ENTONCES, ¿enseñamos nuestra mano a la vez? –sugirió Rico, demasiado excitado a aquellas alturas como para preocuparse por lo que pensara nadie.
Renée se encogió de hombros con indiferencia, pero Rico detecto un destello de algo en sus ojos. ¿Le asustaría perder?
Vio que la mano le temblaba un poco cuando dejó las cartas en la mesa justo antes que él. De manera que sí estaba preocupada.
Y tenía motivos para estarlo, pensó maliciosamente cuando vio sus cartas. Cuatro nueves eran una buena mano… pero no suficiente.
–Espero que no te estuvieras tirando un farol, amigo –dijo Charles mientras Rico exponía su increíble mano.
Renée contuvo el aliento mientras Charles se quedaba boquiabierto.
–¡Dios santo! –exclamó–. Una escalera real. Nunca había visto una.
–Yo sí –dijo Alí–. Que perverso por tu parte hacer apostar a Renée teniendo esas cartas, Enrico.
–Nadie la ha obligado a aceptarla –replicó Rico, que se negaba a sentir culpabilidad en lugar de júbilo–. Debería haber calculado mejor la mano que podía tener. Debería haber adivinado que no era un farol.
–Lo he adivinado –dijo Renée, que había recuperado por completo la compostura–. Simplemente no he calculado que tu mano fuera invencible. Yo también tenía buenas cartas.
Rico frunció el ceño. Debería estar más decepcionada, más enfadada con él.
Pero Renée aún no había leído lo que quería de ella. ¿Qué sucedería cuando lo hiciera? Seguro que no montaba una escena. Se mostraría tranquila y controlada hasta que se quedaran a solas. Entonces le diría lo que de verdad pensaba.
En cierto modo perverso, estaba deseando que llegara aquel momento. Lo único que le había gustado del domingo anterior había sido verla enfadada con él.
La aversión acalorada era preferible al frío desinterés. Y no había olvidado su admisión de que lo encontraba atractivo.
Cuando Renée alargó la mano hacia los sobres el estómago de Rico se contrajo dolorosamente. Pero ella tomó primero el que llevaba su nombre.
–Puedo recuperarlo ahora, ¿no? –dijo, con una sonrisa insolente–. Ese era el trato. El perdedor puede mantener sus deseos en secreto.
–Para mí no son ningún secreto –espetó Rico, irritado por el retraso–. Sé exactamente lo que has pedido.
–Sólo crees saberlo.
Rico no podía creerlo. Incluso en su momento de triunfo Renée tenía que hacer algún comentario para distraerlo y hacerle cavilar. Lamentó haber puesto aquella condición. Habría preferido ver lo que había escrito Renée. Aunque estaba seguro de que lo único que le interesaba era llegar a ser dueña en exclusiva de los caballos, ya nunca lo sabría con certeza.
Y ella nunca se lo diría. De eso estaba seguro.
–Todo esto empieza a ser demasiado para mí –protestó Charles–. Abre de una vez el sobre de Rico y veamos qué quiere. Pero espero que tengas mucho dinero, Renée, porque con esa mano Rico podría haber pedido lo que fuera.
–Dudo que nuestro amigo italiano haya pedido algo que se pueda comprar –dijo Alí con su habitual perspicacia–. Sospecho que será algo que sólo Renée podría darle.
–Justo lo que yo pienso –dijo Renée, que guardó su sobre en el bolso que siempre tenía a sus pies antes de tomar el de Rico–. ¿Tenemos razón, Rico? –preguntó con una pequeña sonrisa.
Rico tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no ruborizarse. Renée lo sabía. Sabía lo que había pedido. Al menos en esencia. Y Alí también lo sospechaba.
¿Habría sido tan obvio aquel último par de años? ¿Sabrían todos cuánto la deseaba, cómo había sufrido cada viernes por la noche durante todo aquel tiempo?
Charles había adivinado sus sentimientos por la viuda alegre hacía un tiempo, pero Charles era su mejor amigo y respetaba sus confidencias. Rico no se había dado cuenta de que los otros dos también estaban al tanto de lo que había soportado. Saberlo resultaba mortificante.
Una vez más, Renée lo había golpeado de lleno en su orgullo. Trató de que su expresión no revelara su resentimiento, pero nunca se le había dado tan bien ocultar sus emociones como a ella. Sentía que los ojos le ardían y que su corazón latía con la fuerza de un yunque. Juró hacerle pagar por ello del único modo que podía.
En algún momento a lo largo del siguiente mes lograría que acabara rogándole. La haría gemir de necesidad, de deseo. ¡Tal vez incluso haría que se enamorara de él!
Sería una venganza maravillosa conseguir que la viuda alegre le entregara su alma además de su cuerpo.
Mientras Renée abría el sobre él ya sabía qué esperar. Ninguna reacción visible por su parte. Ninguna muestra de enfado exterior. Protegería su orgullo a toda costa.
–Vaya, vaya, vaya –fue todo lo que dijo Renée a la vez que alzaba levemente una ceja–. Estoy sorprendida, Rico. Si eso era todo lo que querías, sólo tenías que pedirlo. No hacía falta que esperaras a una oportunidad como esta para conseguir tu gran deseo.
Rico apretó los dientes.
–¿Quieres decir que habrías aceptado si te lo hubiera pedido directamente?
–¿Si le hubieras pedido qué? –quiso saber Charles–. ¿Qué te ha pedido, maldita sea? ¿O tampoco tenemos derecho a saberlo?
–No pierdas los estribos, Charles –dijo Renée con suavidad–. Por supuesto que podéis saberlo. No es nada que haya que ocultar. Rico sólo quiere que salga con él.
Rico no pudo negar que su respuesta lo dejó anonadado. Pero enseguida comprendió. Renée estaba volviendo a proteger su orgullo. No quería que los otros supieran lo que iba a tener que hacer durante el siguiente mes.
–Pero eso no tiene sentido –dijo Charles, desconcertado–. Si querías que Renée saliera contigo, ¿por qué no se lo has pedido directamente, como ella ha dicho?
–Porque no quería arriesgarse a ser rechazado –dijo Alí–. A ningún hombre le gusta ser rechazado.
–Renée no habría dicho que no –dijo Charles con firmeza–. ¿Verdad que no, Renée?
–Claro que no, Charles –replicó ella en el tono inteligentemente burlón que tan bien conocía Rico–. ¿Cómo habría podido resistirme al encanto de Rico?
–Ya te había pedido en alguna ocasión que salieras conmigo –dijo Rico, que estaba teniendo que hacer verdaderos esfuerzos para controlar su genio.
–Sólo para asistir a una reunión familiar –replicó ella–. Nunca me has propuesto una cita a solas.
Cuando dijo aquello miró a Rico a los ojos y él habría jurado que percibió un destello de deseo en ellos.
Pero tenía que estar equivocado. No era posible que Renée quisiera acostarse con él. Sabía que no lo encontraba físicamente repulsivo, pero el domingo le había dejado bien claro que él sería él último hombre que elegiría como amante.
–Dominique se va a poner muy contenta –dijo Charles con una sonrisa–. En el futuro no vais a poder rechazar sus invitaciones a cenar.
–Sólo vamos a salir unos días, Charles –dijo Rico–. Vamos a ver qué tal lo llevamos, así que no empieces a hacer planes para el futuro ya.
–Seguro que podremos asistir a alguna cena –dijo Renée, desconcertándolo una vez más–. Aún me siento culpable por haber rechazado la última invitación de Dominique a cenar. Dile que nos llame para quedar, Charles.
Rico se limitó a sonreír, pero por dentro echaba humo. No quería tener que simular que iba a salir con Renée ante sus amigos. Aquel no era su plan. Quería reservar a Renée para la oscuridad de la noche, para utilizarla exclusivamente para su placer privado. Cuando la llevara por ahí sería para beber y bailar muy arrimados en la penumbra de algún club, vestida como sólo una querida podía vestirse. No quería tener que comportarse como un caballero con ella. Ni por un momento.
Buscaría algún modo de librarse de aquella invitación a cenar.
–La comida ya está lista –anunció Alí a la vez que se levantaba.
La cena solía ser bastante ligera la noche de los viernes. Una sabrosa selección de sándwiches, pastas y café, todo ello servido en una mesa baja en torno a la cual se sentaban los cuatro amigos. La cena apenas solía durar más de media hora. Renée siempre utilizaba los diez últimos minutos para salir al balcón a fumar un cigarrillo, un vestigio de su época de modelo, cuando solía fumar para no engordar, una de las pocas revelaciones que había hecho sobre su pasado.
Aquella noche, Rico notó que lo primero que hizo fue tomarse un café. Sin probar bocado, se sirvió otra taza y salió al balcón. La habría seguido allí, pero Charles no dejaba de parlotear sobre la escalera real y la apuesta.
–Podrías haber pedido lo que te hubiera dado la gana, Rico. Pero todo lo que querías era una cita. No sabía que fueras tan romántico.
–Todos los hombres somos románticos si encontramos la mujer adecuada –dijo Alí–. Desafortunadamente, no es nada fácil encontrarla. Ahora tendréis que disculparme un momento –añadió mientras se levantaba–. Enseguida me reúno con vosotros en la mesa de juego.
Cuando Alí se fue, Charles sacó su móvil para llamar a Dominique, asegurando que no podía esperar a contarle lo sucedido. Rico aprovechó la oportunidad para salir al balcón.
Al salir pasó junto a la mesa en que Renée había dejado su bolso y su café y vio que en el cenicero que se hallaba en el centro había unos restos de papel quemado. Darse cuenta de que Renée se había dado prisa en salir para poder quemar el papel en que había anotado lo que deseaba de él picó su curiosidad, pero decidió no mencionarlo. También decidió no ablandarse, por muy culpable que se sintiera.
Verla apoyada contra la barandilla en una actitud cercana a la derrota le hizo sentirse aún más culpable. «¿Cómo vas a seguir adelante con esto, Rico Mandretti?», se preguntó sin poder evitarlo.
La respuesta era muy compleja. Pero, en resumen, no tenía otra opción. Poseer a Renée al menos una vez era una compulsión, una necesidad. Pero esperar prolongar aquello durante un mes era demasiado.
–¿En qué estás pensando? –preguntó cuando se apoyó en la barandilla junto a ella.
Ella no lo miró ni contestó. Se limitó a dar una larga calada a su cigarrillo.
–Una noche –murmuró Rico finalmente, aunque se arrepintió de ello de inmediato–. Dejaremos la apuesta en una sola noche.
Renée exhaló lentamente el humo y luego se volvió hacia el con expresión desdeñosa.
–¿Sientes lástima por mí, Rico? ¿Tú? Me sorprende. Pero lamento tener que rechazar tu galante oferta. Una apuesta es una apuesta. Has pedido que sea tu querida durante un mes y eso seré. Ni un día menos, ni un día más.
Rico se quedó desconcertado. ¿Seguiría hablando su orgullo, o tendría algún plan secreto? Fuera lo que fuese, la experiencia le había enseñado que no debía tratar de adivinar lo que pensaba Renée, de manera que se limitó a encogerse de hombros.
–Por mí no hay problema.
–Es posible que pienses eso esta noche –replicó ella–, pero puede que no pienses lo mismo dentro de un mes.
–¿Es eso una amenaza, Renée? ¿O un reto?
–Es una promesa. Ahora no sólo no me gustas, Rico. Ahora te desprecio.
–Si tanto me desprecias, ¿por qué no le has dicho a Charles lo que te he pedido? ¿Por qué salvarme con una mentira?
–¡Cielo santo! –exclamó Renée, impaciente–. No he mentido por ti. Simplemente no quería que Charles averiguara lo miserable que puede llegar a ser su amigo.
–¿Y por qué te has molestado?
–Porque al muy tonto le caes bien. Y a mí me cae bien él. ¿Por qué disgustarlo con esto? Ya le has causado bastante dolor este año, ¿no te parece? Esta batalla es exclusivamente entre nosotros, y así va a seguir.
–¿Batalla? No me parece una palabra muy adecuada.
–Yo la considero muy apropiada. Tú y yo estamos en guerra. Llevamos largo tiempo en guerra.
–Puede que ya sea hora de que paremos. Puede que sea hora de hacer el amor, no la guerra.
–¿Hacer el amor? –repitió Renée en tono burlón–. Debes de haber enloquecido. Tú no quieres hacer el amor conmigo más de lo que yo deseo hacerlo contigo. Quieres venganza por lo que te dije el domingo.
Rico vio con repentina claridad que aquello no era cierto. Habría preferido gustarle a Renée, que lo respetara, que lo deseara por el hombre que era.
Pero sabía que eso no iba a suceder.
De manera que no pensaba rebajarse más poniendo su estúpido corazón en juego.
–Cree lo que quieras, Renée, pero pienso reservar una habitación en el hotel en cuanto acabe la partida. Espero que me acompañes y te quedes toda la noche. Dado que no quieres que Charles sepa lo miserable que soy, te sugiero que te reúnas conmigo en el vestíbulo, cuando él se haya ido del hotel.
Renée no se inmutó. No visiblemente, al menos. Rico empezó a preguntarse si estaba viva o si era algún robot diseñado por el diablo y enviado a la tierra para atormentarlo.
–Por mí no hay problema –dijo ella, haciendo eco de las palabras de Rico–. Sólo una pregunta antes de que volvamos dentro. Hay queridas y queridas. ¿Cuál quieres exactamente? ¿La querida tipo gatito sexy dispuesta a hacer lo que tú quieras cuando tú quieras, o la querida pervertida vestida de cuero negro y con un látigo?
Rico no pudo evitar sentirse intrigado.
–¿Y si elijo la última?
La sonrisa de Renée fue puro hielo.
–Me encantaría. Siempre he pensado que te sentaría de maravilla una buena tunda.
Rico no pudo evitar reír. Aquella era la Renée que más lo estimulaba.
–En ese caso, me alegro de que la idea no me atraiga demasiado –replicó sin dejar de sonreír–. Me gustaría sobrevivir a este mes con la piel intacta.
–¿Y tu alma? –replicó Renée–. ¿De verdad crees que vas a poder pasar por esto y vivir contigo mismo después?
Por un momento, Rico sintió una punzada en su conciencia. Sabía muy bien que lo que estaba haciendo estaba mal. Pero en lo referente a aquella mujer ya estaba más allá del bien y del mal.
–Tienes razón –dijo con expresión arrepentida, y disfrutó al ver la momentánea sorpresa de Renée–. Estoy seguro de que me sentiré muy mal después. Pero siempre puedo ir a confesarme. Vamos, querida señora Selinsky –continuó a la vez que retiraba con brusquedad el cigarrillo de la mano de Renée–. Es hora de volver a la mesa de juego –se volvió para salir y apagó el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa antes de volverse a mirarla una vez más–. Aunque lo cierto es que no creo que vaya a concentrarme demasiado en el póquer. Estaré demasiado ocupado imaginándote como… ¿cómo habías descrito tu papel para el próximo mes…? ¿Como una gatita sexy dispuesta a hacer lo que yo quiera cuando quiera? La verdad es que, dado el desprecio que sientes por mí, no entiendo cómo te las vas a arreglar. Pero recuerdo haber leído en una ocasión que las modelos tienen que ser además buenas actrices. Así que limítate a hacer lo que hacías cuando te mostrabas en las pasarelas, y cuando estabas casada con el señor Selinsky. Actúa.