RICO encontró a Renée en un extremo de la sala de espera. Hablaba con una tranquila Gina que, sentada junto a ella, la miraba embelesada.
–Entonces el lobo se puso uno de los camisones de la abuela y se metió en la cama justo cuando Caperucita…
Renée se interrumpió al ver a Rico y la niña empezó a protestar de inmediato. Rico tomó a Gina en brazos y se sentó con ella en su regazo.
–Si no te callas, no vas a oír el resto del cuento –dijo.
Gina se calló de inmediato.
–Sigue –animó Rico a Renée–. Es uno de mis favoritos.
–Supongo que te gustan todos los cuentos en los que sale un gran lobo malo –bromeó ella antes de continuar.
Rico rió y luego escuchó. Y se quedó impresionado con lo bien que se le daba contar cuentos a Renée.
Afortunadamente, lo mismo le pasó a Gina, que pidió otro cuento en cuanto terminó el de Caperucita Roja. Renée se lanzó a contarle el de los tres cerditos sin pestañear. Afortunadamente, la niña empezó a quedarse adormecida y ya estaba completamente dormida para cuando el lobo se disponía a soplar con todas sus fuerzas.
Renée se interrumpió de inmediato y Rico protestó.
–Quiero escuchar el final.
Ella lo miró con curiosidad.
–¿Te refieres a la parte en que el gran lobo malo se lleva su merecido?
–Sí.
–Mmm. Es una pena que la vida real no sea un reflejo de los cuentos. Conozco a un gran lobo malo al que le vendría muy bien caer en una caldera de agua hirviendo para escaldar su ego.
–¡Ay! Pero hablando en serio, Renée, ¿cómo es que te sabes todos esos cuentos con tanto detalle?
–Pasé gran parte de mi adolescencia contando esos cuentos a mis primos pequeños cada noche.
–¿Y eso?
–Fui criada por mi tía y mi tío desde los doce años.
–¿Y eso?
Renée suspiró.
–Haces muchas preguntas.
–Estoy interesado.
–Sé exactamente en qué estás interesado en lo referente a mí, Rico Mandretti. Pero supongo que en este lugar no puedes ceder a tu apetito, así que en lugar de ello quieres alimentar tu curiosidad. De acuerdo, ya que quieres saberlo. Me quedé huérfana a los doce. Mis padres murieron en una colisión frontal junto con mi única hermana. Yo tuve la suerte, o la mala suerte, dependiendo del punto de vista, de quedarme con mis tíos aquel día. Me quedé a vivir con ellos hasta que acabé el instituto y vine a Sidney.
–¿No fuiste feliz con ellos? –preguntó Rico, leyendo entre líneas.
Renée se encogió de hombros.
–Supongo que lo hicieron lo mejor que supieron; a fin de cuentas yo era su sobrina, no su hija. Pero mi tía no era una mujer especialmente maternal. Sólo Dios sabe por qué tuvo bebé tras bebé. Pero lo que sí le gustaba era contar con una canguro para sus hijos. En muchas ocasiones, tuve que ocuparme de ellos desde la mañana hasta la noche, aunque lo cierto es que no me importaba. Sus niños me adoraban, aunque ella no lo hiciera. Y yo necesitaba alguien a quien querer entonces.
Rico estaba conmocionado, tanto por la trágica historia como por el hecho de no haber pensado hasta entonces en la familia de Renée y en su infancia. Sin embargo decía amarla. Tal vez era tan egoísta como lo había sido su amante italiano. O tal vez todos los hombres fueran unos egoístas. Pero ya había llegado el momento de empezar a pensar en ella en lugar de en sí mismo.
–No has mencionado a tu tío. Espero que no tuvieras ningún problema con él.
Ella pareció sorprendida.
–¿A qué te refieres? Oh… oh, no, en absoluto. ¿Por qué piensa la gente siempre cosas como ésas?
Rico se encogió de hombros.
–Porque debías de ser una niña preciosa.
–Lo cierto es que no. No lo era. Nunca fui la típica niña guapa de ojos azules, con ricitos etc. Siempre fui delgada, huesuda y pálida. A causa de mis grandes ojos verdes me llamaban «ranita». Cuando cumplí los catorce crecía demasiado rápido y me volví terriblemente desgarbada y torpe. No era precisamente la clase de chica por la que se vuelven locos los hombres. Para cuando cumplí los dieciocho había mejorado un poco, pero aún carecía de estilo y elegancia. Solía caminar todo el rato con los hombros hundidos y la mirada en el suelo.
–Me cuesta creerlo. Ahora caminas maravillosamente. Y con orgullo.
–Gracias a un curso que tuve la suerte de ganar en un sorteo cuando vine a Sidney. Por entonces era la chica de los recados en una fábrica de plásticos. El caso es que las personas que dirigían el curso dijeron que tenía el aspecto adecuado para ser modelo y me recomendaron a una agencia. No esperaba que me aceptaran, pero poco después estaba caminando por las pasarelas. Nunca llegué a alcanzar la fama de las supermodelos, pero me fue muy bien.
–Debo confesar que sólo recuerdo vagamente tu nombre. Pero por entonces yo no salía con modelos.
–¿No tenían suficiente pecho para tu gusto?
–Muy graciosa. No. Creo que mi ego era demasiado grande como para competir con mujeres de éxito. Me bastaba con chicas que dijeran todo el rato que era maravilloso, no lo contrario. Espero haber crecido un poco desde entonces. Sé que piensas que voy de una rubia a otra sin parar, pero eso no es cierto. Ya no, al menos.
Renée lo miró, pensativa.
–Me sorprendes, Rico. Es un signo de auténtica madurez poder mirar atrás y comprender por qué hiciste lo que hiciste. Me alegra que no vayas a volver a salir con chicas como Jasmine. Mereces algo mejor. ¿Soy yo la que está hablando? Bueno, ya había dicho que me estabas volviendo loca.
Sus miradas se encontraron y Rico quiso besarla, pero no podía hacerlo allí. En lugar de ello, decidió seguir averiguando cosas sobre ella.
–¿Cómo se produjo el accidente de tus padres?
La mirada de Renée se entristeció a causa del recuerdo.
–Mis padres tuvieron que ir al médico a llevar a mi hermana Fay, que tenía un problema de escoliosis. Vivíamos en el campo, en una granja cercana a Mudgee, y por allí apenas hay especialistas. Ya estaban de regreso cuando su coche invadió la calzada contraria y colisionó de frente con un camión. Piensan que papá se quedó dormido al volante.
El corazón de Rico voló hacia Renée.
–Debió de ser duro, Renée. Muy duro. Lo siento tanto…
Sus miradas se encontraron de nuevo y Rico esperó que ella pudiera ver su sincera compasión.
–En realidad no eres un gran lobo malo, ¿verdad? –dijo ella con el ceño fruncido.
Rico sonrió.
–No. Pero este último par de días no puede decirse que haya estado precisamente en forma. Debo admitirlo.
–Guau, si no estabas en plena forma, voy a tener que prepararme para un auténtico festín durante el resto del mes.
Rico tuvo que reír. Estuvo tentado de decirle allí mismo que no le engañaba con su malicioso sentido del humor. Él sabía que quería algo más de él que sexo. Quería que la amara. Y que se casara con ella.
Pero no era el lugar ni el momento para plantear aquello. No quería arriesgarse a perderla a causa de la impaciencia. Esperaría hasta que llegara el momento adecuado, hasta que ella estuviera lista para aceptar su amor. Entretanto, seguiría preguntándole cosas sobre sí misma. Ya había empezado a contarle cosas. No había motivo para que parara.
–¿Y qué están haciendo con tu padre? –preguntó Renée primero–. No me ha parecido que tuviera muy mal aspecto. Está un poco pálido, pero creo que vivirá hasta esos noventa años que dice que viven los hombres Mandretti. A menos que sean asesinados, por supuesto. Por ex celosos y queridas vengativas, sin duda.
Rico sonrió. Estaba a punto de decir algo cuando vio que Katrina se acercaba a ellos.
–Estaba empezando a preocuparme, pero veo que no había motivo –dijo al ver a la niña dormida en brazos de Rico–. Papá está descansando. Volveré a verlo mañana. Me alegro de haberte conocido, Renée. Y gracias por ocuparte de Gina. Siento que no seas la verdadera novia de Rico. No le vendría mal casarse con alguien agradable para variar. Adiós, Rico –al inclinarse hacia su hermano para besarlo, susurró–: Tonto.
Él sonrió. Katrina había sido como una segunda madre para él, y lo había mimado casi tanto como a Gina. Que lo llamara «tonto» era toda una reprimenda por su parte, pero significaba que aprobaba a Renée como posible cuñada.
A él le gustó la idea. Mucho.
–Nos vemos mañana, hermanita.
Katrina puso los ojos en blanco y se fue.
–¿Son todos tus hermanos y hermanas tan guapos como tú? –preguntó Renée cuando Katrina se alejó.
Rico pensó un segundo.
–Casi –contestó, y ella lo golpeó juguetonamente en el antebrazo.
–Eres un arrogante.
–Sí. Es un problema que compartimos todos los lobos grandes y malos. Somos arrogantes. Y ahora, ¿qué tal si vamos a ver a mi padre? –Rico se levantó y tomó a Renée de la mano para que hiciera lo mismo.
–¿Prefieres que espere en el coche?
–No. Papá siempre ha tenido buen ojo para las mujeres guapas. Volver a verte le sentará bien.
–Adulador.
–Esa es otra cualidad típica de los lobos grandes y malos. Todos somos aduladores.
–Ya he dicho que no eras un gran lobo malo.
–Es cierto. En ese caso, no soy un adulador. Por tanto, debes de ser realmente bonita.
Renée le dedicó una de sus chispeantes miradas.
–Vamos de una vez, señor Mandretti.
–Tendré que preguntar a alguna enfermera a dónde lo han llevado.
Unos momentos después, entraban en una habitación individual. Frederico había recuperado parte del color y estaba profundamente dormido gracias a la inyección que le habían puesto, según les explicó Teresa.
–No hace falta que te quedes, Rico –dijo–. Ven a vernos mañana.
–¿Y tú, mamá? Deberías dormir un poco. Será mejor que te lleve a casa.
–Gracias, Enrico, pero no. Han dicho que puedo quedarme. Una enfermera muy agradable va a traer una cama plegable para mí. Pienso dormir aquí, junto a tu padre.
Rico frunció el ceño. No le gustaba cómo sonaba aquello. Si su padre no estaba tan mal, ¿por qué dejaban que su madre se quedara?
–Es algo muy normal en los hospitales hoy en día –dijo Renée con suavidad–. No te preocupes.
Él la miró.
–¿Cómo sabías…? –movió la cabeza–. Da lo mismo –le gustaba pensar que Renée era sensible a sus necesidades, que empezaban a estar en sintonía, no sólo física, sino también emocional.
Abrazó a su madre y besó a su padre en la frente antes de susurrar junto a su oído:
–Te quiero.
–Se pondrá bien –dijo Renée unos momentos después mientras se dirigían hacia el coche–. Está en buenas manos.
–Supongo que sí.
–Pero te preocuparás de todos modos, ¿verdad? –dijo ella cuando llegaron al Ferrari–. Quieres mucho a tu familia, ¿verdad?
–Por supuesto. La familia lo es todo, Renée.
La desolada mirada que le dedicó ella hizo que Rico quisiera darse de bofetadas.
–Oh, lo siento. Soy un estúpido –murmuró a la vez que la abrazaba. Ella enterró el rostro en su pecho y lloró mientras él le acariciaba el pelo–. No debería haber dicho eso.
–No –dijo ella, moviendo la cabeza–. Ha sido precioso –añadió, y a continuación siguió llorando casi con desesperación.
Rico le dejó desahogarse, pues sabía que no podía decir nada que fuera a hacerla sentirse mejor. Debía ser terrible perder a toda la familia a los doce años y tener que irse a vivir con alguien que en realidad no lo quería a uno.
–No se a ti –dijo cuando Renée dejó de llorar–, pero a mí me vendría bien comer algo.
–¿Qué te parece si vamos a mi casa? –sugirió Renée, con los ojos aún brillantes por las lágrimas–. Tengo un montón de comidas preparadas por mí en el congelador y que podemos calentar rápidamente en el microondas.
–Me parece una gran idea –dijo Rico, que ocultó su sorpresa al enterarse de que Renée cocinaba.
Su casa también fue una sorpresa. Esperaba el último grito en cuanto a decoración, no un agradable estilo rural en el que abundaban las maderas y que producía una reconfortante sensación de paz.
Pocos minutos después, estaban sentados a la mesa frente a un delicioso pollo estilo Thai y un buen plato de ensalada.
–No sabes cuánto disfruto comiendo lo que preparan otros –dijo Rico entre bocado y bocado.
–Y tú no sabes cuánto disfruto yo viendo comer a otra persona lo que yo preparo –dijo Renée–. Casi siempre como sola.
Rico pensó en aquello mientras seguía comiendo. Había tantas cosas que no sabía sobre ella.
–¿Por qué te casaste con un hombre tan mayor, Renée? –preguntó cuando sus platos estuvieron vacíos–. Y no me salgas con evasivas ni con ironías, por favor. Quiero la verdad.
–La verdad –repitió Renée, despacio–. Hoy estás especialmente curioso, ¿no? –dijo, resignada–. De acuerdo. Puede que ya sea hora de que escuches la verdad. Me case con Jo porque me quería. Y porque no quería tener hijos.
Rico no podría haberse quedado más sorprendido. O preocupado.
–No tuvo nada que ver con su dinero –añadió Renée.
–De acuerdo. Te creo. ¿Pero por qué no querías tener hijos?
–He dicho que Jo no quería tenerlos, no que yo no quisiera.
–Lo siento, pero no entiendo.
–Sólo te estoy contando esto porque mucho me temo que sé hacia dónde nos dirigimos. La verdad es que no puedo tener hijos.
Rico se sintió como si acabaran de golpearlo en pleno estómago. Aquello borraba de un plumazo todo lo que había estado planeando. ¿Cómo podía casarse con Renée y convertirla en la madre de sus hijos si no podía tenerlos?
–¿Hace… hace cuánto tiempo lo sabes? –preguntó cuando su mente volvió a funcionar.
–Desde los veintiséis. Tuve un embarazo extrauterino. Gemelos. Hubo complicaciones y sufrí una severa infección. Tuvieron que operarme para salvarme la vida y después me dieron la buena noticia.
Rico no sabía qué decir. Pero sí sabía que el tono sarcástico de Renée ocultaba mucho dolor. Podía verlo en sus ojos. El cirujano debió verse obligado a practicarle una histerectomía. Debió ser una noticia terrible para una mujer tan joven.
Pero aquello explicaba muchas cosas. Su matrimonio con Joseph Selinsky. Su decisión de no tener ninguna relación profunda desde que se quedó viuda. Su rechazo a hablar o a pensar en el amor.
–El padre era Roberto, ¿no?
–¿Cómo lo has adivinado?
–¿Qué pasó? Te dejó después de averiguar que no podías tener más hijos, ¿verdad?
–No. Roberto era mucho más egoísta que eso. Simuló mostrarse compasivo. Me dijo que no importaba, que aún me amaba locamente y que nos casaríamos. Naturalmente, siguió acostándose conmigo. Pero empezó a viajar mucho a causa de su profesión de modelo, o eso decía. Cuando puse en marcha mi propia agencia, averigüé a través de unos contactos que hacía tiempo que Roberto no estaba en el negocio. Cuando lo descubrí, él no estaba y lo llamé de inmediato. Me confesó por teléfono que estaba en Italia con su reciente esposa… su reciente y embarazada esposa.
Rico contuvo el aliento. ¡El muy miserable se había casado a espaldas de Renée!
–Ella era de una familia con mucho dinero –continuó Renée–. Lo gracioso es que Roberto no podía entender por qué me disgusté tanto. Dijo que aún me amaba y que quería que siguiéramos siendo amantes. Por lo visto, su suegro estaba en el negocio del calzado y le había dado un trabajo en la sección de ventas, de manera que pensaba acudir regularmente a Australia por asuntos de negocios.
Rico apenas podía creer lo que estaba oyendo. ¿Qué clase de hombre podía hacer algo así? ¿Y a qué clase de cretino se le podía ocurrir algo tan insensible?
–¿Y qué le dijiste?
–¿Como que qué le dije? ¡Que se fuera al diablo y que si alguna vez se le ocurría acercarse a mí le cortaría los testículos con un cuchillo de trinchar! –se puso en pie de un salto a la vez que su voz adquiría un toque de histeria–. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Permitirle hacer conmigo lo que quisiera cuando quisiera? ¡Tengo más orgullo que eso! El único motivo por el que te estoy contando todo esto es para que no te hagas absurdas ideas respecto a casarte conmigo. Cosa en la que has estado pensando, ¿verdad? Crees que me amas. Y probablemente crees que yo te amo a ti. Y puede que sea cierto. Pero, dadas las circunstancias, eso es totalmente irrelevante. Tú quieres hijos y yo no puedo dártelos. Fin de la historia. Fin de la aventura.
Rico se levantó, rodeó la mesa y tomó el tembloroso cuerpo de Renée entre sus brazos.
–No sólo creo que te amo, Renée. Lo sé con certeza. Siempre te he amado. Te quiero y quiero que seas mi esposa. Me da igual que no puedas tener hijos. Eso es algo secundario respecto a lo que siento por ti.
–Eso no es cierto –murmuró ella mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas–. No es algo secundario. Los hijos son una de las cosas que más te importan. Y no me amas. En realidad no. Es sólo sexo. Después de un mes acostándote conmigo noche tras noche, tu supuesto amor se irá apagando y agradecerás que no haya aceptado casarme contigo. Y aunque me quisieras de verdad, no podríamos casarnos, porque acabarías odiándome.
–Lo dudo mucho. Ya he tratado de odiarte y no ha funcionado. Tampoco te ha funcionado a ti. Nos amamos, Renée, y eso no va a cambiar nunca. Nos amamos y deberíamos estar juntos como marido y mujer. En cuanto a los niños… podemos adoptarlos. Sé que no hay muchas posibilidades en Australia, pero hay otras partes del mundo donde hay muchos niños que necesitan unos padres que los quieran. Y nosotros seremos unos buenos padres.
Renée lo miró a través de sus lágrimas, maravillada y sobrecogida a la vez.
–No lo dices en serio.
–Totalmente.
–Oh, cielo santo… ¿cómo puedo decir que no? Y sin embargo debería hacerlo. Sé que debería hacerlo. Todo esto es demasiado precipitado. No estás pensando con frialdad, Rico. Te propongo un nuevo trato. Seguiré siendo tu amante durante el resto del mes y después, si aún quieres casarte conmigo, aceptaré.
–¿Hablas en serio? –Rico apenas pudo contener su júbilo al oír aquello.
–Totalmente.
–¿No te echarás atrás?
–No, a menos que hagas algo terrible entre tanto.
–¿Por ejemplo?
–No sé. Convertirte en un asesino en serie, o empezar a afeitarte los fines de semana, por ejemplo –murmuró Renée a la vez que alzaba una mano para acariciarle la barbilla–. Creo que mis pezones se han vuelto adictos a su roce…
–¿Sólo tus pezones?
–Puede que también alguna otra parte.
–No sabes nada de adicciones –murmuró Rico mientras la conducía hacia el dormitorio–. Deja que te muestre lo que es una verdadera adicción… y la única forma de abordarla.
Estaban haciendo el amor por segunda vez cuando Rico recordó los informes que había encargado.
–Rico… –gimió ella cuando notó que dejaba de moverse.
Él la besó en el hombro.
–Sólo me estaba tomando un respiro, cariño.
Que el cielo lo ayudara si Renée llegara a enterarse, pensó. ¿Debía llamar a Keith para cancelar el encargo? En realidad no supondría una gran diferencia. Además, aún quería saber con quién se había estado acostando, y estaba seguro de que ella no querría decírselo. En cuanto al estado de sus cuentas… tal vez también debería despreocuparse por completo de aquel tema.
–Rico… por favor… –Renée movió sus caderas contra él y sus pechos se agitaron sensualmente.
Él gruñó. Imposible pensar en otra cosa en aquellos momentos