Capítulo 7

 

 

 

 

 

RICO despertó solo en la cama. Sobre la almohada que había utilizado Renée había una botella de champán vacía con una hoja de papel metida en el cuello.

La sacó y leyó lo que había escrito en ella.

 

Querido Don Juan,

 

Siento no poder quedarme a desayunar. Tengo una cita en Andre’s a las ocho. Si estás al tanto de la popularidad de ese salón de belleza, comprenderás por qué no he cancelado mi cita. Luego tengo que hacer algunas compras antes de ir a las carreras, como de costumbre. Estoy segura de que nos encontraremos allí. Supongo que tendrás algo pensado para esta tarde, así que, como buena querida, me las arreglaré para estar libre.

 

Renée.

P.D. ¡No te afeites!

 

Rico frunció el ceño al leer aquello último. No te afeites ¿Qué había querido decir? ¿Volvía a ser sarcástica?

¿Acaso era alguna vez otra cosa?

Arrugó la nota en la mano, enfadado. Si alguna mujer tenía una habilidad especial para estropear las cosas era ella. Habían pasado una fabulosa noche juntos. ¡Más que fabulosa! ¿Y qué había hecho Renée? ¡Escaparse a la primera oportunidad!

Cualquier otra mujer seguiría allí, en su cama, acurrucada contra él y esperando que le diera más de lo que le había dado durante la noche. La había tenido ronroneando de placer durante horas, y suspirando de satisfacción una y otra vez. Lo menos que podía haber hecho era quedarse.

–¡Pero no! –murmuró Rico mientras salía de la cama.

A pesar de toda su palabrería, Renée se había mostrado muy dispuesta a aprovecharse del deseo que sentía por ella. ¡Muy dispuesta! No era de extrañar que no hubiera querido reducir su apuesta a una noche. Probablemente estaba encantada contando con un amante dispuesto a hacer lo que fuera por satisfacerla. Aquella mujer era malvada y perversa, ¡y más lujuriosa de lo que ninguna mujer tenía derecho a ser!

Cuando entró en el baño tuvo que enfrentarse a más pruebas de la decadente noche que habían pasado juntos. Había dos botellas de champán vacías junto a la bañera, que aún estaba llena de agua y con restos de espuma. También había un par de platos con restos de comida y unas cuantas toallas amontonadas en el suelo.

Rico quitó el tapón de la bañera y dejó los platos en una repisa antes de apoyarse en el lavabo y mirarse en el espejo.

Al instante, el recuerdo de otros ojos en aquel espejo asaltó su mente. Unos ojos verdes, dilatados de deseo mientras su dueña se aferraba al borde de lavabo y lo miraba mientras él le hacía lo que más le gustaba que le hicieran, ser tomada desde atrás.

El recuerdo lo inquietó. Porque limitarse a ser su semental no era lo que él realmente quería. Sin embargo, aquello era a lo que se había reducido a sí mismo la noche pasada. Se había desvivido cada vez por darle placer, por hacerla disfrutar.

¡No era de extrañar que se hubiera burlado de él llamándolo Don Juan! Evidentemente, sólo lo consideraba bueno para aquello. No había habido la más mínima conversación significativa entre ellos, tan sólo comentarios y bromas provocativas para mantener sus mentes centradas en el sexo. Al final había demostrado ser aquello de lo que ella siempre lo había acusado. Un hombre frívolo y superficial.

Pero no egoísta, se dijo. Renée debía concederle al menos eso. Sólo se había preocupado por su placer.

¿O no?

¿Se había esforzado tanto sólo por satisfacerla, o para demostrarle lo bueno que era en la cama? ¿Qué parte había jugado su ego masculino en sus variadas actuaciones de la noche anterior?

Mucho, aceptó finalmente, y se estremeció al reconocerlo.

–Oh, Rico, Rico, Rico –murmuró–. ¿Qué clase de hombre eres de verdad? ¿El tipo esencialmente decente que tu madre cree que eres? ¿O el vividor superficial que Renée ve cada vez que te mira?

Hacía tiempo que Rico no hacía un profundo examen de conciencia. Unos meses atrás, se vio obligado a hacerlo, tras sacar conclusiones demasiado precipitadas sobre la mujer de Charles, cosa que hizo sufrir a este. Pero todo lo que descubrió sobre sí mismo en aquella ocasión fue que se había convertido en un cínico en todo lo referente a las mujeres guapas. Y con motivo.

Había muchas mujeres mercenarias por ahí dispuestas a atrapar un marido rico como fuera.

En otra época, Renée fue una de ellas.

Pero al parecer había dejado de serlo. No parecía en lo más mínimo interesada en buscarse otro Joseph Selinsky. O un Rico Mandretti. Sin embargo, debía saber que podía hacerlo si quería.

Rico sabía que no haría falta mucho para transformar el deseo que sentía por ella en amor. Sólo tenía que recordar el momento en que había pensado en la posibilidad de que se hubiera quedado embarazada para saber que sus sentimientos iban más allá del mero deseo.

¿Quién sabía por qué? Era realmente perverso. Y él ya estaba harto de pensar en aquella mujer.

Era evidente que Renée quería permanecer libre y sin compromiso. No estaba ni remotamente interesada en volver a casarse, y menos aún en tener familia. Todo lo que quería de los hombres de su vida era lo que él le había dado la noche anterior.

¿Los hombres de su vida?

Rico frunció el ceño y salió del baño para tomar de la alfombra la nota que le había dejado Renée. Releyó la parte en que decía se las arreglaría para estar libre.

Su estómago se contrajo. ¿Significaba aquello que tenía que cancelar una cita para esa noche?

«Al menos una semana», le había contestado cuando él le había preguntado cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había hecho el amor. Había pensado que estaba bromeando, pero tal vez no hubiera sido así. Una mujer con su actividad sexual probablemente necesitaba una cita caliente cada sábado por la noche.

Unos oscuros celos se apoderaron de él al imaginar a Renée haciendo con otro hombre lo que había hecho con él la noche anterior. No podía cambiar el pasado, pero pensaba asegurarse de que Renée entendiera que no podía haber ningún otro en su vida durante aquel mes. Las queridas daban a sus amantes derechos exclusivos sobre sus cuerpos.

Al menos, se suponía que debían hacerlo.

Pero las queridas no siempre hacían lo que suponía que debían, reconoció. Probablemente, Renée seguiría sus propias reglas, y el no había estipulado el asunto de la exclusividad en la apuesta. Un grave error por su parte.

Seguro que ella no había olvidado ningún detalle en lo que había escrito.

Le molestaba mucho que hubiera roto la hoja en que había escrito sus deseos. Le habría gustado ver cómo había escrito que quería quedarse con los caballos en exclusiva. Según recordaba, apenas había tardado en escribir su deseo, no como él, que había tenido dificultades para hacerlo porque debajo de su hoja estaba el tapete de la mesa de juego, mientras que ella había escrito sobre el cuaderno.

De pronto, una luz se encendió en el cerebro de Rico. ¡El cuaderno! Era posible que lo que Renée había escrito aún fuera visible en la página inferior. En la televisión y el cine había visto que los detectives pasaban un lápiz por la página inferior para hacer sobresalir las marcas de lo escrito en la superior.

Descolgó el teléfono, marcó el número de recepción, dio su nombre y pidió que le pusieran con la habitación presidencial. Contestó James, el mayordomo de Alí.

–Soy Mandretti, James –Rico trató de no sonar tan excitado como se sentía–. Necesito hablar con Alí si está levantado.

–Está tomando el café en el balcón. Le llevaré el teléfono.

–Buenos días, Enrico –saludó Alí al cabo de un momento–. ¿A qué debo el honor de tu llamada?

–Necesito pedirte un favor.

–Por supuesto, si está en mi mano hacértelo.

Rico puso los ojos en blanco. A veces le irritaba la excesiva formalidad de Alí.

–Necesito subir a ver el cuaderno que utilizamos para escribir ayer nuestras apuestas –confesó. No tenía sentido tratar de engañar a Alí. Además, no había necesidad. Alí entendería perfectamente que quisiera saber lo que había escrito Renée.

–¿Subir de dónde? Oh, oh, comprendo. Has pasado la noche aquí, en el hotel. Deduzco que la encantadora señora Selinsky no ha pasado toda la noche contigo, ¿no?

Rico movió la cabeza. Como había supuesto, no tenía sentido tratar de engañar a Alí.

–Tenía una cita en la peluquería. Vamos a volver a vernos en las carreras esta tarde.

–No te gusta dejar que la hierba crezca bajo tus pies, ¿no?

–Tienes razón. Siempre he seguido el lema de no dejar para mañana lo que puedo hacer hoy.

–O la noche pasada –dijo Alí, divertido.

–Exacto.

–No voy a ser tan indiscreto como para preguntarte cómo fueron las cosas. Podré juzgar por mí mismo muy pronto. Sube a tomar café conmigo, Rico. Le pediré a James que localice el cuaderno. Supongo que también necesitaras un lápiz blando, ¿no?

–Sí, eso sería estupendo. Sabía que podía contar con tu cooperación. Y tu comprensión.

Alí rió.

–Los hombres debemos mantenernos unidos. Especialmente cuando la dama en cuestión es tan bella y compleja.

–Y que lo digas –murmuró Rico–. Enseguida subo. Sólo tengo que vestirme.

Colgó oyendo la risa de Alí.