LA primavera había llegado y el jardín de Teresa estaba en pleno auge, especialmente sus azaleas.
–Nunca había visto unas azaleas como esas, Teresa –había dicho Renée al verlas–. Yo nunca he tenido demasiada suerte con ellas. Ni siquiera plantándolas en tiestos.
Era el primer domingo de octubre y la tradicional comida familiar se había transformado en una fiesta de compromiso. Teresa no había tenido mucho tiempo para prepararla desde que Rico le había dado la noticia, pero se había desvivido para que todo fuera perfecto. Nada era demasiado para Rico.
Esperaban a más de sesenta invitados, casi todos familia directa. Como era de esperar, los primeros en llegar fueron Renée y Rico. Este salió enseguida a hablar con su padre sobre los galgos que pensaba regalarle.
Una vez a solas con Renée, Teresa sirvió dos vasos de vino y salieron a sentarse en la pérgola del jardín.
–La gente dice que tengo buena mano para las plantas –dijo Teresa con un encogimiento de hombros.
–Creo que tienen razón –replicó Renée con una cálida sonrisa.
–Hablando de manos, deja que vuelva a ver tu anillo.
Cuando Renée alzó la mano y agitó los dedos, la luz del sol dio de lleno en el diamante central, produciendo un estallido de color.
–¡Es magnífico! –exclamó Teresa, encantada.
–Lo sé. Como mi Rico –añadió Renée, en un tono que reveló hasta qué punto lo amaba.
Teresa había comprendido finalmente por qué su Enrico había elegido casarse con una mujer que tal vez nunca podría darle un hijo. Cuando Enrico se lo contó se sintió conmocionada, pero también le enorgulleció que su hijo pudiera amar a una mujer de forma tan desinteresada. Enrico le explicó que querían adoptar dos niños además de intentar tener uno propio. Ya tenían organizadas las cosas para ir a Filipinas a visitar varios orfanatos.
–Espero que no estés… decepcionada, Teresa –dijo Renée, que no supo interpretar con exactitud el silencio de su futura suegra–. Sé que te habría gustado una mujer más joven para Rico, una mujer que pudiera tener hijos…
Teresa palmeó cariñosamente su brazo.
–Lo único que quiero es que mi hijo sea feliz, Renée. Ninguna madre podría pedir más.
Los ojos de Renée se llenaron de lágrimas.
–Gracias, Teresa. Eso hace que me sienta mejor. Oh, se acerca un coche y acabo de estropear mi maquillaje.
–Ven. No te llevará mucho tiempo retocarlo y enseguida volverás a estar preciosa.
Lo cual fue cierto. Para cuando los primeros invitados llamaron a la puerta, el maquillaje de Renée volvía a ser perfecto y ella sonreía de nuevo.
Teresa pensaba que su futura nuera estaba más guapa que nunca, vestida con un vestido flotante y muy femenino de color verde que hacía juego con sus ojos y realzaba su pálida piel y su pelo negro.
Pero no fue la belleza exterior de Renée lo que cautivó a los Mandretti durante las siguientes horas, sino su sincera calidez, su facilidad de palabra y el obvio amor que sentía por Enrico. Todos habían pasado por la relación de éste con la terrible Jasmine y se alegraban mucho de ver que Renée era una mujer buena e inteligente.
Por supuesto, la felicidad de Rico era obvia. Después de haber encontrado su verdadero amor, su vitalidad había aflorado al máximo y arrastraba a todo el mundo en su euforia. Incluso su amigo Charles, que podía ser muy serio, reía más a menudo desde hacía un tiempo.
Habían terminado de comer cuando y estaban charlando amigablemente en torno a la mesa cuando algunos de los nietos de Teresa que estaban jugando en el jardín entraron corriendo.
–¡Viene un remolque por el sendero, abuelo! –exclamaron a coro.
Frederico miró a su esposa con gesto interrogante.
–Ya han venido todos los que se suponía que iban a venir –dijo Teresa.
–Vamos a ver quién es–dijo Frederico, y todo el mundo se levantó para salir.
Rico sospechó lo que había tras la misteriosa llegada en cuanto vio el escudo de Alí en un costado del remolque. Apretó con delicadeza el brazo de Renée.
–Puede que me equivoque, pero creo que está a punto de hacerse realidad otro de tus deseos.
Ella lo miró.
–¿Un caballo? ¿De Alí?
–Eso creo.
Alí había rechazado la invitación para acudir a la fiesta, como siempre. Opinaba que las medidas de seguridad de que tenía que rodearse estropeaban las cosas para los demás invitados.
El remolque se detuvo cerca del nutrido grupo de curiosos y dos hombres bajaron del vehículo. Ambos llevaban grandes sombreros y sonreían.
–Traemos un caballo para una pareja recién comprometida, Enrico y Renée –dijo el conductor con una sonrisa de oreja a oreja.
–Somos nosotros –dijo Renée, excitada.
–Me alegra conoceros –el hombre se llevó una mano al sombrero–. Felicidades por su compromiso. Su excelencia, el príncipe Alí de Dubar, les envía este regalo. Aquí están los papeles y su pedigrí.
Renée se quedó boquiabierta tras echar una ojeada a los papeles.
–¡Tiene la misma madre pero diferente padre que Ebony Fire!
–Así es –dijo el otro hombre–. Y es veloz como un rayo. El príncipe pensaba quedárselo, pero ha decidido regalárselo, y les aseguro que pueden sentirse afortunados. Se llama Bobbie, aunque su nombre para las carreras es Relámpago.
–¡Oh, me encanta! –exclamó Renée–. Estoy deseando verlo. ¿Puedo hacerlo ahora?
A Rico le encantaba verla tan emocionada y feliz.
–Por supuesto. Hemos recibido órdenes de sacarlo y pasearlo ante usted hasta que se canse. Luego debemos llevarlo a los establos de Ward Jackman.
El potro era gris, con la crin y la cola negras, y sólo hacía falta verlo para percibir su intensa energía.
–Su color se aclarará un poco según se vaya haciendo mayor –explicó el hombre.
–Hay que reconocer que Alí es un magnífico criador de caballos –dijo Rico cuando el caballo ya se hallaba camino de su nuevo destino–. Relámpago es un caballo fabuloso. Y un regalo fabuloso. Debo llamarle para agradecérselo.
Lo hizo de inmediato y encontró a Alí en casa cuando estaba a punto de salir para el aeropuerto. Renée también habló con él, le dio las gracias y le prometió no ganarle al póquer durante al menos un mes.
Alí rió.
–Soy demasiado listo como para creerme ese pequeño farol, Renée. El próximo viernes tendré que ser más cauto de lo habitual.
–No sabía que Alí pudiera ser tan considerado, o generoso –comentó Renée mientras volvían a casa aquella noche–. Siempre me ha parecido un hombre bastante frío.
–No lo es –dijo Rico–. Lo que sucede es que sufrió un terrible desengaño del que no se ha recuperado.
–¿Un desengaño amoroso? –preguntó Renée, escéptica.
–Sí.
–Por lo visto sabes más de él de lo que imaginaba.
–No creas. Sólo un poco, y recientemente.
–¿Vas a contarme toda la historia?
–Sólo si prometes no decírselo a nadie. A Alí no le haría ninguna gracia que la historia empezara a correr de boca en boca.
–Lo prometo.
–Te lo contaré cuando lleguemos a casa. Después de meternos en la cama.
Renée rió.
–Sólo eres capaz de pensar en una cosa, Rico Mandretti.
–Eso no es cierto. Soy capaz de pensar en tres cosas. Comida, póquer y sexo. Lo que sucede es que últimamente el sexo tiene preferencia, algo de lo que tú eres la única culpable. Si no fueras tan deseable, no me pasaría tanto tiempo satisfaciendo ese deseo.
–En realidad no me quejo –dijo ella, sonriente.
–Mmm. Ya lo he notado.
–Te quiero, Rico Mandretti.
Él la miró y sonrió.
–Bien dicho, querida. Pero sólo llevas siete veces. Recuerda que debes decirlo al menos diez veces al día.
Renée rió.
–¿Cuando voy a librarme de esa penitencia?
–Cuando aprendas a expresar adecuadamente tus sentimientos por mí.
–Pensaba que los expresaba cada noche.
–Pero no en palabras. Me gusta escuchar las palabras.
Ella volvió a reír.
–De acuerdo. Te quiero. Te quiero. Te quiero. ¿Qué tal así?
–Mmm. No está mal. Pero, después de todo, creo que los hechos dicen más que las palabras –añadió antes de pisar a fondo el acelerador.
Podrás conocer la historia de Alí en el Bianca del próximo mes titulado:
VENDIDA AL JEQUE