Capítulo 11

 

 

 

 

 

CUANDO despertó, Rico oyó el agua corriendo en la ducha. Miró el reloj de la mesilla de noche. Las siete menos diez. No había dormido mucho. Sólo unos veinte minutos.

Aliviado, se irguió, colocó una almohada a sus espaldas y se apoyó sobre ella con los brazos tras la cabeza.

Al menos, Renée no había huido. ¿Y por qué iba a haberlo hecho? No había duda de que él se había superado a sí mismo aquella noche.

Habían pasado casi cinco horas haciendo el amor, con muchos juegos previos y posteriores entre medias. Él había utilizado todos sus conocimientos sobre las mujeres para mantener a Renée en un prolongado estado de abandono y rendición.

Había comprobado con sorpresa que le encantaba ceder el control. Al menos con él. Él se había ocupado de la seducción, de dar y tomar. Y sí, ella había estado encima, pero sólo siguiendo sus órdenes, y no durante demasiado tiempo. No quería que empezara a pensar que ella era quién mandaba en el dormitorio. Pero había sido maravilloso verla montada sobre él, con la cabeza echada atrás, los ojos cerrados y la boca abierta mientras jadeaba en busca de aire. Por unos momentos, él se había limitado a mirarla y preguntarse quién era realmente aquella mujer que lo cautivaba de aquella manera. Que lo cautivaba y lo corrompía.

Porque aquel no era él, aquel hombre dominante que ya estaba planeando hacerle más cosas con un único fin: conseguir que Renée aceptara ser su querida de forma permanente, no sólo pasajera. Si no le permitía amarla, pensaba poseerla. Se había convertido en un ser primitivo y primario que había encontrado su pareja y no estaba dispuesto a dejarla ir. Tenía un mes para dejar su señal en ella, para marcarla, para demostrarle que él y sólo él podía satisfacerla. Apelaría a su lado oscuro y a su inteligencia, pero sobre todo a su lado femenino, que parecía muy afectado por él como amante. Debía haber hecho realidad alguna de sus fantasías secretas, porque una mujer como Renée no se mostraría normalmente tan cooperativa, tan sumisa. No le había dicho que no a nada en toda la noche.

Oh, sí, pronto la tendría exactamente donde quería. Tal vez no lo amara, pero era evidente que lo deseaba con auténtica lujuria. Y Rico creía que la lujuria era casi tan poderosa como el amor. A veces incluso más.

El agua dejó de correr en el baño y Rico se tensó de inmediato. Enseguida dio un bufido, molesto consigo mismo. Era él el que tenía miedo. Tenía miedo de perderla.

¿Qué era lo mejor que podía hacer? Más sexo en aquellos momentos habría sido exagerar. Sería mejor tenerla esperando un rato. Además, él era sólo un hombre, no una máquina.

La llevaría a cenar a algún sitio. Así mataría dos pájaros de un tiro. Descansarían y ella se vería obligada a charlar con él. Hablar podía resultar tan seductor e íntimo como hacer el amor. Hablar rompía las defensas, creaba lazos, hacía que los malentendidos se desvanecieran y las personas se entendieran. Rico estaba deseando averiguar más cosas sobre ella. Tal vez aquella fuera su última oportunidad, mientras Renée seguía derretida entre sus brazos. O al menos lo estaba antes de que él se quedara tontamente dormido.

Sí, llevarla a cenar sería una buena estrategia.

Descolgó el teléfono de la mesilla de noche y reservó una mesa en una marisquería cercana. Podían ir andando, de manera que no iban a tener que preocuparse por el vino que bebieran.

Para cuando la puerta del baño se abrió diez minutos después, Rico se sentía razonablemente confiado respecto a su plan para aquella tarde. Nada de sexo durante unas horas. Sólo cenar y charlar. Un buen plan… hasta que Renée entró en el dormitorio envuelta en una toalla y con el aspecto de una recién casada después de la noche de bodas. «Resplandeciente», fue la palabra que surgió en la mente de Rico. Resplandeciente y preciosa y… oh, oh, ya empezaba de nuevo.

Renée localizó de inmediato el movimiento bajo las sábanas y lo miró, conmocionada.

–No puede ser –dijo mientras volvía a contemplar el fenómeno–. ¡Es imposible!

–Pues parece que no –replicó Rico secamente a la vez que doblaba las rodillas para ocultar su erección–. Ignórala de momento. He reservado mesa en un restaurante cercano para las siete y media. Tienes casi media hora para vestirte.

–Ignorarla –repitió Renée, claramente agitada. Se estremeció y volvió a mirar a Rico al rostro–. ¿Qué estabas diciendo? Oh, sí, cenar… No tendré que vestirme especialmente, ¿no? Apenas he traído ropa y no quiero volver a ponerme ese vestido negro. Ni esto –añadió a la vez que se agachaba pare recoger el body, las medias y los zapatos del suelo.

–¿Por qué no?

–Ya sabes por qué no. Mira lo que me pasó por ponérmelo.

–¿Y no los compraste para eso?

–No –Renée arrojó las prendas en una silla–. Se suponía que a quien tenían que afectar era a ti.

Rico rió.

–Puedes reírte, pero todo eso me costó una fortuna.

–Me he ofrecido a reembolsarte el dinero y no has querido. Ahora deja de quejarte. Has estado disfrutando toda la tarde de los efectos de tu compra, así que no creo que pueda decirse que haya sido una mala inversión.

–Aún no has contestado a mi pregunta –dijo Renée, impaciente–. ¿Puedo ponerme unos pantalones y un jersey para ir al restaurante?

–Por supuesto. Es un lugar informal y sólo está a cinco minutos de aquí.

–En ese caso, voy a preparar algo de café antes de vestirme. ¿Quieres una taza?

–Ahora mismo no, gracias. Antes voy a ducharme.

–De acuerdo –Renée se volvió y salió de la habitación.

Rico salió de la cama en cuanto la perdió de vista y fue al baño. Tras unos minutos bajo el chorro de agua fría, logró que su erección se relajara, aunque no le sirvió de mucho, porque cuando salió encontró a Renée junto a las puertas acristaladas que daban a la terraza del dormitorio, aún sin vestir y con la toalla a punto de caerse de sus pechos.

–Saldría a disfrutar de la vista, pero hace demasiado frío fuera.

«Y aquí demasiado calor», pensó Rico, irritado.

–Me he tomado la libertad de visitar el resto de la casa después de preparar el café –añadió Renée–. Espero que no te importe.

–En absoluto.

–Me encanta cómo la has decorado. He notado que no has cambiado el color de las paredes ni las alfombras del dormitorio, pero tu elección de mobiliario ha sido exquisita. Los tonos cálidos de la madera son mucho más agradables que esos muebles pintados de color crema que tenía Charles.

Rico parpadeó y luego la miró. Hasta aquel momento nunca se le había ocurrido pensar que Charles pudiera haber sido uno de los amantes de Renée. Sin embargo, en cuanto lo pensó, decidió que era una posibilidad bastante real. Charles había salido con muchas mujeres hasta que había conocido a Dominique. De hecho, era muy probable que hubiera estado con bastantes más mujeres que él, que no era el playboy que Renée siempre había creído.

–¿Fue Charles uno de tus amantes? –preguntó, con un nudo en la garganta. «Cualquiera menos Charles», rogó por dentro.

–¿Qué? –Renée se había acercado a la cama y estaba acariciando el cabecero distraídamente, como si estuviera recordando algo. Su expresión soñadora se transformó en otra de exasperación–. Oh, no seas tonto. Por supuesto que no.

–Entonces, ¿cómo sabes el aspecto que tenía el dormitorio cuando Charles vivía aquí?

–He estado aquí en varias ocasiones durante los últimos años, Rico. En algunas fiestas y más recientemente en la fiesta de la boda de Charles. Soy una mujer, lo que significa que soy curiosa. Me asomé al dormitorio, ¿de acuerdo?

Parecía una explicación razonable. Rico sintió un gran alivio.

–Supongo que sí. ¿Pero por qué has dicho «por supuesto que no»? ¿Es demasiado mayor para ti? Supongo que te gusta que tus amantes sean jóvenes y ardientes. Tienen que serlo para mantenerse a tu ritmo –Rico se arrepintió de inmediato de haber pronunciado aquellas palabras causadas por los celos y la inseguridad. Pero ya era demasiado tarde.

Renée dio un sorbo a su café y suspiró.

–¿Podríamos evitar ese tema de conversación? Es una pérdida de tiempo tan grande… Ahora estoy aquí contigo, y seguiré viniendo cuando quieras durante el próximo mes. Seré tu querida durante ese periodo de tiempo. Pero eso no te da derecho a someterme a un tercer grado sobre los amantes que he tenido en el pasado, ni sobre cualquier otra cosa. Estoy dispuesta a hablar contigo de otra serie de tópicos, pero no sobre mi vida personal, lo que incluye mi pasado.

–Comprendo –dijo Rico, frustrado a todos los niveles. Había quedado claro que llevarla a cenar no le iba a servir para conseguir lo que esperaba. No si Renée se negaba de antemano a abrirse a él a un nivel personal. Tenían que comer, pero no pensaba salir en el estado de excitación en que se sentía. Su masoquismo en lo referente a Renée había acabado. Al menos durante el siguiente mes.

–De acuerdo –dijo en tono displicente–, si eso es lo que quieres, así será. Y ahora, deja el café, quítate la toalla y ven aquí. Enseguida.

Disfrutó de la expresión conmocionada de Renée y aprovechó su vacilación para quitarse su propia toalla y mostrarle lo que la aguardaba. Ella se quedó mirándolo, boquiabierta. Luego tragó convulsivamente. Cuando se humedeció los labios con la punta de la lengua, Rico supo que la tenía.

–¿Haces esto a todas tus mujeres? –preguntó ella, enfadada.

–¿Qué les hago?

–Corromperlas.

Rico tuvo que reír.

–No. Sólo a las brujas de ojos verdes que se han dedicado a hostigarme durante años. ¡Y ahora deja esa taza y haz lo que te he dicho, querida mía!

Renée no movió un músculo durante un momento. Luego, despacio, con altivez, dejó la taza, se quitó la toalla y la arrojó a un lado. Era la primera vez que Rico la veía de pie completamente desnuda. No había duda de que era una preciosidad. Alta y esbelta, con largas y elegantes curvas. Una auténtica pura- sangre. Si hubiera sido un caballo en subasta habrían pagado millones por ella

Era una lástima que no pudiera comprarla.

De pronto, Rico esperó que el informe que le iban a entregar revelara que estaba pasando por dificultades económicas. Así tendría algún poder para retenerla en su cama. Pero dudaba que fuera así. De momento sólo iba a contar con Renée durante aquel mes.

–Ahora ven aquí –dijo con voz ronca.

Ella obedeció y avanzó hacia él como Rico suponía que solía hacerlo en otro tiempo sobre una pasarela, con largas y lentas zancadas y aquella altanera expresión en su bello rostro. Se detuvo ante él con un brillo de desafío y odio en la mirada.

–¿Qué quieres que haga, mi señor? ¿Debo tumbarme de espaldas o prefieres que me arrodille ante ti? Estoy segura de que eso te gustaría. ¿No puedes decidirte? Deja que yo lo haga por ti –añadió Renée a la vez que se arrodillaba ante él.

Rico la observó fascinado mientras ella lo acariciaba con una mano y lo tomaba en la otra con firmeza. Cuando inclinó la cabeza y sus labios entraron en contacto íntimo con él, un ronco gemido escapó de su garganta. Habría sido muy fácil permitir que llegara hasta el final. Casi estuvo a punto de hacerlo, pero en el último segundo la tomó por los hombros y la hizo erguirse. No supo si fue la decencia o la desesperación lo que lo impulsó a hacerlo; sólo sabía que no podía permitir que Renée le hiciera aquello a causa de un enfado. Sólo quería que le hiciera aquello si surgía en el calor de la pasión.

–No –dijo cuando ella lo miró con expresión desconcertada–. Eso no. Y no así. Yo… quiero hacerte el amor, ¿no lo comprendes? –añadió a la vez que la zarandeaba–. Quiero tomarte en mis brazos y besar tus pechos, susurrar palabras dulces junto a tu oído. Quiero…

Rico interrumpió su apasionado discurso y la besó hasta que Renée empezó a gemir y se derritió entre sus brazos. Cayeron juntos en la cama con los labios unidos, mientras sus manos buscaban casi con frenesís sus partes más íntimas.

–¡Cielo santo! –murmuró ella–. ¿Por qué te permito hacerme esto?

–¿Hacerte qué? ¿Qué te estoy haciendo?

–Me estás volviendo loca –jadeó Renée–. Esto es una locura. No puedo. Otra vez no –dijo, pero tomó a Rico por los glúteos, clavó sus uñas en ellos e hizo que la penetrara una y otra vez a la vez que movía sus caderas para ayudarlo–. Sí, sí… así… oooh…

Con un ronco gemido, mientras sentía los espasmos de la cálida carne de Renée en torno a su dureza, Rico le hizo alzar los brazos por encima de la cabeza y se obligó a permanecer quieto mientras se deleitaba en su abandonada rendición. Fue una lucha de poderes que acabó ganando ella cuando, a la vez que su nombre escapaba de los labios de Rico, este se derramó en su interior a la vez que su corazón parecía estallar de emoción.

De manera que era él quien la estaba volviendo loca a ella… ¡Que ironía! ¿Acaso no sabía que ella lo había vuelto loco hacía años? ¿Por qué si no hacerle el amor nunca acababa de satisfacerlo? ¿Por qué empezaba a pensar en la siguiente vez casi antes de haber acabado? ¿Cómo podía calificarse un deseo tan autodestructivo? ¿Adicción? ¿Obsesión? ¿Amor?

Rico ya no sabía cómo llamarlo. Todo lo que sabía era que Renée iba a ser su mujer, y no sólo durante aquel fin de semana, ni durante aquel mes, sino durante mucho tiempo. La quería allí, bajo su techo, en su cama, cada noche, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirlo.