Capítulo 6

 

 

 

 

 

CÓMO se te ha ocurrido reservar una de las suites de luna de miel? –dijo Renée bastante enfadada mientras Rico abría la puerta.

Él le dedicó una sonrisa satisfecha. Había notado que estaba nerviosa. Bien. Porque él también estaba nervioso. Toda la bravuconería de la que había hecho gala en el balcón se había ido disipando durante el resto de la partida, dejándolo hecho un auténtico lío.

–No te quejes –aconsejó con brusquedad.

«Y tú no te expliques», añadió para sí.

Renée no tenía por qué saber que no quería llevarla a una de las habitaciones normales, donde había llevado a Leanne; que quería algo especial para su primera noche juntos, que era un tonto romántico…

Las luces se encendieron en cuanto introdujo la tarjeta en la ranura.

El aliento contenido de Renée hizo eco de lo que Rico pensó cuando miró a su alrededor. ¡Guau! No había duda de que aquel era un lugar romántico.

–No puedo creerlo –dijo Renée mientras avanzaba por el vestíbulo de mármol negro que daba a un cuarto de estar que parecía sacado de las mil y una noches.

Él la siguió, igualmente asombrado.

Bajo sus pies había una alfombra carmesí. El papel de las paredes era de un azul intenso. El techo estaba cubierto de una tela colgante de seda negra con destellos dorados. No había duda de que era increíble.

El mobiliario era igualmente exótico.

–Parece un lugar salido de un libro de cuentos –dijo Renée secamente mientras dejaba su bolso sobre una mesa lateral para encaminarse hacia un arco que se abría a su derecha–. ¡Dios santo! –murmuró cuando entró en el dormitorio seguida de Rico.

Si el cuarto de estar parecía sacado de un cuento, aquel lo superaba. La alfombra, de color verde esmeralda, era gruesa y mullida como hierba. Las paredes parecían cubiertas de láminas plateadas. La cama negra y adoselada se hallaba alzada en una plataforma en el centro de la habitación, rodeada de cortinas blancas de gasa. La colcha era de satén blanco jaspeado de plata y había innumerables almohadas apoyadas contra el cabecero curvo. El techo era un espejo.

Ambos apartaron a la vez la mirada de la cama y la volvieron hacia las dos estatuas desnudas que flanqueaban la entrada de la habitación. De tamaño natural, ambas habían sido cinceladas en mármol gris y eran abiertamente eróticas. Era imposible mirarlas sin pensar en el sexo.

Pero Rico ya estaba dolorosamente excitado y no necesitaba más estimulación.

Renée no notó que se acercaba a ella por detrás. Se sobresaltó cuando él apoyó las manos en sus hombros, pero no dijo una palabra de protesta. Él la atrajo hacia sí.

–Son unas estatuas muy eróticas, ¿verdad? –murmuró contra su oreja, que rozó apenas con los labios.

El estremecimiento de Renée le dijo lo que quería saber, porque no fue causado por la repulsión, ni por los nervios, sino por la excitación.

–Estoy duro y caliente –susurró–. Muy caliente. ¿Puedes sentirme? –añadió a la vez que presionaba contra la suavidad de sus nalgas–. ¿Notas cuánto te deseo? ¿No me deseas tú a mí también, aunque sólo sea un poco?

Un gemido escapó de los labios de Renée mientras se daba la vuelta entre sus brazos y lo miraba con un revelador rubor en las mejillas.

–Te odio, Rico Mandretti –declaró a la vez que lo rodeaba con los brazos por el cuello y alzaba hacia él sus labios entreabiertos.

Rico oyó su declaración, pero las acciones hablaban más alto que las palabras. Y las acciones de Renée le decían que lo deseaba. Tal vez más que un poco.

–Me gusta tu clase de odio –replicó, y a continuación la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí a la vez que su boca cubría la de ella.

Su beso fue salvaje, pero ella no se echó atrás. Tomo la lengua de Rico en su boca ávidamente, demostrando un deseo tan salvaje e incontrolable como el de él. Rico la besó y la besó, y siguió besándola hasta que Renée fue como arcilla entre sus manos y él perdió toda coherencia de pensamiento. Finalmente acabaron sobre la alfombra y él empezó a desvestirla.

¿Lo ayudó ella? ¿O lo hizo todo él? En cualquier caso, unos momentos después ambos estaban desnudos de cintura para abajo y Rico hizo que ella separara las piernas para tocarla allí, donde estaba tan húmeda, oh, tan húmeda… Gimió roncamente y siguió acariciándola, extasiado ante la evidencia de su excitación. Después no podría decir que no lo había deseado. Deslizó los dedos fácilmente en su interior y ella gimió a la vez que movía la cabeza de un lado a otro sobre la alfombra.

–No, no –gimoteó, pero Rico supo que no quería que parara. Lo que quería era sentirlo a él dentro de ella, no sus dedos. Y también era allí donde él quería estar, a pesar de saber que estaba yendo demasiado deprisa. ¿Dónde habían quedado todas sus supuestas habilidades en el dormitorio? No iba a poder controlarse mucho más. Tenía que poseerla de inmediato.

Un instante después, la estaba penetrando. Un ronco gemido escapó de su garganta ante el salvaje júbilo que experimentó. Qué delicioso calor, que dulce rendición…

Pero la rendición iba a ser toda suya. Y muy pronto, si no tenía cuidado.

Tal vez, si Renée no lo tuviera ya rodeando con sus piernas por las caderas y si no estuviera clavando las uñas en sus tensas nalgas, habría tenido alguna oportunidad de durar. Pero tal y como estaban las cosas…

–Oh –murmuró cuando sus muslos y vientre se tensaron y supo por experiencia que estaba a punto de llegar. Años de práctica de sexo seguro acabaron por hacer sonar unas campanas de advertencia en su aturdido cerebro, pero ya era demasiado tarde.

Alcanzaron juntos el clímax con violentos espasmos dignos de los cinco años de espera. La espalda de Rico se arqueó, como la de ella, y un instante después la aferraba con fuerza mientras la colmaba con su ardiente semilla, negándose temerariamente a pensar en las consecuencias.

¿Qué más daba si la dejaba embarazada? Tampoco sería el fin del mundo. De hecho, empezó a pensar mientras la intensidad de su orgasmo comenzaba a difuminarse, podría ser el comienzo de un nuevo mundo. Para él. Para ella.

Él siempre había querido tener hijos. Y siempre había deseado a Renée.

Ella retiró las piernas de su cintura con un exhausto gemido y dejó caer los brazos a los lados. Rico se apoyó sobre los codos para contemplar su rostro ruborizado y ladeado, sus ojos cerrados y sus labios entreabiertos. Respiraba agitadamente, pero ya se estaba calmando.

–¿Te encuentras bien? –preguntó con suavidad.

Ella volvió el rostro, abrió los ojos y lo miró con la misma calma y frialdad de siempre.

–¿Te refieres a si estoy terriblemente preocupada por no haber tomado precauciones para mantener relaciones sexuales con un conocido playboy?

Rico apretó los dientes. Nada había cambiado.

–Ni soy, ni nunca he sido un conocido playboy. Pero, aparte de eso, puedo asegurarte que esta es la primera vez que practico el sexo sin tomar precauciones desde que estuve con Jasmine. Y antes de que lo preguntes, sí me hice unos análisis después de averiguar la clase de mujer que era. ¿Y tú?

–No tienes por qué preocuparte, Rico –dijo ella con un suspiro de cansancio–. Por nada.

–¿Quieres decir que estás protegida contra un posible embarazo?

–Confía en mí si te aseguro que no habrá ningún bebé. ¿Por quién me tomas? –espetó Renée–. ¿Por una completa estúpida?

Rico se preguntó si se habría vuelto loco por haber pensado por un instante en un posible futuro con aquella mujer. ¿Qué clase de esposa sería? ¿Qué clase de madre sería?

–¿Y qué me dices de lo demás? –preguntó. Después de todo, el hecho de que Renée no se estuviera acostando con Wade Jackman no significaba que no tuviera otros amantes. Tal y como acababa de comportarse, era evidente que era muy activa sexualmente hablando.

–Ya que te empeñas, te diré que esta es la primera vez que tengo relaciones sexuales sin tomar medidas de protección en mucho tiempo. Dado que soy una donante de sangre habitual, te puedo garantizar que soy segura. ¿No te alegra saberlo? Imagínate. Todo un mes de relaciones sexuales sin utilizar preservativo si quieres. No hay duda de que es una auténtica fantasía masculina de hoy en día.

Rico debía confesar que la idea lo atraía. Y mucho. Tanto que su reacción le recordó que aún estaba dentro de Renée, pues volvió a endurecerse en su interior.

Ella abrió los ojos de par en par.

–No puede ser –murmuró, incrédula–. No tan pronto.

–Los playboys podemos seguir y seguir sin parar –dijo él con cara de póquer–. Pero ahora vamos a intentarlo sin ropa. Siempre he querido verte desnuda.

Sintió una inmensa satisfacción al ver que Renée se ruborizaba. Le gustaba ponerla nerviosa. Pero debería haber recordado lo rápidamente que se recuperaba.

–Tú también –replicó ella–. No pienso ser la única que se quede como vino al mundo.

–Será un placer –dijo Rico, que un instante después quedaba totalmente desnudo.

Fue evidente que a Renée le gustó lo que vio.

–Sabía que tendrías un pecho encantadoramente peludo –murmuró mientras deslizaba los dedos sensualmente sobre el centro del pecho de Rico.

Sus ojos adquirieron un matiz brumoso y enseguida pareció perdida en otro mundo. Parecía totalmente centrada en los oscuros rizos que descendían en forma de flecha hacia la cintura de Rico. Cuando sus dedos empezaron a seguir la dirección de la flecha él contuvo el aliento. Pero Renée sólo llegó hasta su ombligo y comenzó a ascender de nuevo. El alivio que sintió Rico fue sólo momentáneo, pues ella descubrió sus excitados pezones y empezó a juguetear con ellos. Él la sujetó por las muñecas.

–Basta, o esto acabará antes de que haya empezado –aquella mujer lo excitaba con más rapidez que ninguna otra que hubiera conocido. Volvía a estar totalmente erecto. Probablemente, el odio actuaba como un afrodisíaco.

–¿Como la primera vez? –preguntó ella burlonamente.

–Tu has sido igual de rápida –le recordó él–. Ahora quítate el resto de la ropa. Pero hazlo despacio. Quiero mirar.

Los ojos de Renée destellaron.

–Eres un diablo malicioso.

–Deja de hablar y quítate la ropa, querida mía.

Ella le lanzó una mirada furibunda mientras se quitaba la chaqueta de punto verde, algo que no le resultó especialmente cómodo estando tumbada en el suelo. Le costó aún más quitarse el jersey de manga corta por encima de la cabeza y Rico tuvo que ayudarla.

–Voy a comprarte ropa más fácil de quitar –murmuró oscuramente–. O eso, o tendré que mantenerte siempre desnuda a mi lado.

Ella lo miró mientras él contemplaba su sujetador.

Era un diminuto trozo de satén rosa no diseñado para aumentar el busto. Rico había acertado al pensar que no era plana. No tenía unos pechos tan grandes como Jasmine, ni como Leanne, o como muchas de las mujeres con las que había salido a lo largo de los años, pero lo que estaba viendo a través de aquel satén rosa tenía un aspecto agradablemente redondeado y suave, con los pezones bien erectos y duros, como a él le gustaban.

Renée llevó las manos hasta el cierre delantero antes de dudar.

–No seas tímida –dijo Rico–. Seguro que ya sabes que eres toda una belleza.

–Siempre he… pensado que preferías las mujeres voluptuosas.

Su repentina falta de seguridad conmovió a Rico.

–¡Y rubias! –añadió ella con más insolencia.

Él sonrió.

–Y así es. Tú eres la excepción. Deja que lo haga yo –Rico apartó con delicadeza las manos de Renée y desabrochó el cierre del sujetador. Apartó las copas a los lados y dejó expuestos unos pechos exquisitamente formados, con unas deliciosas aureolas y unos pezones grandes y fieramente erectos. No pudo contener el impulso de inclinarse a tomarlos en su boca. En lugar de detenerlo, ella se arqueó contra él y luego lo tomó de la cabeza para llevarla a cada pecho como si fuera un bebé.

Rico encontró la experiencia increíblemente sensual y, al mismo tiempo, asombrosamente reconfortante, como envolverse en una gran toalla cálida después de un prolongado baño. Podría haber seguido siempre así.

Un grito de sorpresa escapó de sus labios cuando Renée tiró de su pelo hacia arriba. Frunció el ceño con expresión interrogante mientras la miraba.

–Basta –susurró ella con voz ronca–. O volveré a llegar.

Él parpadeó. ¿Hablaba en serio? ¿Podía alcanzar el orgasmo así? Entonces sintió que la carne de Renée se tensaba una y otra vez en torno a él. Su necesidad de otro orgasmo era evidente.

–¿Cuánto tiempo hace que no te acuestas con un hombre? –preguntó.

Renée hizo una mueca casi dolorosa.

–Haz el favor de no empezar a hacer preguntas estúpidas –espetó–. Al menos una semana, ¿de acuerdo? Y hazlo de una vez. Rápido y duro.

Una vez que Rico decidió que lo de una semana tenía que haber sido un sarcasmo, se puso a la tarea con sumo placer. Si Renée quería que se moviera con rapidez y dureza, así lo haría.

–¡Oh, cielo santo! –gimió ella tras varios poderosos empujones–. `¡Oh, cielo santo! –repitió, y se aferró a él como si no quisiera volver a soltarlo nunca.

«¡Cielo santo!», pensó también Rico, pues temía que aquello no fuera precisamente a curarlo de su obsesión sexual por Renée Selinsky. Nunca había estado con una mujer como ella. Tan contradictoria. Tan intrigante. Tan… excitante. Temía que todo aquello sólo fuera a servir para que la deseara aún más.

Pero entonces recordó que iba a poder hacer lo que quisiera con ella durante todo un mes. Y un mes era bastante tiempo.

Sólo esperaba que le bastara.