Capítulo 3

 

 

 

 

 

SALIR de la cama antes de que el rocío nocturno se derrietiera era tan malo como olvidarse de comprar café, como le había pasado, y no hizo más que aumentar su irritabilidad. Para colmo, casi no le había dado tiempo a terminar de vestirse, lavarse los dientes y la cara, y recogerse el pelo en una coleta de cualquier manera cuando sonó el timbre.

Erica soltó una sarta de improperios en respuesta, la mayoría dirigidos a Kieran por llegar tan pronto. Sin embargo, antes de abrir la puerta estampó una sonrisa falsa que poco a poco fue diluyéndose cuando le vio.

–Llegas diez minutos antes –Erica sonaba indiscutiblemente irritada, tanto por el madrugón como por la falta de cafeína.

–Parece que sí –dijo él mirando la hora sonriente–. ¿Quieres que espere en el coche hasta las seis?

No era mala idea, pero su conciencia no le permitiría considerarlo. Después de todo, era él quien se estaba adaptando a la agenda de ella y no al revés, por muy obscena que fuera la hora.

–No hace falta. Pasa.

Sujetó la puerta para que entrara, arrastrando consigo una bocanada de aire frío y olor a limpio. No era que quisiera fijarse en él a propósito, pero sus intenciones se fueron al traste cuando le siguió al interior y vio que llevaba pantalones cortos, dejando a la vista sus perfectas pantorrillas.

–¿Estás loco? –preguntó ella cuando entraron en el cuarto de estar.

–¿Cómo dices? –preguntó él con el ceño fruncido como si pensara que la loca era ella.

Erica señaló las piernas de Kieran. Unas piernas desnudas, musculosas, cubiertas de vello y muy atractivas.

–Llevas pantalones cortos.

–Los prefiero para correr. ¿Algún problema?

A Erica sólo se le ocurría uno: que se le iban a ir los ojos todo el tiempo.

–Me parece que hace un poco de frío para ir medio desnudo.

–Hay casi diez grados ahora mismo y esperan que alcancemos los veinte en las horas centrales.

–Eso es lo que me gusta de Texas, un día hace un frío que pela y al siguiente un calor bochornoso. Hace que eche de menos las tormentas de Oklahoma.

–Es verdad que no estás en tu mejor momento por las mañanas.

–Lamentablemente no. Pero soy muy agradable hacia mediodía –dijo ella un poco avergonzada.

–Como no estaré aquí a esa hora, creeré en tu palabra –le entregó el sujetapapeles–. He recibido el impreso de tu médico, pero necesito que rellenes el historial completo. Son sólo preguntas generales.

–Me parece que nuestra primera salida a correr tendrá que esperar si pretendes que responda a todas estas preguntas ahora –comentó ella al ver el cuestionario.

–No tardarás tanto si te das prisa.

–Lo intentaré, pero recuerda que apenas soy coherente a estas horas.

Erica se sentó en el sofá mientras Kieran hacía lo propio en la gastada chaise longe de ante marrón. El asiento favorito de Jeff, una cosa más que no había tenido el corazón de tirar.

Respondió que no a casi todas las preguntas sobre su condición física y al llegar al peso se detuvo.

–No estoy segura de cuánto peso.

–Déjalo en blanco. Ya te dije que te pesaría esta tarde. Como tienes que volver al trabajo, he pensado en dejar el resto de la valoración para esta tarde en el gimnasio.

–De acuerdo.

Respondió al resto de las preguntas íntimas con verdadero nerviosismo, leyó el documento de renuncia y firmó sobre la línea de puntos antes de entregárselo.

–Ya sabes mi historia personal. ¿Ahora qué?

Kieran dejó los impresos en la mesa, se palmeó los muslos y se levantó.

–Empezaremos con suavidad. Una carrerita hasta el parque y volver.

–El parque está a cinco manzanas por lo menos. ¿Cómo se supone que voy a correr hasta allí?

–Poniendo un pie delante del otro e impulsándote hacia delante –respondió él con una gran sonrisa.

Lo que daría por tener una réplica cortante para eso o el valor de borrar con un beso aquella sonrisita de suficiencia de su bello rostro.

–Muy gracioso. Creía que habías dicho que empezaríamos con suavidad. Correr cinco manzanas y volver no es lo que yo calificaría como «suave».

Kieran inclinó la cabeza y le lanzó una mirada desafiante.

–Si te resulta demasiado, podemos andar.

–No es demasiado –dijo ella en respuesta a su desafío–. Solía correr tres kilómetros diarios cuando era gimnasta –entrenamiento que se remontaba a cuando los dinosaurios llevaban pañales.

–Pues vámonos para que te dé tiempo a lavarte el pelo –dijo él haciendo un gesto hacia el vestíbulo.

Aquel hombre tenía una mente poderosa como una trampa de acero y un cuerpo que atraería a cualquier mujer medianamente interesada. Pero ella no lo estaba, al menos no tanto.

–Primero tengo que ver qué hace Stormy.

Dejó allí a Kieran y se dirigió a la habitación de su hija. Abrió la puerta sin hacer ruido. Stormy dormía profundamente. Estaba tumbada boca arriba, con el pelo rubio extendido sobre la almohada, los brazos abiertos, una pierna asomando por debajo de la colcha. Tenía gracia. Erica también dormía antes así, hasta la muerte de Jeff. En el presente, solía dormir acurrucada sobre un costado, abrazada a su almohada, un débil sustituto para un cuerpo caliente al que aferrarse.

Erica iba a despertarla para decirle que se iba, pero se lo pensó mejor. Cuando su hija se enterara de que Kieran estaba en casa, saldría corriendo de la cama y les retrasaría. Cuanto antes acabara con aquella primera fase del programa, mejor.

Cerró la puerta y regresó al cuarto de estar. Kieran seguía esperándola, demasiado sexy para ser tan temprano. Era evidente que era un hombre madrugador. El pensamiento sacó a la luz una imagen que no era de su incumbencia. Regañándose mentalmente, se acercó hasta el escritorio, desconectó el móvil del cargador y se guardó las llaves.

–¿Esperas alguna llamada? –preguntó Kieran.

–Siempre llevo el móvil, por si algo le sucediera a Stormy.

–No creo que se entere de que te has ido hasta que vuelvas.

–Puede, pero me siento mejor sabiendo que puede llamarme en caso de necesidad. Bastante duro se me hace dejarla sola en casa.

–¿No suele quedarse sola?

–Muy pocas veces y sólo media hora o así los fines de semana, mientras voy a hacer algún recado.

–¿Qué haces con ella cuando estás trabajando?

–Cuando no está en el trabajo conmigo, se queda con la señora Carpenter, mi vecina, o en casa de alguna amiga.

Erica supo lo que Kieran estaba pensando, que sufría de paranoia galopante, sobre todo cuando llegó a la puerta y conectó el sistema de seguridad.

–Me alegra ver que sabes cómo protegerte. Aunque en este barrio el índice de criminalidad es literalmente nulo.

Erica salió al porche y comprobó dos veces que había cerrado bien.

–Eso no existe hoy en día –se guardó las llaves y el teléfono, y se volvió hacia él–. Nunca sabes cuándo puede aparecer un extraño en tu puerta con la intención de torturarla a una.

La sonrisa de Kieran hizo que la tortura valiera la pena.

–¿Te acuerdas de cómo se estiraba?

–Claro que lo recuerdo –lo cual no era garantía de que no pudiera desgarrarse algo en el proceso.

Erica siguió las instrucciones de Kieran y empezaron a calentar los músculos. También siguió el contorno de su pierna, desde la parte superior de sus pantalones cortos hasta la corva, pasando por la curva de su muslo. Por alguna razón, continuó explorando visualmente en dirección a una zona puramente masculina que no debería mirar una madre decente…

–¿Qué aparato prefieres?

Erica subió la vista de golpe al tiempo que una oleada de calor cubría sus mejillas.

–¿Cómo dices?

La sonrisa de Kieran se amplió, indicando que se había fijado en su desvergonzada exploración visual.

–Supongo que debería decir mejor que qué era lo que más te gustaba hacer cuando eras gimnasta.

Menos mal que era eso.

–Se me daban bien la barra de equilibrio, las asimétricas y el salto de trampolín, pero el suelo era mi fuerte.

–Entonces tendrías que correr mucho, ¿no?

–Bueno, sí.

–Pues venga.

Erica se dio cuenta de que había llegado el momento de la verdad. ¿Conseguiría correr dos manzanas sin desmayarse? Claro que sí, eso esperaba.

Al pasar junto al deportivo negro, se percató de que era un Porsche. Era de imaginar. Kieran tenía aspecto de hombre Porsche. Pero no estaba para admirar aquel vehículo de ensueño si no quería quedarse atrás. Lo alcanzó rápidamente porque Kieran iba despacio. A pesar de la débil protesta de sus pantorrillas y sus tobillos, consiguió seguir el paso de él… hasta que éste aceleró dejándola atrás. Unos metros por delante, se dio la vuelta mientras corría en el sitio.

–Seguro que puedes hacerlo mejor.

–Ya voy –dijo ella con la respiración agitada–. Pero no tienes que esperarme. Adelántate.

–De eso nada. No quiero que te vuelvas a casa.

Para cuando llegaron al parque, sentía calambres en los pies y le ardían los pulmones. Se acercó a una zona de columpios y se apoyó en una barra mientras recuperaba el aliento.

Kieran estaba como si tal cosa, ni siquiera le faltaba el resuello. Erica se puso de mal humor otra vez.

–¿Intentas acabar conmigo el primer día?

–En absoluto –dijo él–. Para la próxima semana conseguiré que llegues al parque, des dos vueltas y regreses.

Para la semana siguiente era más que probable que estuviera atada a la cama con varias fracturas.

–Espero que sepas aplicar la reanimación cardiopulmonar –una nueva y placentera fantasía se coló en su mente, la boca de Kieran sobre la suya.

–Mi trabajo lo requiere, pero tú no vas a necesitarla –se sacó la sudadera por la cabeza, arrastrando con ella por un momento la camiseta blanca que llevaba debajo. Erica vislumbró el pozo de su ombligo y el alegre sendero que se abría hacia abajo.

Si seguía así iba a necesitar reanimación en serio.

–Gracias por el voto de confianza. Sólo espero estar a la altura de tus expectativas.

–Ya lo estás –dejó la sudadera sobre un tobogán y, acercándose a Erica, le colocó dos dedos en el cuello.

–¿Buscas algo?

–Compruebo tu pulso.

Claro. Qué estupidez por su parte pensar que pudiera ser otra cosa.

–¿Sigo viva? –el rápido pulso indicaba que estaba bastante viva, en parte debido a su contacto, por inocente o clínico que fuera.

–Sí, sigues viva –dijo él bajando la mano–. Trabajaremos subiendo el pulso un poco más en el futuro.

–Si tú lo dices –un poco más y sufriría un parada cardiaca.

–¿Recuperada ya para volver?

De la carrera, sí. De su contacto y su proximidad, no del todo. Después de flexionar las rodillas un par de veces con un moderado dolor como resultado, sacudió los hombros y levantó la barbilla.

–Lista y aunque no lo estuviera, tengo que volver con mi hija.

Kieran la observó detenidamente un instante largo antes de decir:

–Tiene suerte de tener una madre como tú.

–Y yo no puedo creer lo afortunada que soy de tener una hija tan maravillosa. Es lo mejor que me ha ocurrido en la vida y haría cualquier cosa por ella.

 

 

–La respuesta es no, Stormy. Fin de la discusión.

–¡Pero, mamá, no es justo!

Kieran estaba de pie en el cuarto de estar, escuchando el intercambio verbal entre madre e hija que llegaba desde la cocina. No le correspondía a él entrar en la refriega, y hasta el momento había evitado intervenir. Para ser consecuente decidió que lo mejor sería marcharse y dejar que arreglaran sus asuntos familiares. Pero antes de que pudiera salir, Stormy entró a la carrera y se dirigió a él con carita de perrito abandonado.

–¿No te parece que está siendo injusta, Kieran? ¿Qué tiene de malo que juegue al softball?

Eso por querer quedar fuera de la batalla y por fingir que no había oído la conversación.

–Tu mamá no ha dicho que no puedas jugar. Ha dicho que no veía razón para comprar el equipo necesario antes de que te apuntes. Estoy seguro de que en cuanto estés en un equipo, te comprará todo lo que necesites.

Erica entró en la habitación con una fachada tranquila, pero Kieran sabía por el brillo de la frustración de sus ojos azules que no estaba muy contenta con su hija en esos momentos, ni tampoco con él.

–Así es, Stormy. No me parece necesario tener que salir a comprar todo ese montón de cosas hasta que no decidamos si vas a jugar.

–Querrás decir hasta que decidas si voy a jugar. Yo ya he decidido que quiero hacerlo. Y sólo porque tú te pongas ropa vieja no quiere decir que yo también tenga que hacerlo. Cuando vaya al centro comercial hoy quiero comprar cosas para practicar.

–En primer lugar, no te he dicho que puedas ir al centro comercial. Y en segundo, preferiría ir contigo a comprar lo que necesites.

Stormy parecía preparada a descargar una nueva andanada cuando sonó una bocina de pronto y salió disparada hacia la ventana. Miró a través de las persianas y se giró en redondo.

–Están aquí, mamá. Han venido hasta aquí a recogerme. Vamos a jugar a casa de Lisa, después iremos al centro comercial ése tan grande, el que tiene pista de patinaje. Por favor, déjame ir.

–Está bien, puedes ir. Pero no tengo dinero aquí ahora mismo.

–La mamá de Lisa le deja usar su tarjeta de crédito.

–De eso nada. Eres demasiado pequeña.

–Pero necesito unas zapatillas de deporte nuevas, mamá. Deja que me compre eso por lo menos.

–Las compraremos cuando me paguen la semana que viene –dijo Erica sin alzar la voz, aunque a Kieran no le habría extrañado que se hubiera puesto a gritar.

En un esfuerzo por mantener la paz, Kieran sacó la cartera y le ofreció un billete de cien dólares a Erica, por su cuenta y riesgo.

–Acepta esto de momento.

–No puedo dejar que lo hagas, Kieran. Stormy puede esperar una semana.

Stormy, por su parte, hizo caso omiso de su madre y agarró el billete, sonriendo.

–Gracias, Kieran. Te lo devolveré cuando reciba mi dinero de Navidad.

–Ya lo arreglaré con tu madre –dijo Kieran guardándose la cartera de nuevo sin dejar de mirar a Erica–. Considéralo el pago anticipado del masaje que me darás la semana que viene.

–¿Has concertado una cita? –preguntó ella con los ojos como platos.

–Todavía no, pero lo haré.

El timbre de la puerta interrumpió su conversación.

–Ya voy –gritó Stormy corriendo en dirección al vestíbulo.

–Dile a Candy que entre y me explique qué vais a hacer –dijo Erica.

–¿Candy es Candice Conrad? –preguntó Kieran sofocando una imprecación.

–La misma –respondió Erica.

Aunque no necesitó la confirmación cuando oyó:

–Niñas, esperad en el coche mientras hablo con Erica.

Era lo último que necesitaba. Se había pasado varios meses evitando a Candice. Escabulirse por la puerta trasera parecía un buen plan, aunque tendría que explicarle a Erica por qué no quería estar en la misma habitación que aquella mujer.

Candice entró en el cuarto de estar envuelta en una nube de perfume caro y un aire de superioridad, vestida con unos vaqueros demasiado ceñidos y un jersey escotado que lo dejaba todo a la vista, ni un pelo fuera de su lugar.

–Hola, Erica. Stormy me ha dicho que querías hablar conmigo de… –sus palabras quedaron suspendidas en el aire mientras miraba boquiabierta a Kieran–. Vaya sorpresa. No esperaba verte aquí, Kieran.

–Es mi entrenador personal –dijo Erica antes de que Kieran tuviera el aplomo suficiente para responder.

Candice se llevó una mano de uñas perfectamente arregladas a la garganta.

–Entiendo. No sabía que pudieras permitirte los servicios de Kieran.

–Tenemos un trato –respondió Kieran sin pensar–. Yo superviso su programa de entrenamiento y ella me da masajes a cambio.

No estaba seguro de quién de las dos se quedó más sorprendida.

–¿A qué hora crees que habréis acabado, Candy? –preguntó Erica tras aclararse la garganta.

–Traeré a Stormy después de cenar, hacia las siete.

–Estaremos en el gimnasio –dijo Kieran antes de que Erica tuviera oportunidad de responder o de cambiar de opinión–. Lleva a Stormy allí.

–De acuerdo. Iré preparada para entrenar –la expresión de Candice se iluminó–. A lo mejor podrías darme sugerencias para usar la nueva máquina elíptica.

Que se diera menos máscara de pestañas era la única sugerencia que se le ocurría. Al contrario que Erica que no se maquillaba los ojos y aun así estaba estupenda.

–Voy a estar ocupado. Joe o Evie pueden ayudarte.

–Supongo que tendré que conformarme –dijo ella sin molestarse en ocultar su decepción–, al menos por esta noche. Ya te pillaré en otro momento.

Kieran estaba seguro de que no tenía el más mínimo deseo que Candy lo pillara en ningún lugar o manera.

–Que lo paséis bien de compras, Candice.

–Lo pasaremos estupendamente, como siempre –movió la mano en dirección a Erica–. Y no te preocupes, Erica. No perderé de vista a las niñas.

–Gracias. Ya sabes lo mucho que me preocupo cuando están en sitios atestados de gente.

–Lo sé. Me lo recuerdas siempre que salimos –y sin decir nada más, Candice se giró sobre sus tacones de leopardo y salió de la habitación.

–No te vayas a ninguna parte –dijo Erica a Kieran mientras la acompañaba al vestíbulo–. Tenemos que discutir ciertos asuntos en cuanto me despida de mi hija.

Kieran iba a recordarle que tenía que prepararse para ir al trabajo, pero se lo pensó mejor. Imaginó que le iba a caer una buena y tendría que aceptarla como un hombre.

Unos minutos después, Erica entraba en el cuarto de estar con expresión muy seria. Suponiendo que aquello llevaría un rato, Kieran se dejó caer en el sofá y aguardó el sermón.

Erica se quedó en medio de la habitación, con los brazos cruzados y una dura mirada en los ojos.

–No me malinterpretes. Aprecio tu generosidad, y soy consciente de que probablemente siempre has tenido dinero a mano para gastar a tu antojo –su tono indicaba que no lo apreciaba ni un poco–. Sin embargo, soy capaz de dar a Stormy todo lo que necesite, aunque no te lo parezca. Por eso preferiría que no me desautorizaras delante de mi hija.

–Lamento haber sobrepasado mis límites, pero te equivocas en una cosa. No siempre tuve dinero. Crecí en una casa a menos de tres kilómetros de aquí, en un barrio de clase media. Mi padre era cartero, ya está jubilado, y mi madre trabajaba en casa cuidando de sus hijos. Trabajaban mucho para ganarse la vida y yo he ganado hasta el último centavo de lo que tengo de igual forma.

–Pensé que… –las facciones de Erica se suavizaron.

–¿Que nací con un par de pesas de plata en las manos? –se puso en pie luchando por sofocar el enfado–. Ni por asomo. Me vestí con la ropa que no les valía a mis hermanos hasta que tuve edad suficiente para trabajar y poder comprarme mi propia ropa. También aprendí pronto lo que es estar rodeada de los que son como Candice Conrad. Si no le hubiera dado el dinero a Stormy, Candice se habría tomado la libertad de comprarle las zapatillas sólo para alimentar su necesidad de superioridad haciéndote sentir como una madre incapaz de dar a su hija lo que necesita.

Erica levantó las manos con las palmas hacia fuera y para volver a dejarlas caer a los lados.

–Está bien, entiendo lo que quieres decir –lo miró detenidamente un momento–. Tal vez haya dado demasiadas cosas por supuestas, pero veo que no te gusta mucho Candy.

–No es santo de mi devoción.

–¿Pero no eras su entrenador personal?

–Lo fui unos meses. No funcionó.

–Déjame adivinar –se cruzó de brazos otra vez–. No le gustaba que le dijeras lo que tenía que hacer.

–Teníamos distintos objetivos. Yo quería que se pusiera en forma y ella quería llevarme a la cama –era demasiada información, pero había algo en ella que le hacía desear confesarle sus pecados.

–¿Alguno de los dos consiguió lo que quería? –preguntó ella.

–Ni por asomo. Lamento haber sido tan brusco. Olvidaba que es tu amiga.

–No es mi amiga –dijo ella con risa cáustica–. Es la madre de la amiga de Stormy y hasta ahí llega nuestra relación. Aprecio que no le importe cuidar de Stormy mientras yo estoy en el trabajo, pero no somos amigas como para salir juntas. No nos movemos en los mismos círculos. Y no me importa.

La actitud de Erica le resultó una grata sorpresa.

–No me parece que sea del tipo de mujeres que se lleva bien con otras mujeres.

–Ni con los hombres –añadió ella–. Stormy me dijo ayer que va a divorciarse.

–Genial. Ahora podrá vivir alegremente para el resto de sus días con el dinero de su marido.

Se rieron en agradable compañía hasta que Erica miró el reloj de la pared.

–Se me está haciendo tarde. Tengo que…

–Lavarte el pelo –sonrió, y ella le devolvió la sonrisa–. Te dejaré en paz, pero primero una pregunta más –había despertado su curiosidad y también su preocupación–. ¿Por qué estás en contra de que Stormy haga deporte?

–Es complicado –dijo ella apartando la vista.

–Soy un tipo bastante listo. Puedo con las cosas complicadas –se apoyó en el brazo del sofá.

Kieran sabía que Erica no tenía que darle explicaciones, pero tras unos segundos contestó:

–Stormy nació con un defecto cardiaco congénito. La han operado cuatro veces.

–¿Por qué no me lo habías dicho antes?

–Porque Stormy no quiere que nadie sepa que no es normal, así que te pido que no le comentes nada.

Él entendía que una niña se sintiera así, lo que no entendía era por qué alguien tan agradable como Erica Stevens tenía que haber pasado por tanto en su vida.

–¿Y cómo se encuentra en estos momentos?

–Según su médico, está bien para hacer actividades normales –dijo–. Éste es el primer año que ha podido dar clase de educación física desde que empezó el colegio.

–En ese caso, me parece que el softball entraría en esa categoría.

–Probablemente tengas razón. Pero me preocupa.

–Escucha, el softball es unos de los deportes más seguros siempre y cuando se use el equipo adecuado. Mi hermana jugó durante años y lo más que se hizo fue unos arañazos de lazarse al suelo en la segunda base. Y yo puedo ayudar a Stormy a practicar, hasta puedo hacer de cácher para ella y ver qué tal se le da.

–Estoy segura de que estás demasiado ocupado para eso.

En cierto modo tenía razón. Pero por alguna razón sería que tenía que hacerlo por su hija, sobre todo ahora que sabía lo que había sufrido.

–Sacaré un poco de tiempo para ella. Podría ir a recogerla al colegio, llevarla a las jaulas de bateo y quedar contigo después en el gimnasio.

–Kieran –empezó con un suspiro–, agradezco de veras todo esto, pero ahora mismo no puedo pagarte por tus servicios. Todavía te debo el dinero de las zapatillas de deporte.

–Me pagarás con un masaje.

–¿Lo dices en serio? –Erica abrió los ojos como platos.

–Ya te dije ayer que me vendría bien uno. ¿Están bien cien dólares por una hora de tu tiempo?

–Eso es lo que cuesta, pero no lo que yo gano. El spa se lleva una comisión del cuarenta por ciento.

Menuda gaita. A Kieran se le ocurrió entonces un plan alternativo que les ahorraría tiempo a los dos.

–No tendrías que pagar la comisión si no lo hiciéramos en el spa, ¿no es así?

–¿Y dónde propones hacerlo? –preguntó ella frunciendo el ceño.

–En el gimnasio hay un lugar en el que podrías hacerlo. Tú sólo trae tu aceite, tus velas y tus manos mágicas.

–¿Quieres decir que vamos a hacerlo bajo cuerda? –sonrió y aparecieron sus hoyuelos.

–Bajo cuerda, sobre una camilla, bajo la camilla, lo mismo me da.

La indirecta quedó flotando sobre la conversación unos segundos hasta que Kieran volvió a los negocios, de lo que en ningún momento debería haberse apartado, para empezar.

–Quedamos a las seis y media esta noche y prepárate para dejarte el alma en el entrenamiento. Ya cerraremos los detalles del masaje para la próxima semana –añadió.

Erica puso las manos en el respaldo del sillón, las mejillas arreboladas por culpa de Kieran.

–Mi intención es dejarme el trasero junto con el alma, literalmente.

La de Kieran era mantener las manos lejos de ella exceptuando que el entrenamiento lo exigiera, pero le preocupaba que sus intenciones se torcieran.

No podía negarlo. Había algo en Erica que no sólo le empujaba a querer confesarle sus intimidades, sino a desear embarcarse en alguna situación igualmente íntima con ella. Tal vez fuera por su sentido del humor, su vulnerabilidad. Su arrebatador cabello pelirrojo, sus inocentes hoyuelos y sus grandes ojos azules. Tal vez se debiera a la preocupación por la salud de su hija, la carga que había tenido que llevar sola desde que muriera su marido. Fuera lo que fuese, no podía negar que la atracción era más fuerte de lo que debería.

Después de diez años como entrenador personal, Kieran O’Brien podía contar con una mano las clientas que le habían llamado la atención lo bastante como para hacerle olvidar su código ético: una. Erica Stevens. Y antes muerto que dejar que eso ocurriera.