Charmaine sintió que una mano la zarandeaba con ligereza por el hombro y se irguió, sobresaltada.
–Vamos a aterrizar enseguida –dijo el príncipe, que a continuación se agachó a recoger la manta que Charmaine había tirado–. He pensado que te apetecería refrescarte antes de hacerlo.
–¿Qué? Oh, sí. Sí me gustaría –Charmaine apartó el pelo de su rostro y se levantó, sorprendida por haber podido dormir. Debía estar aún más agotada de lo que creía, pero lo cierto era que se sentía mejor que antes. Un poco más calmada. Menos asustada.
–El baño es la puerta de la derecha.
–Gracias –Charmaine fue a por su bolso.
Al sentir la mirada de Alí clavada en sus espalda mientras iba al baño, volvió a ponerse nerviosa. Ni siquiera cerrar la puerta le sirvió en aquella ocasión.
–Maldito sea –murmuró a su reflejo.
Cuando salió diez minutos después el helicóptero ya había aterrizado y ella se sentía un poco más calmada.
«Puedo hacerlo», se dijo con firmeza mientras se encaminaba a la puerta, que estaba abierta. «Es el quien debería avergonzarse de su comportamiento, no yo», pensó a la vez que dedicaba una cáustica mirada al príncipe al pasar junto a él.
Al menos, Alí tuvo el detalle de no ayudarla a bajar las escaleras, cosa que ella agradeció.
Cuando se fijó en lo que la rodeaba, se quedó sin aliento. A pesar de que casi había oscurecido, y a pesar de que había supuesto que la residencia del príncipe sería muy lujosa, no pudo evitar quedarse maravillada ante el tamaño de la mansión que se hallaba a unos cientos de metros del helipuerto.
–Vamos –dijo Alí a la vez que señalaba un coche abierto parecido a los que se usaban en los campos de golf.
Ya había un empleado doméstico ocupándose de meter el equipaje en el coche. Parecía australiano, no árabe, y aunque debía tener más de treinta años, tenía una expresión extrañamente infantil en su curtido rostro. Tras guardar las maletas se sentó tras el volante, y Charmaine notó que se cuidaba mucho de mirarla demasiado.
–Gracias, Jack –dijo el príncipe mientras ocupaba uno de los dos asientos vacíos–. ¿Vienes? –preguntó a Charmaine.
En cuanto ella se sentó a su lado, el cochecito se puso en marcha. El jeque charló sobre el tiempo con Jack mientras subían la empinada cuesta que llevaba a la mansión. Sin embargo, Jack apenas dijo nada y se limitó a asentir. A Charmaine le molestó que Alí no la presentara, pero aprovechó la oportunidad para observar más atentamente la propiedad. Distinguió unos grupos de edificaciones en el valle que había abajo, además de un río flanqueado por altos árboles.
A cada lado del río había grandes campos sembrados. Avena, tal vez. O alfalfa. Más allá del río se veían varios corrales de distintos tamaños con vallas pintadas de blanco. Al fondo del valle se alzaban dos cordilleras cuyos picos más altos se alzaban hacia el cielo cubierto de nubes.
A pesar de la maravillosa vista, la mirada de Charmaine volvió rápidamente hacia la mansión del príncipe, a la que se acercaban rápidamente. De hecho parecía más un convento que una casa, con sus galerías cerradas e innumerables arcos. Muy mediterránea. Si no hubiera sabido dónde estaban, Charmaine habría creído estar en España, o en Sicilia.
Finalmente se detuvieron frente a unos escalones de terracota que llevaban a la galería en que se encontraba la puerta principal, grande, sencilla y de madera, con una gran aldaba de bronce. El tono oscuro de la madera de la puerta contrastaba con la blancura de las paredes de la casa.
Charmaine bajó del vehículo sin dar tiempo al príncipe a ofrecerle su mano. Subieron juntos las escaleras mientras Jack se ocupaba del equipaje.
Una mujer de mediana edad y pelo corto abrió antes de que llamaran. Sus vivaces ojos azules brillaron de sincera alegría al ver a Alí. Luego los volvió hacia Charmaine.
En aquella ocasión, el príncipe se dignó a presentarla.
–Esta es Charmaine, Cleo, a la que seguro que reconocerás. Charmaine, esta es Cleo, mi ama de llaves. Ya lleva unos cuantos años conmigo.
–¿Cómo está? –dijo Charmaine educadamente.
–Estoy encantada de conocerla, querida –dijo el ama de llaves a la vez que tomaba ambas manos de Charmaine en las suyas–. Adelante, adelante –añadió a la vez que tiraba de ella para que entrara en el enorme vestíbulo–. No tardo nada –palmeó la mano de Charmaine, la soltó y se volvió hacia Jack, que había entrado con las maletas–. Ya sabes dónde dejarlas, Jack. La grande y negra en la habitación del señor. Las otras pertenecen a la señorita. Llévalas a la habitación que está más allá. He dejado la puerta abierta para que sepas cuál es. Puedes salir por la puerta trasera cuando termines.
Jack asintió y se alejó por un pasillo. Cleo se volvió hacia Charmaine y la observó atentamente.
–¡Es aún más bella de lo que parece en las revistas! –exclamó–. Tendrás que mantenerla encerrada bajo llave, Alí, o ninguno de los hombres se concentrara en su trabajo mientras esté aquí.
Charmaine se quedó sorprendida al ver que el ama de llaves tuteaba al príncipe, pero supuso que debía ser una lata tener que llamarlo «su excelencia» todo el rato.
Alí rió, sorprendiéndola. Nunca antes había reído en su presencia. La risa hacía que se transformara en un hombre encantador.
–Puede que tengas razón, Cleo. Seguro que Norm encuentra todo tipo de excusas para ocuparse de las rosas que rodean la casa.
–Eso no lo dudo. Norm siempre ha tenido muy buen ojo para las mujeres bonitas.
–Eso es cierto. Sólo hay que mirar a la mujer con que se casó. Norm es mi jardinero y el marido de Cleo desde hace treinta años –explicó Alí a Charmaine, que aún seguía perpleja por su cambio de actitud. De pronto no había nada regio ni arrogante en él. Incluso hablaba sin ninguna pomposidad.
–Oh, vamos –protestó Cleo–. Estoy hecha un carcamal –miró a Charmaine–. La semana pasada cumplí cincuenta, querida. Fui a la peluquería con idea de quitarme unos años de encima y volví con esto –señaló su pelo–. Dígame la verdad. ¿Qué le parece?
–Creo que le sienta de maravilla. No le habría echado más de cuarenta años.
Cleo le dedicó una sonrisa radiante.
–He sabido que era una chica con gusto y clase en cuanto la he visto. Deberías conservarla, Alí.
Alí dedicó una irónica sonrisa a Charmaine.
–Gracias, Cleo. Pero puede que ella tenga algo que decir al respecto.
Charmaine le devolvió la sonrisa, más por Cleo que por él. Le gustaba aquella mujer y no quería que sufriera a causa de la perversidad de su jefe.
–Supongo que has seguido mis instrucciones previas, ¿no Cleo?
–Por supuesto, Alí. Dentro de un rato traeré la comida.
–Bien.
Cuando Alí se volvió y tomó a Charmaine por el codo, ésta se puso rígida, pero la mirada que le dirigió él sugirió que no quería que protestara delante de Cleo, de manera que permitió que la guiara por el pasillo por el que se había ido antes Jack, que parecía interminable.
–¿Qué instrucciones previas? –preguntó mientras pasaban junto a varias puertas cerradas.
–Nada que tenga por qué alterarte. He llamado a Cleo desde Sidney para decirle que venía con una amiga especial a pasar esta semana y que esta noche comería en mis dependencias.
–Es evidente que no le comunicaste mi identidad durante esa llamada.
–Evidentemente no.
–Supongo que está acostumbrada a que traigas mujeres a tu casa después de tus fines de semana en Sidney.
–No es una situación desconocida para ella. Pero tú eres la mujer más bella y famosa que ha pisado nunca estos suelos.
Charmaine resopló.
–He notado que te tutea. Me sorprende que permitas que una sirvienta te tutee.
–Cleo no es una sirvienta –dijo Alí con frialdad–. Es una empleada.
–Disculpa mi error. Creía que la realeza siempre consideraba sirvientes a sus empleados.
–Lamento tener que decir que ése es el caso en Dubar. Pero no me gusta que en mi propiedad me traten como a un príncipe mimado. Aquí he elegido ganarme el respeto de mis empleados. Sigo siendo el jefe, pero para muchas de las personas que trabajan para mí también soy un amigo.
–Admirables sentimientos. Pero yo no me engañaría mucho si estuviera en tu lugar, «excelencia». Según mi experiencia, los ricos y famosos raramente tienen verdaderos amigos entre las personas que trabajan para ellos.
–Ése es un punto de vista muy cínico.
–Soy una mujer muy cínica.
–Sí, ya lo he notado. Pero el cinismo, como cualquier estado mental negativo, puede autoalimentarse y volverse autodestructivo. Lo sé con certeza. Cuando llegué por primera vez a estas costas, yo era un joven muy cínico. Pero pronto comprendí que si quería tener éxito y sentirme relativamente satisfecho con mi vida aquí debía tratar de adoptar la forma de vida australiana, que es más relajada e informal que a la que estaba acostumbrado. Reconozco que a veces vuelvo a mis viejos hábitos cuando estoy en público, o en compañía de mis amigos de la ciudad, pero cuando regreso aquí soy un hombre diferente.
–¿Relativamente satisfecho? –repitió Charmaine–. Eso ha sonado como si no creyeras que pudieras llegar a ser verdaderamente feliz alguna vez en Australia. En ese caso, ¿por qué sigues aquí? Si echas tanto de menos Dubar, ¿por qué no vuelves?
–Ahora eres tú la que me sorprende, Charmaine. O más bien debería decir que me decepcionas, pues ni siquiera has sentido la curiosidad suficiente por averiguar algunos datos sobre mi pasado. Es sabido, al menos en los círculos relacionados con las carreras de caballos, que no me fui de Dubar voluntariamente. Fui desterrado.
–¡Desterrado! –Charmaine se detuvo y lo miró sin ocultar su sorpresa–. Pero... ¿por qué?
La sonrisa de Alí fue enigmática.
–Corren varios rumores. El más habitual es que fui descubierto en el dormitorio de una mujer casada mientras su marido estaba ausente.
–¿Y es cierto?
–Lo cierto es que la chica en cuestión aún no estaba casada; sólo estaba prometida. Desafortunadamente, su futuro marido era mi hermano mayor, el príncipe heredero Khaled.
–Oh. ¿Y es cierto que te acostaste con ella?
–Tenía toda intención de hacerlo, pero fui descubierto antes del feliz acontecimiento y me metieron en el siguiente avión que salía del país. A mi hermano le mintieron respecto a las circunstancias de mi repentina partida. Le dijeron que me había enamorado locamente de una mujer casada perteneciente a la realeza y que me habían desterrado por mi propia seguridad.
–Comprendo –Charmaine asintió, consciente de que en la mayoría de los países árabes el adulterio era considerado un delito grave. En algunos incluso podía condenarse a muerte al adúltero–. ¿Fue un enamoramiento unilateral o mutuo?
–Nadia me amaba tanto como yo a ella. Pero se casó con Khaled pocos días después de mi destierro y ha tenido un hijo con él. Por lo que sé, su matrimonio es feliz.
–¿Sigues enamorado de ella?
–¿Te importaría?
Charmaine parpadeó. ¿Le importaba?
–Sólo sentía curiosidad. Eso podría explicar por qué un hombre como tú no ha llegado a casarse. Sin duda alguna, tener una esposa te resultaría más práctico que traer aquí una interminable hilera de acompañantes femeninas.
–Ah, de manera que estás al tanto de mi reputación.
–Me advirtieron al respecto.
–¿Te advirtieron? ¡Qué palabra tan interesante! Pero muy adecuada para la ocasión. Supongo que fue Enrico. No, no te molestes en negarlo, querida Charmaine. Él sería el único que se atrevería a hacerlo. Pero para contestar a tu pregunta anterior, sí, amaba mucho a Nadia. Más que a la vida misma. Estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a morir, por estar con ella. Soy un hombre muy apasionado, como tendrás ocasión de comprobar esta noche...
Charmaine se quedó mirándolo.
Él le devolvió una mirada ardiente. ¿Pero ardían sus ojos por su causa, o había otro motivo para la obsesión sexual que sentía por ella?
–¿Te... te recuerdo en algo a ella? –preguntó, y notó que se le secaba la boca mientras esperaba la respuesta.
Alí la recorrió de arriba abajo con la mirada.
–En lo más mínimo.
Charmaine percibió la dureza de su tono.
–Vamos –añadió Alí con brusquedad a la vez que volvía a tomarla del codo–. El pasado es el pasado, Charmaine. Créeme si te digo que ya no me afecta.
Charmaine no lo creyó. Alí se sentía tan afectado por su pasado como ella por el suyo. Evidentemente, el hecho de que hubiera pagado aquella exorbitante cantidad de dinero por ella era resultado directo de no haber podido conseguir en su momento a la mujer que más desesperadamente deseaba. Su belleza externa había despertado en él una lujuria salvaje y nada iba a impedirle satisfacerla en aquella ocasión. Tal vez no fuera el amor lo que lo empujaba, pero era una fuerza muy poderosa de todos modos. Podía sentirla vibrando a través de su brazo, haciendo que su estómago se encogiera y su corazón latiera con la fuerza de un yunque.
Alí se detuvo ante una puerta que había a su derecha y soltó el brazo de Charmaine. La abrió e hizo un gesto impaciente con la mano para que pasara. La tensión de Charmaine aumentó mientras entraba, pero lo que se encontró la dejó totalmente desconcertada.
Esperaba un dormitorio, pero no uno como aquél.
–Está será tu habitación mientras estés aquí –dijo Alí secamente a la vez que caminaba sobre la alfombra rosa de la habitación hacia las puertas corredizas que daban a una galería acristalada. Una agradable brisa invadió la habitación cuando las abrió.
Charmaine contempló la bonita cama con su colcha de encaje rosa y sus almohadas a juego. No lograba imaginar al jeque con ella en aquella cama. Era una cama pensada para el romance, para la suavidad y la ternura, no para la clase de relaciones sexuales que iban a darse entre ellos durante aquellos cinco días.
–Esa puerta da al armario y al baño –dijo Alí mientras señalaba una puerta que se hallaba a la izquierda del cabecero–. Estoy seguro de que encontrarás todo lo que puedas necesitar. Y esta puerta... –añadió mientras se encaminaba a una puerta que se hallaba en medio de la pared opuesta a la cama–... lleva a mis habitaciones.
Charmaine estuvo a punto de reírse de su propia estupidez. Por supuesto que aquél no era el dormitorio del jeque. La habitación en que se encontraban era una especie de refugio femenino, no un lugar pensado para la seducción y el pecado.
–Espero que te reúnas conmigo en él adecuadamente vestida en media hora –dijo Alí con brusquedad, y a continuación, con un breve asentimiento de cabeza, salió.
Charmaine lanzó una mirada iracunda a la puerta cerrada. La pizca de compasión que había experimentado al escuchar la triste historia de amor del príncipe se había esfumado.
–¡Adecuadamente vestida! –murmuró entre dientes mientras entraba en el vestidor.
Sus bolsas de viaje se hallaban en una amplia estantería. Las abrió, sacó lo que necesitaba y entró en el baño. Este era tan bonito como el dormitorio y estaba totalmente equipado. Además, había una cesta con un cartel que decía que cualquier ropa que se depositara en ella sería limpiada, planchada y devuelta el mismo día.
Sin duda, al príncipe le gustaba mimar a sus invitadas.
Pero podía permitírselo, pensó mientras se ponía el gorro de la ducha. Cualquiera que pudiera pagar quinientos millones de dólares por acostarse con una mujer que le gustara tenía que ser obscenamente rico. Sin embargo, el dinero podía comprar el sexo, pero no el amor.
Aunque no era precisamente amor lo que quería el jeque. Evidentemente, su corazón seguía en Dubar, con la esposa de su hermano. El corazón que latía en su pecho era duro como el pedernal. No había que ser un genio para deducirlo.
Lo que quería de las mujeres que llevaba a su casa no tenía nada que ver con el amor.
–De manera que adecuadamente vestida, ¿no? –repitió Charmaine mientras se desnudaba y arrojaba toda la ropa en la cesta.
Después de ducharse, mientras se secaba, lamentó haberle dicho al jeque que no le gustaba el sexo. Todo habría sido más fácil si él hubiera creído desde el principio que era promiscua. Pero ahora la consideraba un reto sexual.
No podía permitirle el triunfo de creer que la había seducido expertamente con sus habilidades. Ya que estaba condenada a ser excitada por él, quisiera o no, sería ella la que tomara la iniciativa, no él.
Se puso la ropa que había llevado consigo al baño y luego empezó a maquillarse. Cuando estuvo lista, se puso en pie y se miró en el espejo.
Perfecto, decidió, aunque sintió un estremecimiento ante la visión que le devolvió el espejo. Había elegido uno de los últimos modelos de la colección de verano de Femme Fatale. El camisón era largo, de satén rojo, y su corpiño se ceñía a ella como una segunda piel. Casi podría haber pasado por vestido de noche, aunque muy provocativo, sobre todo por el modo en que sus pechos desnudos y sus pezones resaltaban contra la tela.
La bata parecía sacada de una película de Hollywood. Chifón transparente con el dobladillo y las mangas adornados de plumas rojas. En los pies llevaba unas zapatillas de tacón a juego que dejaban ver los dedos de sus pies, pintados del mismo tono escarlata que sus labios.
El conjunto resultaba realmente sexy. Con la cantidad de maquillaje que se había aplicado, parecía una fulana cara.
–Sí, perfecto –repitió con arrepentimiento.
Irguió los hombros, giró sobre sí misma y salió del baño. Había llegado la hora de enfrentarse a la realidad, pero no de interpretar el papel de víctima indefensa. Oh, no. Ya había interpretado en una ocasión aquel papel y no pensaba volver a hacerlo.