Capítulo 2

 

El salón de baile del Regency Hotel era muy conocido en Sidney por las fiestas que celebraba en él la alta sociedad. Sus paredes versallescas habían sido testigo de muchos bailes, noches de entrega de premios, desfiles de moda, lanzamiento de productos, celebraciones de año nuevo y unas cuantas fiestas benéficas. Los ricos y famosos se habían reunido allí en muchas ocasiones para celebrar o apoyar alguna causa.

Y la causa de aquella noche nunca dejaba de afectar incluso a los más duros de corazón. Charmaine lo sabía, y había explotado aquel conocimiento al máximo para organizar su primer banquete y subasta con fines benéficos.

Había significado mucho trabajo y esfuerzo, pero había merecido la pena por ver todas las mesas ocupadas por personas que habían pagado mil dólares simplemente por asistir a la cena.

Además, Max Richmond, el director del hotel, había donado la cena para los trescientos asistentes, más las bebidas y el alquiler del salón. Charmaine averiguó cuando fue a hablar con él que su hermano murió de cáncer siendo muy joven, una desafortunada tragedia que supo aprovechar de inmediato.

Estaba dispuesta a hacer lo que fuera para alcanzar los diez millones de dólares que pretendía conseguir, incluyendo pasar dos días sin apenas comer para poder ponerse el vestido que llevaba como presentadora de la subasta de aquella noche, un vestido que casi desafiaba cualquier descripción.

El adjetivo que surgía en su mente cuando trataba de hacerlo era «perverso».

El vestido se lo había dado Celeste Campbell, la directora de las Joyerías Campbell, cuando fue a visitarla a su casa en busca de alguna donación para la subasta. Celeste le contó que aquél fue el vestido que ella se puso en otra cena que tuvo lugar varios años atrás en el hotel Regency tras la cual se iba a subastar el famoso ópalo negro Heart of Fire, que en la actualidad se encontraba en el Australian Museum. Por lo visto hubo un intento de robo con disparos incluidos, y Charmaine se quedó fascinada al escuchar el relato, pero se quedó aún más fascinada cuando vio el vestido que finalmente le regaló Celeste.

Y allí estaba finalmente, con el vestido, bastante más nerviosa de lo que esperaba. Tenía el estómago encogido como la primera vez que tuvo que desfilar por una pasarela. Y no porque el vestido de Celeste Campbell enseñara demasiada carne desnuda. No. Su perversidad era mucho más sutil.

No había nada especialmente atrevido en su diseño sin mangas ni tirantes, excepto tal vez que sus pechos estaban teniendo dificultades para mantenerse confinados en el corpiño, que era dos tallas menor del que ella habría necesitado. Incluso aquel pequeño problema quedaba parcialmente oculto por la capa de chifón que llevaba encima del satén y que rodeaba su cuello y descendía por sus brazos hasta sus muñecas.

Era el tono color piel tanto del satén como del chifón, más la puntilla con adorno de cuentas doradas de la parte delantera y trasera, lo que resultaba perverso, porque daba la sensación de que lo que llevaba no era un vestido de baile, sino uno brevísimo y exótico. Incluso de cerca, la tela parecía carne desnuda, sobre la que tan sólo destacaban las cuentas doradas.

Mirándolo de frente daba la sensación de que las cuentas estaban directamente sujetas a su cuerpo en forma de bikini. De costado no se veían las cuentas y parecía desnuda. De espaldas, la vista resultaba aún más provocativa, pues la falda del vestido tenía una abertura trasera que llegaba hasta lo alto de sus muslos. Al menos aquello le permitiría caminar con sus largas y elegantes zancadas habituales en lugar de dando saltitos por la pasarela instalada en el centro del salón.

Durante los ensayos, le había explicado a Rico que ella desfilaría por la pasarela mientras él la subastaba, una idea que no le pareció nada atrevida durante el ensayo, probablemente porque entonces llevaba vaqueros.

Pero con aquel vestido, su habitual atrevimiento parecía haber mermado bastante. Había estado preocupada por ello toda la tarde. Afortunadamente, durante la cena no había comido nada, pero había estado sentada. Sentada el vestido resultaba más recatado.

Pero ya no estaba sentada. Estaba en el escenario, mirando por una abertura del telón el salón abarrotado y tratando de controlar el absurdo temor a mostrarse en público de forma tan desvergonzada.

¿Qué diablos le pasaba? Normalmente ella no era así. Normalmente le daba lo mismo lo que llevaba puesto o si la gente la miraba, especialmente los hombres.

Una desdeñosa rabia sustituyó rápidamente sus temores. Que pensaran lo que quisieran. Le daba lo mismo mientras alguno de ellos le entregara un sustancioso cheque para su fundación.

Empezaba a sentirse un poco mejor cuando oyó un silbido muy masculino a sus espaldas. Cuando se volvió, vio a Rico, que sonreía con ironía.

–Menudo vestido, Charmaine. ¿Estás segura de que no te van a arrestar por llevarlo?

–Los he llevado peores. Y trata de no lanzarme miradas lascivas, Rico.

–Yo nunca lanzó miradas lascivas.

–No –concedió Charmaine con un suspiro–. Es cierto. Lo siento. De hecho, para ser tan atractivo, eres mucho más agradable de lo que cabría esperar –Rico era alto, moreno y muy guapo, la clase de hombre que en otras época Charmaine encontró irresistible. Nunca le habían gustado demasiado grandes y machos. Prefería a los hombres más esbeltos y elegantes.

–Gracias –dijo Rico–. Creo –se colocó el nudo de la corbata y respiró profundamente–. Entonces, ¿empezamos con el espectáculo?

Charmaine se puso tan nerviosa, que sintió ganas de salir corriendo, pero aquella reacción fue seguida de inmediato por otra de desafío.

–Desde luego. Ha llegado la hora de sacar unos cuantos dólares a esos pobres chicos.

–¡Amén a eso!

La subasta empezó bien, y casi parecía posible alcanzar los diez millones de dólares. Pero la situación económica era dura en aquellos tiempos y, cuando iban por la mitad, las pujas empezaron a bajar. Por mucho que Rico se esforzó, cuando sólo quedaban dos premios, la cantidad alcanzada apenas llegaba a los siete millones. Charmaine suspiró, decepcionada. Con las vacaciones en una isla que iba a subastar Rico no obtendrían más de cincuenta mil, lo que supondría que aún faltarían tres millones. Incluso aunque saliera a la pasarela desnuda, ningún hombre pagaría aquella cantidad simplemente por ir a cenar con ella.

–No vamos a llegar a los siete millones –murmuró después de que Rico lograra tan sólo treinta mil dólares con la subasta de las vacaciones.

Rico apoyó una mano sobre el micrófono.

–Eso me temo. Tal vez deberías haber conseguido a alguien que se dedicara a las subastas profesionalmente.

–No seas ridículo. Has estado maravilloso. No eres tú. Son los tiempos que corren. En realidad, no nos ha ido mal. Mis esperanzas eran demasiado altas. Vamos, veamos cuánto podemos conseguir por el próximo y patético premio.

–¿Y ahora quién está siendo ridícula? Una cita para cenar contigo puede ser cualquier cosa menos un premio patético, Charmaine.

–Gracias. Y ahora ponte en marcha. Quiero acabar con este tormento cuanto antes –aquel comentario fue muy revelador, pero Charmaine nunca se había sentido tan reacia a venderse a sí misma.

–Y ahora, señoras y señores, él último premio de la noche –comenzó Rico, con el acento italiano que parecía perder y recuperar a su antojo–. Nuestra encantadora anfitriona, Charmaine, una de las modelos más cotizadas de Australia, ofrece una cita para cenar con ella el próximo sábado en el fabuloso restaurante By Candlelight del Regency. Es un fabuloso premio para terminar la noche, y estoy seguro de que obtendremos grandes ofertas –lanzó una mirada de ánimo a Charmaine antes de susurrar–: Adelante, cariño. Demuestra lo que vales.

Charmaine puso los ojos en blanco antes de ponerse en marcha balanceando sus caderas por la pasarela a la vez que se esforzaba por sonreír, consciente de que todas las miradas del salón estaban fijas en su cuerpo. Aunque lo cierto era que ella apenas veía nada. Los focos le permitían distinguir las siluetas, pero no los detalles.

Sin embargo sentía que iban desnudándola con la mirada como nunca lo había sentido antes. Tenía que ser debido al maldito vestido. ¿Qué otra cosa podía ser?

–¿Necesito recordaros que Charmaine fue elegida recientemente por una famosa revista como la mujer más sexy de Australia? –continuó Rico–. Como podréis apreciar por vosotros mismos, no es ninguna exageración. Cenar con ella en privado podría ser el sueño de algún hombre hecho realidad. Así que, adelante, caballeros, hagan sus ofertas.

Charmaine casi se estremeció de vergüenza. ¡Cielo santo! Se sentía como si estuviera en el puesto de subastas de algún negrero y que lo que se estuviera subastando fuera su cuerpo, no unas horas de su tiempo.

Pero le daba lo mismo si conseguía lo que pretendía. A pesar de todo, se alegraba de haber decidido mantener a la prensa alejada de la gala. Lo último que habría podido soportar en aquellos momentos habría sido la perspectiva de ver su foto en toda la prensa del domingo.

Con el consuelo de aquel último pensamiento, logró sonreír de un modo más sensual mientras avanzaba hasta el final de la pasarela, donde permaneció un momento quieta, con las manos en las caderas. Luego, lenta y seductoramente, se volvió, y la audiencia se quedó boquiabierta.

Su mirada conectó con la de Rico y este le dedicó una sonrisa bastante lasciva.

–No se echen atrás ahora –animó a la audiencia–. Si yo estuviera soltero, les aseguro que me lanzaría de lleno a por ella. Pero no estoy en el mercado, como podrá afirmarles mi encantadora esposa.

Señaló con la cabeza a una mesa que se hallaba a la izquierda de Charmaine. Ella miró automáticamente... y se quedó petrificada en el sitio.

Más tarde, cuando aquel espantoso momento hubiera pasado, Charmaine agradecería no haber estado moviéndose, pues de lo contrario se habría tambaleado. O incluso se habría caído de la pasarela. A pesar de todo, sintió que el suelo se abría a sus pies.

Al menos ya sabía por qué se había sentido tan especialmente consciente de las miradas masculinas. Porque aquel par de ojos habían estado ocultos entre los otros.

Unos ojos oscuros, preciosos. Duros. Peligrosos.

El príncipe Alí de Dubar, sentado a la mesa de Renée con un impecable esmoquin negro la contemplaba con fría arrogancia.

La conmoción petrificó el cerebro de Charmaine además de su cuerpo, y pasaron unos momentos antes de que recuperara la compostura. ¿Qué diablos hacía aquel hombre a la mesa de Renée? ¡No podían ser amigos!

De pronto recordó al príncipe mencionando que solía pasar los fines de semana en Sidney, donde acudía a las carreras y jugaba al póquer con unos amigos. Y también recordó que hacía pocos días Renée le había mencionado que solía jugar al póquer todos los viernes por la noche en aquel mismo hotel, en una de las suite presidenciales.

¿Y quién más podía permitirse una suite presidencial sino un presidente, una estrella de rock, o algún rico jeque? Y la peor posibilidad de las tres era el jeque, un jeque al que había despreciado y rechazado y que sin duda estaba allí aquella noche por un solo motivo: para hacerle comerse su promesa de que jamás saldría con un hombre como él.

Sin duda, el príncipe Alí de Dubar iba ser el hombre que más pujara por cenar con ella. ¿Por qué si no iba a haber acudido allí? No había pujado por nada más a lo largo de la noche. Ella lo habría visto, pues cada vez que alguien pujaba se le iluminaba con un foco.

No, el hombre con el que iba a cenar el siguiente sábado no iba a ser un completo desconocido. Sería aquel hombre, cuyo orgullo se había visto severamente vapuleado un año antes. Había llegado su turno de humillarla.

Aquel pensamiento hizo que la garganta de Charmaine se llenara de bilis. El orgullo le exigía no someterse a una situación tan mortificante, pero también la impulsaba a seguir su norma de conducta habitual. «No me da miedo nada, y menos aún un hombre». Después de todo, aunque el jeque ganara la subasta, ¿qué podía hacerle en un restaurante público? ¿Hacerle una nueva proposición? ¿Tratar de seducirla con su encanto?

Aquella última idea resultaba risible.

No. Le dejaría disfrutar de su patético momento de triunfo.

Le sonrió deliberadamente, retándolo con toda claridad con sus ojos y su boca.

«Vamos, imbécil. Haz tu oferta. Veamos si me interesa».

Él entrecerró los ojos y luego la recorrió lentamente con la mirada de arriba abajo, como comprobando si realmente merecía la pena apostar. Por unos segundos, Charmaine temió que no fuera a hacerlo. Tal vez había acudido para herirla en su orgullo de aquel modo.

Estaba sopesando con temor aquella posibilidad cuando el príncipe abrió su real boca.

–Cinco millones de dólares –dijo con firmeza, y Charmaine se quedó boquiabierta. No pudo evitarlo. Tampoco pudieron evitarlo el resto de los asistentes.

Incluso Rico se quedó momentáneamente desconcertado.

–¡Guau! Menuda puja. Señoras y señores, el príncipe Alí de Dubar acaba de ofrecer cinco millones de dólares por el privilegio de cenar con nuestra encantadora Charmaine. Sospecho que no va a haber más ofertas, pero si hay por ahí algún intrépido caballero dispuesto a superarla, que hable ahora o calle para siempre.

Charmaine parpadeó al oír las palabras de Rico, pues le recordaron a una boda. Resultaba irónico, pues aquello iba a ser lo más lejano a un encuentro romántico que pudiera imaginarse. Su Excelencia sólo quería aprovechar la oportunidad para humillarla, y estaba dispuesto a gastar una cantidad exorbitante de dinero para conseguirlo.

–¿No hay más ofertas? En ese caso... ¡vendida a su Excelencia Real, el príncipe Alí de Dubar!

Todo el mundo rompió a aplaudir, y los aplausos arreciaron cuando Rico anunció que se había alcanzado la cifra de doce millones de dólares. Charmaine se vio obligada a seguir sonriendo, cuando habría preferido gritar, a ser posible al hombre cuyos ojos negros seguían fijos en ella, con un aire de superioridad que hizo que deseara aclararle que ningún hombre llegaría a poseer jamás nada de ella, ¡ni siquiera un minuto de su tiempo!

Pero, por supuesto, aquel deseo no podía hacerse realidad. No podía rechazar cinco millones de dólares para una causa que significaba mucho más que su tonto orgullo. Además, no pensaba permitir que aquel arrogante diablo notara lo enfadada que estaba. Mostrar enfado sería como demostrar que le importaba. En aquel instante, decidió comportarse de un modo impecable durante la cena del sábado. No habría más enfados ni comentarios descorteses. No trataría de ponerlo en su sitio.

Dada que áquella era su intención, no podía permitirse seguir de pie donde estaba. El modo en que Alí la estaba mirando no iba a ayudarla a mostrarse precisamente amable.

«Sólo el cielo sabe cómo voy a controlarme cuando esté a solas con él», pensó mientras se alejaba por la pasarela entre aplausos.

–Aún no puedo creerlo –le dijo Rico, que apagó el micrófono tras dar por cerrada la subasta–. El viejo Alí ofreciendo cinco millones sólo para cenar contigo... Debe tener más dinero que sentido común. No pretendo ofenderte, Charmaine, pero supongo que incluso tú estarás de acuerdo en que ha sido increíble.

Charmaine frunció el ceño al notar la familiaridad con que Rico se refería al príncipe, pero enseguida comprendió que, ya que Renée lo conocía, él también debía conocerlo.

–Por tu forma de hablar da la sensación de que sois viejos amigos –dijo con cautela. Por mucho que se despreciara por ello, no podía evitar sentir curiosidad por el hombre que acababa de pagar cinco millones de dólares sólo por cenar con ella.

–Lo somos –admitió Rico–. Llevamos seis años jugando a las cartas todos los viernes por la noche. También hace años que compartimos algunos caballos de carreras. Alí es un gran tipo. Te gustará.

Los labios de Charmaine se curvaron en un mohín desdeñoso antes de que se diera cuenta. Pero decidió no ser una completa hipócrita.

–El príncipe y yo ya nos habíamos visto en una ocasión –confesó–. No me gustó entonces y sigue sin gustarme ahora.

Rico pareció sorprendido.

–¿Dónde lo conociste?

–En la Copa Melbourne, el año pasado. Yo estaba en el jurado del Ladies’ Day. Por expresarlo con claridad, tu amigo se me insinuó.

–¿Y?

–¿Qué quieres decir con «y»? ¡Y nada! Ya te lo he dicho. No me gusta.

–Eso me sorprende. Suele gustar a las mujeres.

–Puede que por eso no me guste a mí –espetó Charmaine–. Pero da lo mismo que me guste o no. Ha comprado mi compañía durante unas horas y haré honor a mi promesa. Si vas a hablar con tu amigo árabe, te sugiero que le adviertas que haber pagado cinco millones de dólares no va a darle más derechos sobre mí de los que obtuvo la última vez que pagó mi comida. Sí, dile eso, Rico. Oh, y también dile que acudiré al restaurante a las siete el sábado que viene, pero que no debe ponerse en contacto conmigo antes. Me molestaría mucho que mi número privado, y que no aparece en los listines telefónicos, acabara de algún modo en sus manos. Comprenez–vous?

–Creo que capto la idea. Pero no sé si tú la captas.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que Alí no es dado a los caprichos. Después de lo que acabas de decirme, sospecho que ha asistido a la cena con el propósito específico de pujar por ti. El dinero no es problema para él. Lo que me hace pensar que debe estar un poco molesto contigo. Si es así, el hecho de que no te gustara a primera vista resultará ser un obstáculo menor.

–¿Es eso alguna especie de amenaza? –preguntó Charmaine, tensa.

–Supongo que sí. Si de verdad no te gusta, ten cuidado. Alí no es un hombre con el que pueda jugarse.

–Yo nunca he jugado con él.

–Vamos, Charmaine. Acabo de ver cómo le sonreías, y no era la sonrisa de una mujer desinteresada.

Charmaine sintió que sus mejillas se acaloraban.

–No entiendes. Sólo estaba...

–¿Provocándolo?

Ella se encogió de hombros, irritada.

–En cierto modo.

–Pues no lo hagas. Ése no es modo de comportarse con un hombre como Alí. Podría volverse... peligroso.

–¿Peligroso? ¿En qué sentido?

Rico movió la cabeza.

–Hablaré con él para asegurarme que comprenda cómo están las cosas. Estoy seguro de que respetará tus deseos si se convence de que no estás interesada. ¿Seguro que no lo estás?

–Oh, por favor. Líbrame de tener que tratar con un jeque mimado que se dedica a fantasear sobre lo irresistible que es para las mujeres.

–Puede que tenga motivos para hacerlo.

Charmaine no pudo contener una sonrisa desdeñosa.

–Lo único que me interesa del príncipe Alí de Dubar es el tamaño de su cartera. Y sólo si la abre para donar dinero para la fundación. Dile eso, Rico. Y ahora debo irme a quitarme de una vez este vestido infernal.