RICO dejó los dos informes sobre la mesa de café y fue a servirse una bebida. Sus manos temblaron mientras lo hacía.
Nervios.
Salió a la terraza con el vaso en la mano, se apoyó en al barandilla y tomó un sorbo. Anochecía y las luces de la ciudad se iban encendiendo poco a poco. Era viernes y habría mucho movimiento nocturno.
Renée regresaba ese día de una viaje de negocios a Melbourne. Era un viaje inevitable, le había explicado el pasado lunes mientras se dirigía al aeropuerto. Él se había ofrecido a acompañarla, pero ella dijo que no. No debían mezclarse el placer y los negocios. Además, estaría de regreso en un día o dos. Cada mañana de aquella semana había prometido volver por la noche, y en cada ocasión había surgido algo que le había impedido hacerlo. Pero aquella noche ya no habría más retrasos, le había asegurado desde el aeropuerto Tullamarine. Llegaba en el vuelo de las seis y tomaría un taxi en Mascot.
Rico la había echado terriblemente de menos aquellos cuatro días. Renée prácticamente había vivido con él durante tres semanas, y sólo había vuelto a su piso para dar de comer a los peces y a por ropa. Su ausencia había hecho comprender a Rico cuánto había llegado a depender de ella cada noche. Y no se refería sólo al sexo, aunque éste había seguido siendo increíble.
Pero sabía que su mutua necesidad de hacer el amor varias veces cada noche acabaría perdiendo intensidad. No iban a pasarse el resto de sus vidas sin ser capaces de mantener las manos alejadas el uno del otro. Su vida amorosa acabaría adquiriendo un ritmo más sosegado. Con el tiempo.
Por eso estaba encantado con el modo en que se llevaban cuando no estaban haciendo el amor. Charles y Dominique se quedaron maravillados cuando fueron a cenar a su casa y no se dedicaron a lanzarse puñaladas verbales cada cinco minutos, como solían hacer habitualmente, aunque Renée aún disfrutaba picándolo durante sus partidas de póquer. Incluso se comportaron durante las carreras, algo que no resultó muy difícil, dado que Blackie ganó brillantemente sus carreras. Rico se sintió conmovido al ver la alegría que experimentó Renée. Los caballos debían ser para ella como los hijos que nunca podría tener, algo que él tenía intención de remediar. Ya había pedido a su abogado que averiguara en qué países se aprobaban con más rapidez las adopciones legales.
Sí, todos los planes de Rico iban encajando en su sitio. No tenía dudas de que Renée lo amaba, aunque ella nunca se lo decía. Y estaba convencido de que aceptaría su proposición de matrimonio cuando terminara el mes.
Por eso estaba tan nervioso en aquellos momentos mientras se tomaba el whisky. La mujer a la que amaba más que a la vida misma iba a presentarse muy pronto en su casa. ¿Y qué iba a hacer él? ¿Confesarle lo que había hecho, enseñarle los dos informes y poner en peligro su futuro?
Durante las pasadas noches no había dejado de dar vueltas en la cama, y ya sabía que no iba a poder vivir más tiempo con aquel secreto. Ni con su propia curiosidad. Lo cierto era que los informes de la agencia de detectives habían creado tantas preguntas como respuestas habían dado. No habían revelado nada malo, sino todo lo contrario. Según aquellos informes, Renée debía de ser una santa.
Sin embargo, él sabía que no lo era. ¿Quién lo era?
El sonido de una puerta de cristal deslizándose a sus espaldas le hizo volverse.
–No te he oído entrar –dijo, consciente de la tensión de su tono.
Renée permaneció en el umbral.
–Ya me he dado cuenta. ¿Qué estás bebiendo? ¿Bourbon?
–No, whisky. ¿Te apetece uno?
–Mmm. Creo que sí. Volar siempre me pone tensa.
Rico sintió la mirada desconcertada de Renée tras él mientras se encaminaba al mueble bar, donde le preparó un whisky con hielo y un poco de soda, como a ella le gustaba.
–¿Y qué te ha puesto tenso a ti? –preguntó ella mientras él le alcanzaba la bebida–. ¿Has sufrido algún contratiempo en el trabajo?
–No. Todo ha ido sobre ruedas. Ven a sentarte, Renée. Tengo algo que decirte y no quiero esperar más.
–Mmm. Eso ha sonado muy serio. Deja que antes me quite la chaqueta –Renée dejó su vaso en la mesa, cerca de los informes. Se quitó la chaqueta azul marino que iba a juego con los pantalones que llevaba. Debajo llevaba una camisa blanca de manga corta que parecía perfectamente planchada a pesar del viaje. Llevaba el pelo sujeto en un moño alto y un sencillo collar de perlas adornaba su cuello, junto con unos pendientes a juego.
Tenía una aspecto muy elegante y sexy, y Rico habría preferido hacerle el amor en lugar de lo que tenía planeado. Pero hacerlo habría sido tomar el camino de los cobardes.
–¿Qué es todo esto? –preguntó Renée a la vez que tomaba de nuevo su vaso y hacia un gesto con la cabeza hacia los informes.
–Es de lo que quería hablarte.
–Oh.
Antes de que Rico pudiera hacer nada, Renée había dejado su bebida de nuevo, había tomado el primero de los informes y había empezado a leerlo.
–No te enfades, por favor, Renée –dijo él cuando ella alzó de pronto la cabeza y lo miró con los ojos como platos.
–Has hecho que me investiguen –dijo, incrédula–. Como hiciste con la pobre Dominique.
–No exactamente –en el caso de Dominique pidió a los investigadores que la investigaran desde el día de su nacimiento–. Sólo quería averiguar algunas cosas.
–¡No puedo creerlo! –dijo Renée, furiosa–. ¿Por qué…? Tú… tú…
–Escúchame antes de estallar –dijo Rico, con la esperanza de haber sonado firme y no asustado, como se sentía–. Encargué estos informes después de nuestra primera noche, justo después de averiguar que lo que habías pedido en nuestra apuesta era que me casara contigo. Eso me desconcertó. No podía entenderlo. Me preocupaba que fueras tras mi dinero. Entonces no te conocía como te conozco ahora. De hecho, no sabía nada de ti. Aún creía que te casaste con tu marido por su dinero.
–¿Y qué crees ahora? –preguntó ella con fría furia–. ¿Estás satisfecho después de comprobar que tengo suficiente dinero mío? ¿O crees que aún estoy buscando una buena oportunidad de la que aprovecharme?
–Me ha alegrado averiguar que tienes mucho dinero y que además eres una mujer maravillosa que entrega montones de dinero a obras de caridad y que ha elegido vivir de un modo razonablemente sencillo. Aparte de lo de los caballos, por supuesto. Cuestan un buen dinero. Trata de comprender que el problemas era más mío que tuyo, Renée. Después de mi matrimonio con Jasmine había perdido toda mi confianza en las mujeres bellas. Cuando conocí a la futura esposa de Charles, y a ti, todo lo que vi fue a dos mercenarias dispuestas a intercambiar sus cuerpos por cierta seguridad financiera. Y debes reconocer que tanto Dominique como tú tenías un pasado un tanto escabroso. No puedes culparme totalmente por haber pensado lo que pensé.
Renée hizo una mueca y luego suspiró.
–No, supongo que no. Pero podías habérmelo preguntado directamente a mí. No tenías por qué encargar a una agencia profesional que investigara mis finanzas y… y… –se interrumpió para tomar el otro informe y empezó a leerlo antes de que Rico pudiera impedírselo.
Él esperó con inquietud su siguiente explosión.
No tardó en llegar. Renée alzó la cabeza de pronto, ruborizada.
–¡Cielo santo! ¡También has investigado mi vida personal! ¡Mi… mi vida sexual!
–Sólo la de los últimos cinco años.
–No hay ningún «sólo» en esto, Rico. ¡Esto es imperdonable! –exclamó Renée a la vez que arrojaba ambos informes sobre la mesa y tomaba su vaso con mano temblorosa–. Imperdonable y típico –tomó un largo trago de whisky–. Malditos hombres italianos… Una no se puede fiar de ninguno. No se fían de sus mujeres, ni las aman. Sólo quieren poseerlas y conocer todos sus secretos sexuales y…
–Pero tú no tienes secretos sobre tu vida sexual, Renée –Rico trató de mantener la calma–. No has tenido vida sexual desde que murió tu marido. No ha habido hombres en tu vida durante ese periodo. ¿Por qué, Renée? Quiero saberlo.
–Así que quieres saberlo, ¿no? Debería haber supuesto que, siendo italiano, te encantaría descubrir que he permanecido célibe todo este tiempo. Casi podría ser considerada como una nueva virgen, y sé que a los italianos os encantan las vírgenes. A Roberto no le hizo ninguna gracia descubrir que no lo era, aunque sólo el cielo sabe qué esperaba. Cuando se dio cuenta, quiso enterarse de todos los detalles sobre los novios que había tenido. ¿Y sabes lo que resulta más patético? Pensé que sus estúpidos celos eran una evidencia de cuánto me amaba y de que nunca miraría a otra mujer. Fui una estúpida. ¡Una completa estúpida!
Empezó a caminar de un lado a otro del cuarto de estar y a beber su whisky mientras lo hacía.
–Pero no seguí siendo tan tonta por mucho tiempo –continuó. Rico decidió que lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba–. Después de Roberto sabía exactamente lo que los hombres querían de mí y lo que sentían cuando me miraban. No amor, Rico. Nunca amor. Hasta que llegó Jo. Supe que él me amaba de verdad, que para él no era sólo un objeto con el que saciar su lujuria.
Rico no pudo contenerse más. Si iba a perderlo todo, no pensaba hacerlo quedándose callado.
–¿En serio? –dijo en tono burlón–. ¿Y qué te hace pensar que un hombre de sesenta es distinto a otro de treinta? Claro que te deseaba. Y te compró para tenerte en una jaula. No te engañes pensando que lo único que le interesaba era tu mente.
–Para tu información, Jo se estaba muriendo de cáncer de próstata cuando lo conocí –espetó Renée, frenando en seco a Rico–. El tratamiento ya lo había dejado impotente. El sexo no formó nunca parte de nuestras vidas juntos. Lo único que quería de mí era afecto y compañía. Después de Roberto y el resto de miserables que había conocido, estar con Jo me pareció el paraíso. Es cierto que no estaba locamente enamorada de él –confesó–, pero me gustaba y lo respetaba. Me dio muchos momentos felices. Era un hombre estupendo y no pienso permitir que te refieras a él como si hubiera sido un viejo verde.
Rico dejó escapar un prolongado suspiro.
–De acuerdo –dijo–. Pero tal vez habría estado bien que hubieras confiado en mí y me lo hubieras contado antes, Renée. Entonces no habría metido la pata de esta manera y no te habría hecho investigar. No puedes culparme por tratar de averiguar algunos datos sobre ti. ¡Si hubiera esperado a que me hablaras voluntariamente de ti misma habría pasado una eternidad!
Aquella verdad también hizo que Renée se detuviera en seco. Su expresión se transformó en una mezcla de confusión y culpabilidad.
–Yo… no estoy acostumbrada a confiar en la gente.
–En ese caso ya es hora de que aprendas a hacerlo. Y yo no soy la «gente». ¡Soy Rico, el hombre que te ama, maldita sea! ¡El hombre que va a casarse contigo!
Renée alzó la barbilla a la vez que sus ojos destellaban una vez más.
–¿Crees que podría casarme con un hombre que ha hecho que me investiguen?
–¡Sí! ¡Puedes y vas a hacerlo!
Renée se quedó boquiabierta, mirándolo. Él no apartó los ojos de ella mientras terminaba de un trago su whisky.
–No pienso aguantar más tonterías, Renée Selinsky –dijo a la vez que dejaba el vaso sobre la mesa con un golpe seco–. Y tampoco pienso esperar a que acabe el mes. Mañana pienso comprar un anillo y luego iremos a tu casa a traer tus famosos pececitos. Después, en cuanto tengamos los papeles, nos casaremos. Ese es el nuevo trato. Y no te lo estoy preguntando. Te lo estoy diciendo.
Finalmente, Renée cerró la boca y luego, una tímida sonrisa iluminó su rostro.
–Ya que te pones así, no me va a quedar más remedio que… seguirte la corriente.
Rico estuvo a punto de desmayarse. ¡Su farol había funcionado! ¡Cielo santo!
–Ya era hora de que entraras en razón –gruñó–. Y ahora, ven aquí, y besa como es debido a tu prometido.
Renée obedeció y lo besó y él quiso llorar. La abrazó con fuerza y el besó se volvió más y más profundo, alentado por un hambre más emocional que sexual.
–Rico –murmuró ella contra su boca cuando él se apartó para tomar aire.
–¿Mmm?
–Tengo algo más que decirte…
El estómago de Rico se encogió al instante.
–¿De qué se trata? –preguntó, tenso.
Renée parecía preocupada. No había duda de ello.
–No quiero que te enfades conmigo –dijo, indecisa.
–¿Por qué iba a enfadarme?
–Cuando te dije que no podía tener hijos tú… pareciste sacar la conclusión de que me habían practicado una histerectomía.
–¿Y?
–Mi útero sigue intacto. Tuvieron que quitarme las trompas. Teóricamente, podría tener un hijo a través de una fecundación in vitro, aunque no hay garantías, por supuesto.
Rico no sabía si besarla de nuevo o matarla. ¿Por qué no le había dicho la verdad? ¿Por qué le había dejado pensar que era totalmente estéril?
Pero en el fondo ya conocía la respuesta a aquellas preguntas.
Roberto, una vez más. Rico esperaba no conocerlo nunca, porque podría acabar en la cárcel por asesinato.
A pesar de todo, saber que había alguna esperanza de que pudieran tener un hijo juntos le confirmó lo que ya sabía. El hecho de que Renée tuviera un hijo suyo ya no era su prioridad en la vida. Sería maravilloso, desde luego, pero no era lo único. Lo más importante era que iba a poder pasar su vida junto a la maravillosa, compleja y profundamente herida mujer que tenía ante sí.
–No te enfades conmigo, por favor –susurró Renée, desesperada–. Tenía que… que asegurarme de que me amabas por mí misma; como tú tenías que estar seguro de que yo no era una cazafortunas. Pensé que si después de un mes de sexo sin ataduras seguías queriendo casarte conmigo significaría que me amabas de verdad, sobre todo si pensabas que no había ninguna posibilidad de que me quedara embarazada. Pero el lunes pasado surgió un pequeño… contratiempo con el que no contaba.
Rico comprendió finalmente.
–Tu periodo –dijo–. Tuviste el periodo.
–Sí. No quería que empezaras a hacerme preguntas incómodas, así que huí. No puedes imaginar lo mal que me he sentido mintiéndote toda la semana. Pero no sabía qué otra cosa hacer… Tenía que asegurarme de tu amor. Lo siento, Rico. Tal vez no deberías casarte conmigo después de todo. Puede que ya esté demasiado deteriorada psicológicamente como para pensar en convertirme en la esposa de ningún hombre. Mira lo horriblemente que te he tratado todos estos años. Sin embargo, a la vez estaba locamente enamorada de ti. Debo ser una especie de sádica enferma. O una masoquista. ¡No estoy segura de cuál de las dos cosas!
Rico no habría podido sentirse más anonadado. O halagado.
–¿Me has querido todo ese tiempo? Nunca lo dijiste. De hecho, aún no me lo has dicho nunca.
–¿Ves a qué me refiero? Aún me cuesta admitirlo. Sin embargo, me enamoré de ti el primer día que nos vimos en las carreras. Pensé que eras el hombre más guapo y encantador que había conocido nunca.
–¿Y por qué te mostraste tan desagradable conmigo? Pensé que me odiabas.
–Había dos detalles en tu contra. El primero, que eras italiano, y el segundo, que estabas comprometido con el tipo de mujer que siempre hace que aflore lo peor de mí. No podía entender que estuvieras enamorado de tu prometida. Entonces me miraste y supe que no lo estabas. Ya conocía aquella mirada. Pensé que no la amabas, que sólo te ibas a casar con Jasmine para tener hijos. Pensé qué le serías infiel, y que le serías infiel conmigo si podías.
Rico no lo negó, porque tal vez aquello habría llegado a ser cierto si ella le hubiera dado pie.
–Cada vez que te veía tenía que luchar conmigo misma –continuó Renée–. Era más fácil odiarte que amarte, burlarme y meterme contigo, sobre todo después de tu divorcio. Que de pronto estuvieras disponible supuso un terrible tormento. Sabía que podía tenerte, pero había jurado no volver a relacionarme nunca con hombres del tipo de Roberto, y tú parecías encajar a la perfección. En nuestra famosa mano de póquer pedí casarme contigo porque ya sabía que tú tenías mejores cartas y simplemente quería ver las palabras escritas en el papel. También estuve a punto de escribir que te amaba. Jamás imaginé que podrías llegar a averiguarlo. Fuiste muy listo, Rico. Eres un hombre taimado.
–No, no lo soy –negó él–. Soy un hombre muy directo. Te quiero y quiero casarme contigo. Y no quiero que haya más secretos entre nosotros. Tienes toda la razón. No amaba a Jasmine, pero entonces no lo sabía. Cuando uno es joven, resulta difícil distinguir entre el deseo y el amor. Además, ella se esforzó mucho para convencerme de que me amaba, y ser amado resulta tentador. Para mí fue más fácil creer que estaba enamorado de Jasmine y que sentía deseo por ti que lo contrario, sobre todo debido a tu hostilidad.
–He sido terrible. Lo admito.
Rico sonrió.
–No, has estado magnífica. He disfrutado con cada momento de frustración.
Renée pareció desconcertada.
–¿Cómo es posible?
–Supongo que siempre me han gustado los retos. Cuando recibí aquellas increíbles cartas y tu aceptaste la apuesta, creí haber alcanzado el cielo.
–Yo también estaba bastante excitada, porque sabía lo que ibas a pedir. Para cuando subimos a la habitación me encontraba en tal estado, que sabía que sólo haría falta que me tocaras para tener un orgasmo.
El cuerpo de Rico reaccionó al instante ante aquellas evocadoras palabras.
–Yo no podía esperar a verte desnuda –dijo, y alzó una mano para comenzar a desabrochar los botones de la blusa de Renée–. Han pasado cinco días desde la última vez que tuve el privilegio y creo que necesito recordarlo.
Renée no dijo nada hasta que él se detuvo en el último botón.
–¿Qué sucede? –preguntó, sin aliento–. ¿Por qué te paras?
–Dime que me amas. Quiero oírlo.
–¡Eso es chantaje!
–Sí. Así que habla, cariño, o dejaremos esto hasta después de la partida de póquer de esta noche. Y te aseguro que hacerte sufrir es uno de mis principales alicientes.
Ella hizo una mueca.
–Siempre supe que también eras un sádico. Por eso nos llevamos bien. De acuerdo, allá va. Te… amo.
–Otra vez, por favor. Y dilo con un poco más de sentimiento.
–Te amo –repitió Renée, que a continuación agitó sus pestañas.
Rico sonrió.
–Eso está mejor.
–Bien. Ahora sigue donde lo habías dejado, ¿de acuerdo? Tenemos que ir al hotel de Alí a las ocho y ya son las siete.
–No te impacientes, cariño.
–Rico…
Él rió y siguió con su tarea.