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—¿Cuándo conoció su padre a Teresa Martín?

—Justamente cuando la sacó de la cárcel. Eso sería ya a finales del treinta y nueve, me parece. Antes de eso, mi padre no sabía de ella más que su nombre y que tenía una hija. Era una mujer como tantas otras en Madrid, que estaban presas sin que se supiera bien por qué. Esa especie de limbo jurídico era precisamente lo que mi padre se negaba a aceptar. Hubo otras mujeres de presos políticos a las que mi padre sacó de la cárcel, pero de eso no se habló cuando la transición condecoró a tantos «héroes», entre comillas.

—¿Le habló su padre de Teresa Martín en las cartas?

—Continuamente. Fue una obsesión durante el resto de su vida. Trataba de explicarme que todo lo que me habían contado sobre él era una patraña. Me costó muchas lágrimas enterarme de la verdad, muchas. No se lo imagina. De repente fue como si me quitaran una venda de los ojos. La idea tan negativa que yo llegué a tener de mi padre resultó un invento monstruoso de mi abuelo. Todavía siento rabia y dolor cuando me doy cuenta de lo que hicieron conmigo. Fue una manera muy cruel de engañar a una niña. Ahora ya no sirve de nada lamentarse, porque todos están muertos, pero de vez en cuando me viene a la cabeza.

—Volvamos a su padre y a Teresa Martín, al momento en que se conocieron.

—Después de conseguir que Máximo Cuervo firmara la excarcelación de las dos mujeres, mi padre fue en persona a sacarlas de prisión. Supongo que estará de acuerdo conmigo en que eso no lo hace cualquiera. Me pregunto qué necesidad tenía él de llegar a ese punto. Habría bastado con que mandara a alguien de su confianza para que entregara la orden y las dejaran libres. Pero así era mi padre. Seguramente, a estas alturas tampoco a usted le extrañará lo que voy a contarle.

El capitán Pedraza se presentó en la cárcel de mujeres de Claudio Coello con un coche y un chófer del Ministerio que a veces le cedía el general Pardo Andújar. Para Pedraza la liberación de Teresa y de su hija supuso un pequeño triunfo personal, quizá el único en muchos meses, después de continuas y amargas derrotas en los consejos de guerra. La mayoría de los presos a los que había defendido hasta ese momento seguía en prisión, con condenas firmes, o habían sido fusilados. La directora de la cárcel leyó dos veces el documento donde se ordenaba la excarcelación de Teresa Martín y de su hija Cesárea Castilla. Se diría que no se fiaba de lo que estaba escrito allí. Mantuvo la mirada durante unos segundos en la firma de Máximo Cuervo Radigales. Luego se disculpó y salió del despacho. El capitán Pedraza estaba seguro de que aquella teresiana sin hábito iba a telefonear a la Dirección General de Prisiones para asegurarse de que el documento no era una falsificación. Volvió al cabo de unos minutos, con una sonrisa que a Pedraza le pareció falsa. Entonces le dijo al capitán en un tono que pretendía ser conciliador ¿me permite una pregunta, si no es indiscreción? Pedraza hizo un gesto afirmativo con la cabeza. ¿Son familia de usted estas dos mujeres? No las he visto en mi vida. La directora asintió. Entiendo, dijo. Pero su gesto trasmitía lo contrario, que no entendía nada.

El capitán Pedraza aguardó en una sala desangelada: una mesa y dos sillas desvencijadas, colillas en el suelo, olor a humedad y a rancio. Según Pedraza, la espera duró más de una hora que se le hizo interminable. Sin embargo, decidió que si había llegado tan lejos no iba a echarlo todo a perder por su impaciencia. Por eso no protestó. La primera a la que trajeron a su presencia fue a la hija de Castilla. Tenía entonces catorce años. En la correspondencia que le mandó a su hija Pilar durante años, Alfonso Pedraza confesó que la visión de las pústulas en la cabeza rapada de la muchacha le impresionó hasta tal punto que tuvo que apartar la mirada. Cesárea Castilla, a pesar del frío, llevaba como única ropa una bata que le llegaba por debajo de las rodillas. Tenía los labios amoratados y temblaba. Siéntate, le dijo Pedraza. Pero ella no se movió. Ahora traerán a tu madre, insistió el capitán para tranquilizarla. La muchacha no levantó los ojos del suelo. No tengas miedo, dijo el abogado, no va a pasarte nada. El capitán Pedraza le hizo algunas preguntas para combatir los largos silencios que lo violentaban, pero la chica respondía únicamente con monosílabos y evitaba mirarlo a la cara. Cuando el capitán estaba a punto de perder la paciencia por la espera, trajeron a Teresa Martín. El aspecto de la mujer era peor que el de la hija. Llevaba el pelo corto, aunque no tanto como la muchacha, mojado y enmarañado, como si le hubieran lavado precipitadamente la cabeza para llevarla a su presencia y la hubieran dejado a medias. La delgadez que se adivinaba debajo de la bata era extrema: las piernas como dos sarmientos, los pómulos descarnados, los ojos hundidos y mortecinos, rodeados por unas grandes ojeras. Al igual que la hija, rehuyó la mirada de Pedraza. En cuanto vio a la muchacha, se abalanzó sobre ella y se abrazaron. Rompieron a llorar con unos sollozos que al capitán le hicieron temblar, según confesó años después.

—Las dos mujeres eran un desecho humano, por lo que contó mi padre. Él mismo reconocía que con sacarlas de la cárcel ya habría cumplido con creces su buena obra, pero no sabía por qué siempre tenía que ir más allá de lo que se esperaba de él. Estaba convencido de que uno debía dejarse llevar por lo que le dictaba la conciencia. Y eso fue precisamente lo que hizo. Aquellas desdichadas no tenían donde caerse muertas. Las habían desalojado de la vivienda porque llevaban meses sin dar señales de vida y sin pagar. Y mi padre las llevó a una pensión de las más decentes que encontró. Además, costeó el alojamiento y la manutención de las dos de su propio bolsillo, y no vaya a pensar que el sueldo de capitán daba para mucho. Eso a mí no me parece normal. Tenga en cuenta que a la vista de la gente aquellas dos mujeres eran una rojas, o al menos familia de un rojo que estaba en la cárcel, que para el caso venía a ser lo mismo. Se vivía con mucho miedo entonces y todo el mundo estaba muy pendiente de lo que hacían los demás. Pero eso a mi padre no le importó. Las dejó bien instaladas en una pensión y se ocupó de que tuvieran agua para lavarse, ropa limpia y sobre todo que comieran, porque estaban en los huesos. El poco tiempo que pasaron allí estuvieron bien atendidas, porque de eso se encargó él. Con esto podrá hacerse una idea de cómo era mi padre. Luego se ofreció a localizar a algún familiar que se hiciera cargo de ellas, pero no tenían a nadie. Entonces decidieron pedirle ayuda a un amigo del padre, a un medicucho, o un practicante, que había estado con él en Guinea. Esto que voy a contarle son las casualidades de la vida que a una no dejan de sorprenderla nunca y que al fin y al cabo resultan más frecuentes de lo que pensamos. El nombre de aquel individuo no lo recuerdo ahora; Pero se apellidaba Sanjuán, eso seguro. A mi padre el nombre le sonaba de habérselo oído mencionar a Castilla, pero no lo identificaba con nadie en concreto. Le pasaba como a mí, que se le olvidaban los nombres de las personas, pero no los apellidos. En cuanto le vio, cayó en la cuenta de quién era. ¿Se acuerda usted de la amiga de mi madre de la que le hablé?

—Ahora mismo no.

—Enriqueta, la que iba con ella el día del concierto del Retiro cuando se conocieron. La que hizo de celestina.

—Sí, me acuerdo.

—Pues aquel hombre, el tal Sanjuán que le digo, había sido novio de ella. En cuanto le vio, mi padre cayó en la cuenta de quién era, pero no dijo nada. Por lo visto el otro no le reconoció. Mi padre, al menos, fingió que no se acordaba de él. Llevaba una portería de la calle O’Donnell. Esa historia da para una novela, pero de las truculentas. Mi padre se fue enterando poco a poco, porque era bueno pero no tonto, e hizo sus averiguaciones. Lorenzo, ese era el nombre, que no me venía a la cabeza: Lorenzo Sanjuán. Pues el tal Lorenzo, que parecía que no había roto un plato en su vida, había estado estafando al Gobierno. Venía de una familia de militares. Su padre era médico del ejército, me parece. Bueno, al parecer había fallecido hacía mucho, cuando él era un niño. Este Lorenzo que le digo vivía con la madre viuda, y durante la guerra la mujer murió. El caso es que cuando entraron los nacionales en Madrid, a este señor no se le ocurrió otra cosa que fingir que su madre estaba viva para seguir recibiendo las ayudas de viudedad. Y no crea que falsificó un documento, no. Lo que hizo fue convencer a otra mujer que tenía más o menos la edad de su madre y hacerla pasar por ella. Y así estuvo cobrando hasta que le descubrieron y le metieron en la cárcel. Pero con todo y con eso se libró. Salió enseguida y siguió haciendo vida normal. Mi padre sospechaba que era un delator que trabajaba para la policía, aunque no tenía la certeza. Pero no creo que anduviera muy desencaminado, porque eso explicaría por qué le soltaron tan pronto. Ese era el amigo de Restituto Castilla. Dios los cría y ellos se juntan.

—Pero Castilla no fue un delator, que yo sepa.

—No. Yo me refería a la catadura moral de los dos. Y para colmo ese hombre se terminó casando con la hija de Castilla, a la que le sacaba más de veinte años.

En el cuarto encuentro entre Pedraza y Castilla, el capitán esperó al sargento en pie y le pidió que se sentara. Luego se sentó él. Le ofreció un cigarrillo y el sargento lo rechazó. ¿No le gusta mi tabaco? Es que no fumo, mi capitán. Pedraza sonrió con un gesto que pudo ser de alivio. Me quita usted un peso de encima, sargento, porque he llegado a pensar que no me aceptaba el tabaco por orgullo. Castilla sonrió a su vez; pocas veces lo hizo, según Pedraza, en el tiempo en que se estuvieron viendo. Entonces, el capitán le dijo sin más rodeos su mujer y su hija están ya libres, han pasado unos días en una pensión, pero ahora están en casa de ese amigo suyo de Guinea. ¿Lorenzo?, preguntó el sargento. Ese mismo. Castilla se puso en pie y le tendió la mano a su abogado. Es usted un hombre de honor, capitán, eso no lo puede poner en duda nadie, y lo que ha hecho no se lo podré pagar nunca. No hay cargos contra ellas, trató de quitarle importancia Pedraza, no podía permitir que siguieran en prisión. ¿Y qué tal está el bueno de Lorenzo? El capitán Pedraza respondió con evasivas. Le removía las tripas hablar de aquel hombre al que despreciaba por lo que había hecho, o por lo que él imaginaba que estaba haciendo. Después de hablar de asuntos intrascendentes, Pedraza le preguntó a bocajarro dígame una cosa, sargento, ¿por qué mató usted realmente a Gustavo de Sostoa? Restituto Castilla agachó la mirada y la mantuvo fija en algún punto de la mesa que los separaba. Al cabo de unos segundos dijo ¿sabe una cosa, capitán?, llevo siete años preguntándome lo mismo, yo no sé si quería matar a ese hombre o no, pero me ofusqué, aunque otras veces pienso que se lo merecía. Entiendo, dijo Pedraza. Las personas de honor no pensamos ni actuamos igual que el resto del mundo, ¿no le parece, capitán? Se hizo un largo silencio. Al cabo de un rato, el sargento Pedraza dijo hay algo que quiero decirle antes de nada, porque me parece importante para usted y para su familia. Castilla levantó la cabeza y se puso alerta. Dígame, mi capitán. Como ya le dije la última vez, su mujer ya no es su mujer legalmente, no sé si me explico. Se explica usted a las mil maravillas, mi capitán. Lo que quiero decir es que su matrimonio civil no tiene validez hasta que no se case por la Iglesia, y yo creo que le conviene casarse como Dios manda por el bien de usted y de ellas. El rostro de Castilla se demudó. Castilla dio un puñetazo en la mesa. Antes tendrán que fusilarme, gritó, a mí no me va a casar un hombre con falda, faltaría más.

En el siguiente encuentro, Pedraza le preguntó a Castilla si le había escrito a su familia, y el sargento negó con la cabeza sin dar explicaciones. No era la reacción que el capitán Pedraza esperaba. Cuando el abogado insistió en que debería escribirle a Teresa y a su hija para tranquilizarlas, el sargento respondió con evasivas. A Pedraza le pareció que Castilla tenía la cabeza en otros asuntos, y aquella percepción empezó a inquietarlo primero y a irritarlo después. Sin duda, por eso decidió no abandonar a su suerte a las dos mujeres. Esa fue la explicación que daba Pedraza sobre lo que ocurrió más tarde.

El capitán Alfonso Pedraza empezó a visitar a Teresa y a su hija en la portería de O’Donnell donde se habían instalado. Al principio eran visitas ocasionales, cuando el trabajo se lo permitía. Después se fueron haciendo más frecuentes, por la noche, aprovechando la rutina de los paseos que había mantenido desde que marchó de León. Cuando terminaba de cenar y la pequeña Pilar se iba a la cama, Alfonso Pedraza cogía el abrigo, el sombrero y salía a caminar. No se acobardaba ni con el frío ni con la lluvia. La portería de O’Donnell no estaba muy lejos de su casa. Llegaba cuando ya estaba cerrada, y el sereno, que enseguida se habituó a las idas y venidas del capitán, le abría la puerta. Pedraza le daba alguna moneda apresuradamente y entraba a oscuras en el portal. Tocaba con los nudillos y esperaba. Sanjuán abría la puerta con un gesto servil y lo invitaba a pasar. No querría molestar. Usted no molesta nunca, don Alfonso, faltaría más, esta es su casa, pase, por favor, Teresa está en la cama, pero enseguida la llamo. No hace falta, no quiero importunar, únicamente he venido para saber cómo se encuentran. Se va a alegrar mucho de verle, don Alfonso, no se lo imagina usted, Teresa no hace más que decir pero ¿tú sabes si vendrá hoy don Alfonso?, y yo le digo ¿cómo va a venir don Alfonso otra vez, con la cantidad de cosas que tendrá que hacer? A Pedraza le sacaba de quicio el servilismo del practicante. Teresa se levantaba con los ojos soñolientos. A veces Pedraza tenía la sensación de que eran ojos de haber llorado. Con el paso de los días la mujer había perdido el color cetrino y se habían empezado a borrar los vestigios de la cárcel. No quería molestarla, Teresa. Usted nunca molesta, don Alfonso, respondía ella con cierto brillo en los ojos, o eso pensaba el abogado. A Pedraza le parecía que la mujer se alegraba de verlo y que sus palabras eran sinceras. ¿Andan ustedes bien de comida? Regular, don Alfonso. El próximo día veré si les puedo traer algo, como la última vez. No se moleste, don Alfonso, que ya nos iremos arreglando. No es molestia, mujer, al contrario. ¿Quiere usted tomar algo? Por supuesto que no, lo que quiero es interesarme por ustedes y contarle que estuve con su marido esta mañana y se encontraba bien. Gracias, don Alfonso. El practicante acercaba una silla a la mesa y le pedía al capitán que se sentara. A Pedraza le molestaba la voz de aquel hombre, sus movimientos de reptil, su mirada de comadreja. Pero aceptaba por no hacer un desprecio delante de la mujer. Casi siempre Teresa Martín se sentaba a cierta distancia, sin separar la silla de la pared, y dejaba a los dos hombres en la mesa camilla. Eso obligaba a Pedraza a hablar con el practicante y a contarle a él las novedades sobre la situación del sargento Castilla, que se encontraba en un limbo legal mientras no se decidiera si pertenecía o no al cuerpo de la Guardia Civil. Teresa no intervenía. Escuchaba con admiración —quizá por desconocimiento o ignorancia— las palabras del capitán Pedraza, y aquello conmovía profundamente al abogado.

—Así es como empezaron los mayores problemas para mi padre, si es que los que había tenido hasta entonces no eran ya suficientes. Creía que nadie estaba pendiente de él, que sus idas y venidas no llamaban la atención. Y estaba equivocado, como supo después. Mi madre al principio no creo que se diera cuenta de lo que estaba pasando. Tenía una salud delicada y apenas salía de casa. Pero alguien debió de venirle a mi abuelo con el cuento de aquella señora. Eso no lo llegó a saber mi padre con certeza. Podría haber sido cualquiera, incluso el sereno. La policía tenía informadores en todas partes. Que un hombre visitara con frecuencia a una mujer no tendría que haber sido algo extraordinario, pero que fuera un capitán del ejército y además lo hiciera con nocturnidad supongo que daría mucho que hablar. Además, había otras cosas que estaban relacionadas con el trabajo de mi padre.

Los encuentros del capitán Pedraza con Restituto Castilla se fueron haciendo más frecuentes, en un despacho sórdido y maloliente que el director de la cárcel de Atocha habilitó a petición del abogado. Alfonso Pedraza tardó quizá demasiado tiempo en darse cuenta de la desconfianza que su celo profesional empezaba a despertar en su entorno. Las entrevistas con el sargento Castilla duraban más de lo que aconsejaban el sentido común y la prudencia. Pero no era el director de la prisión el único que se había percatado del comportamiento «irregular» del capitán Pedraza. También el abogado se significó en los consejos de guerra colectivos, donde actuaba como si cada acusado fuera único, según sus propias palabras. A los jueces y a los fiscales —muchos de ellos conocidos del general Pardo Andújar— no les pasó desapercibido el exceso de celo, e incluso la vehemencia, con que Pedraza realizaba la defensa de los acusados. Los enfrentamientos reiterados con cierto fiscal militar en la sala fueron la comidilla en los despachos y en los pasillos.

—Mi padre vivía pendiente únicamente de su trabajo y era incapaz de ver más allá de su conciencia. Por eso descuidó a su familia. Yo recuerdo aquella época como muy triste, aunque al principio le echaba la culpa a la ciudad y a la maldita guerra, que para mí era como si hubiera empezado cuando nosotros llegamos a Madrid. Al cabo de unos meses, ya apenas veía a mi padre. Siempre estaba trabajando. Llegó un momento en que cuando él regresaba a casa yo estaba ya en la cama, y cuando me levantaba ya se había ido. Me pasaba el día en el colegio o con mi madre, que estaba siempre triste y muy delicada. Ella conmigo siempre fue fría. Tengo pocos recuerdos de sus besos o de sus abrazos. Yo estaba acostumbrada, porque siempre había sido así. En mi casa, el besucón era mi padre.

El general Pardo Andújar y su yerno coincidían poco en casa. Se veían con más frecuencia en el Ministerio del Ejército, adonde Pedraza acudía con frecuencia y donde Pardo Andújar tenía su segunda residencia. En cierta ocasión en que los dos se cruzaron en los pasillos, al parecer José María Pardo Andújar saludó a su yerno con una brusquedad que no le pasó desapercibida a Pedraza. ¿Le ocurre algo, José María? El general pasó revista en cuestión de segundos al uniforme de su yerno —algo que solía hacer cuando estaba enfadado— y luego lo miró con dureza a los ojos. Mira, Alfonso, no tengo mucho tiempo para andarme por las ramas, así que voy a ir al grano si me lo permites. Faltaría más, José María, ¿qué pasa? Pasa que me están llegando rumores de aquí y de allí, y yo, la verdad, ya no sé qué pensar, eso es lo que pasa. ¿Rumores?, ¿qué clase de rumores? Rumores acerca de tu comportamiento. ¿Y qué ha oído usted sobre mi comportamiento? Alfonso, te voy a hablar con franqueza, tú sabes tan bien como yo que todavía hay mucho garbanzo negro en el saco de este país que estamos levantando, y por consiguiente hay que andarse con mucho ojo. ¿Se refiere usted a mí con lo del garbanzo negro? No, coño, cómo me voy a referir a ti, hasta ahí podíamos llegar, me refiero a la gente, así en general, a ver si quieres entenderme. Pues no, José María, no le entiendo, discúlpeme. Andan diciendo por ahí que el otro día te enfrentaste abiertamente con Corbalán en un consejo de guerra. ¿Pascual Corbalán?, eso no fue un enfrentamiento. Entonces ya me explicarás tú lo que fue. Pues una discusión entre un fiscal y un abogado, eso pasa en todos los juicios. En todos no, Alfonso, en todos no. No sé adónde quiere ir a parar, general. Déjate de general y de gaitas, te estoy hablando como tu suegro. Por supuesto, José María. Lo que yo te quiero decir es que si sigues así vas a llamar la atención, o mejor dicho, ya la has llamado, y de qué manera, porque el otro día me preguntó, no te voy a decir quién, por esos «cirios» que montas en los consejos, así mismo lo dijo, ¿qué le pasa a tu yerno que cada día monta un «cirio» en la sala? Le han informado mal, José María, lo único que hago es cumplir lo mejor posible con mi trabajo y defender a esos infelices con los instrumentos que la ley me otorga. Pardo Andújar retrocedió unos centímetros, quizá con el ceño fruncido, para ver mejor a su yerno. Lo examinó de pies a cabeza, como si buscara una mancha en el uniforme. Luego le puso la mano en el hombro, conciliador, y le dijo mira Alfonso, yo lo único que voy a pedirte es que te andes con mucho ojo, que la envidia es todavía el deporte nacional en España, y que con tus antecedentes deberías ir con pies de plomo. El capitán Pedraza no pudo evitar ruborizarse. ¿Mis antecedentes?, no entiendo, José María, ¿qué antecedentes son esos? Pero no era cierto que Pedraza no entendiera lo que estaba sugiriendo su suegro. Además, no era la primera vez que Pardo Andújar sacaba en la conversación aquel asunto turbio del pasado. No me tires de la lengua, que no quiero hablar más de la cuenta, dijo el general, tú ya me entiendes. Ocurriera o no, lo cierto es que durante la mayor parte de su vida, sobre Pedraza planeó la sombra de aquel lejano brindis que, según ciertos rumores, su padre pronunció en 1931 y en el que celebró la decisión de Alfonso XIII de abandonar España pocos días antes de que se proclamara la República. El capitán Pedraza intentó controlar la rabia que le nacía de alguna parte desconocida de su ser. Mire, José María, con todos mis respetos, ¿de verdad piensa usted que si mi padre hubiera sido antimonárquico yo me habría llamado Alfonso? El general dibujó en el rostro una mueca socarrona que Pedraza interpretó como desprecio. Mira, hijo, veo que todavía no has tirado los dientes de leche, en España los masones bautizan a sus hijos y les ponen de nombre Jesús, María y la Santísima Trinidad, porque la estrategia de la zorra es disfrazarse de gallina. El capitán Pedraza sintió que todo su cuerpo se ponía rígido. Luego Pardo Andújar siguió con su discurso. Muchos de los que ahora levantan el brazo con tanto entusiasmo y se ponen en misa en las primeras filas blasfemaban y gritaban viva Rusia hace cuatro días, a ver si te enteras. Alfonso Pedraza apenas atinó a decir ¿qué está insinuando? No estoy insinuando nada, estoy abriéndote los ojos, que es muy distinto. Usted no puede hablar tan a la ligera de mi padre, ni juzgar a alguien que no puede defenderse. Dios me libre, Alfonso, Dios me libre, yo no soy quién para juzgar a nadie, para eso están los jueces. Entonces permítame cumplir con mi trabajo. Sí, faltaría más, cumple con tu trabajo, pero no olvides también cumplir con tu obligación.

—Mi abuelo era un hombre de mucho carácter. Conmigo era encantador, pero yo le vi algunas veces tratar a la gente con formas algo bruscas, por decirlo de manera delicada. Naturalmente cada cosa hay que juzgarla en su momento y en su lugar preciso. Hoy en día alguien como él sería un anacronismo en la sociedad en la que vivimos. Para mi abuelo la patria y el ejército estaban por encima de todo, incluso de la familia. Era un hombre que se jactaba de no interesarse por la política, aunque estuvo a punto de ser ministro. En cierta manera, mi padre fue culpable de que no lo consiguiera. Para mi abuelo, por lo visto, mi padre siempre estuvo bajo sospecha.

—¿De ser republicano?

—No, eso no. Vamos, no creo. Mi padre no era republicano, ni mucho menos. La guerra le sorprendió en zona nacional y fue siempre fiel al ideario de José Antonio, como usted ya sabe. Pero ya le he dicho que lo único que defendía mi padre con convicción era el orden y la justicia. Aunque nunca llegó a ejercer como juez, se comportó toda su vida como si lo fuera y por eso no se inmiscuyó en asuntos políticos. Él repetía con frecuencia en sus cartas una frase de Terencio: «Soy humano y nada de lo humano me es ajeno». Esa fue la máxima por la que se rigió. Para él la cultura y la educación estaban por encima de la política. En los primeros años que pasó en la cárcel improvisó una pequeña escuela para enseñar a leer y a escribir a los presos. Le ayudaba un maestro que se hizo muy amigo suyo y que al salir no paró hasta dar conmigo. Había muchos analfabetos. Luego se enteraron en la dirección de la cárcel y se lo prohibieron. Decía mi padre que la educación era la vacuna contra la barbarie.

—Esa misma frase aparece en la declaración de Restituto Castilla ante el juez instructor de Santa Isabel. Exactamente con las mismas palabras.

—No lo sabía.

Según los documentos aportados en el juicio para destacar los méritos del acusado, el sargento Castilla organizó una escuela para niñas en la isla de Annobón. Convocó incluso una plaza de maestra que costeó de su bolsillo. «Sueldo mensual, cuarenta pesetas, podrán solicitar la plaza de maestra todas las mujeres que sepan hablar español, escribir y coser, las aspirantes lo solicitarán por escrito y lo acompañarán con un trozo de tela que sirva de muestra de cosidos, marcas y demás labores que sepan hacer, pudiendo presentar otros trabajos para formar concepto de su aptitud, se tendrán en cuenta los méritos personales y se someterá a las aspirantes a un examen escrito y oral el próximo domingo a las diez horas, lo que se publica para general conocimiento y cumplimiento, Annobón, 25 de junio de 1931».

—Volvamos a esa extraña relación entre su padre y Restituto Castilla.

—Usted lo ha dicho bien, fue una extraña relación.

Cuando el sargento Castilla le dijo a su abogado que deseaba escribir algunas cartas, Pedraza le respondió que podía hacerlo libremente. De hecho, él mismo llevaba tiempo insistiéndole para que les escribiera a su esposa y a su hija. Usted está privado de libertad, no de sus derechos. Verá, capitán, lo que yo quiero saber es si usted me podría conseguir algo de papel y cualquier cosa para escribir. ¿No se lo proporcionan en la cárcel? No mi capitán, aquí todo funciona de una manera un tanto particular, por decirlo sin ofender a nadie. Si es verdad lo que usted cuenta, no es ofensa decir la verdad. Eso pienso yo, mi capitán, y por eso me atrevo a hablarle con franqueza.

Alfonso Pedraza se entrevistó con el director de la cárcel para informarse sobre el asunto del papel y la correspondencia. ¿Qué me está contando usted, capitán? Lo que ha oído, comandante, que algunos presos se quejan, no sé si con motivo, de que no pueden escribir a sus familias porque no se les proporciona el papel que necesitan. Vamos por partes, capitán, ¿algunos presos?, preguntó el director en el límite de su paciencia, ¿qué presos exactamente? Restituto Castilla, por ejemplo. Acabáramos, dijo el director al cabo de unos segundos, supongo que su amigo no le habrá contado el motivo por el que no se le proporciona el papel. No es mi amigo, comandante. Perdone si le he ofendido, replicó con ironía el director. No hay ofensa en sus palabras, comandante. Alfonso Pedraza decidió ser prudente y no tensar la relación con aquel hombre cuya presencia, desde el primer día en que lo conoció, se le hacía insoportable. Su defendido está arrestado por insubordinación. ¿El señor Castilla?, pues es la primera noticia que tengo. Eso me extraña, capitán, a juzgar por el tiempo que pasa con él. Pedraza no respondió a la provocación. El director de la cárcel le explicó que Castilla utilizaba el papel para enseñar a leer a algunos presos. Pero eso no es ilegal, protestó Pedraza. Para empezar, es a mí a quien corresponde decidirlo, capitán, ¿o va usted a enseñarme cómo debo hacer mi trabajo? Naturalmente que no, comandante. Sin embargo, Pedraza no se achantó y, quizá por primera vez en su vida, desobedeció una orden.

En la siguiente entrevista le proporcionó papel y lápiz a Restituto Castilla. Confío en que sea usted discreto y que nadie se entere de esto, sargento. Eso por descontado, mi capitán. Castilla se lo agradeció como solía, tendiéndole la mano con vehemencia. A partir de ahora, usted me entregará las cartas y yo me encargaré de que lleguen a sus destinatarios. Es usted un caballero de los pies a la cabeza, mi capitán.

Sin embargo, el asunto trascendió enseguida más allá del ámbito de la prisión de Atocha y llegó a oídos del general Pardo Andújar.

—Yo empecé a ver cosas en casa que antes no ocurrían, o que a mí me pasaban desapercibidas. Ya le he dicho que mi abuelo pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. A veces estaba días sin venir a dormir. Pero los domingos eran sagrados y comíamos los cuatro juntos. Era una ceremonia que a mí me encantaba. Y en una de aquellas ocasiones fue cuando vi por primera vez a mi abuelo y a mi padre discutir. A partir de entonces se convirtió en algo habitual. Y yo sufría mucho. El asunto fue por la conversación que mi padre había tenido con el director de la cárcel de Atocha sobre la correspondencia de los presos. Mi abuelo, que había estado muy serio desde que llegó a casa, le dijo de repente ¿cómo es eso de que pones en duda el trabajo de Fulano? No recuerdo cómo se llamaba aquel comandante que dirigía la cárcel. Mi padre le respondió mire, José María, yo no he puesto en duda nada. Y él le dijo pues eso no es lo que me han contado. Entonces se enzarzaron en una discusión que a mí me pareció muy violenta. Nunca había visto nada parecido. En casa jamás se pronunciaba una palabra más alta que otra. Mi madre no hacía más que decir papá, por favor, déjalo ya, en la mesa no. Pero mi abuelo estaba ofuscado y no había quien lo parase. Mi padre intentó zanjar el asunto, pero mi abuelo se iba creciendo. Entonces mi madre se puso en pie, se tapó los oídos y empezó a gritar. Estaba fuera de sí, temblaba. ¿Ves lo que has conseguido?, le gritó mi abuelo a mi padre. Y él, en vez de callarse, le dijo ha sido usted el que ha empezado esta conversación. Y sin que ninguno se lo esperase, mi madre se volvió hacia mi padre y empezó a gritarle. Le dijo cosas terribles. No quiero ni acordarme. Yo no podía entender entonces a qué se refería, pero hablaba de mi padre como si fuera un monstruo. Me eché a llorar. Mi madre, que nunca me abrazaba, se acercó a mí y me rodeó con los brazos, como si quisiera protegerme de mi padre. Las dos estábamos temblando. Aléjate de nosotras, le gritó a mi padre. Él se levantó de la mesa y se marchó de casa. Le confieso que sentí un gran alivio cuando se fue, porque enseguida volvió la calma. Ya no se habló más de aquel asunto. Luego, de mayor, pero ya mucho tiempo después, me acordaba de aquella conversación y me parecía que allí era donde había empezado todo. Pero no era verdad, porque los problemas de mi padre venían de atrás, del día en que conoció a esa mujer y decidió ayudarla. A partir de aquella primera discusión empecé a dormir con mi madre la mayoría de las noches. Como podrá imaginar, yo estaba encantada, porque no me daba cuenta de lo que significaba aquello. En una ocasión le pregunté a ella qué le pasaba a mi padre y me respondió que no lo sabía, que estaba muy cambiado. No me dijo más. Luego empecé a fijarme y, efectivamente, mi padre ya no era el de antes. Incluso dejó de ser cariñoso conmigo. Me acuerdo de que empezó a traer muchos libros raros a casa. Al menos a mí me parecían raros. Yo les miraba cuando él no estaba, porque me gustaban las ilustraciones. Eran libros sobre África, muchos en francés, libros de exploradores y crónicas. Los amontonaba en un pequeño taburete que tenía al lado de su sillón y no sé yo cuándo le daría tiempo a leerlos, pero el caso es que los leía, porque los libros se iban renovando cada cierto tiempo.

En la siguiente ocasión en que se vieron, el sargento le entregó a su abogado dos cartas para que las enviara en su nombre, como habían hablado. Pedraza miró los destinatarios y debió de hacer un gesto extraño, porque Castilla le dijo ¿hay algún inconveniente, mi capitán? No, ninguno, pero veo que no le escribe usted a su familia. Es que Teresa es analfabeta, se disculpó Castilla. Lo sé, pero según ella durante años usted le estuvo escribiendo desde Guinea. Sí, tiene razón, y no estoy seguro de que supiera apreciarlo en su justa medida. Pedraza se sorprendió de la respuesta del sargento, pero no quiso ahondar en sus intimidades. Se limitó a observar los destinatarios de las dos cartas. Una era para el Consejo de Vecinos de Annobón. Y otra para Mapudo Ballovera, que Pedraza confundió con un nombre masculino. No, mi capitán, la Mapudo es una morena con la que estuve conviviendo en Annobón durante el tiempo en que fui la máxima autoridad de la isla. Pedraza trató de disimular su asombro, pero no lo consiguió. ¿Le extraña a usted, mi capitán? Extrañarme no es la palabra exacta, respondió Pedraza. Antes le mandaba algo de dinero, continuó Castilla, pero desde que estoy aquí preso me es imposible. Bueno, bueno, sargento, usted no tiene que darme explicaciones de nada. Lo sé, pero quiero que lo sepa, seguramente la pobre estará preocupada por no haber recibido noticias mías en los últimos meses. Aunque Pedraza intentó zanjar el asunto de las cartas, Castilla insistió en justificarse. La carta para el Consejo de Vecinos es algo que mantengo como costumbre desde hace años, porque allí dejé muy buenos amigos y me consta que se me aprecia. El capitán Pedraza guardó las dos cartas en su cartera y se despidió de Castilla.

Sesenta y siete años después, las dos cartas, fechadas en diciembre de 1939, estaban en posesión de Cesárea Castilla, guardadas entre otros documentos de su padre y de su marido. El papel era tamaño cuartilla, amarillento por el paso del tiempo, y la letra, a lápiz, se había desdibujado en la parte inferior de algunas páginas, seguramente por los pliegues que se habían formado al introducirla mal doblada en el sobre. Especialmente significativa es la carta al Consejo de Vecinos, de la que se deduce que Restituto Castilla no solo no era consciente de la gravedad de su situación, sino que seguía convencido de que su regreso a Annobón era posible.

 

Queridos amigos Ignacio Zamora y demás miembros del Consejo de Vecinos:

 

La falta de noticias que seguramente me estaréis reprochando se debe a que estoy detenido por error en una prisión madrileña, encontrándome bien de salud. Ya sabéis que durante mi estancia entre vosotros procuré vuestro bienestar con todo entusiasmo, y todos vosotros me demostrabais agradecimiento, con lo cual estaba recompensado mi trabajo, pues sentía la satisfacción del deber cumplido.

[…] Yo como os digo, os sigo queriendo, pero ya sabéis dentro del mayor espíritu de justicia. Si vosotros me seguís queriendo como hasta el 14 de Noviembre de 1932, tan pronto como España me lo ordene o me lo permita volveré a vuestro lado con mayor entusiasmo y con mayor cariño.

[…] A todos voy a pedir el favor que miréis con afecto y con respeto a Mapudo Vallovera [sic] consolándola hasta que yo pueda ir ahí, pues dada su inexperiencia de la vida será sin duda la que más ha sufrido. Seguro estoy de que al matar algún ballenato el año que viene os acordaréis de entregarle un cachito a la Mapudo.

[…] Mis recuerdos a todos los indígenas de Annobón, lo mismo hombres que mujeres, y para vosotros, y también podéis compartir con todos el abrazo del que fue vuestro Presidente del Consejo de Vecinos y desea volver a serlo.

 

Una cosa más, mi capitán, dijo Castilla cuando el abogado estaba abriendo ya la puerta, me gustaría que le entregara también esto al amigo Sanjuán. Eran unas cuartillas sueltas, escritas a lápiz, sin sobre. Pedraza, al oír el apellido del destinatario, las cogió con cierta aprensión. Son algunos datos que necesitará para terminar la biografía que está escribiendo sobre mí. ¿Cómo es eso de la biografía?, preguntó Pedraza. ¿Sanjuán no le ha contado nada? Es la primera noticia que tengo, respondió el abogado. Castilla le explicó que Lorenzo Sanjuán tenía entre manos la redacción de una biografía cuyo fin era que todo el mundo conociera la verdad de los hechos ocurridos en Annobón, y además confiaba en que sirviera para que se le readmitiera en su puesto como delegado del Gobierno en Annobón.

—Resulta contradictorio que aquel hombre, que se había comportado como un negrero, que había abusado de su autoridad, que había hecho uso del derecho de pernada como los nobles en la Edad Media y que había llegado a asesinar, se creyera una víctima de no sé qué injusticia política. En mi opinión, únicamente la locura puede explicar una cosa así. Lo que no he llegado a comprender nunca es cómo mi padre se dejó engañar de aquella manera.

—¿Usted cree que a su padre lo engañaron?

—La palabra exacta no es engaño, porque él no era tonto, sino más bien manipulación. Se aprovecharon de su bondad. Él se comportaba como si todo el mundo fuera bueno mientras no se demostrara lo contrario. Pero estaba equivocado. Cuando empezó a darse cuenta de lo que estaban haciendo con él, ya estaba metido en la ciénaga y no supo salir, o lo intentó de la peor manera.

—¿Piensa usted que Restituto Castilla estaba en condiciones de manipular a su padre?

—Él no. Yo no he dicho eso. Aquel pobre infeliz no tenía inteligencia para eso. Yo me refiero a la mujer y al estafador aquel con el que vivían la madre y la hija. La mujer era una mosquita muerta, pero no la podías perder de vista.

—¿Usted la llegó a conocer?

—Naturalmente. Yo no digo que mi padre fuera un santo, pero ella no era precisamente un modelo de virtud. Mi padre decía que era muy guapa, que tenía un encanto natural que se daba en pocas mujeres de su clase. Sin embargo, ya puedo imaginarme yo a qué tipo de encanto se refería él.

—¿Cómo era Teresa Martín?

—¿Cómo era? Yo únicamente puedo contarle cómo la recuerdo. No puedo saber realmente cómo era aquella señora, ni creo que mi padre llegara a conocerla de verdad, aunque se casó con ella. Para mí era una mujer normal y corriente. Sí, es verdad que era guapa, pero eso no me parece un mérito. Era muy menuda y muy coqueta, eso sí lo recuerdo. A mí no me dio ninguna impresión, ni buena ni mala. Pero es verdad que mi padre cuando estaba delante de ella se transformaba en otra persona. Estaba como alterado, hablaba mucho, siempre pendiente de ella. Pero yo eso lo veía entonces normal, porque mi padre era muy educado. Fue después, con el tiempo, cuando entendí algunas reacciones suyas. Y lo peor de todo es que muchos años más tarde, cuando mi padre salió de la cárcel, no le guardaba ningún rencor a aquella señora. Al contrario, hablaba con cariño de ella. Eso fue sin ninguna duda lo que más trabajo me costó comprender de esta historia.

—Entiendo entonces que su madre y su abuelo conocían lo que estaba sucediendo entre Teresa Martín y el padre de usted.

—Sí, algunos rumores sí que les habían empezado a llegar antes de que se destapara todo. Ellos consiguieron que yo pasara de adorar a mi padre a verle como un demonio, sin entender lo que estaba pasando. Eso fue lo que me metieron en la cabeza y lo que yo pensé durante mucho tiempo. Que lo hiciera mi madre era comprensible de alguna manera, porque en sus últimos meses no estaba ya bien de la cabeza. Pero lo que hizo mi abuelo fue realmente cruel, se mire como se mire. Mi abuelo tenía muchas cosas buenas y muchas malas, pero yo solo veía las buenas. Como le he dicho, era viudo y durante bastante tiempo tuvo una querida en Zaragoza, una amante se dice ahora. De eso me enteré al cabo de los años, por mi padre. Era una mujer casada con un comandante. Al parecer era algo que todo el mundo sabía. Mientras mi abuelo le reprochaba a mi padre su inmoralidad, él llevaba no sé cuánto tiempo con aquella mujer. Bueno, creo que desde antes de que muriera mi abuela. Ya sabe usted que a mi abuela le diagnosticaron neurastenia, y según tengo entendido los síntomas eran muy parecidos a los de mi madre, pero a mi madre no la trataron porque estuvo por medio la guerra y entonces había otras prioridades. Mi abuela pasó los últimos años de su vida en una clínica de reposo porque mi abuelo no podía hacerse cargo de ella. Decía que influía negativamente en mi madre, que era una niña pero se daba cuenta de todo. Y, sin embargo, cuando mi padre le sugirió ingresar a mi madre en un sanatorio, mi abuelo estuvo a punto de pegarle un tiro. Esa escena la presencié yo. Por eso sé muy bien de lo que hablo.