientes cuando el otro hombre estrechó su mano y la retuvo más tiempo del necesario.

–Renée –repitió Ian–. ¿Rico y tú sois pareja, o solamente amigos?

–Lo cierto es que soy la querida del señor Mandretti –contestó ella con cara de póquer.

Rico no pudo evitarlo y rompió a reír. Tanto por la desfachatez de Renée como por la cara que se le puso a Ian.

–Qué traviesa eres, Renée –dijo–. En realidad no es mi querida, Ian. Lo cierto es que la gané en una apuesta –él también sabía jugar a escandalizar, e Ian no significaba nada para él. Podía pensar lo que le diera la gana.

Ian parecía perplejo e intrigado.

–Er… ¿estoy en medio de algún juego, o algo parecido?

–Me temo que sí –dijo Rico–. A Renée le encantan los juegos, y las apuestas.

–Le dijo la sartén al cazo –replicó ella con ojos brillantes–. Rico es un apostador compulsivo, pero ya se ha cansado de apostar dinero. De manera que ha incluido en sus apuestas el sexo y el pecado. No me extrañaría que quisiera ponerse a jugar a las prendas aquí mismo.

–Suena… fascinante, amigos, pero tendréis que disculparme un momento. Resulta que a mí aún me gusta apostar dinero y hay un caballo por el que quiero apostar en la próxima carrera.

–¡Buena suerte! –dijo Renée mientras Ian se alejaba.

–Lo mismo digo –contestó Ian con una última mirada por encima del hombro a su escote.

Rico decidió en aquel momento que no estaba dispuesto a tolerar más bromas o encuentros de aquella clase. Ese día no corría ninguno de sus caballos, de manera que no había motivo para que se quedaran. Pero sí los había para que se fueran. Aparte de que su deseo de volver a hacer el amor con Renée se estaba volviendo casi insoportable, la idea de encontrarse con Alí con Renée vestida así no le hacía ninguna gracia. No quería tener que pegar a su buen amigo en la boca, pero lo haría si empezaba a hablar de nuevo de fulanas. Él era el único que podía llamar fulana a Renée, porque no lo diría en serio.

–No quiero jugar a las prendas aquí –murmuró cuando Ian desapareció–. Vamos a mi casa. Ahora –cuando tomó a Renée por un brazo, esta le lanzó una mirada iracunda.

–¿Y si dijera que no?

–Empezaría a besarte aquí mismo hasta que dijeras que sí.

Rico creyó percibir un destello de temor en los ojos de Renée. Si fue así, desapareció en un instante.

–Lo harías, ¿verdad, diablo malicioso? –dijo ella, con una nueva sonrisa en los labios. La nueva Renée, decidida a divertirse y a dejarse llevar por la corriente, había vuelto.

–Desde luego.

Renée rió.

–De acuerdo, has ganado esta pequeña batalla. Pero la guerra aún no ha terminado. ¡Ni mucho menos!