—Si le parece, vayamos a la relación personal entre su padre y el sargento Castilla.
—Como usted quiera.
—Supongo que sería incorrecto afirmar que su padre y Restituto Castilla se conocieron en 1939, puesto que existe la posibilidad de que aquel cabo de la Guardia Civil que salvó a su padre del calabozo fuera el mismo con el que se encontró en la cárcel recién acabada la guerra.
—Usted lo ha dicho: existe esa posibilidad. Pero no es una certeza, ni mucho menos. Es una hipótesis nada más. Como le dije antes, mi padre me contó aquella anécdota de su etapa de estudiante en una carta que me escribió desde la cárcel. Al describirla con tanta minuciosidad, me hizo pensar que aquel cabo de la Guardia Civil era Castilla, pero cuando tuve la oportunidad de preguntárselo muchos años después, su cabeza ya no estaba bien. No, ni mucho menos. Mi padre empezó a padecer una demencia que seguramente le vino por el sufrimiento de los años de cárcel. En algunos momentos, pocos meses antes de morir, no me reconocía y me hablaba como si yo fuera aquella señora. Su cabeza no regía.
—¿Qué señora?
—Usted ya lo sabe.
—¿Teresa Martín?
—Naturalmente.
—Entonces, consideremos que su padre y Restituto Castilla se conocieron después de la guerra. Supongo que en la primavera de 1939.
—Un poco después. Nosotros llegamos a Madrid en mayo, pero mi padre se tropezó con Castilla más tarde. Seguramente fue en el mes de septiembre. Tenga en cuenta que el nuevo Gobierno estaba aún en Burgos y no llegó a Madrid hasta agosto, me parece. Por esas fechas, después de dar tumbos por los despachos, a mi padre le asignaron la tarea de defender a los presos en los consejos de guerra que se celebraban casi a diario. Las cárceles estaban llenas y había que quitarse a la gente de en medio.
—Fusilarlos, quiere decir, ¿no?
—Fusilarlos, mandarlos a cualquier parte donde pudieran cumplir condena. Madrid era una enorme prisión provisional. Los conventos, los colegios, cualquier sitio con rejas y muros consistentes se convirtió en una cárcel. Y a mi padre le tocó la tarea de defenderles. No lo eligió, esa es la verdad, pero una vez que se lo encomendaron puso todo su empeño en cumplir bien el trabajo. Eso era mucho más de lo que se esperaba de él. Sí, es verdad que fusilaron a muchos. Pero también mi padre salvó a unos cuantos, no hay que olvidarlo. Y cada hombre que salvaba, a pesar de que mi padre no simpatizara con sus ideas políticas, ni mucho menos, era como un soplo de aire limpio en aquella cloaca que era Madrid. Bueno, España entera. Yo lo recuerdo todo muy sucio y el cielo siempre gris, aunque era primavera. Seguramente hacía un sol espléndido cuando llegamos a Madrid, pero se borró de mi memoria, como si el tiempo hubiera marchitado los recuerdos. Únicamente entonces me di cuenta de lo que había sido la guerra. Fue como si me quitaran una venda de lo ojos. Así fue como me sentí.
—¿Usted llegó a conocer al sargento Castilla?
—¿Conocerle? Por supuesto que no. Ni siquiera supe de su existencia hasta mucho tiempo después. A la mujer sí, y a la hija. Sobre todo a la hija. En mi casa nunca se habló en mi presencia de aquel asunto. Jamás. Yo crecí sin saber lo que había ocurrido. Me tuvieron engañada mucho tiempo entre unos y otros. Todo lo que yo sé lo averigüé años después. Demasiado tarde, me parece a mí. Aunque eso nunca se sabe. Pero sí es verdad que aquel encuentro con Restituto Castilla en la cárcel marcó la vida de mi padre, que ya tenía entonces treinta y seis años.
La primera vez que Alfonso Pedraza puso el pie en la prisión del número 27 de la ronda de Atocha, sintió un ahogo repentino y después un pinchazo persistente en el estómago que lo obligó a llevarse las manos al vientre y presionar. En palabras del propio Pedraza, fue como si se le estuviera rompiendo algo por dentro. Llevaba en la mano su antigua cartera de piel, la misma que había utilizado en la Azucarera Santa Elvira. Pero en vez de documentos comerciales guardaba ciento treinta y dos expedientes de presos que debían someterse a los tribunales militares. Se había pasado la noche en vela, estudiándolos uno a uno, y enseguida comprendió que cada individuo al que le tocaba defender escondía una tragedia. Cuando le pidieron que se identificara, el capitán Pedraza entregó su cartilla militar y una carta-salvoconducto firmada por su suegro, el general José María Pardo Andújar. El guardia de puerta lo leyó todo con minuciosidad, seguramente porque sabía que aquel capitán que vestía el uniforme escrupulosamente lo observaba con interés. Marcó una línea imaginaria con un lápiz sin punta mientras bisbiseaba. Sígame, le dijo al capitán sin hacer ningún gesto. Y Alfonso Pedraza obedeció. En ese momento, según escribió muchos años después, tuvo la primera constancia de que el infierno existía. En aquel edificio que antes de la guerra había sido un colegio salesiano, se hacinaban hombres que cargaban con su propia tragedia y con la tragedia colectiva. Y a pesar del olor a orín, a pesar de las rejas, de las ventanas tapiadas y de la hostilidad de los muros, el capitán Pedraza intentó imaginar, mientras avanzaba por los pasillos, cómo habría sido aquel lugar cuando los niños corrían por allí con sus batas de rayas, en medio de una algarabía contenida.
El director de la cárcel de Atocha era un comandante de infantería que al principio se mostró amable con Pedraza —inusualmente amable, según el capitán, dadas las circunstancias—. Así que usted es yerno de Pardo Andújar, le dijo. Sí, mi comandante. Buen hombre y buen militar. En efecto, mi comandante. A pesar de la familiaridad que el director se esforzaba por mostrar, el capitán Pedraza se sentía intimidado por la frialdad de aquel despacho, por el olor a desinfectante y por las voces, más bien gritos, que llegaban de alguna parte. ¿Dónde hizo usted la guerra, capitán?, preguntó de manera inesperada el director, si me permite la indiscreción. En León, mi comandante. El comandante miró a Pedraza con displicencia por encima de la montura de sus gafas. No hizo ningún comentario, pero Pedraza creyó saber lo que pasaba por la cabeza de aquel hombre. En los despachos, precisó el capitán Pedraza, por si es eso lo que quería saber. El comandante se mostró incómodo por el comentario del abogado. Fingió que revisaba unos expedientes que tenía sobre la mesa. Bonita ciudad León, dijo finalmente. Pedraza asintió con un gesto. Tiene usted un trabajo complicado, capitán, muy complicado, no sé si se da cuenta. Pedraza lo miró sin gesticular. No entiendo, mi comandante. Quiero decir que no me gustaría estar en su pellejo, aunque tengo la seguridad de que hará todo lo posible por salir airoso de este trance. El director de la cárcel de Atocha había pasado de la amabilidad a la hostilidad sin que Pedraza comprendiera qué había ocurrido en aquellos minutos.
—Aquel hombre fue como un presagio de lo que mi padre se iba a encontrar en los meses siguientes. No tuvo que pasar mucho tiempo para darse cuenta de que la decisión de marchar a Madrid había sido un error monumental; probablemente el mayor error de su vida. Ahora, sabiendo cómo se desarrollaron los acontecimientos, no me cabe ninguna duda. La vocación de mi padre era el derecho y la judicatura. Su forma de ser no encajaba con la vida castrense. Además, el trabajo que le habían encomendado era una farsa. Aunque, como él solía decir, alguien tenía que defender a aquellos desdichados. Les asistía ese derecho. Se resistía a creer que muchos de los hombres a los que tenía que defender estaban condenados de antemano. En esos meses mi padre empezó a ser otro. Eso sí lo recuerdo. Yo apenas tenía nueve o diez años, pero me daba cuenta de que las cosas ya no eran como antes. De ser un hombre alegre, mi padre pasó a estar triste y callado la mayor parte del tiempo. Se fue volviendo huraño con todos, incluso conmigo. Volvía a casa descompuesto, blanco como esa pared, con la mirada perdida; él, que siempre había sido tan cariñoso conmigo; mucho más que mi madre. Se quedó muy delgado. Al principio yo no entendía lo que estaba pasando. Todo era tan diferente a nuestra vida en León que no podía pararme a pensar. Yo le echaba la culpa a Madrid, a la tristeza de la gente y a la miseria.
Durante las primeras semanas, el capitán Pedraza visitaba la prisión de Atocha a diario. Los guardias de puerta ya lo conocían y sabían que era el yerno de Pardo Andújar. Sin duda, por eso se cuadraban con inusual celo cuando lo veían aparecer, como si fuera el propio general. Pedraza, muy a su pesar, entraba y salía como si aquella fuera su casa. Cada día, antes de entrevistarse con los presos, el director de la prisión le entregaba una carpeta con nuevos expedientes. Pero si ya traigo la cartera llena, protestaba Pedraza al principio. Estos son urgentes, le respondía el comandante. Todos son urgentes, solía replicar Pedraza. Y así, poco a poco, su relación con el director se fue volviendo tensa. Dígame una cosa, capitán, ¿de verdad necesita entrevistarse con cada uno de ellos? Naturalmente, mi comandante, ¿cómo voy a defenderles si no hablo antes con cada uno? Jamás vi nada parecido, respondió el director. Sin embargo, Pedraza se mantuvo en su actitud. Se resistió a defender a personas de las que únicamente conocía el nombre y algunos datos, a menudo contradictorios, que provenían en muchos casos de denunciantes anónimos. Esto es una locura, Pilar, le dijo a su esposa en cierta ocasión en la que ella le preguntó cómo le había ido el día. Y su hija, que había sido testigo de aquella escena, recordaba que su madre le pasó la mano a su padre por la frente, como si eso pudiera consolarlo.
En septiembre de 1939, según contó en las cartas que le escribió a su hija durante años, el capitán Pedraza ya no era capaz de diferenciar un nombre de otro ni una acusación de otra. Ni siquiera conseguía diferenciar los rostros. Todos los hombres le parecían el mismo hombre. A veces incluso evitaba mirarlos a los ojos, algo que pocas semanas antes habría sido inconcebible. Los expedientes personales dejaron paso a listas de nombres y apellidos mecanografiadas y copiadas con papel carbón, cuya última copia, la que le entregaban a él, era casi ilegible. Por aquellos días ya se limitaba a hacerlos pasar a la sala de visita y cruzar unas palabras con cada uno de sus defendidos. ¿Se llama usted Quinciano Negro Martínez? Sí, señor. ¿Sabe usted escribir o firmar? No, señor. ¿Cree usted en Dios? En Dios y en la Santa Madre Iglesia. Luego, Pedraza formulaba cuatro o cinco preguntas más, casi siempre las mismas, y decía puede retirarse, que pase el siguiente, y el guardia de turno se lo llevaba y volvía al cabo de unos minutos con otro preso, que a Pedraza le parecía que tenía el mismo nombre y el mismo rostro que el anterior, y que respondía casi lo mismo a las preguntas del abogado. Pero en ese mes —seguramente septiembre— ocurrió algo que iba a cambiar el curso de la vida de Alfonso Pedraza; de él y de su familia.
¿Se llama usted Restituto Castilla González?, preguntó Pedraza sin levantar la vista del papel. Sí, mi capitán, a sus órdenes. Alfonso Pedraza no se inmutó, a pesar de que era la primera vez que un acusado mencionaba su grado. ¿Sabe usted escribir o firmar?, siguió preguntando sin levantar la cabeza. Por supuesto, mi capitán. ¿Cree usted en Dios? No, mi capitán, ni en dioses, ni en reyes, esa es la verdad. Alfonso Pedraza lo miró por primera vez y vio a un hombre de aspecto inquietante, ojos pequeños y pelo encanecido de manera prematura. Es posible que lo reconociera, o es posible que no; es posible que su nombre le sonara de los recortes de prensa y de las notas que guardaba en una carpeta de la Azucarera Santa Elvira; es posible también que su rostro se pareciese o le recordara al de aquel cabo de la Guardia Civil que lo libró de pasar una noche en el calabozo cuando Alfonso Pedraza tenía dieciséis años; es posible, incluso, que fuera la misma persona. Lo que pasó por la cabeza de Pedraza no se sabrá nunca. Todo son conjeturas. A Restituto Castilla le faltaban algunos dientes y se le escapaba el aire por las mellas al hablar. Tenía ronchas en la piel, las encías hinchadas por el escorbuto y la cara descarnada por una delgadez sobrevenida con precipitación. Le temblaban las manos. A pesar del deterioro físico de aquel individuo, Pedraza creyó percibir en su gesto cierto orgullo, casi altanería, que contrastaba con su aspecto y su palidez enfermizos. ¿Usted quiere vivir o morir?, preguntó Pedraza sin inmutarse. Vivir, mi capitán, por supuesto. En ese caso, le aconsejo que crea en Dios, ¿me entiende? Sí, mi capitán, entiendo meridianamente, y dada mi situación creeré en lo que usted me indique. Alfonso Pedraza sintió una sensación contradictoria al saber que el destino de aquel hombre de verbo florido, al que no sabemos si reconoció o no, estaba en sus manos. En las dos o tres semanas —quizá cuatro— que llevaba entrevistándose con los acusados, Pedraza no había sentido nada semejante, a pesar de que las circunstancias eran siempre parecidas. No es lo que yo diga o deje de decir, continuó Pedraza con un tono autoritario que resultaba forzado, sino lo que el tribunal que va a juzgarle espera que usted diga. Lo tendré en cuenta, mi capitán. Alfonso Pedraza leyó de nuevo en la lista el nombre del acusado. ¿Es usted militar, Castilla? Sargento de la Guardia Civil inhabilitado, mi capitán, pero estoy pendiente de que me levanten la inhabilitación. ¿Cómo es eso?, preguntó el capitán. La tengo solicitada desde hace tiempo, pero ya sabe usted cómo están los asuntos administrativos. Pedraza apartó la mirada del papel y trató de entender la situación de su defendido. En ese caso usted no debería estar en esta lista, sino en la de civiles. Eso depende, mi capitán, porque mi inhabilitación fue una injusticia flagrante que llevo reclamando años. ¿Y a quién ha reclamado usted? Restituto Castilla recitó de corrido una lista interminable de organismos y nombres entre los que había generales, ministros y el propio presidente de la República. Quizá el capitán Pedraza estaba empezando a pensar que se trataba de un loco, cuando oyó que Castilla le confesaba yo he sido delegado del Gobierno en los Territorios de Guinea y como usted comprenderá el rango merece una consideración. Después siguió hablando sin que Pedraza lo interrumpiera. Cuando terminó su retahíla de méritos, Alfonso Pedraza ya debía de saber que aquel hombre que tenía apenas a dos metros de distancia, al otro lado de la mesa que los separaba, era el mismo que había asesinado a Gustavo de Sostoa y Sthamer hacía casi siete años. ¿Y usted no debería estar cumpliendo condena por ese delito del que me habla?, preguntó Pedraza con una ingenuidad que seguramente sonó pueril. Así es, mi capitán, pero me acogí a la amnistía del treinta y seis y me dejaron libre. Por lo que sabemos, Alfonso Pedraza Ruiz no se atrevió a confesarle a Castilla que conocía al dedillo su caso; que lo había estudiado cuando preparaba oposiciones a judicatura; que guardaba en una carpeta que había traído de León los recortes de prensa que se publicaron en su día. Si se calló por timidez o por prudencia es algo que su hija no pudo explicarnos. El capitán Pedraza respiró profundamente, sacó un paquete de tabaco de su guerrera y le ofreció un cigarrillo al sargento, que lo rehusó. Esto tenemos que aclararlo, dijo Pedraza, todo su pasado no va ayudarle lo más mínimo. Como usted diga, mi capitán. Lo primero es olvidarse de la Guardia Civil. Sí, mi capitán.
—Parece mentira que una casualidad como aquella, un encuentro accidental, una persona que se cruza en tu camino, te pueda cambiar la vida como se la cambió a mi padre. Supongo que este tipo de cosas nos pasan constantemente en la vida, pero no nos damos cuenta de su importancia hasta que nos paramos a pensar. En aquel caso se sumaron otras circunstancias que ayudaron a que todo viniera encadenado. Por ejemplo, la impresión que mi padre se llevó de los primeros consejos de guerra fue terrible. No sé si usted conoce los pormenores.
—Sí, algo he leído.
—A veces mi padre asistía a dos o tres juicios a la semana. Al principio se celebraban casi a diario. En algunas ocasiones se entrevistaba por la mañana con los acusados y por la tarde los fusilaban o estaban ya condenados a muchos años de prisión. Sí, fusilaron a muchos, eso no se puede negar. Contaba mi padre que de cada veinte sentencias de cárcel, había dos o tres de muerte. Son muchas muertes. Eso supuso una gran frustración para él. Con algunos de sus defendidos ni siquiera se llegaba a ver antes del juicio. Reunían a veinte o treinta hombres en una sala, sentados en bancos y esposados. Se leían los nombres de cada uno y el resumen de los cargos, para abreviar. Luego el fiscal acusaba al grupo en conjunto y destacaba algún nombre por su especial significación durante la guerra. Se leían las denuncias y mi padre, como abogado defensor, hacía alegaciones. No había peritos ni testigos ni interrogatorios. En menos de dos horas estaba visto para sentencia. Y no es que mi padre creyera en la inocencia de aquellos hombres. Lo que pensaba era que merecían un juicio con garantías. Nada más que eso. Pero, cuando se dio cuenta de dónde se había metido, ya era demasiado tarde. Por eso padeció tanto y se convirtió en un hombre triste y amargado. Llegaba a casa y apenas hablaba. Lo que yo pienso que pasó cuando mi padre se encontró en la cárcel con Castilla fue que vio la oportunidad de redimirse de tantas frustraciones. Digo yo que sería eso, porque otra explicación no le encuentro. Imagino que vería que la situación de aquel hombre no era como la de los demás. No sé si era una forma de lavar su conciencia. Todo esto son suposiciones, naturalmente.
El capitán Pedraza le puso sobre la mesa al director de la prisión de Atocha el expediente de Restituto Castilla González, que tuvo que procurarse él mismo en los archivos ante la pasividad de los funcionarios. Luego le dijo este hombre no debería estar en esta lista, comandante. El director le echó un vistazo a las hojas, sin tocarlas, y preguntó con ira contenida ¿por qué no debería estar donde está?, si puede saberse. Porque no tiene rango militar. El director le mantuvo la mirada a Pedraza. ¿Y…?, preguntó retándolo con la mirada. Usted debería saber lo que dice la ley. El tono amenazante de Pedraza hizo mella en el director, que tomó el expediente y comenzó a leerlo saltando de línea en línea. Según leo aquí, dijo el director con contundencia, ese hombre es guardia civil y por lo tanto tiene rango militar. Siga leyendo, dijo Pedraza, y verá que está inhabilitado desde hace cinco años. Sí, por delito de sangre contra un superior, afirmó el director. Así es, comandante, y por consiguiente ante la ley es un civil a todos los efectos. Usted no es quién para decidir eso, capitán. Es lo que dice la ley, comandante, ni más ni menos. El desafío al director de la prisión fue el resultado de las fricciones que desde el primer día se habían producido entre los dos. A Pedraza aquel hombre le parecía un ser despreciable, al que consideraba un inepto para desempeñar el cargo. Sin embargo, hasta ese momento había procurado guardar las formas. Ambos habían mantenido las distancias. Usted es el picapleitos, le soltó el comandante con desprecio y conteniéndose para no ir más allá, aunque su rango se lo permitía. Pedraza se contuvo también. Si quiere, continuó el director, traslado a ese hombre a la galería de presos civiles. Es su obligación, comandante, y de momento voy a solicitar el retraso del consejo de guerra hasta que se aclare su situación legal. Vaya, capitán, no deja usted de sorprenderme. A Pedraza no le gustaron ni el tono ni la mirada de aquel hombre al que desde el principio juzgó falso y cicatero. No obstante, la ingenuidad del capitán le impidió imaginar que las cosas no iban a quedar así.
—No hay que olvidar que mi padre era yerno del general Pardo Andújar y eso, en aquellos años, eran palabras mayores. Sin embargo, mi padre no pretendía servirse de ningún privilegio. Eso no le gustaba nada, y además siempre lo criticó cuando lo vio en los demás. Él hizo las cosas como las hizo porque su conciencia se lo dictaba así. No tenía miedo a nadie y pagó cara su temeridad. Estaba convencido de que todo se podía conseguir con la ley en la mano y por los cauces reglamentarios, sin necesidad de recurrir a los privilegios de la autoridad o del rango. Estaba equivocado, como luego se vio.
La imagen del sargento Castilla, con las encías sangrantes y el gesto de dignidad, casi de orgullo, ya no se borró de la mente de Alfonso Pedraza. Al cabo de dos días ordenó que lo trajeran a su presencia. El sargento Castilla se alegró de verlo, o eso le pareció a Pedraza. ¿Se encuentra usted bien en la galería superior? Sí, mi capitán, aunque ya podrá usted imaginar que no es lo mismo que estar entre militares, porque entre nosotros nos entendemos a las mil maravillas. Pedraza hizo un gesto que debió de parecerse a una sonrisa, porque Castilla le sonrió. Usted sabe a lo que me refiero, mi capitán, porque es un hombre de honor como yo y, permítame que le hable con franqueza, cada vez quedan menos personas como nosotros. Seguramente aquella fue la primera ocasión desde que llegó a Madrid, o quizá desde que empezó la guerra, en que Alfonso Pedraza se sentía valorado en su trabajo. Nunca había escuchado una alabanza en los tres años largos que llevaba en el ejército, y probablemente le resultó paradójico que viniera precisamente de aquel hombre a quien el Régimen consideraba un enemigo y estaba dispuesto a fusilar. Vamos a ver, sargento, ¿usted es comunista o no es comunista?, como dice esta declaración firmada por usted, preguntó Pedraza inesperadamente y con impaciencia. En Madrid hasta hace cuatro días había que ser de algo, mi capitán. Eso no es lo que le estoy preguntando, dijo Pedraza, lo que quiero saber es si se afilió o no al Partido Comunista, como leo aquí. Sí, mi capitán, eso es impepinable, pero lo hice porque considero que es mi obligación defender a la República. Y, sin embargo, la República lo condenó a usted a prisión por asesinar a un representante del gobierno republicano al que le debía obediencia, ¿no se da cuenta de su contradicción? El sargento Castilla no respondió, no apartó la mirada, no bajó la cabeza, no hizo ningún gesto. Se diría que Pedraza no estaba refiriéndose a él, sino a otra persona. Dígame, sargento, ¿usted qué ha hecho en los tres últimos años? No entiendo, mi capitán. Lo que le estoy preguntando es si ha colaborado de forma activa o pasiva con el gobierno republicano o con el ejército rojo. Capitán, yo me he pasado los tres últimos años de despacho en despacho, reclamando lo que me corresponde, que es la reincorporación al cuerpo de la Guardia Civil, además de la reparación del daño que se me ha hecho. Pero usted mató a una persona, insistió Pedraza. Con todos mis respetos, mi capitán, ¿y eso qué tiene que ver?, respondió Castilla con un punto de altanería, yo ya he cumplido mi condena por aquello. ¿Y cómo pretendía que le reparasen el daño, si puede saberse? Devolviéndome a mi puesto en Annobón como delegado del Gobierno, del que nunca se me debió destituir, como quedó sobradamente probado en el juicio, porque a mí se me tendría que haber concedido la cruz de la Orden de Isabel la Católica. ¿Y eso por qué?, preguntó incrédulo el capitán Pedraza. Por mi labor con aquella pobre gente, a la que inicié en el progreso, la cultura y la democracia, valores desconocidos para ellos desde tiempos ancestrales, como seguramente usted sabe bien, mi capitán. Y, si usted se confiesa republicano, ¿qué interés tiene en que le concedan la cruz de la Orden de una reina? Restituto Castilla guardó silencio, titubeó y mantuvo la cabeza alta. Una cosa no tiene que ver con la otra, respondió finalmente.
El día en que las primeras tropas de Franco entraron en Madrid, Restituto Castilla no salió de su casa. Según le confesó al capitán Pedraza, no tenía nada que temer, pero tampoco quería cometer una imprudencia. Nadie sabía con certeza lo que estaba ocurriendo en las calles y en los cuarteles de la capital. Todo eran rumores. En palabras del sargento Castilla, prefirió esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Además, su esposa, con la que se había casado después de salir de la cárcel, rompió a llorar cuando Castilla le dijo que iba a acercarse a la Puerta del Sol para informarse de lo que estaba pasando. Incluso la hija del sargento, que ya estaba muy espabilada a sus catorce años y se daba cuenta de la situación comprometida en que se encontraba su padre, le pidió que quemara la cartilla de guardia civil y toda la documentación que tenía en casa, en prevención de represalias. Castilla no hizo caso. A lo único que accedió fue a deshacerse del uniforme, pues no le cabía duda de que las nuevas autoridades impondrían uno nuevo, y el suyo iba a quedar obsoleto cuando admitieran su reingreso en el cuerpo. Sin embargo, las noticias que llegaron hasta su domicilio en los días siguientes no fueron alentadoras. En el vecindario corrían rumores de detenciones, desapariciones e incluso fusilamientos sin juicio, además de linchamientos en la calle, a plena luz del día. A Castilla, según se deduce de lo que le confesó a su abogado, todo aquello le parecía una exageración y una estrategia de la esposa para convencerlo de que no saliera de casa. Además, él no había hecho nada que se le pudiera reprochar ni por parte de la República ni de los nuevos gobernantes, fueran los que fueran. Pero los llantos y las súplicas de su esposa y de su hija pudieron más que su ansia de conocer de primera mano lo que estaba sucediendo en Madrid. Aunque entre sus vecinos no había ningún detenido —al menos, que se supiera—, las noticias de denuncias y detenciones entre conocidos se sucedían. El día en que decidió salir a la calle, Teresa Martín se arrodilló delante de él y se abrazó a sus pantorrillas para impedirle marchar. Según Castilla, aquello fue determinante para quedarse en casa. No era cuestión de hacerla sufrir innecesariamente, le confesó de manera literal a su abogado. Y no solo obedeció en eso a su mujer, sino que también dio su brazo a torcer cuando Teresa Martín le suplicó que no se asomara a la ventana ni se dejara ver cuando alguien venía a casa. Su esposa le habilitó un hueco en el armario para que se escondiera cada vez que un vecino llamaba a la puerta. Pero las visitas eran escasas. Si acaso, algún cobrador, o la casera, mujer despreciable —en palabras de Castilla—, que solía entrometerse en la vida de los vecinos, y con la que Restituto Castilla nunca mantuvo buena relación, sobre todo desde que dejó de pagarle las cincuenta pesetas de alquiler mientras no se solucionara su reincorporación a la Guardia Civil y el cobro de los años que la Dirección General le debía.
En mayo —quizá en junio—, desesperado en su encierro, le dijo a su esposa que no soportaba más aquella situación, que si no salía a la calle iba a enloquecer. Y Teresa Martín volvió a clavarse de rodillas y a sujetar a su marido por las piernas mientras su hija le suplicaba que no hiciera ninguna tontería. Las dos lloraban, lo que retrasó la decisión de Castilla. Pocas horas después, cuando el sargento estaba ya decidido a poner fin a su clausura, se presentaron tres hombres en su domicilio de la calle Doctor Esquerdo. Vestían de paisano y aparentemente no iban armados, según Castilla. ¿Restituto Castilla González?, preguntó uno de ellos. Sí, un servidor, ¿qué pasa? El hombre miró a las dos mujeres. ¿Y estas quiénes son? Mi mujer y mi hija, ¿por qué? El que llevaba la voz cantante miró a los otros dos y les dijo estas también vienen. A ver, dijo Castilla con autoridad y sin asomo de temor, hagan el favor de identificarse. Tienen que acompañarnos a la Dirección General de Seguridad, es solo para hacer una comprobación, luego podrán volver los tres a casa. Ah, bueno, siendo así no hay ningún inconveniente, caballero. Teresa Martín pidió permiso para cambiarse de ropa, pero le dijeron que no era necesario, que enseguida estarían de regreso. Apenas le dio tiempo para quitarse el delantal y ponerse un pañuelo en la cabeza. Los llevaron al edificio de la Puerta del Sol. Restituto Castilla estaba convencido de que esa noche estaría de regreso en casa, pero se equivocó. Apenas entraron en aquel lugar que Castilla conocía bien, se llevaron aparte a Teresa y a su hija. Castilla les hizo un gesto a las dos para que se tranquilizaran. Lo cierto es que jamás volvió a verlas.
El interrogatorio del sargento Castilla en la Dirección General de Seguridad apenas duró unos minutos. Un escribiente tomó nota de la declaración en una máquina de escribir que iba mucho más lenta que las palabras de Castilla y que el hombre que hacía las preguntas. ¿Vive usted en Doctor Esquerdo 21? Sí, señor. ¿Es usted guardia civil? Restituto Castilla titubeó antes de responder. ¿Es usted o no es guardia civil? Sí, señor, aunque apartado del servicio temporalmente. ¿Por qué razón? El sargento Castilla empezó a explicarse, pero el hombre no le prestaba atención. De repente lo interrumpió y dijo hay una denuncia contra usted. ¿Una denuncia?, ¿quién me ha denunciado? Eso no procede ahora, respondió el hombre, se le acusa de adhesión a la rebelión militar. Sin duda, se trata de un error. Eso ya se verá. Déjeme explicarle, empezó a decir Castilla. Pero aquel hombre que vestía de paisano y tenía cara de no haber dormido en mucho tiempo hizo un gesto a dos tipos de uniforme para que se lo llevaran. Ya se explicará usted a su debido tiempo. Restituto Castilla comenzó a protestar, pero cuando se dio cuenta estaba esposado. ¿Y mi mujer y mi hija?, preguntó a gritos, ¿también están detenidas? Y no pudo preguntar más, porque alguien lo empujó por detrás y estuvo a punto de caer al suelo.
—Eso fue lo que pasó, que a él se lo llevaron a la cárcel de Atocha, y a la mujer y a la hija a la de Claudio Coello. No sé si sabe la que le digo, la que hubo en el convento de Santo Domingo. Eso no estuvo bien, porque aunque yo no voy a defenderlas ahora puesto que no me corresponde, la verdad es que ellas no tenían culpa de lo que hubiera hecho el marido o el padre. Además, fíjese qué paradoja, aquel hombre tenía que haber rendido cuentas ante la justicia por los disparates que cometió en Guinea. Y no me refiero ya únicamente al asesinato del gobernador, sino a todos los atropellos y al abuso de poder. Y en vez de eso terminaron juzgándole por ser comunista. Pero ya sabe usted cuántas barbaridades se cometieron en aquellos años; en la guerra y después de la guerra. Yo no sé qué habría pasado si no las hubieran detenido a las dos, a la madre y a la hija. Pero las cosas ocurrieron como ocurrieron y eso nadie lo puede cambiar.
Cuando el capitán Pedraza dio por concluida la segunda entrevista con Castilla, comenzó a guardar el expediente en su cartera y le hizo un gesto al sargento para que se retirara. Entonces, el sargento Castilla le tendió la mano y Alfonso Pedraza no tuvo más remedio que estrechársela, aunque sabía que el contacto físico con los presos era desaconsejable, igual que las familiaridades. Antes de despedirnos querría mencionarle un asunto, mi capitán, si usted me lo permite. Dígame, Castilla, ¿de qué se trata? Pues precisamente de la mujer y de la hija, mi capitán. ¿Qué pasa con ellas? Pues pasa que no tengo conocimiento ni noticia de las susodichas desde aquel día remoto que le he contado, en la Dirección General de Seguridad. Entiendo, dijo Pedraza. Y yo me preguntaba, en fin, me lo acabo de preguntar, si usted sería tan amable de interesarse por su paradero. Lo que me pide es imposible, sargento. Lo sé, mi capitán, lamento habérselo solicitado. El capitán Pedraza permaneció callado e inmóvil, igual que Castilla. Los dos se miraban como si trataran de leerse el pensamiento. A ver, sargento, vamos a hacer una cosa. Pedraza volvió a sentarse, abrió su cartera y sacó una libreta. Luego le dijo a Castilla dígame usted los nombres de su mujer y de su hija. El sargento Castilla los recitó de corrido. ¿La dirección es Doctor Esquerdo? Sí, mi capitán, el antiguo 17, que ahora es 21. Alfonso Pedraza lo anotó todo y luego añadió es posible que las interrogaran y las dejaran libres. Es posible, mi capitán, pero poco probable. Bien, veré si puedo averiguar algo.
—Yo estoy convencida de que a mi padre únicamente le movieron sentimientos humanitarios cuando hizo aquello. Me consta. Además, también le digo que lo habría hecho por cualquiera, seguro. Y, sin embargo, en aquella época no se podía entender su comportamiento, porque el miedo y la desconfianza hacían que cada cual fuera a lo suyo y todos recelaran de todos, incluso los del mismo bando. Nadie quería meterse en más problemas de los que tenía, que por lo general no eran pocos. Yo me imagino, y eso no es más que suposición mía, que cuando mi padre oyó que aquel hombre tenía una hija de catorce o quince años se le pasaron muchas cosas por la cabeza. Seguramente pensó en mí, que era lo que más cerca tenía; seguramente imaginó que, si la guerra hubiera terminado de otra manera, cabía la posibilidad de que mi madre y yo estuviéramos en la misma situación que aquellas dos desdichadas. Eso es lo que yo creo que pasó por su cabeza. Mi padre no pretendía otra cosa que ayudar, aunque no fuera fácil de entender en aquel momento y en la situación que se vivía en España.
Al capitán Pedraza no le costó trabajo dar con el paradero de Teresa Martín y de su hija Cesárea Castilla. Primero envió a un hombre de confianza, al que le advirtió expresamente que vistiera de paisano, para averiguar si se encontraban en el domicilio. Como suponía Pedraza, allí le contaron que la madre y la hija habían sido detenidas meses atrás, a la vez que el cabeza de familia, y nadie había vuelto a saber nada de ellas. A Pedraza le bastó hacer dos llamadas telefónicas para averiguar que las dos mujeres estaban en la cárcel de mujeres de Claudio Coello. Conocía bien el lugar, puesto que había vivido en aquella misma calle en sus años de estudiante. Recordaba aún el sonido de las campanas del convento de Santo Domingo cada madrugada, el olor de la comida de la pensión, los amigos que había dejado allí. En sus cartas llegó a decir que aquella coincidencia le pareció una señal. Según su hija, Alfonso Pedraza era un hombre muy religioso y estaba convencido de que Dios enviaba señales para indicar el camino que uno debía seguir. Lo que hizo después, sin embargo, resultaba inexplicable incluso para él mismo cuando reflexionó muchos años después sobre este acontecimiento.
—Mi padre se presentó en la cárcel de mujeres de Claudio Coello y pidió ver a la directora, una teresiana que, según me contó, era de armas tomar. Pero así, de buenas a primeras, parecía muy mansa. No me acuerdo ya cómo se llamaba. Por ahí está escrito en esas cartas. La directora le recibió y le mostró la ficha de las dos mujeres, como le pidió mi padre. No constaba más que el nombre y el domicilio, para que se haga una idea de cómo se hacían las cosas. Entonces mi padre le preguntó a aquella mujer cómo era posible que no estuvieran reflejados allí los cargos que había contra ellas. Y va y le dice ¿y a mí qué me cuenta usted de cargos?, eso vaya a reclamarlo a otra parte. Por supuesto, aquella mujer no sabía quién era mi padre, ni que era yerno de Pardo Andújar. Y él, en vez de insistirle, ni corto ni perezoso se fue a la Dirección General de Prisiones a hablar con Cuervo Radigales, que era el responsable entonces. Pero no le dejaron verle. Mi padre conocía a Máximo Cuervo porque había venido a casa unas cuantas veces. Yo me acuerdo muy bien de verle sentado con mi abuelo frente a la mesa del salón, hablando de cosas de política que yo no entendía. Eran muy amigos desde que coincidieron en Asturias. Y conmigo era muy cariñoso. El caso, como le iba diciendo, es que mi padre fue a ver a Cuervo Radigales y se tropezó con su secretario, que al parecer era quien hacía y deshacía en aquella dirección general.
El secretario del director general de Prisiones era, en palabras de Pedraza, un hombre gris, obeso y de aspecto desagradable, que lo recibió con mucha prisa en su despacho, vestido con el uniforme falangista. Alfonso Pedraza no se molestó en mencionar su nombre en las cartas que le escribió a su hija, aunque describía con detalle su aspecto físico, cierto defecto en el habla e incluso lo mal que le sentaba el uniforme y lo cortos que le quedaban los pantalones. También precisó que hombres como aquel mancillaban la memoria de José Antonio Primo de Rivera, cuya fotografía presidía el despacho junto a la de Franco. A Pedraza no le pasó desapercibido que aquel hombre no paraba de mirarse el reloj mientras escuchaba con desgana la reclamación del capitán. En Madrid tenemos miles de prisioneras, le respondió, ¿cómo quiere que yo sepa algo de esas dos mujeres?, usted ya ha leído sus fichas. Precisamente por eso pretendo hablar con el señor Cuervo. Eso es imposible, ya se lo he dicho, dígame a mí qué quiere. Saber qué cargos hay contra ellas. ¿Cargos?, ¿qué cargos quiere que haya?, los de siempre. Pero deberían constar en alguna parte. Y qué quiere que le diga, se le habrá pasado a alguien, serán comunistas o anarquistas o socialistas o simpatizantes, vaya usted a saber. Pues alguien debería saberlo, digo yo, replicó Pedraza perdiendo la paciencia. El secretario de Cuervo Radigales dio un golpe autoritario en la mesa. Capitán, hay miles de mujeres en las cárceles, ¿no me ha oído?, y ninguna sabe por qué está en prisión, eso es lo que dicen todas, y usted me viene preguntando por los cargos contra dos infelices cuyo delito será seguramente su desafección. El secretario enmudeció de pronto y miró a Pedraza fijamente. Dígame una cosa, capitán, ¿estas dos individuas son conocidas de usted? No, señor, no las he visto en mi vida. Entonces, ¿de dónde le nace ese interés?, si no es indiscreción. Son la esposa y la hija de un detenido al que se supone que debo defender en consejo de guerra. Acabáramos, dijo el secretario, es usted un idealista, ¿es eso?, un salvador de la humanidad. Me limito a hacer mi trabajo, respondió lacónico Pedraza. Y yo el mío, cago en diez, no me toque los cojones, capitán. Pedraza perdió por un instante la seguridad y la compostura que tanto trabajo le había costado mantener. Trató de recomponerse ante la figura y los ademanes de aquel hombre que, en opinión de Pedraza, mancillaba el uniforme que vestía y la memoria del fundador de Falange. Trató, no obstante, de no flaquear. Si no hay cargos contra esas dos mujeres, dijo con un hilo de voz, no deberían estar ahí dentro. ¿Y eso quién lo dice? Lo dice la ley. ¿Y va a venir la ley a sacarlas de ahí? No, la ley no, dijo Pedraza ahora con voz firme, las voy a sacar yo. ¿Por sus cojones, capitán? Sí, por mis cojones. Muchos cojones le van a hacer falta a usted para eso, me parece a mí. Menos de los que usted supone. El secretario de Cuervo Radigales lo miró con sorna, con un amago de sonrisa.
—Esas cosas eran las que le envenenaban la sangre a mi padre. Salió de aquel despacho dando un portazo. No podía concebir que después de tantos muertos y tantos sufrimientos hubiera gente como aquel individuo que ocupara cargos de responsabilidad, aunque fuera un secretario de lo que sea. Eso es lo de menos. Qué pena que yo no hubiera sabido todo aquello antes. Pero no fue culpa mía lo ciega que estuve durante tanto tiempo. Bueno, no sé si se puede hablar de culpables. Eso sería simplificar mucho las cosas.
En la tercera entrevista con Restituto Castilla, el capitán Pedraza le contó que había dado con el paradero de su esposa y de su hija. Lo que no llegó a saber Castilla fue que su defensor había recabado información sobre él en los archivos de la Dirección General de la Guardia Civil y en el Registro Civil. Usted no está casado con esa mujer, le soltó Pedraza sin inmutarse. ¿Cómo que no estoy casado? Lo que digo es que su matrimonio no tiene validez. ¿Y eso por qué?, si puede saberse. Porque las nuevas leyes dejan en suspenso, y por lo tanto invalidan provisionalmente, los matrimonios civiles que se celebraron desde 1931 mientras no sean validados por la Iglesia. Castilla miró de hito en hito a su abogado. Era de esperar, dijo finalmente con resignación, en este país todo lo que no bendice la Iglesia no tiene valor. ¿Le parece mal?, preguntó Pedraza. Yo no he dicho eso, mi capitán. Pues será mejor que no lo piense siquiera, si no quiere buscarse más problemas. Como usted me diga, mi capitán, no pretendo ser yo un incordio para usted. No lo es, sargento, pero le pido que se atenga a lo que ya hemos hablado. A sus órdenes, mi capitán, me atendré.
Alfonso Pedraza le explicó la situación legal en la que se encontraban Teresa Martín y Cesárea Castilla. El sargento lo escuchó con atención, sin parar de asentir. Únicamente cuando terminó de hablar el abogado, Castilla le dijo es usted un buen hombre a la vez que honrado, mi capitán. Solo cumplo con mi trabajo. Me consta, mi capitán, pero también sé que otro en su lugar se habría desentendido de este asunto y no habría movido un dedo por ayudarme. Vivimos un tiempo nuevo, sargento, no lo olvide, y las personas y los espíritus también tienen que ser nuevos. Restituto Castilla le tendió la mano y su abogado aceptó el agradecimiento. Entonces, ¿cree usted que las soltarán? Vamos a intentarlo, pluralizó el abogado, lo que a juzgar por el gesto que hizo agradó a Castilla.
—Pero mi padre tropezó de frente con la cruda realidad, que a veces es el peor de los muros. Sí, un muro infranqueable. Y no es que él fuera un ingenuo, sino que tenía fe en su trabajo. Él creía saber cómo se debían hacer las cosas. Desde que trajeron los ministerios a Madrid, mi padre disponía de dos despachos, uno en el de Justicia y otro en el del Ejército, donde estaba mi abuelo. Esos privilegios no los tenía cualquiera, a pesar de que mi padre detestaba precisamente los privilegios. Como ve, todo es una contradicción continua. Por eso salieron las cosas de aquella manera. Mi abuelo estuvo varias veces en puertas de ser ministro. Además de ser un héroe de guerra, Franco y él se conocían desde la época de Zaragoza. Era una persona muy respetada mi abuelo. Se movía por los despachos como si fueran su casa. Todo lo contrario que mi padre. Entonces, cuando mi padre empezó a mover los hilos para sacar a aquellas dos mujeres de la cárcel, se dio cuenta de cómo funcionaba verdaderamente el sistema. No digo yo que fuera una revelación. Seguramente, en los meses que llevábamos en Madrid ya había tenido tiempo de ver muchas cosas que no le gustaron. Pero mientras le dejaron hacer su trabajo, él no protestó. Y cuando empezó a hacer indagaciones sobre aquellas dos fue cuando se tropezó con la realidad. Lo estuvieron mareando un tiempo de un sitio a otro. Ya sabe, aquello de «vuelva usted mañana», que tantas veces repetía mi abuelo. Si intentaba hablar con un superior, lo remitían a otra instancia, casi siempre a subordinados que no tenían ni poder ni capacidad para solucionar el problema; ni voluntad de hacerlo, naturalmente. Por fin, decidió tratar el asunto con mi abuelo, muy a su pesar. Recurrir a las influencias era algo que mi padre detestaba. Es para que se haga una idea de cómo se vería de apurado para tomar aquella decisión.
A ver, hombre, a ver, dijo José María Pardo Andújar cuando su yerno entró en su despacho del Ministerio, ¿qué es eso tan importante que no podemos tratar en casa? Es un asunto delicado, mi general. ¿Cómo que «mi general»?, a ver, Alfonso, que soy el padre de tu mujer y el abuelo de tu hija. Tiene usted razón, José María, pero en los despachos se me hace raro apearle el tratamiento. Vamos, Alfonso, no me vengas con remilgos, y al grano, que mira cómo tengo la mesa de papeles. El capitán Pedraza le relató a su suegro de manera sucinta el asunto de las dos mujeres detenidas y encarceladas en el convento de Santo Domingo. Lo hizo sin inmutarse, con un tono neutro, más bien monótono, como solían hablar los abogados defensores en los consejos de guerra, sin apasionamiento. ¿Y eso te parece un asunto delicado?, dijo Pardo Andújar cuando terminó de hablar el yerno. La cuestión es que allí adonde acudo me dan con la puerta en las narices, y le confieso que no me habría atrevido a molestarle si no fuera porque esto ya supera las cuestiones de la pura legalidad. Explícate, Alfonso. Quiero decir que ya se trata de una cuestión de dignidad. El general lo miró con una sonrisa que a Pedraza le pareció irónica. Eso que tú llamas dignidad, en el ejército lo llamamos honor, pero no te preocupes porque ya lo irás aprendiendo. Pardo Andújar miró los cartapacios y los papeles que tenía sobre la mesa, hizo un gesto de impaciencia y se acercó a la ventana. A ver, Alfonso, en España hay miles de personas detenidas sin cargos, ese trámite ya vendrá cuando tenga que venir, pero te aseguro que ni una sola ha sido llevada a prisión de forma aleatoria ni caprichosa. No lo dudo, José María, pero yo no conozco a todos los detenidos, únicamente le hablo del caso de estas dos infelices, cuyos delitos por el momento se reducen a ser esposa e hija de un guardia civil, que además está apartado del servicio precisamente por asesinar a una autoridad de la República, su amigo Sostoa. No me jodas, Alfonso, gritó el general, Sostoa nunca fue mi amigo. El capitán Pedraza lo puso en antecedentes del caso de Restituto Castilla. Así que ese rojo fue quien le rebanó el pescuezo al alemán, dijo Pardo Andújar con regodeo. Sí, pero ya cumplió condena por ese delito. Algo habrá hecho, Alfonso, si no, no lo habrían detenido. Yo no le estoy hablando de ese hombre, sino de la esposa y la hija, que no creo que entiendan nada de política. Yo tampoco, Alfonso, yo de política no entiendo ni jota. Por un momento pareció que Pardo Andújar perdía la paciencia. Hizo un gesto impreciso con la cabeza y miró de nuevo a su mesa. A ver, Alfonso, la cosa es muy sencilla, hablas con el juez de vigilancia penitenciaria y le expones el caso, bien argumentado, por supuesto, y verás como todo se aclara. Hace un mes que me dan largas en todas partes, José María, mis instancias no llegan, cuando pido una cita me remiten a secretarios que no saben dónde tienen la mano derecha, los secretarios me marean y terminan haciéndome creer que soy un estúpido, y lo que es peor, se ríen en mis narices. Pues en ese caso vete directamente a la Dirección General de Prisiones y le cuentas a Máximo lo que me acabas de contar a mí. Ya lo he intentado por los cauces ordinarios, pero no consigo que me reciba y me derivan a su secretario, que es un impresentable. Pardo Andújar dio un golpe en la mesa. Eso no puede ser, no hemos ganado una guerra para volver a lo de siempre, gritó, aquí seguimos con el «vuelva usted mañana» como si no hubiera cambiado nada. Créame que no habría acudido a usted si no fuera porque esto se ha convertido para mí en una cuestión de… Termina, Alfonso, termina. De principios, mi general, o de honor, si lo prefiere. Así me gusta, que luches por aquello en lo que crees, Alfonso, ya sabemos que tú no piensas como un militar, no te ofendas, quiero decir que vienes de donde vienes, pero no tardarás en ser uno de los nuestros, ya lo verás. Pardo Andújar dio un grito e inmediatamente entró un soldado, nervioso, aturullado, que se puso firme, juntó los talones y gritó un «a sus órdenes, mi general» que Pedraza definió años después como una detonación. Voy a dictarle una carta, tome nota, y quiero que me la pase inmediatamente para firmarla, va dirigida al director general de Prisiones.
—No me cabe duda de que acudir a mi abuelo supuso una derrota para mi padre. Detestaba a la gente que se valía de las recomendaciones y de las influencias para conseguir sus objetivos. Él les daba un nombre que por decoro no voy a repetir ahora.
—Por lo que cuenta usted y por lo que se deduce de las cartas y de las notas de su padre, la relación con su suegro, el abuelo de usted, era muy cordial al principio, casi de admiración.
—Sí, al principio era así. Pero todo empezó a ensuciarse a partir del asunto de aquella señora y de su hija.
—Supongo que su padre consiguió sacarlas con la ayuda de la carta del general Pardo Andújar.
—Sí, así fue. Pero eso no fue lo único que consiguió. Aún no le he contado lo que pasó con el secretario de Cuervo Radigales. ¿Quiere oírlo?
—Por supuesto.
—Para mi padre, más que una victoria fue una satisfacción lo que ocurrió después. Ese mismo día, me parece, se presentó en la Dirección General de Prisiones y pidió hablar con Máximo Cuervo. Le hicieron esperar no sé cuánto tiempo en una sala donde la gente guardaba turno escrupulosamente para que los recibiera el director. Según mi padre, llegó a pensar que Cuervo Radigales no estaba en su despacho, porque pasaba el tiempo y por aquella puerta no entraba ni salía nadie. El caso es que de pronto apareció el secretario de Máximo Cuervo, el del uniforme de Falange que le venía pequeño, y cuando vio a mi padre hizo un gesto de desesperación, no sé, seguramente resopló o hizo un movimiento con la cabeza. Y mi padre, que se da cuenta, le sale al paso y le dice vengo a ver al director general y además traigo algo para él. Y el secretario le suelta su terquedad no tiene límites, capitán. Y mi padre le responde no lo sabe usted bien, caballero. Y el secretario le pregunta si había venido a salvar las almas de aquellas dos desdichadas. Y mi padre le dice su alma no me interesa, vengo a llevármelas a ellas, nada más. Pero todo eso con mucho temple y sin perder los nervios. Entonces, el secretario se le encaró y le dijo ¿sabe usted con quién está hablando? Y mi padre le respondió el que no sabe con quién está hablando es usted. Ya le digo que mi padre no era así, pero por lo visto le salió del alma. El otro se puso colorado, como si le fuera a dar algo, y mi padre le alargó la carta de mi abuelo y le dijo aquí tiene usted instrucciones precisas para que el señor Cuervo facilite la orden de libertad de esas dos desgraciadas. El secretario la cogió, abrió el sobre de mala manera y la leyó así por encima. Contaba mi padre que se puso de todos los colores. Por un momento pensó que le iba a dar un síncope. Entonces, hizo una cosa que nunca pensó que sería capaz de hacer, agarró a aquel hombre por la solapa del uniforme y lo zarandeó. Se podía haber metido en un lío, porque es verdad que mi padre no sabía quién era aquel sujeto ni qué valedores tenía. Le dijo mentecato y no sé cuántas cosas más. Y eso delante de todo el mundo. Las humillaciones en público son las peores. En medio de aquel alboroto, aparece Máximo Cuervo y pregunta ¿qué está pasando aquí? Enseguida reconoció a mi padre, naturalmente, y le dice Pardo, ¿usted por aquí? A mi padre le decían Pardo, por mi abuelo. Sí, señor, he venido a verle, pero hace semanas que este individuo me lo impide. Ahí también se la jugó, claro, porque no sabía qué relación tenía con su secretario. Y Cuervo le dice pase, pase a mi despacho, y usted también, Fulano, no sé cómo se llamaba el secretario. Máximo Cuervo era una buena persona. Todo el mundo lo decía. Y muy religioso, como mi padre. No sé si sabe usted que le destituyeron dos o tres años después porque se enfrentó con el ministro del Ejército. Aquello fue muy sonado. Varela y él se llevaban a matar. Y mi abuelo era amigo de los dos, imagínese. Precisamente a Cuervo le echaron de su puesto porque quería agilizar la libertad condicional de los presos que estaban en la cárcel sin proceso y sin condena. Vamos, más o menos lo que mi padre estaba reivindicando en ese momento, que soltaran a las dos mujeres. Y Máximo Cuervo le dice a mi padre pero, hombre de Dios, usted tenía que haber hablado conmigo antes. Así, como si mi padre no llevara semanas detrás de verle. Cuervo Radigales se enfureció cuando leyó la carta, y no porque le pareciera mal, sino porque su secretario había dado lugar a que interviniera mi abuelo en aquel asunto. La cara del secretario, al parecer, era un poema. La fiera era entonces un cachorrillo. Qué pronto se puede pasar del pedestal al suelo, ¿no le parece? Enseguida Máximo Cuervo firmó la orden de excarcelación de las dos mujeres. Ni juez, ni nada, él mismo ordenó que las soltaran. Imagínese el poder que tenía. Cuando el secretario le entregó la orden en mano, mi padre ni siquiera le miró a la cara. Únicamente dijo ¿ve cómo no hacen falta tantos cojones para esto? No le dijo más. Yo supongo que ese hombre tardaría mucho en olvidarse de mi padre. O quizá no. Lo que sí es cierto es que mi padre no se olvidó de él. Y yo tampoco, ya lo está viendo.
El día en que el capitán Pedraza sacó a las dos mujeres de la cárcel, sintió que había recuperado parte de su dignidad. Cuando llegó a casa aquella noche, se sentó en el borde de la cama de su hija, que lo esperaba casi siempre despierta. ¿Qué te pasa, papá?, ¿por qué lloras? Pedraza no respondió. Se secó las lágrimas y le acarició el pelo hasta que se quedó dormida. Muchos años después, cuando su padre le contó en una carta lo que había sucedido, Pilar iba a recordar aquella noche y a entender por qué lloraba su padre. Al contemplar a su hija, el capitán Pedraza no dejaba de ver el rostro de la otra muchacha, apenas cinco años mayor que Pilarcita, con la cabeza rapada y los labios descarnados. Y, sin embargo, se sentía bien. Aquella noche durmió de un tirón por primera vez desde que llegó a Madrid. Fue la única noche en que no tuvo pesadillas.