TENGO que pedirte un favor, cariño –lo llamó su madre, una mujer pequeña pero de gran corazón justo cuando él acababa de sentarse en el sofá de su hermana dispuesto a hacer la digestión.
Normalmente no le negaba nada a Lucine O’Brien, pero había algo que no haría por nadie, ni siquiera por su madre.
–Si quieres que llame a Kevin y le diga que tiene que venir a comer el domingo, olvídalo, mamá.
La mujer se limpió las manos en el delantal mientras se sentaba a su lado.
–Me gustaría que os llevarais mejor.
Ya empezaba con el discursito de que la sangre era más espesa que el agua.
–Mis problemas con Kevin tienen que ver con sus malas elecciones, y ha elegido no venir a vernos. Yo no puedo hacer que cambie y tú tampoco.
Después de pasarse la mitad de la vida limpiando los desastres de su hermano gemelo, Kieran se había dado por vencido hacía varios años. Su hermano era una causa perdida.
–¿Quieres hacer el favor de escucharme, tesoro?
Llevado por la lealtad familiar, alargó la mano hacia el mando a distancia y quitó el volumen de la televisión.
–Está bien. Te escucho.
Ella se giró ligeramente para mirarle a la cara y cruzó las manos en el regazo.
–Estoy preocupada por él. Creo que no se encuentra bien.
Nada nuevo. Kevin había sido más débil desde que nació y su madre seguía preocupándose por él, pese a tener más de treinta años ya.
–Le veo cansado –dijo Lucy–. Y pálido.
–Está cansado porque tiene un trabajo duro, siempre viajando por todo el mundo entrevistando a esas figuras del deporte –y teniendo una mujer en cada puerto, probablemente en cada aeropuerto también.
–Me gustaría que le hicieras una visita y lo vieras con tus propios ojos –su madre le puso una mano en el hombro.
Kieran no tenía tiempo ni ganas.
–Que vaya Mallory.
–¿He oído mi nombre por ahí?
Kieran miró hacia atrás y vio a su hermana que entraba en el cuarto de estar con un paño de cocina con resto de puré de zanahorias sobre un hombro.
–Me cago en la mar, qué buen oído tienes, Mallory.
–Ese vocabulario, jovencito.
–Lo siento –murmuró Kieran como si fuera un niño de doce años recibiendo una reprimenda, en vez de un hombre de treinta y cuatro.
–Le estaba diciendo a tu hermano que fuera a ver a Kevin –dijo Lucy–. Por alguna razón cree que debería ser responsabilidad tuya.
–Lo cierto es que Whit y yo cenamos con Kevin hace un par de meses, así que te toca a ti –dijo Mallory sentándose en el brazo del sofá.
Kieran no pudo apartar cierta sospecha del todo justificable.
–Supongo que haría algo que requiriera refuerzos.
–La verdad es que quería que conociéramos a su nueva novia.
–¿La animadora profesional?
Su padre lanzó un ronquido lo bastante fuerte como para despertar a todos los perros del vecindario.
–No hay nada malo en una animadora. Son unas chicas muy ágiles.
Cuando Kieran y Mallory soltaron una carcajada, Lucy lanzó sendas mirada afiladas como cuchillos primero a sus dos hijos y luego a su marido.
–Duérmete otra vez, Dermot O’Brien, si no quieres que te haga ir andando a casa –entonces se volvió hacia Mallory–. ¿Es agradable, cariño?
–Es una chica muy agradable y no es animadora.
–¿Estás segura de que no tenía escondidos los pompones en alguna parte? –interrumpió Dermot, ganándose con ello otra mirada airada de su mujer y una enorme sonrisa de sus hijos.
–Pues resulta que es residente de pediatría –dijo Mallory–. Whit cree que es una relación con futuro, pero yo creo que el jurado todavía está deliberando.
Su hermana, siempre hablando como la abogada que era.
–Desde luego no parece una de las típicas novias de Kevin –dijo Kieran.
–Exceptuando a Corri –añadió Mallory.
–Y mira cómo la trató.
Aunque Kieran trató de atemperar su tono, la constante animosidad hacia su hermano era evidente. Seguía sin perdonar a su hermano gemelo lo mal que había tratado a una mujer tan buena.
–Al final, terminó de la mejor manera –dijo Lucy–. Si no, Corri no se habría casado con tu hermano Aidan.
Y Kieran estaba harto del tema de Kevin. Se inclinó hacia delante para recoger su vaso vacío de la mesita y sin decir una palabra más, salió hacia la cocina. Mallory le siguió.
–Deberías darle a Kevin otra oportunidad –dijo su hermana mientras Kieran dejaba el vaso en el fregadero–. Ha cambiado, ya lo verás.
–¿Sólo porque esté saliendo con una mujer que sabe decir dos frases seguidas sin retocarse el pintalabios? –dijo él apoyándose contra el fregadero.
–Porque Aidan y Corri ya le han perdonado, y tú deberías hacer lo mismo.
Eso era nuevo.
–Lo que le hizo a Corri no fue más que un episodio más en una larga serie de estropicios.
–Nadie es perfecto, Kieran. Me parece que deberías dejarlo ya y considerar lo que te digo. Si no, jamás tendrás una relación duradera.
–Por si lo has olvidado, he tenido un par de relaciones duraderas, la última se terminó hace unos meses.
–Hace casi un año, ¿y qué ocurrió exactamente, querido hermano?
–No era…
–¿Perfecto?
Maldita fuera su hermana. Sí que estaba fastidiándole de lo lindo.
–No éramos compatibles. A ella le gustaba la ópera, a mí el béisbol; a ella le gustaba la comida tailandesa, yo prefería un buen filete de ternera americana. Fin de la historia.
–También era muy guapa y tenía cuerpo de modelo. ¿Alguna vez te has sentido atraído por alguien que no fuera el epítome de la perfección física?
Una imagen de Erica Stevens cruzó su mente sin previo aviso. Tenía que recordar que era una clienta, posible clienta, y por tanto estaba fuera de sus límites. Así y todo, tenía que admitir que era atractiva de una forma fresca y vital. Y si terminaba decidiéndose a aceptar su oferta, tendría que ignorar esa atracción.
–No sé qué tratas de decirme, Mallory, pero me gustaría que lo hicieras rápido para que pueda irme a casa.
–Lo que quiero decir es que eres demasiado rígido, que juzgas demasiado pronto. Te guías siempre por esas estrictas normas…
–¿Y qué hay de malo en ello?
Ella levantó la mano para hacerle callar.
–La vida no es perfecta, Kieran. Las personas no somos perfectas. Deberías intentar relajarte un poco, abrir tu mente a nuevas posibilidades. Ser más espontáneo no te matará, tampoco.
–Pues resulta que hoy he hecho algo espontáneo. Me he comprometido a ofrecer entrenamiento personalizado a una mujer, gratis.
–Tiene que ser excepcionalmente bonita –dijo Mallory sonriendo con cinismo.
–Es una madre viuda, y la verdad es que no me he fijado demasiado en ella. Pasé a verla hace sólo un par de horas, a petición de su hija.
–¿Una mujer que no ha llamado la atención de mi hermano el macho? –dijo ella llevándose una mano a la garganta–. Debe de rondar entonces su época dorada ya.
–Tiene treinta años –contestó él con un tono sorprendentemente defensivo–. Y en vista de que tienes tanta curiosidad, te diré que tiene el pelo largo, pelirrojo, y los ojos azul claro. Es baja. Era gimnasta. Tiene unos enormes hoyuelos, uno más visible que el otro. No pude ver gran cosa de su cuerpo, porque llevaba ropas muy amplias, pero por lo que pude apreciar, yo diría que… –se detuvo al ver que Mallory se reía–. ¿Qué te hace tanta gracia?
–Tú. Juraría que me habías dicho que no te habías fijado mucho en ella, pero la estás describiendo con más detalle de lo que mi marido haría conmigo.
Kieran odiaba admitir que tenía razón, así que no lo hizo.
–¿Dónde está Whit a todo esto? –preguntó, consciente por primera vez de que no había visto a su cuñado desde que el último de los hermanos O’Brien y su pareja se hubieran marchado a casa.
–Está cambiándoles los pañales a las gemelas en su habitación –contestó ella–. Sólo un consejo, Kieran. Cuando ayudes a esta mujer con su programa de entrenamiento tal vez fuera una buena idea que ahondaras un poco más en su persona. Tal vez te des cuenta de que lo que se dice de que la belleza está en el interior es cierto. Con una mente abierta, ella podría ser la chica perfecta para ti.
–En primer lugar, no me lío con mis clientas. Y en segundo, aún no ha accedido a seguir el entrenamiento.
Sonriendo, Mallory tiró del paño que llevaba en el hombro, lo dejó por ahí y miró la hora.
–Lamento tener que poner fin a la conversación, pero las niñas estarán berreando porque es la hora de su comida antes de irse a dormir y Whit no me puede ayudar en eso.
–Está bien. Te veo luego –dijo dando gracias por que sus sobrinas aborreciesen los biberones.
Mallory salía ya de la cocina cuando se dio la vuelta y miró a su hermano.
–Antes de irme, deja que te diga que estoy segura de que encontrarás la manera de convencer a esa nueva clienta… ¿cómo se llama?
–Erica.
–Tendrás a Erica esforzándose con su programa de entrenamiento en un tiempo récord.
Kieran tenía serias dudas al respecto, aunque no podía fingir que no iba a sentirse decepcionado de ser el caso, por razones que prefería no explorar.
–Créeme. Si Erica decide entrenar conmigo, no será por mí.
–¿Todavía estás despierta, mamá?
Erica se incorporó de golpe al oír la voz de su hija y encendió la luz. Stormy estaba en la puerta de la habitación. Cuando su vista se adaptó a la poca luz, se fijó en la niña mientras trataba de vencer el pánico. Afortunadamente no notó señal alguna de que Stormy se encontrara mal. No tenía el rostro ceniciento ni los labios azulados ni le costaba respirar. De hecho, estaba preciosa con su pijama de raso rosa y abrazada a su perrito de peluche marrón, Pokie.
–¿Ocurre algo malo? –preguntó Erica sin poder contenerse. Una reacción típica como resultado de todas las noches en las que sí había ocurrido.
Stormy frunció el ceño como hacía últimamente cada vez que veía el comportamiento excesivamente protector de su madre.
–Estoy bien, mamá. Es que no puedo dormir.
Erica se echó a un lado y palmeó el espacio libre junto a ella en la cama.
–Ven aquí.
Cuando Stormy se hubo acomodado, Erica le rodeó los delgados hombros con un brazo y la apretó contra su cuerpo.
–¿Has tenido una pesadilla, tesoro?
–Estaba pensando en papá.
El corazón de Erica le dio un vuelco al oír el tono melancólico de su hija.
–Estoy segura de que papá también piensa en ti.
–Desde el cielo –dijo Stormy–. ¿Crees que papá es un ángel como dice la abuela?
Erica quería creer en los ángeles, de verdad, pero en los últimos años la presencia de Jeff había comenzado a difuminarse, aunque todavía residiera en la casa.
–Si la abuela lo dice, será verdad.
–Cuéntame la historia, mamá –dijo Stormy tapándose con las mantas hasta la barbilla.
Erica no tenía que preguntar a qué historia se refería. Se la había contado innumerables veces.
–¿Te refieres a la noche que naciste?
Stormy sonrió ampliamente y asintió.
Pese a lo mucho que quería dormir y descansar para el día que tenía por delante, Erica no tuvo corazón para decirle a su hija que era demasiado tarde para historias.
–Veamos, lo mejor que recuerdo es que era una típica noche de primavera en Oklahoma. Habían alertado del riesgo de fuertes tormentas y…
–Por eso me pusisteis este nombre –añadió Stormy.
–¿Quieres contarla tú? –dijo Erica frunciendo el ceño en broma.
–Sólo era un bebé, mamá –dijo con un suspiro–. No recuerdo aquella noche.
Erica recordaba cada precioso, aunque precario, momento.
–El caso es que creí que ibas a nacer en casa, porque papá no encontraba el guante de béisbol que te había comprado.
–Porque creía que iba a ser niño.
–Eso es. Pero en cuanto naciste y te miró, se quedó prendado de ti –todavía recordaba la mirada maravillada de Jeff cuando Stormy llegó al mundo, seguida de una expresión de miedo.
–Y cuando me oyó llorar dijo que iba a ser cantante de country.
El llanto había llegado mucho después, un pequeño detalle que Erica había optado por no compartir con su hija. Como tampoco le había contado lo cerca que habían estado de perderla cuando su corazón empezó a fallar a las pocas horas de su nacimiento. El fallo llevó a la primera de cuatro operaciones.
–Dijo que serías cantante o árbitro de béisbol.
–¿Todavía tienes el guante? –preguntó Stormy tras una pequeña vacilación.
–Está en el baúl de cedro. ¿Por qué?
–Porque voy a necesitarlo porque Lisa quiere que juegue al softball con ella la próxima primavera. Se supone que tenemos que apuntarnos en enero.
–En primer lugar, el guante es demasiado pequeño –dijo Erica, notando cómo la aplastaba la preocupación–. En segundo, nunca has jugado al softball antes. ¿Estás segura de que podrás?
Stormy se puso rígida, pero parecía resuelta.
–Puedo correr deprisa y lanzar más fuerte que muchos chicos. Mi profesor de gimnasia dice que estoy dotada para el deporte.
Lo habría heredado. Aparte de las habilidades de Erica con la gimnasia, Jeff había sido un futbolista de talento. Sin embargo, durante años la enfermedad había frenado los avances atléticos de su hija. Ella no tenía ningún derecho a seguir frenándola, pero aun así…
–Antes de que te apuntes, tendremos que hablarlo con el doctor Millwood. Podrás preguntarle lo que quieras cuando vayamos a nuestra revisión en febrero.
–Elegirán los equipos antes, mamá –Stormy se tocó inconscientemente el extremo de la cicatriz vertical que sobresalía por la abertura de la camisa del pijama–. Además, la última vez que fuimos me dijo que podía hacer todo aquello que me permitiera mi tamaño, y ahora tengo el tamaño para jugar al softball y me encuentro bien. Puedo practicar con Lisa. Así estaré entretenida mientras tú entrenas con Kieran.
–Prometo pensar en el asunto del softball, tesoro, pero no creo que vaya a poder hacer lo del entrenamiento por el momento.
–¿No vas a hacerlo? –dijo Stormy mostrándole su disgusto tanto por su tono como por su expresión.
–Tal vez más adelante –o nunca–. Pero te agradezco de corazón lo que has hecho.
Stormy se llevó las rodillas al pecho y apoyó la barbilla en ellas con mirada apesadumbrada.
–Papá habría querido que te mantuvieras en forma. Habría querido que yo jugara al softball.
Aquélla era una manipulación magistral como pocas, pensó Erica, aunque su hija tuviera razón.
–Soy consciente, pero no quiero que sufras si resulta que no estás preparada para hacer deporte.
Stormy se bajó de la cama y se apoyó las manos en las caderas.
–Sólo porque tú tengas miedo no significa que yo lo tenga.
–No tengo miedo. Sólo me preocupa tu bienestar.
–¡Que no tienes miedo! –Stormy pataleó, algo que no había hecho hasta entonces–. Lisa dice que estás paranoica y tiene razón. Tienes miedo de que me hagan daño y de dejar que Kieran te entrene porque te dan miedo los hombres. Te da miedo todo, mamá. Y me temo estaré encerrada en esta casa contigo hasta que sea demasiado mayor para divertirme.
Sin decir nada más, Stormy se dio la vuelta y salió al pasillo, con el pelo ondulándole sobre la espalda con furia.
Al borde de las lágrimas, Erica se quedó apoyada en el cabecero, sollozando con el corazón roto.
En ciertos aspectos, Stormy tenía razón, estaba asustada. Su hija no podía imaginar las noches que se había quedado despierta observando cómo respiraba, temerosa de que cada aliento fuera el último; lo asustada que se había sentido cuando le dijeron por teléfono que su marido no volvería a casa. Ese miedo había hecho de ella una madre sobreprotectora, pero no podía soportar la idea de que algo malo le ocurriera a su hijita, la persona más importante de su vida.
Había algo que sí sabía, Stormy se equivocaba al decirle que le daba miedo Kieran. No le temía en absoluto. De lo que tenía miedo era de lo que le había hecho sentir en el breve tiempo que había estado cerca de él; de reconocer que se sentía fuertemente atraída por un hombre, como si le estuviera siendo infiel a Jeff.
Así y todo, no creía que Kieran fuera a insistirle mucho cuando le dijera que no iba a hacer el entrenamiento. Al menos eso esperaba. Bastantes problemas había tenido explicándole sus razones a su hija. No podía enfrentarse a los dos.
–Ha llegado Stormy y también alguien más que quiere verte, amiguita.
Erica dejó de reponer los productos de la sala de masaje y echó una rápida mirada al reloj antes de apretar el botón del intercomunicador dispuesto sobre la pared.
–No tengo a nadie hasta dentro de media hora, Megan.
–No ha venido a darse un masaje. Dice que es el bailarín de las pizzas. ¿Quieres que llame a la policía?
El corazón de Erica dio un vuelco de emoción ante la idea de volver a ver a Kieran O’Brien. Aparentemente un Kieran O’Brien muy impaciente puesto que no habían pasado ni veinticuatro horas desde que le hiciera su oferta. Bueno, así podría decirle cara a cara que no, gracias a su entrenamiento.
–No es necesario que llames a las fuerzas de la ley. Bajo en un momento.
Erica bajó las escaleras prácticamente volando y aflojó el paso al llegar al segundo descansillo, porque no quería que Kieran creyese que estaba contenta de verle. Aun así cuando se detuvo al final de la escalera y lo vio entrar en el salón de belleza, apenas si fue capaz de respirar con normalidad. Desde luego no fue la única que reparó en su presencia.
Desde los puestos que ocupaban las estilistas alineados a ambos lados de un largo pasillo, clientas y esteticistas por igual volvieron la cabeza. Varias se quedaron con la boca abierta y las hasta el momento bulliciosas conversaciones quedaron reducidas a un murmullo.
No podía culparlas.
Lo vio avanzar sin vacilar, con toda la confianza de un hombre seguro de sí mismo. No apartó en ningún momento sus oscuros ojos de los de ella, lo que hizo que Erica se cerrara la parte frontal de su bata blanca para ocultar los obvios defectos de su cuerpo.
–Qué agradable sorpresa, señor Pizzero. ¿Ha venido a cortarse el pelo o sólo a echar un vistazo?
–He venido a hablar contigo específicamente –miró sobre su hombro y, a continuación, la miró de nuevo–. ¿Podría ser en privado?
Aquello sonaba serio y Erica sintió curiosidad. Con suerte, había ido a retirar su oferta, lo cual la relevaría de la responsabilidad de tener que rechazarla. Y por alguna razón, aquello la llenaba de pena.
–Podemos ir arriba. Tengo que preparar la cama –¿podía alguien por favor salvarla de semejante desliz freudiano?–. Quiero decir que tengo que preparar la camilla para mi próximo masaje.
–Sé lo que has querido decir –dijo él recompensándola con una enorme sonrisa.
–Por aquí –dijo ella señalando hacia la escalera.
Erica habría preferido subir detrás de él, pero dado que Kieran no sabía adónde iban, tuvo que ser ella la que abriera paso, deseando al mismo tiempo que su trasero no le repugnara. Lo condujo por el laberíntico primer piso hablando incesantemente de los diversos tratamientos que tenían lugar tras las puertas de cada una de las cabinas.
–Éstos son mis dominios –dijo ella abriendo la puerta de su sala.
Kieran la siguió al interior. Dentro, Erica se situó tras el cabecero de la camilla mientras él recorría la estancia, investigando. Al cabo de unos instantes se dio la vuelta y se apoyó contra un aparador.
–Sabes crear ambiente.
–¿Perdona?
–Música suave, velas, aceites de masaje. Un montón de piel desnuda.
–Ejecutivos de mediana edad con espaldas peludas.
–Ya me has estropeado la visión –dijo él sonriendo, sólo a medias, causando un efecto avasallador.
Erica se colocó en el lado opuesto a él, dejando la camilla entre los dos.
–No se trata de ese tipo de masajes, Kieran. Son terapéuticos, aunque también puedo dar algún masaje sueco cuando alguien busca más relajación que rehabilitación.
–Quieres decir que son unos rajados.
Erica sacó un juego de sábanas de un armarito situado detrás de ella antes de enfrentarse a él.
–Algunas personas prefieren que no se les manipulen los puntos de presión.
–A mí no me importa que me manipulen mis puntos de presión de vez en cuando –dijo él acercándose a la cama.
Si se parecía a la mayoría de los hombres, en ese momento tenía un punto de presión en mente. Aunque tampoco era que a ella le disgustara la perspectiva.
–Estaría encantada de darte un buen masaje terapéutico –sólo esperaba sobrevivir–. Pide cita cuando salgas en el mostrador central.
–¿No puedes dármelo hoy?
–Tengo un cliente en breve, ¿recuerdas?
–Define «en breve».
–Unos quince minutos –dijo ella tras mirar el reloj.
–¿Qué puedes hacer por mí en quince minutos?
–Apenas pasaría del cuello –contestó ella sin creer que Kieran estuviera hablando en serio.
–En otro momento entonces –plantó las palmas con firmeza en la camilla sin hacer–. Definitivamente necesito un masaje de espalda.
–¿Es peluda? –preguntó ella con una sonrisa.
–No. ¿Quieres comprobarlo tú misma?
Ya lo creía que sí.
–Te creo. Y ahora, por favor, dime a qué has venido.
–Me pareció buena idea venir por aquí y defender en persona los beneficios de estar en buena forma física.
Eso por pensar que había ido a retirar su ofrecimiento.
–Sé que tiene beneficios, pero también sé que el tiempo es oro hoy en día.
–¿Te has parado a considerar lo mucho que tu hija desea que hagas esto?
–Algo me dijo anoche.
–Ha sido ella la que me ha convencido para intentar de nuevo convencerte.
–Lamento que te haya llamado y te haya molestado.
–No me ha llamado. Vino al gimnasio esta tarde con las Conrad y me pidió que la trajera hasta aquí.
–¿Qué?
Kieran se enderezó y levantó las manos intentando calmarla.
–Antes de que entres en la sala de espera como una furia y la riñas, quiero que me escuches.
–Vale, te escucho –dijo ella, aunque eso no iba a evitar que Stormy se llevara su riña.
–A Stormy le preocupa tu salud y tu felicidad. Está convencida de que un programa de entrenamiento te ayudará a solucionar ambas cosas y tiene razón. No puedes culparla por querer lo mejor para ti.
–Entiendo sus motivos de preocupación, pero yo sigo sin estar segura de poder con esto.
–Claro que puedes, con mi ayuda. En un mes te preguntarás cómo habías tardado tanto en hacerlo.
En cierto aspecto, reconocía que probablemente tuviera razón y a punto estuvo de decirlo en voz alta cuando un agudo pitido interrumpió tanto sus pensamientos como su conversación.
Kieran sacó el móvil del bolsillo, lo abrió y respondió con un duro «sí» entre dientes.
Erica se puso a colocar algunos botes en la estantería tratando de no escuchar la conversación, pero no pudo pasar por alto el tono de amargura cuando le oyó decir:
–No tengo tiempo para esto ahora mismo.
Cuando Erica se enfrentó a él nuevamente, Kieran guardaba silencio, la tensión casi palpable. Los problemas de Kieran, los que quiera que fueran, desplazaron definitivamente la decisión de Erica.
–Si tienes asuntos que resolver, Kieran, podemos hablar más tarde.
–Es sólo mi hermano –dijo él guardándose el móvil–. Kevin cree que su agenda es más importante que la mía cuando quiere algo. Y siempre quiere algo.
Erica no tenía una buena relación con su hermano que se dijera, pero en su caso se debía a una abismal diferencia en edad y a una apatía general.
–¿Detecto hostilidad entre hermanos?
–Somos gemelos y digamos que estoy harto de llevarme yo las críticas por sus errores.
–¿Idénticos? –Erica no podía creerse que otra versión de aquel hombre increíble anduviera suelto por las calles de Houston.
–Sí. A la gente le costaba mucho diferenciarnos. Sobre todo a las mujeres.
–Imagino que pudiera ser un problema.
–Y ocurrió más de una vez. Hace unos años, estaba en un bar cuando una mujer se me acercó y me abofeteó. Me llevó una hora de explicaciones e invitarla a dos copas convencerla de que yo no era el que se había acostado con ella y después se había largado.
–¿Tan malo es?
–Está muy consentido. Mi madre satisfacía siempre todos sus caprichos porque cuando nacimos estuvo a punto de perderle. Y desde entonces, a sus ojos ha sido perfecto –el dejo de resentimiento en su tono era indiscutible–. Lo siento. No pretendía venirte con esto.
–Lo entiendo completamente. No hay nada como el lazo que une a una madre y su hijo. Y hablando de hijos, tengo que darme prisa si no quiero acumular retrasos toda la tarde. Eso significaría llevar a Stormy a casa tarde.
Kieran contempló el rostro de Erica desde la frente hasta la barbilla y finalmente se centró en sus ojos.
–Aún no me has dado una respuesta.
Eso era porque no la tenía, aunque empezaba a escorarse hacia una respuesta afirmativa.
–Sigo sin ver cómo encontrar un hueco en la agenda.
–Tengo una idea para ayudarte. Yo podría ir a buscarte por la mañana para salir a correr. Así cubrimos la parte de trabajo de cardio y por las tardes tú podrías venir al gimnasio para ocuparnos del trabajo de fuerza.
Desde luego se estaba mostrando de lo más complaciente, algo que Erica no podía por menos de agradecer.
–Podría funcionar. Pensaré en ello y te daré una respuesta mañana.
Él rodeó la camilla hasta quedar junto a ella.
–No lo retrases más, Erica. Dime que vas a hacerlo ahora mismo. No debes tener miedo.
Erica intentó no pensar en las acusaciones de su hija, sin éxito. Tras unos segundos de fastidiosa indecisión, se abrazó a la ropa de la cama bajo la atenta mirada de Kieran, calibrándola, diseccionándola.
–Está bien. Lo haré –dijo, antes de inventarse alguna otra excusa.
Kieran no pareció sorprendido. Seguro que en todo momento había sabido que terminaría por convencerla.
–Bien. Mañana por la mañana. Estaré en tu casa a las siete de la mañana. Mientras tanto, pídele a tu médico que me envíe por fax un impreso que confirme que no tienes ningún problema de salud que te impida empezar con el entrenamiento. Tienes mi número en la tarjeta que te dejé. ¿Aún la tienes?
Erica sintió la necesidad de saludar marcialmente o de soltar las sábanas y dar rienda suelta a su deseo de explorar aquel cuerpo perfecto con las manos. Afortunadamente se contuvo.
–Sí, tengo la tarjeta, pero ya te dije que la mañana no es mi mejor momento.
–Y yo te dije que si lo intentas, te gustará. Además, mañana es sábado.
–Tengo que estar aquí a las diez de todas formas, y tengo que lavarme y secarme el pelo, algo que me lleva su tiempo. ¿No podemos empezar el lunes? Así tendré más tiempo para acostumbrarme.
–Cuanto más lo pospongas, más tiempo tendrás para cambiar de idea. Estaré en tu casa a las seis en vez de a las siete. Así nos dará tiempo a hacer unos ejercicios preliminares antes de empezar a correr y tendrás tiempo de sobra para venir al trabajo.
Genial. Correr al amanecer no sonaba precisamente atrayente para una mujer de treinta años en mal estado de forma.
–¿Qué tipo de ejercicios preliminares? Aparte de los estiramientos habituales.
–Quiero que rellenes un formulario respecto a tu salud en general y después te mediré y calcularé la cantidad de grasa corporal. Te pesaré mañana en el gimnasio.
–Eso es como decir que vas a leer mi diario personal –dijo Erica tras quedarse momentáneamente con la boca abierta.
–¿Tienes un diario? –preguntó él con una sonrisa.
Lo cierto era que sí. Un diario personal que guardaba en el cajón de la ropa interior.
–Eso no es asunto tuyo como tampoco lo son mis medidas –un violento rubor cubrió sus mejillas al darse cuenta de lo ridículo de sus palabras.
–Mira –dijo él un poco frustrado–, no podremos calcular tus avances si no partimos de algo. Y si tanto te preocupa lo que yo pueda pensar, créeme, conozco a un montón de mujeres que matarían por tener tu cuerpo.
–¿Y cómo lo sabes? Aún no lo has visto.
–Créeme, lo sé –su mirada descendió y se posó en sus pechos una décima de segundo antes de centrarse en sus ojos–. Hay cosas que no puedes ocultar, ni siquiera con esas prendas tan grandes. Tienes que aprender a aceptar tu cuerpo, porque nadie tiene un cuerpo perfecto. Lo único que tienes que hacer es perder unos cuantos kilos y tonificarlo.
Ya cambiaría de opinión cuando le pusiera el metro alrededor de las caderas.
–Está bien. Puedes tomarme medidas si me prometes no mirar –o reírte.
–Te prometo que seré totalmente profesional –dijo él levantando la mano en señal de promesa.
–Está bien. Ahora tengo que terminar de preparar la habitación. Y como me has entretenido ahora podrías ayudarme a preparar la camilla.
Kieran regresó al otro lado al tiempo que le sonreía con otra de sus avasalladoras sonrisas.
–No hay problema. Se me dan bien las sábanas.
Era más que seguro que sería bueno entre las sábanas, y aquél era un lugar al que Erica no se atrevía a ir con Kieran, por mucho que la idea se le hubiera pasado por la mente.
Sintió el deseo que llevaba años dormido en su interior esperando a que alguien lo despertara, seguido de la habitual culpabilidad. La misma que había experimentado cada vez que había considerado la posibilidad de volver a salir con alguien. Y aun así no podía evitar pensar que haber conocido a Kieran O’Brien podría ser el trampolín que necesitaba para lanzarse a un futuro que no girara exclusivamente en torno al trabajo y su hija. Sólo eso hizo que se renovara su determinación. Iba a hacer aquello no sólo por su hija, también por ella. No podía ser tan difícil.